Nueve

– Háblame de ti -dijo él.

Se habían vestido y estaban recostados contra un árbol. Noah la abrazaba con actitud protectora, y Sheila había apoyado la cabeza en su hombro.

– No hay mucho que contar.

– ¿Por qué no empiezas diciéndome por qué quieres quedarte en la bodega?

– Creo que es obvio.

– De todas formas, me gustaría que me lo explicaras.

– Por mi padre. Se pasó la vida soñando con producir el mejor vino del país. No puedo renunciar a sus sueños.

– No te lo he pedido.

– Aún no.

Sheila notó que se ponía tenso y rogó que no la decepcionara justo en aquel momento. Acababan de hacer el amor, y se había dado cuenta de que estaba perdidamente enamorada de él.

– Pero crees que te lo pediré tarde o temprano -replicó Noah.

– Ya te ofreciste a comprarla.

– Sí, y te enfadaste. ¿Por qué?

– Ha pasado muy poco tiempo desde la muerte de mi padre. No quiero renunciar a sus apuestas. Aún no.

El la miró a los ojos.

– ¿Tanto significa para ti lo que quería tu padre? -preguntó.

– Estábamos muy unidos.

– ¿Tan unidos como para que estés dispuesta a sacrificarlo todo con tal de prolongar su sueño?

– No es ningún sacrificio. Es lo que quiero hacer.

Noah suspiró, le pasó un brazo por la cintura y la acercó más a él. Sheila era un enigma para él; un enigma fascinante que no podía resolver.

– ¿Qué voy a hacer contigo, preciosa?

– Confiar en mí.

– Eso hago.

Ella quería creerlo, pero no podía olvidar la sombra de duda que había visto en sus ojos azules.

– Háblame de tu ex marido -dijo Noah.

– No me gusta hablar de Jeff.

– ¿Por qué?

Sheila apretó los puños y tuvo que hacer un esfuerzo para relajarlos.

– Porque aún me afecta.

– ¿El divorcio o el matrimonio?

– El hecho de haber cometido un error tan grande -contestó, apartándose del abrazo.

– Eso quiere decir que te culpas por lo sucedido.

– En parte. Oye, no quiero hablar del tema.

– No pretendía entrometerme en tus…

– Lo sé. No sé por qué me molesta tanto.

– Tal vez porque sigues enamorada de el.

– Te equivocas de cabo a rabo. Más bien es por todo lo contrario. No sé si estuve enamorada de él alguna vez. Creía que sí, pero imagino que las cosas habrían sido diferentes si lo hubiera querido de verdad.

– Quieres decir que aún estarías casada. ¿Es eso lo que quieres?

– En absoluto. Casarme con Jeff fue el peor error que he cometido en mi vida. Pero no puedo evitar preguntarme si lo que hice fue lo mejor para Emily.

– ¿Te refieres al divorcio?

– Me temo que fue él quien me lo pidió. En cualquier caso, no sé si no debería haber hecho más para salvar el matrimonio, por el bien de Emily.

– Así que crees que para la niña habría sido mejor que no os separarais.

– No lo sé. Fue difícil. Yo creía que Jeff era feliz.

– ¿Y tú?

– Al principio sí. Y cuando me enteré de que estaba embarazada, me volví loca de alegría. Jeff no estaba tan emocionado como yo, pero pensé que era una reacción normal y que se encariñaría con la niña cuando naciera.

– Pero no fue así.

– No era tanto por ella como por la presión de tener que mantener a la familia. Una buena niñera habría costado más de lo que podía ganar yo con un trabajo de media jornada. Supongo que se sintió agobiado por la carga económica.

– ¿Te dejó por el dinero? ¿Qué clase de hombre deja a una mujer y a una niña porque no puede mantenerlas?

– No nació con la vida resuelta, como tú -replicó ella, poniéndose a la defensiva-. Ha tenido que trabajar toda su vida.

– Eso no lo exime de su responsabilidad como padre. ¿Qué pasó? Hay algo que no me estás contando.

Sheila bajó la cabeza, avergonzada por lo que estaba a punto de decir.

– Jeff tenía una relación con otra mujer.

A Noah se le revolvió el estómago al oírla confirmar lo que había sospechado. Apretó los dientes para que no se le escapara ningún insulto que pudiera ahondar su herida. Ella respiró profundamente para no echarse a llorar y continuó:

– Judith, la mujer en cuestión, tenía cerca de cuarenta y cinco años; estaba divorciada, tenía una buena posición económica y quería…

– ¿Un semental? -concluyó con sarcasmo.

