Trece

Durante cinco largas semanas, Sheila trató en vano de quitarse a Noah de la cabeza. Era una tarea imposible. Todos los rincones de la finca la hacían pensar en él y en el amor agridulce que habían compartido. No había ni una sola habitación de la casa que no le recordase las noches de pasión. Ni siquiera podía encontrar paz en su dormitorio; le parecía frío, vacío y solitario. Había tratado de convencerse de que, en realidad, no lo había querido nunca y de que lo que habían compartido había sido una aventura pasajera, pero había sido un intento ridículo y no se lo había creído ni durante un segundo. Había amado a Noah con una pasión que ni el tiempo ni el engaño podían borrar. Aún lo quería.

La bodega se había convertido en una ciudad fantasma. Ben Wilder había ordenado que se paralizaran las obras de reconstrucción y, donde hasta poco antes se oían los gritos y las risas de los obreros, reinaba un silencio sepulcral.

Sheila había tratado de explicarle de la mejor manera posible a Emily que la boda se había cancelado, pero la niña estaba desconsolada. Cuando había oído que era probable que Noah y Sean no volvieran a la bodega se había encerrado en su habitación y había estado llorando durante horas.

Parte de la reacción de Emily se debía a que acababa de volver de pasar cinco días lamentables en Spokane. Al parecer, Jeff y Judith no habían tenido tiempo ni ganas de ocuparse de ella. La niña ya no sólo se sentía rechazada por su padre, sino también por Noah.

El tiro de gracia al orgullo de Sheila había procedido del banco con el que había trabajado durante años. A pesar de los antecedentes de la bodega, el gerente no había podido autorizar otro préstamo, porque Cascade Valley no podía garantizar la devolución de doscientos cincuenta mil dólares. Stinson se había comprometido a hablar con sus superiores, pero le había advertido que las posibilidades de que le otorgaran el crédito eran casi nulas.

Sheila no podía quedarse cruzada de brazos. Faltaban pocas semanas para que Emily volviera al colegio y las uvas estuvieran en su punto justo para la vendimia. A pesar de las protestas de Dave Jansen, no tenía más remedio que vender la cosecha a la competencia. Estaba arrinconada por Ben Wilder y su hijo.

Suspiró, cansada, y se pasó una mano por el pelo mientras llamaba al banco. Imaginaba que Jim Stinson se pondría pálido al enterarse, porque debía de querer evitar aquella conversación tanto como ella.

– Buenas tardes, Sheila -contestó, efusivo-. ¿Cómo estás? Imagino que muy ocupada.

Tanta amabilidad la dejó perpleja.

– Es una época del año complicada -dijo por decir algo.

– ¿Vais a tener el ala oeste terminada antes de la vendimia?

A Sheila se le atragantó la respuesta. Stinson conocía su situación económica mejor que nadie, y lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido.

– Por supuesto que no, Jim. Las obras están paralizadas.

– ¿Bromeas? ¿Aún no las has retomado?

– ¿No recuerdas que para eso necesitaba que el banco me concediera un préstamo?

– Pero eso fue antes de que consiguieras el otro.

Sheila estaba perpleja.

– ¿Qué otro?

– El de doscientos cincuenta mil dólares.

– Pero eso es lo que os había pedido a vosotros.

– Espera un momento que revise los datos, no sea que haya algún error.

Después de consultar los movimientos de la cuenta en su ordenador, el gerente dijo:

– No, todo parece en orden. Sabes que se han depositado doscientos cincuenta mil dólares en la cuenta de la bodega, ¿verdad?

– ¿Cómo has dicho?

– Aquí pone que el treinta de agosto se depositó un cheque del Consolidated Bank de Seattle. ¿No le habías pedido un préstamo?

Sheila creyó que se iba a desmayar. El dinero lo había depositado Noah.

– Sí, claro -mintió para salir del paso-. Es que no sabía que lo hubieran transferido tan pronto. Aun no me ha llegado el detalle de movimientos.

– ¿Pero no te avisaron?

– Deben de haber llamado cuando estaba en los viñedos. Menos mal que me lo has dicho.

– Deberías pensar en transferir parte del dinero a una cuenta de ahorros o a otra cuenta. Las sumas tan altas no están cubiertas por las leyes de garantías de depósitos.

– Tienes razón. Gracias.

Sheila cortó la comunicación y se apoyó en la pared, mientras sentía las gotas de sudor que le caían por la espalda. La indignaba que Noah se siguiera entrometiendo en su vida. Imaginaba que había depositado el dinero con el fin de tentarla para que vendiera su parte de la bodega.

– ¡Maldito desgraciado! -farfulló.

Estaba furiosa. Ben Wilder había podido comprar a Marilyn dieciséis años atrás, pero nadie, ni siquiera Noah, podría comprarla a ella, ni comprar el sueño de su padre. Dio un puñetazo en la pared y corrió a buscar a su hija, que estaba jugando en el patio.

– ¡Emily! -gritó.

– ¿Qué pasa?

Sheila trató de controlar la ira.

– Mete el pijama y algo de ropa en una bolsa de viaje. Nos vamos a Seattle.

– ¿A Seattle? -preguntó la niña con ojos llenos de ilusión-. ¿Vamos a ver a Noah y a Sean?

– No lo sé.

A Emily se le borró la sonrisa.

– Y entonces ¿para qué vamos a Seattle?

– Tengo que hablar con Noah y con su padre.

– ¿Por qué no podemos ver a Sean?

– Porque debe de estar en su casa, y nosotras vamos a ir al despacho de Noah.

