Cuatro

El restaurante que eligió Noah estaba situado en una colina empinada, cerca del centro de la ciudad. Era un lugar único; el edificio, de estilo victoriano, era obra de uno de los fundadores de Seattle. Aunque habían remodelado el interior para adecuarlo a los clientes de L’Epicure, la estructura conservaba el encanto del siglo XIX.

Un camarero vestido de etiqueta los escoltó por la escalera hasta un salón privado de la segunda planta. La mesa estaba al lado de un ventanal con vistas a la ciudad.

– Qué bonito -murmuró Sheila.

Noah le apartó la silla para que se sentara antes de hacer lo propio con la suya al otro lado de la mesa. Aunque trataba de mostrarse tranquilo, se notaba que seguía alterado. La comodidad del silencio que habían compartido en el coche se había perdido en la intimidad del restaurante.

Antes de que el camarero se fuera, Noah le pidió la especialidad de la casa y una botella de chardonnay de Cascade Valley. Sheila arqueó las cejas al oírlo, pero el camarero tomó nota como si la petición no tuviera nada de extraordinario y se marchó de la sala.

– ¿Por qué un restaurante francés tiene un vino local? -preguntó ella.

– Porque mi padre insiste en que lo tenga.

El camarero regresó con la botella y esperó a que Noah le diera el visto bueno para servir las copas.

Sheila aguardó a que se fuera para insistir con el asunto.

– ¿L’Epicure tiene un vino especial para tu padre?

– Es una forma de decirlo. L’Epicure es una empresa de Wilder Investments.

– Igual que Cascade Valley.

– Sí. Aunque el restaurante tiene una carta de vinos europeos muy completa, Ben quiere que también ofrezca los vinos de Cascade Valley.

– Y tu padre está acostumbrado a conseguir lo que quiere, ¿verdad?

Los ojos azules de Noah se volvieron fríos como témpanos.

– Se podría decir que sí.

La llegada del camarero con la comida impidió que se explayara más. Sheila esperó a que les sirviera y se marchara para seguir con la conversación.

– Algo me dice que no te gusta trabajar para tu padre -comentó, antes de empezar a comer.

Noah frunció el ceño, dejó el tenedor en la mesa, juntó las manos y la miró a los ojos.

– Creo que deberíamos dejar clara una cosa -dijo entre dientes-: No trabajo para Ben Wilder.

– Pero creía que…

– ¡He dicho que no trabajo para mi padre! Ni trabajo para él ni Wilder Investments me paga un sueldo.

No cabía duda de que no quería hablar ni de su padre ni de la empresa.

– Creo que me debes una explicación -afirmó ella, dejando la comida a un lado-. ¿Por qué estoy sentada aquí perdiendo el tiempo contigo, si acabas de decir que no tienes nada que ver con Wilder Investments?

– Porque querías conocerme mejor.

Sheila no se lo podía negar, pero tampoco podía evitar sentirse traicionada. Noah le había prometido que hablarían de negocios, aun sabiendo, en todo momento, que no podría hacer nada para ayudarla a salvar la bodega y la reputación de su padre.

– Quiero saber por qué me has engañado -dijo-. ¿O es que has olvidado las reglas que acordamos?

– No te he engañado.

– Acabas de decir que no trabajas en Wilder Investments.

– He dicho que no trabajo para mi padre y que no estoy en la nómina de la empresa.

– Eso no tiene sentido. ¿Qué haces exactamente?

Noah se encogió de hombros, como si se resignara a un destino que aborrecía.

– Te debo una explicación -reconoció-. Trabajaba para mi padre. Cuando terminé los estudios me prepararon para asumir el puesto que le correspondía al único heredero de Ben: la dirección de Wilder Investments cuando mi padre decidiera jubilarse. Nunca me sentí muy cómodo con la situación, pero necesitaba la seguridad que me brindaba el trabajo en la empresa, por motivos personales.

– ¿Por tu mujer y tu hijo?