– Un hombre.

– Tu ex marido no es un hombre, Sheila. Es un imbécil y un irresponsable.

Sheila no lo contradijo. Era la primera vez que le contaba a alguien que Jeff la había engañado. Lo había mantenido en secreto y se había tragado el dolor y la ira que sentía para no dañar la imagen que Emily tenía de su padre.

– No importa -declaró-. Ya no. En cualquier caso, Jeff me pidió el divorcio y, cuando me di cuenta de que nuestro matrimonio no tenía arreglo, accedí. Lo único que quería era quedarme con la niña. Y la verdad es que mi pretensión no supuso ningún problema; Emily habría sido un estorbo para Jeff.

– Si no quieres hablar de esto…

– No pasa nada. No queda mucho más por contar, salvo algo que creo que deberías oír. Cuando fracasó mi matrimonio, toque fondo. No sabía qué hacer. Mi padre me alentó para que me mudara a California y continuara con los estudios.

Sheila sonrió con nostalgia al recordar lo transparente que había sido su padre.

– Estoy segura de que esperaba que conociera a otro hombre que me hiciera olvidar a Jeff -siguió-. Así que acepté su consejo y su dinero. Era mucho dinero, mucho más de lo que se podía permitir. Yo no lo sabía; creía que la bodega era más rentable, pero mi padre tuvo que pedir prestado el dinero que me dio.

– A Wilder Investments.

Noah sintió náuseas al comprender que su padre había usado el amor paternal de Oliver para acorralarlo y aprovecharse de su situación.

– La bodega tiene dos hipotecas -reconoció Sheila-. Mi padre no tenía nadie más a quien pedir el préstamo.

– Y, por supuesto, Ben accedió encantado.

– Por tu forma de decirlo, parece que tu padre lo hubiera animado a endeudarse.

– Sinceramente, no descarto esa posibilidad.

– Tu padre no tuvo nada que ver con el fracaso de mi matrimonio, ni tiene la culpa de que yo no llegara a devolverle el dinero al mío. Creía que tenía más tiempo.

Sheila no pudo contener las lágrimas.

– Ni siquiera había pensado que mi padre era mortal -añadió-. Creía que siempre estaría ahí.

Noah le besó la cabeza.

– No llores, mi vida. No te tortures culpándote por algo que no podías saber. Estás siendo muy dura.

– No se le puede echar la culpa a nadie más.

– Yo creo que podríamos empezar por tu marido, O por tu padre. Tendría que haberte hablado de sus problemas económicos.

– No lo entiendes. No quería que me agobiara, y yo no pregunté nunca…

Sheila empezó a sollozar desconsoladamente. Noah la abrazó y trató de contener la ira que lo consumía. No podía entender cómo, una mujer tan hermosa e inocente, podía haber quedado atrapada entre dos hombres que sólo le habían hecho daño. El ex marido era un desgraciado y, por querer protegerla, el padre había acabado hiriéndola. No se atrevía a contarle lo que sabía sobre el incendio, porque tenía miedo de que se sintiera más culpable aún.

El no habría adivinado nunca por qué Oliver había pedido aquel préstamo. Hasta entonces daba por sentado que se había gastado el dinero en tonterías, pero no dudaba de la veracidad de lo que le había contado Sheila. Las fechas coincidían con los registros contables de Wilder Investments que había estado revisando antes de ir a Cascade Valley y, si los libros no eran suficiente prueba, la angustia y los remordimientos de Sheila eran concluyentes.

Se levantó y la ayudó a ponerse en pie.

– Vamos a volver -dijo-. Necesitas dormir un poco.

– ¿Te quedarás conmigo?

Sheila temía que su confesión hubiera influido negativamente en lo que sentía por ella.

– Todo el tiempo que quieras -contestó él, subiendo la colina hacia la casa.

Cuando se despertó descubrió que estaba sola en la cama. Sabía por qué Noah no estaba con ella. La había abrazado y consolado casi toda la noche, pero se había escabullido mientras ella dormía para esperar al amanecer en el incómodo sofá; habían coincidido en que era conveniente guardar las apariencias delante de los niños.

El día había empezado bien, y habían desayunado en paz. Sean seguía hosco y callado, pero parecía resignado a su suerte.