– ¡Jamás he estado casado!

– Perdón, no sabía. Como tienes un hijo…

– ¿No sabes lo de Marilyn? -preguntó él, mirándola con suspicacia-. Si eso es cierto, debes de ser la única persona en Seattle que no conoce las circunstancias que rodearon el nacimiento de Sean. La prensa no nos dejaba en paz. Ni todo el dinero de Ben podía callarlos.

– No he vivido nunca en Seattle, y no prestaba atención a lo que hacían el socio de mi padre y su hijo. Era una adolescente y no sabía nada de ti.

Noah se tranquilizó al ver la mirada afligida de Sheila.

– La verdad es que de eso hace mucho tiempo -reconoció.

Ella tomó la copa de vino con manos temblorosas y evitó mirar a Noah a los ojos mientras dejaba los cubiertos en el plato. Aunque la comida estaba deliciosa, había perdido el apetito.

El siguió comiendo el pescado en silencio. Pasó un largo rato antes de que volviera a hablar; cuando lo hizo sonaba más tranquilo, pero no había un ápice de emoción en su voz.

– Renuncié a trabajar para mi padre por muchos motivos -dijo-. Demasiados para tratar de explicarlos. No me gustaba que el resto de los empleados me tratara como el hijo de Ben Wilder y, a decir verdad, nunca me he llevado bien con mi padre. Trabajar para él sólo sirvió para profundizar nuestras diferencias.

Noah apretó los dientes y dejó la servilleta en la mesa mientras recordaba el día en que se había liberado de las cadenas de Wilder Investments.

– Me quedé mientras pude -continuó-, hasta que una de las inversiones de mi padre se echó a perder y me ordenó que investigara los motivos. Una fábrica no estaba obteniendo los beneficios esperados y, aunque el gerente no tenía la culpa, Ben lo despidió.

Noah tomó un trago de vino, como si el alcohol sirviera para aplacar la ira que sentía cada vez que recordaba la dolorosa escena en el despacho de su padre; el mismo despacho que ocupaba él desde hacía poco más de un mes. Aún lo atormentaba la imagen de aquel hombre de cincuenta años que había tenido que soportar el castigo de Ben Wilder. Nunca podría olvidar la cara apesadumbrada de Sam Steele al darse cuenta de que lo iban a despedir por un error que no había cometido. Sam lo había mirado en busca de apoyo, pero hasta las súplicas de Noah habían sido inútiles. Ben necesitaba un chivo expiatorio y había despedido al pobre Steele para transmitir un mensaje claro al resto de los empleados. No le había importado que Sam no pudiera encontrar otro trabajo con un sueldo comparable ni que tuviera dos hijas en la universidad, lo único que le importaba a Ben Wilder era su empresa, su fortuna y su poder.

Aunque habían pasado muchos años, a Noah se le hacía un nudo en el estómago cada vez que recordaba el rostro curtido de Steele tras abandonar el despacho de Ben.

– “No te preocupes, chico -le había dicho, cariñosamente-. Has hecho cuanto podías. Saldré adelante.”

La mirada expectante de Sheila lo devolvió al presente.

– Ese incidente fue la gota que colmó el vaso -declaró-. Aquella tarde dimití, saqué a Sean del colegio, me fui a vivir a Oregón y me dije que no volvería nunca.

Ella se quedó en silencio, contemplando la pena reflejada en la cara de Noah mientras le revelaba detalles escabrosos de su vida. Quería oír más para entender mejor al enigmático hombre que tenía delante, pero la aterraba la intimidad que estaban compartiendo. Ya se sentía peligrosamente atraída por él, y la intuición le decía que lo que estaba a punto de contarle haría que lo deseara más aún. El mayor problema era que estaba segura de que encariñarse con Noah sólo le acarrearía dolor. No podía confiar en él. Aún no.

– No tienes que hablar de esto -dijo al fin-. Se nota lo mucho que te afecta.

– Porque fui débil.

– No te entiendo, y no estoy segura de querer entenderte.

– Eres tú la que insistía en que te debía una explicación.

– No sobre toda tu vida.

– Pensaba que querías conocerme mejor.

– No. Lo único que quiero saber es cuál es tu relación con Wilder Investments.

Era mentira. Se moría de ganas de decirle que quería conocerlo a fondo y llegar a tocarlo en cuerpo y alma. Sin embargo, bajó la vista y añadió:

– Estás al frente de la empresa, ¿verdad?

– De momento.

– Y tienes poderes para tomar cualquier decisión.

– La junta directiva tiene la última palabra, pero hasta el momento no ha desaprobado nada de lo que he hecho.

Noah sabía que los miembros de la junta no se atreverían a discutir con el hijo de Ben.

– Eso quiere decir que es mentira que no puedas tomar ninguna decisión sobre la bodega hasta que vuelva tu padre -replicó ella, indignada.

– Más que una mentira, era una forma de ganar tiempo.

– ¡No tenemos tiempo!

Él sonrió, y se le iluminaron los ojos.

– Te equivocas -afirmó-. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Aunque los separaba la mesa, Sheila podía sentir el calor de la mirada de Noah, y se estremeció al pensar en el contacto de su piel. Era una situación peligrosa y lo sabía. No podía enamorarse de él ni engañarse pensando que le importaba de verdad. Tenía que recordar a Jeff; recordar las promesas, las mentiras y el dolor. No podía permitir que volviera pasar. No podía cometer el mismo error.

– Tal vez deberíamos irnos -dijo.

– No quieres saber por qué he vuelto a Wilder Investments?

– ¿Me lo quieres contar?

– Es lo mínimo que te mereces.

– ¿Y lo máximo?

– Te mereces más, mucho más.

Sheila lo miró atentamente mientras se preguntaba por qué estaría trabajando para su padre en un puesto que le resultaba tan desagradable.

– Daba por sentado que te habías hecho cargo porque Ben tuvo un infarto.

– En parte ha sido por eso -reconoció él a regañadientes-, pero no ha sido ése el motivo principal. En realidad, cuando mi padre tuvo el primer infarto y me pidió que asumiera la dirección durante un par de semanas, me negué. Sabía que sería una tortura e imaginé que tendría media docena de súbditos que podían sustituirlo perfectamente.

– ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

– El segundo infarto. Estuvo una semana en cuidados intensivos, y no se fiaba de nadie para delegar la dirección de la empresa. Cuando me negué a ayudarlo, desoyó los consejos de los médicos y volvió al trabajo.

– Qué locura.

– Mi padre es así. El segundo ataque casi lo mató. Cuando mi madre me llamó y me suplicó que lo ayudara, accedí, pero sólo hasta que encontrara un sustituto.

– Y supongo que tu padre ni siquiera se molestó en buscarlo.

– ¿Por qué lo iba a hacer, si ya tenía al que quería?

– Tú podrías encontrar a alguien que…

– Lo he intentado, créeme. Pero Ben ha rechazado a todos los candidatos que he propuesto.

A Sheila le costaba entender las diferencias entre Ben Wilder y su único hijo, porque había tenido una relación maravillosa con su familia.

– Estoy segura de que debe haber una forma de resolver tu problema -dijo-. ¿No puedes hablar con tu padre?

– No serviría de nada. Además, eso sólo es una parte de la historia. Lo fundamental es que le debía un favor, un favor inmenso.

– Y se lo estás devolviendo ahora, ¿no?

– En mi opinión, sí. Verás: cuando nació mi hijo tuve una serie de problemas que no podía resolver solo y me vi obligado a pedir ayuda a mi padre. Me la brindó, pero no ha dejado de recordármelo ni un solo día.

– No entiendo. ¿Qué pasó con la madre de Sean? Si tenías un problema con el niño, podría haberte ayudado. Sean era responsabilidad tanto tuya como de ella.