Después de desayunar, mientras los niños lavaban los platos, Sheila llevó a Noah a recorrer las habitaciones. Era un edificio enorme, que había sido casa de campo de un francés rico llamado Giles de Marc. Al parecer, era un apasionado de la viticultura y, al descubrir que Cascade Valley reunía condiciones idóneas para el cultivo de la vid, había empezado a fermentar y embotellar cabernet sauvignon.

Salvo en algunas habitaciones de la primera planta que se habían salvado del incendio, los daño en la casa principal eran sobrecogedores. Se notaba que Sheila había tratado de devolver el orden y la limpieza a las habitaciones, pero era un objetivo demasiado ambicioso para su realidad.

Por la tarde, Noah estaba sentado en el despacho echando un vistazo a los registros personales de Oliver Lindstrom. Todos los datos coincidían con lo que le había contado Sheila. Del detalle de los movimientos de la cuenta bancaria se deducía que había destinado la mayor parte del dinero a hacer transferencias trimestrales a su hija, y que el resto lo había usado para pagar los gastos cotidianos de la bodega cuando el negocio marchaba mal. Por lo que Noah había podido comprobar, Oliver no se había gastado ni un centavo en sí mismo. Lejos de devolverle la tranquilidad, el descubrimiento sólo sirvió para que le resultara más difícil explicarle a Sheila que su padre había provocado el incendio.

Ella había tratado de ayudarlo y le había explicado todo lo que sabía de la bodega. Se sentía cada vez más cerca de él y tenía la impresión de que estaba empezando a entenderlo. Sabía que podía fiarse de él y esperaba que algún día el amor que sentía fuera correspondido.

Hasta Emily había empezado a confiarse con Noah y había perdido totalmente la timidez, gracias a que él se había tomado tiempo para hablar con ella y demostrar interés por lo que estuviera haciendo.

Pero lo más sorprendente era la relación de Emily con Sean. Estaba fascinada con el adolescente y lo seguía a todas partes, y aunque el chico trataba de ocultar sus sentimientos, Sheila sospechaba que se había encariñado con la niña.

– Basta de trabajar -dijo Sheila, entrando en el despacho.

Noah estaba en la mesa con el ceño fruncido. Cuando apartó la vista de los papeles para mirarla se le dibujó una sonrisa.

– ¿Qué tienes en mente? -preguntó.

Ella bajó la voz y le lanzó una mirada seductora.

– ¿Qué tienes en mente tú?

– Eres mala.

– Y tú muy optimista.

– Por no perder la esperanza.

– Esperaba que dijeras que tienes hambre.

– No he dicho que no la tenga -replicó Noah con una sonrisa cómplice.

– Me alegro, porque nos vamos de picnic.

– ¿Solos?

– Ojalá. Nos vamos con los niños.

Antes de que él pudiera contestar, Emily entró corriendo en el despacho.

– ¿Aún no estáis preparados? ¿Cuándo nos vamos de paseo?

– Ahora mismo, cariño. ¿Has guardado los pasteles?

– ¡Mamá! -la regañó-. Se suponía que era una sorpresa.

– Te prometo que no se lo diré a nadie -susurró Noah-. Será nuestro secreto.

La pequeña sonrió y salió corriendo. Sheila no pudo evitar preguntarse si alguna vez había visto a su hija tan segura con un hombre. Emily era muy tímida, incluso con su padre. Pero con Noah era diferente; parecían tenerse mucho cariño.

– Deberíamos irnos antes de que Emily pierda la paciencia -dijo.

– No me puedo creer que esa chiquilla pierda los estribos.

– Espera y verás. Tiene los peores berrinches que he visto en mi vida.

– Vaya. ¿A quién habrá salido?

Noah se levantó y cruzó la habitación para abrazarla por la cintura.

– ¿Me estás acusando de ser temperamental? -preguntó ella, arqueando las cejas.

– No, eso es demasiado amable. Creo que belicosa sería más exacto.

Acto seguido, le besó la frente y le susu6 al oído:

– ¡Lo qué no daría por pasar una hora a solas contigo!

– ¿Qué estarías dispuesto a hacer?

– Cosas que ni siquiera puedes imaginar.

– Ponme a prueba.

– Eres terrible, ¿sabes? Pero eres preciosa. Espera y recibirás tu merecido.

Noah la soltó y le dio una palmada en el trasero.

– Vamos -añadió-, no nos conviene que Emily se desespere.