A Noah se le crispó la cara por la ironía de la sugerencia y por el recuerdo de la joven de la que había creído estar enamorado.

– Es obvio que no lo entiendes, Sheila -contestó-. Marilyn era el problema, al menos el más evidente, e hizo falta todo el dinero y el poder de mi padre para poder resolverlo eficazmente.

– Lo siento. No debería haber preguntado. No es asunto mío.

– Es igual. Ya no importa. Tal vez no importó nunca. En cualquier caso, forma parte de un pasado que está muerto y enterrado.

– No tienes por qué contarme todo esto.

Sheila empezó a levantarse de la mesa, pero Noah la sujetó por la muñeca.

– Tú has preguntado -le recordó.

– Lo siento, ha sido un error. Creo que deberíamos irnos.

– ¿Antes de descubrir los trapos sucios de los Wilder? -bromeó él.

– Antes de que me olvide del motivo por el que he venido a cenar contigo.

Noah la miró arquear las cejas y pensó que era la mujer más hermosa e intrigante que había conocido. La tomó de la mano y la ayudó a ponerse en pie.

– De acuerdo, vamos -accedió.

Bajaron las escaleras y caminaron hasta el coche. Noah le llevó la gabardina y le pasó un brazo por los hombros para protegerla de la brisa nocturna cargada de humedad.

Permanecieron en silencio durante todo e1 trayecto de regreso a casa de los Wilder.

Los dos estaban abstraídos en sus pensamientos. Sheila se sentía misteriosamente unida a aquel hombre de ojos azules y mirada cómplice. Sin embargo, no sabía cómo era de verdad. Lo había visto ser tan frío y desconsiderado como amable y sensible. Quería conocerlo a fondo y descubrirle el alma, pero tenía miedo. Había sufrido mucho por culpa de Jeff y no iba a permitir que volvieran a hacerle daño. No sabía si podía fiarse de Noah y, lo que era aún peor, no sabía si podía fiarse de sí misma.

Noah redujo la velocidad al pasar entre los pilares de piedra que marcaban el acceso a la finca. Cuando la mansión de Ben Wilder apareció ante ellos, Sheila se dio cuenta de que no había conseguido nada de lo que había ido a buscar. Su intento de obtener el dinero de la póliza de seguros para reconstruir la bodega había sido un rotundo fracaso. Ni siquiera sabía si Noah tenía el poder y la voluntad de ayudarla. Había cometido un error imperdonable: perder de vista el propósito de su viaje a Seattle al quedarse fascinada con un hombre del que le habían advertido que no se podía fiar.

– ¿Te apetece entrar a tomar una copa? -propuso Noah tras detenerse delante de la puerta principal.

– Creo que no.

– Tenemos asuntos pendientes.

– Lo sé. Te las has ingeniado toda la noche para evitar el tema de la bodega.

– No lo he hecho a propósito. ¿Quieres entrar y terminar la charla?

– No.

– Yo creía que estabas impaciente por conseguir el dinero del seguro.

– Lo estoy, pero me doy cuenta de cuándo me engañan.

– ¿Engañar? -repitió él, con incredulidad-. ¿De qué estás hablando?

– Cuando por fin consigo hablar por teléfono contigo, te niegas a verme con la excusa ridícula de que las decisiones sobre la bodega las toma tu padre. Después me prometes que hablaremos del asunto en la cena, pero has eludido el tema convenientemente durante toda la noche. ¿Por qué voy a creer que ahora va a ser diferente? No me has escuchado en absoluto y…

– Te equivocas. He escuchado todo lo que has dicho.

– ¿Y cuál es tu decisión?

– Te la diré si tomas una copa conmigo -contestó él, tomándola de la mano-. Vamos, Sheila, tenemos toda la noche para hablar de lo que quieras.

Una vez más, se rindió al encanto de Noah. Se preguntaba por qué aquel desconocido parecía saberlo todo sobre ella.

– De acuerdo -susurró.

En la chimenea de la biblioteca sólo quedaba un par de leños encendidos. Noah se apresuró a servir dos copas de brandy antes de arrodillarse para avivar el fuego. Sheila tomó la suya y, mientras lo observaba, notó cómo se le marcaban los músculos de la espalda y lo imaginó desnudo.

Cuando Noah se volvió para mirarla no pudo evitar ruborizarse avergonzada, segura de que se le notaba en los ojos lo que estaba pensando.

– ¿Te apetece otra cosa? -preguntó él, señalando la copa con la cabeza.

– No, gracias. Esto está bien.

– En ese caso, ¿por qué no te sientas y me cuentas qué pretendes hacer con el dinero de la póliza, si es que te corresponde cobrarlo?

Ella se acomodó en una silla cerca del fuego y lo miró directamente a los ojos.

– Sabes que no espero que me des un cheque por un cuarto de millón de dólares -dijo.

– Menos mal, porque no tengo intención de hacer nada parecido.

– Lo que espero es que entre los dos decidamos reconstruir Cascade Valley, contratar una empresa de construcción, poner los fondos en custodia y empezar a trabajar de inmediato.

– Das por sentado que Wilder Investments ha cobrado la indemnización de la compañía de seguros.

– ¿Y no es así?

Sheila contuvo la respiración. Había pasado más de un mes desde el incendio, y la aseguradora ya tendría que haber pagado.

– Hay un problema con la Pac-West Insurance -contestó él.

– ¿La sospecha de que el incendio fue provocado?

– Sí. Se niegan a pagar hasta que se aclare la situación y se descubra al culpable.

– Crees que mi padre tuvo algo que ver con el incendio, ¿verdad? Crees que lo provocó.

– Yo no he dicho eso.

– Pero lo has insinuado.

– En absoluto. Sólo he mencionado la postura de la compañía de seguros.

– Pues tendré que hablar con alguien de Pac-West.

– No creo que sirva de nada.

– ¿Por qué?

– Porque ya lo he intentado, y se mantienen firmes en su decisión de esperar.

– ¿Y qué podemos hacer?

Noah vaciló un momento. No sabía muy bien cuánto le podía contar, porque no sabía si su padre, o ella, habían estado implicados en el incendio. Se rascó la barbilla con aire pensativo y la observó detenidamente. No entendía por qué se sentía impulsado a fiarse de aquella seductora mujer a la que apenas conocía. Mientras estudiaba sus facciones, sin embargo, decidió arriesgarse y confiar un poco en ella.

– Podemos investigar las causas del incendio por nuestra cuenta -contestó, atento a la reacción de Sheila.

– ¿Cómo?

– Wilder Investments contrata los servicios de un detective privado. Ya le he pedido que se ocupe del caso.

– ¿La aseguradora no tiene detectives en plantilla?

– Por supuesto, pero si investigamos por nuestra cuenta, podemos acelerar un poco las cosas. A menos que te opongas, claro.

– Estoy dispuesta a hacer lo que sea para limpiar el nombre de mi padre y volver a poner en marcha la bodega.

– ¿Por qué te importa tanto que vuelva a funcionar?

– Cascade Valley era la vida de mi padre, su sueño, y no permitiré que nada ni nadie lo destruya.

– ¿Quieres seguir los pasos de tu padre y conservar la tradición familiar?

– Es una cuestión de orgullo y, ¿por qué no?, de tradición.

– Pero tu padre compró la bodega hace menos de veinte años. No se puede decir que Cascade Valley forme parte de la historia de tu familia.

– ¿Qué pretendes decir con eso? -preguntó ella, mirándolo con recelo.

Noah se encogió de hombros con indiferencia.

– Dirigir el día a día de una bodega es un trabajo duro -contestó-. Tendrás que ocuparte de la contabilidad, la administración, la dirección y el control de calidad del trabajo de todos y cada uno de tus empleados. ¿Por qué querría una mujer con una niña pequeña asumir semejante responsabilidad?