Tardaron casi una hora en subir la empinada pendiente de la colina, pero Sheila insistía en que las vistas desde la cima compensaban el esfuerzo. El lugar que había elegido para el picnic era uno de sus favoritos: una cumbre apartada con un bosque de pinos y alerces. La tensión de la noche anterior se había disipado, y Sheila se relajó mientras comía un sándwich.

– Conozco un lugar para pescar truchas -declaró Emily, tratando de impresionar a Sean.

El adolescente la despeinó y sonrió con picardía.

– ¿Cómo va a saber pescar una cría como tú?

– ¡No soy ninguna cría!

– De acuerdo, pero ¿sabes pescar con mosca?

– Me enseñó mi abuelo.

Sean la miró atentamente y decidió que no estaba mal para ser una niña.

– ¿Qué tipo de trucha? -preguntó.

– Arco iris.

– ¿Y cómo la pescas?

– Con caña, estúpido.

– Pero no hemos traído.

– Te crees que lo sabes todo, ¿verdad?

Emily buscó en la mochila de su madre y sacó dos cañas de pescar telescópicas.

– Hace falta algo más que una caña para pescar una trucha.

– No me tomes por tonta, ¿vale? -dijo, antes de sacar una caja de metal llena de anzuelos y cebo-. ¿Algo más?

Sean sonrió y levantó las manos en señal de rendición.

– De acuerdo, reconozco que eres especialista en pesca con mosca. Vamos. Se volvió a mirar a los adultos para ver si les daban permiso. Sheila asintió con una sonrisa; la discusión le había parecido muy divertida.

– Por supuesto que puedes ir -afirmó-. Tu padre y yo nos ocuparemos de los platos. Emily sabe llegar al arroyo; iba con su abuelo todas las tardes. Pero tenéis que volver a casa antes de que se haga de noche.

Emily ya estaba bajando por la ladera con una caña en la mano.

– Date prisa, Sean -gritó-. No tenemos todo el día.

El adolescente tomó la otra caña y la caja de los anzuelos, y corrió para alcanzarla.

Sheila empezó a guardar en la cesta la fruta y los sándwiches que habían sobrado.

– Puedes colaborar, ¿sabes? -dijo a Noah.

– ¿Por qué, si puedo quedarme tumbado aquí y disfrutar del paisaje?

Estaba acodado sobre la hierba, mirándola con los ojos cargados de deseo. Cuando ella guardó el mantel en la mochila, estiró la mano y la tomó de la muñeca.

– Explícame una cosa, Sheila.

– Si puedo…

– ¿Por qué tu precoz hija y tú sabéis lidiar con mi hijo cuando yo ni siquiera puedo empezar a entenderlo?

– Puede que te esfuerces demasiado. ¿De verdad crees que Emily es precoz?

– Sólo cuando tiene que serlo.

– ¿Y eso cuándo es?

– Cuando trata con Sean. Mi hijo es de armas tomar.

– Hasta ahora no había conocido nunca con nadie como Sean.

Noah parecía sorprendido.

– ¿Por qué?

– Los hijos de mis amigos tienen más o menos la misma edad que Emily. La bodega está apartada, y no se ha topado con muchos adolescentes, probablemente porque tienden a evitar a los niños.

– Pero habrás tenido canguros.

– No muchos. Normalmente la dejó con algún amigo, y cuando ninguno puede, siempre está Manan.

– ¿Quién es Manan?

– La madre de Jeff.

Noah frunció el ceño y se puso en pie de un salto.

– Te llevas bien con tu ex suegra, ¿verdad?

– Sí. Es la única abuela que le queda a Emily.

– ¿Y eso hace que sea especial?

– Sí.

Él resopló malhumorado y levantó la cesta.

– Manan quiere mucho a su nieta -afirmó Sheila-. Emily no tiene por qué sacrificar la buena relación que tiene con su abuela por el hecho de que Jeff y yo estemos divorciados.

– Por supuesto que no.

– No entiendo por qué te molesta.

– No me molesta en absoluto.

– Mentiroso.

– Es sólo que no me gusta que me recuerdes que estuviste casada.

– Lo recuerdas cada vez que ves a Emily.

– Es distinto.

– ¿Por qué?

– No se puede comparar a tu hija con la madre de tu ex marido.

Sheila suspiró mientras empezaban a andar para volver a la casa.