– Por los mismos motivos que un hombre.

– Un hombre sería más práctico.

– ¿A qué te refieres?

– A que tendría en cuenta las alternativas.

– No hay ninguna.

– Yo no diría eso. Podrías vender tu parte de la bodega por una buena cantidad que os permitiría vivir holgadamente a tu hija y a ti.

Ella trató de mantener la voz firme.

– Dudo que a alguien le interese comprar mi parte -dijo-. Las finanzas no van bien y, como has señalado antes, Cascade Valley ha tenido muchos problemas.

– Tal vez podría convencer a la junta directiva para que Wilder Investments compre tu parte de la bodega.

Sheila recordó que Jonas Fielding le había advertido que los Wilder querrían comprarle la bodega. Al oír la propuesta de Noah sintió una profunda desilusión; esperaba algo más. Aunque apenas lo conocía, sentía afecto por él. Sin embargo, no podía dejarse manipular ni por Ben Wilder ni por su hijo.

– No -contestó, mirándolo a los ojos-. No venderé mi parte.

Noah vio la determinación desesperada y el dolor que le ensombrecía los ojos grises. Era como si lo estuviera acusando de haber cometido un delito imperdonable. Se había puesto muy tensa cuando le había planteado la posibilidad de comprarle la bodega. A él le parecía una solución lógica y no entendía qué pretendía. Pensó que tal vez quisiera más dinero; el problema era que ni siquiera le había mencionado un precio.

– Puedo asegurarte que Wilder Investments te haría una oferta muy generosa -afirmó.

– No lo dudo, pero no me interesa vender.

– Ni siquiera has oído las condiciones -estaba sorprendido por su fulminante negativa.

– No importa. No voy a vender la bodega.

El se encogió de hombros y apuró el brandy antes de acercarse a ella. Puso las manos en los reposabrazos y se echó hacia delante hasta aprisionarla contra el respaldo.

– No me importa lo que hagas con tu querida bodega -dijo-. Sólo quería que fueras consciente de tus posibilidades.

– Sé cuáles son.

– ¿De verdad?

Noah la miró a los ojos intensamente, tratando de ver más de lo que se habría atrevido a ver ningún hombre.

– Tengo mis dudas -añadió, antes de besarle la frente.

Sheila suspiró y cerró los ojos. La razón le decía que no tenía que rendirse a sus pasiones, pero la deliciosa sensación de los labios de Noah en la piel, la misteriosa intensidad de aquellos ojos azules y la certeza de que el deseo que creía muerto y enterrado tras su fracaso matrimonial había renacido de las cenizas la impulsaban a entregarse al placer del momento.

El la tomó de la barbilla para besarla. Ella se estremeció y abrió la boca para invitarlo a jugar con su lengua, sus labios y sus dientes. Esa reacción avivó aún más el deseo de Noah.

Sheila no oía nada al margen de los latidos de su corazón; no pensaba en nada más que en el calor y la pasión que la dominaban. Sin pensarlo, se estiró y le rodeó el cuello con los brazos. El gimió complacido y se apartó un poco para mirarla. La expresión de sus ojos estaba llena de preguntas que ella no podía contestar. No sabía cuánto podía dar, ni qué quería Noah.

– Sheila, Sheila… -murmuró él.

Aunque lo deseaba con locura, se quedó callada y dejó que le besara el cuello, sintiendo que le besaba el alma. Lo tomó del pelo y se echó hacia delante para ofrecerle más piel. Para ofrecerle más de sí misma.

Noah empezó a desabotonarle la camisa y bajó la cabeza para besarle el pecho. Ella dejó escapar un gemido y se estremeció por adelantado. El no la decepcionó: siguió abriendo los botones y le pasó la lengua por el borde del sujetador. Sheila empezó a respirar entrecortadamente; sentía que en la habitación no había suficiente aire para evitar que un remolino de pasión la arrastrara junto a aquel hombre al que apenas había visto, pero al que tenía la impresión de conocer desde siempre. Estaba embelesada con sus caricias. Se moría de ganas de pedirle que le hiciera el amor, pero no podía pronunciar palabra.