– No quiero discutir contigo -dijo-. No tiene sentido. Soy una divorciada de treinta años con una hija. No puedes pretender que me olvide de que estuve casada.

– Es cierto, pero preferiría que no te lo recordaras constantemente.

– No lo hago.

Noah se detuvo en una curva del camino, dejó la cesta en el suelo y se giró para mirar a Sheila.

– Creo que sigues enamorada de tu ex marido.

– Eso es ridículo.

– ¿De verdad?

– El único motivo por el que no me gusta hablar de Jeff es que no me enorgullezco de estar divorciada -puntualizó-. No me casé esperando que el matrimonio terminara como terminó. En su momento pensé que lo quería, pero ya no estoy tan segura. En cualquier caso, no esperaba que las cosas salieran tan mal. Es como si hubiera fracasado.

El tema la afectaba mucho, pero trató de controlar la emoción y suspiró al pensar en su hija.

– De todas maneras, me alegro de haberme casado con Jeff -añadió.

– No me cabe duda.

– ¡Por Emily! Si no me hubiera casado con Jeff, no habría tenido a Emily. Deberías entenderlo mejor que nadie.

– Yo no me casé para tener a Sean.

– Y yo no habría tenido un hijo sin un padre.

Noah apretó los dientes.

– De modo que crees que Marilyn tendría que haber abortado, como planeaba.

– Por supuesto que no. Ni siquiera entiendo las circunstancias que rodearon el nacimiento de tu hijo.

– ¿Intentas pincharme para que te cuente los detalles jugosos?

– Sólo quiero saber lo que me quieras contar y que te convenzas de que no sigo enamorada de Jeff. El amor que pude haber sentido por él se terminó mucho antes del divorcio.

El relajó la expresión, sacudió la cabeza y sonrió.

– Es difícil, ¿sabes? -murmuró.

– ¿Qué?

– Lidiar con los celos.

Noah desvió la vista hacia el horizonte mientras trataba de poner en orden sus pensamientos. Estaba viendo atardecer, rodeado de un paisaje de ensueño y acompañado por la única mujer que le había interesado de verdad en dieciséis años. No entendía por qué insistía en discutir con ella en vez de confesarle que estaba perdidamente enamorado. Tampoco sabía por qué no encontraba el valor necesario para decirle lo que había averiguado sobre Oliver, ni por qué no podía pasar por alto el orgullo y el amor que se reflejaban en la mirada de Sheila cuando hablaba de su padre.

Ella lo estaba mirando con incredulidad.

– No pretenderás convencerme de que tienes celos de Jeff.

– Tengo celos de todos los hombres que te han tocado.

Sheila levantó la cesta y se la dio.

– Déjate de pamplinas.

– Tienes razón. No lo puedo evitar: cuando estoy contigo me vuelvo loco. ¿Tan terrible es?

Noah trató de abrazarla, pero ella se escabulló y reanudó la marcha. Después de avanzar unos pasos se volvió para mirarlo sensualmente, aunque sin dejar de andar

– Depende.

– ¿De qué? -preguntó él, acercándose con una sonrisa.

Sheila le puso un dedo en los labios.

– De lo loco que te quieras volver.

– Eres perversa. Perversa y muy seductora.

– Sólo cuando te tengo cerca. ¿Menudo par, no te parece? Un loco y una perversa.

– Es la fórmula perfecta para una atracción irresistible. ¿Adónde me llevas? ¿No te has equivocado de camino?

– No sabía si te darías cuenta.

– ¿Creías que me tenías tan embelesado que incluso iba a perder el sentido de la orientación?

– Sí.

– ¿Es un secreto?

– No.

– ¿Y por qué te has puesto tan misteriosa?

– Porque, exceptuando a Emily, no había traído a nadie a este lugar.

– ¿Es tu refugio secreto en la montaña?

– Algo así. Es un lugar al que solía ir de pequeña cuando quería estar sola.

Siguieron por el camino rodeado de pinos hasta que llegaron a un pequeño valle por el que corría un arroyo cristalino. El agua que caía desde la cima de la montaña formaba una cascada con un lago en la base. El arroyo partía del lago y bajaba por la colina atravesando el valle.

Caminaron de la mano, disfrutando de la serenidad del lugar. Cruzaron el arroyo, extendieron el mantel en el suelo y se sentaron debajo de un pino, cerca de la cascada.

– ¿Por qué me has traído aquí? -preguntó él.

– No lo sé. Supongo que quería compartir contigo la belleza de este lugar. Oh, Noah, no quiero perderlo.