Noah le deslizó la camisa por los hombros, dejándole el pecho y los brazos desnudos.

– Déjame hacerte el amor -susurró.

Sheila lo miró con los ojos ardientes de pasión, pero seguía sin poder articular palabra.

El la levantó de la silla y la tumbó con cuidado en el suelo. Ella notó la caricia de la alfombra persa en la espalda y supo que, si quería echarse atrás, tendría que hacerlo pronto, antes de que el deseo le arrebatara el sentido definitivamente.

Noah le acarició los senos por encima del encaje del sujetador.

– Eres preciosa.

Ella se estremeció complacida. Cuando él le bajó los tirantes para liberarla de la prenda y empezó a besarle los pezones, creyó que se iba a derretir sobre la alfombra.

– Deja que te haga el amor -insistió Noah-. Déjame hacerte mía.

Sheila arqueó la espalda para apretarse contra él. Para bien o para mal, lo deseaba tan desesperadamente como él a ella.

– Ven a la cama conmigo -suplicó él.

Ella respondió con un gemido. Noah levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

– Dime que me deseas, Sheila.

Frunció el ceño, frustrada y confundida Lo deseaba con toda su alma, pero no entendía qué le estaba pidiendo. Le parecía increíble que no pudiera sentir la intensidad de su deseo.

– ¡Dímelo! -reclamó Noah.

Necesitaba saber si lo que veía en los ojos grises de Sheila era una sombra de duda o de desconfianza.

– ¿Qué quieres de mí? -preguntó ella.

– Quiero saber que sientes lo mismo que yo.

– No te entiendo.

El le sujetó los brazos y la inmovilizó contra la alfombra. Mientras la miraba detenidamente, entrecerró los ojos con desconfianza. Jamás había sido tan impulsivo con una mujer. Se preguntaba por qué estaba tan embelesado con Sheila y por qué lo hacía sentirse más vivo de lo que se había sentido en años. No sabía si era por la elegancia de sus facciones, por el brillo de sus ojos o por el perfume de su pelo, pero lo cierto era que estaba fascinado por aquella belleza sensual y, a la vez, ingenua. Durante los dieciséis últimos años había evitado cualquier relación que pudiera recrear la escena que había convertido su vida en un caos.

Había tenido mucho cuidado de no cometer la insensatez de volver a enamorarse. Sin embargo, en aquel momento, mientras contemplaba los enormes ojos grises de Sheila, sentía que estaba hundiéndose en el mismo abismo en el que había caído mucho tiempo antes. Desde el incidente de Marilyn no había vuelto a permitirse el lujo de dejarse cautivar por una mujer. Pero esa noche era diferente. Estaba empezando a querer a Sheila, aunque apenas la conocía y no podía entender qué la motivaba. Se preguntaba cuánto podía confiar en la encantadora criatura que tenía entre los brazos.

– Te deseo -dijo, soltándola.

– Lo sé.

Sheila se cubrió el pecho desnudo con los brazos, como si tratara de protegerse de la verdad, y añadió:

– Yo también te deseo.

– Eso no es suficiente. Tiene que haber más.

Ella sacudió la cabeza, confundida. Por mucho que lo intentara, no podía entender a Noah. Parecía que la estaba rechazando, y no comprendía por qué.

El notó el temor y el dolor en los ojos de Sheila y lamentó formar parte de aquel pesar. Quería consolarla y explicarle a qué se debían sus reservas, pero habría sido absurdo. No podía esperar que entendiera que una vez había querido a una mujer y que ésta no había tenido reparos en venderse al mejor postor. No creía que pudiera comprender lo que le había hecho Marilyn cuando había puesto precio a Sean. No le parecía justo cargarla con la culpa y el sufrimiento que había padecido por querer a su hijo. Aunque quería confiar en ella, no podía hablarle de una parte de su vida que prefería olvidar, y optó por una darle una explicación más sencilla y menos escabrosa.