– Y crees que te lo voy a quitar.

– Creo que tienes el poder suficiente para hacerlo.

– Suponiendo que lo tuviera, ¿crees que lo usaría?

– No lo sé.

– ¿No confías en mí?

– Sí…

– ¿Pero?

– Creo que me ocultas algo.

– ¿Qué quieres saber?

– Qué decía el informe de Simmons sobre el incendio.

– ¿Quién ha dicho que esté terminado?

– Tiene que estarlo. Hace dos semanas que Simmons no aparece por la bodega, y me dio la impresión de que no se rinde hasta encontrar lo que busca.

– ¿Y crees que lo ha encontrado?

– Creo que, de lo contrario, seguiría llamando a mi puerta para pedirme los registros contables de mi padre y hacerme sus preguntas estúpidas.

– En eso tienes razón.

– ¿El informe está terminado?

– Sí.

– ¿Y bien?

– No estoy convencido de que sea concluyente. Tiene algunas discrepancias.

– ¿Por ejemplo?

Noah se encontró mintiendo con una facilidad sorprendente.

– Nada importante. Básicamente, que la compañía de seguros necesita más documentos para apoyar las teorías de Simmons. Mientras la Pac-West no esté satisfecha, se considera que el informe no es válido.

Sheila lo miró con recelo.

– Doy por sentado que el detective volverá con sus preguntas -dijo.

– Puede que no.

– Déjate de rodeos y dime la verdad.

Una mentira llevaba a la otra.

– No hay nada que contar.

– ¿Y para qué has venido? Yo creía que tenías novedades sobre la bodega, que por fin podíamos dejar atrás el incendio.

Por una vez, Noah no tuvo que mentir y pudo mirarla directamente a los ojos.

– No podemos dejar que el incendio se interponga entre nosotros -le suplicó-. He venido porque quería verte. ¿Tanto te cuesta creerlo?

– Oh, Noah, quiero creerte, pero siento que me estás ocultando algo. ¿Tengo razón? ¿Sabes algo que yo no sepa?

– Confía en mí, Sheila.

Aunque se sentía un traidor, Noah no pudo reprimir el impulso de besarla. Fue un beso tierno, pero persuasivo. La seducción empezaba a funcionar. Contra su voluntad, Sheila dejó de pensar en el incendio y se concentró en el hombre que estaba a su lado. Notó que se pegaba a ella y que la empujaba hacia atrás, pero sabía que él la sostendría para evitar que se golpeara la espalda. Quería confiar ciegamente en él.

Noah le quitó la blusa, le pasó la lengua por los labios y le acarició los senos. Sheila se estremeció y gimió complacida cuando la libró del sujetador y lo sintió en la piel.

– Me vuelves loco -le susurró él al oído-. Haces que quiera atarte para siempre a mí. Quiero hacerte el amor y no parar nunca. Maldita sea, Sheila, te amo.

A ella se le hizo un nudo en la garganta, y se le llenaron los ojos de lágrimas al oírlo.

– No tienes que decir nada.

– No quiero quererte, Sheila, pero parece que no lo puedo evitar.- Noah frunció el ceño confundido por las lágrimas de la mujer.- Ay, no, cariño, no llores.

Para tranquilizarlo y evitar que dijera más verdades a medias, ella lo besó apasionadamente. Sentía que el corazón le iba a estallar y le ardía la piel por lo mucho que lo deseaba. Noah dejó de besarle los labios para lamerle los pezones y la hizo temblar de necesidad.

Cuando después de quitarle los vaqueros, él se levantó para quitarse a su vez los pantalones, Sheila lo devoró con la mirada, fascinada con la visión de su desnudez. La luz del atardecer le añadía una dimensión etérea a la escena.

Noah se situó junto a ella y la acarició íntimamente, avivando el deseo desesperado que la dominaba. Después se introdujo en ella y se movió lentamente hasta que sintió que le pedía más, hasta que vio la mirada encendida de pasión, hasta que sintió que le clavaba las uñas en la espalda para forzarlo a hacerle el amor con desenfreno.

Sheila se pegó a él y dejó que sus impulsos primitivos la arrastraran al éxtasis. Mientras la veía estremecerse de placer, Noah gimió el nombre de su amada y se estremeció por la intensidad del orgasmo.

– Te amo, Sheila -le susurró al oído una y otra vez-. Te amo.

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