– Me da la impresión de que crees que estoy apresurando las cosas -dijo.

Ella se sonrojó y sonrió con añoranza.

– No es culpa tuya. Si hubiera querido, podría haberte frenado.

– No te culpes.

Sheila sentía la batalla interior que estaba librando Noah y se resistió a la marca de pasión que la empujaba hacia él. Tomó la blusa con la intención de vestirse y salir de aquella casa antes de que algo avivara otra vez el deseo.

Al darse cuenta de que se estaba preparando para irse, Noah la tomó de la muñeca, obligándola a soltar la prenda.

– ¡Espera!

Ella sintió que empezaba a perder el control, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Había sido un día largo e infructuoso, y estaba cansada. No había conseguido nada de lo que había ido a buscar y ya no estaba segura de ser capaz de trabajar con Ben Wilder y su hijo. A pesar de la intimidad que había compartido con Noah, sabía que tenían diferencias insalvables.

– ¿Qué quieres de mí, Noah? -Preguntó, sin rodeos-. Te has pasado toda la noche enviándome mensajes contradictorios. Primero me deseas, después no… Deja que me vaya a casa, por favor.

– Te equivocas.

– Lo dudo.

Sheila tiró del brazo para que le soltara la muñeca, se apartó y se apresuró a ponerse la blusa. Quería salir de la casa cuanto antes. Quería alejarse del magnetismo de los ojos azules de Noah, del hechizo de su sonrisa de medio lado y de la cálida persuasión de sus manos.

Él se puso en pie, se apoyó en la chimenea, descansó la frente en la palma de la mano y trató de pensar racionalmente. Lo que había pasado no era propio de él. No entendía qué había hecho, cómo podía haber tratado de seducir a una mujer a la que apenas conocía. Tampoco entendía por qué Sheila había sido tan sensible a sus caricias; el instinto le decía que no era una mujer que se dejara seducir fácilmente. Sin embargo, allí estaba, rendida a la dictadura del deseo.

– No te vayas -dijo, al tiempo que se volvía a mirarla.

Ella se había vestido y se estaba poniendo la gabardina.

– Creo que sería lo mejor.

– Quiero que te quedes a pasar la noche conmigo -insistió él.

– No puedo.

– ¿Por qué no?

– No te conozco lo suficiente.

– Pero si no te quedas, ¿cómo llegarás a conocerme mejor?

– Necesito tiempo.

Sheila notó que empezaba a flaquear. Tenía que salir de allí y alejarse de él antes de que fuera demasiado tarde.

Noah se acercó a ella.

– Somos adultos. No sería la primera vez para ninguno de los dos.

– Eso no cambia las cosas. Sabes tan bien como yo que me encantaría pasar la noche contigo, pero no puedo. No puedo meterme en la cama de todo el que me parezca atractivo. No puede ser…

Sheila se interrumpió para respirar a fondo, lo miró con los ojos llenos de lágrimas y añadió:

– Lo que trato de decir es que no suelo tener aventuras.

– Lo sé.

– No lo entiendes. No he tenido relaciones sexuales con nadie más que con Jeff.

– ¿Tu ex marido?

– Sí.

– No importa.

– Por supuesto que sí. ¿No lo entiendes? Acabamos de conocernos, y he estado a punto de acostarme contigo. Ni siquiera te conozco.

El arqueó las cejas y la miró, divertido.

– Creo que me conoces más de lo que estás dispuesta a reconocer.

– Ojalá fuera así.

– ¿Y cuál es el problema?

Ella sonrió.

– Supongo que tengo miedo.

– ¿Te preocupa que no esté a la altura de tus expectativas?

– En parte.

– ¿Y qué más?

– No estar a la altura de las tuyas.

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