– ¿No podemos ir a visitarlo? No vamos a Seattle muy a menudo.

– Ya veremos. Ahora date prisa.

Sheila dejó a la niña en la habitación y corrió a preparar su equipaje. Ya estaba fuera cuando recordó que no llevaba el talonario de la cuenta de Cascade Valley. Trató de sonreír mientras se imaginaba firmando un cheque por doscientos cincuenta mil dólares y arrojándolo en un gesto teatral a la mesa de Noah. Sin embargo, más que provocarle una sonrisa, la imagen le causaba un profundo dolor en el corazón.

Llegaron a Seattle cerca de las cinco de la tarde. Entre los atascos de rigor y los nervios de Sheila, el viaje había sido particularmente tedioso. Emily había estado callada casi todo el tiempo, pero al llegar al centro de la ciudad había empezado a hacer preguntas.

– ¿Sean vive por aquí?

– No. Vive cerca del lago Washington.

– ¿Has estado en su casa?

– Un par de veces.

– Podemos ir a visitarlo.

A Sheila se le hizo un nudo en la garganta, y no pudo contestar.

– ¿Podemos, mamá? -Insistió la niña-. ¿Me llevarás?

– Algún día. No lo sé.

Sheila aparcó enfrente del muelle, miró hacia el Puget Sound y pensó que tal vez, cuando terminara el conflicto con Wilder Investments, podría llevar a Emily a cenar por la zona.

– Vamos, Emily -dijo, decidida.

El edificio de oficinas de Wilder Investments era una mole imponente de hormigón y ventanas de espejo. Mientras subían a la trigésima planta, a Sheila se le hizo un nudo en el estómago. Cuando salieron del ascensor se acercaron al área de recepción, donde las atendió una mujer pelirroja de cerca de sesenta años.

– Buenas tardes. ¿Qué desean?

– He venido a ver al señor Wilder. Noah Wilder. ¿Está aquí?

– Lo siento, señora…

– Lindstrom -dijo Sheila-. Soy Sheila Lindstrom y ésta es mi hija Emily.

La secretaria no pudo evitar sonreír al oír de quién se trataba.

– Lo siento, Sheila, pero Noah ya no trabaja aquí. ¿No lo sabías? Las cosas no…

Maggie se interrumpió antes de decir algo indebido. Su puesto de secretaria personal de Ben Wilder dependía de su discreción. No obstante, al ver la desilusión en aquellos ojos grises decidió revelar la parte de la información que no era confidencial.

– Creo que Noah estaba pensando en volver a Pórtland.

Sheila se tuvo que tragar una docena de preguntas. La idea de que Noah se marchara la había dejado estupefacta. Tenía que verlo; era muy importante. Sabía que Maggie estaba al tanto de todo lo que ocurría en casa de los Wilder, y necesitaba saber más.

– ¿Podría hablar con Ben? -preguntó.

– No, el señor Wilder no está. ¿Quieres dejar un mensaje y un número de teléfono para que te llame?

– No, gracias.

Sheila y Emily tomaron el ascensor hasta la planta baja del edificio. Mientras volvían al coche, la niña preguntó:

– ¿Te encuentras bien, mamá?

– Sí.

– Pues no lo parece.

Cuando subieron al automóvil, Sheila vio que su hija tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Qué pasa, cariño?

– Se ha ido, ¿verdad?

– ¿Quién?

– ¡Noah! He oído a esa señora. Ha dicho que se había ido, y sé que se ha llevado a Sean. Se ha ido, como papá. El tampoco me quiere…

A Emily se le quebró la voz y empezó a sollozar. Sheila la abrazó y trató de consolarla.

– No llores, mi vida. Sabes que Noah te quiere mucho.

– No me quiere. No llama ni viene a vernos. Igual que papá.

– No; Noah no se parece en nada a tu padre.

– Entonces ¿por qué no llama?

Sheila cerró los ojos y afrontó la verdad.

– Porque le pedí que no lo hiciera -confeso.

– ¿Por qué? Creía que te gustaba.

– Me gustaba. Me gusta.

– ¿Entonces?

– Oh, Emily, ojalá lo supiera. Tuvimos una discusión terrible, y dudo que podamos arreglar las cosas.

Sheila trató de consolar a su hija mientras se alejaban del centro. Las acusaciones de Emily la reafirmaban en sus temores y, cuando llegó a la entrada de la mansión de los Wilder, comprendió que el objetivo de su viaje había cambiado drásticamente. Aunque tenía el talonario en el bolso, sólo podía pensar en Noah y en las cosas que le había dicho la última vez que habían estado juntos. A pesar de lo ocurrido, no podía seguir negando que aún estaba perdidamente enamorada de él. El problema era que su amor no bastaba para volver a unirlos. La desconfianza los había apartado, y el engaño había oscurecido sus vidas.

Emily miró el enorme edificio con recelo.

– ¿De quién esta casa? Da miedo.

– No da miedo. Es la casa de Ben Wilder.

– ¿El abuelo de Sean? -preguntó la niña, sin ocultar su entusiasmo.

– Sí.

– ¡Puede que Sean esté aquí!

Emily se apeó del coche enseguida, y Sheila tuvo que correr para alcanzarla.

– Lo dudo, cariño -murmuró, antes de llamar al timbre.

Ella esperaba encontrarse con la mirada desdeñosa de George, el mayordomo; para sorpresa suya, Sean abrió la puerta y sonrió al verlas.

– Hola, mequetrefe -dijo a Emily-. ¿Cómo estás?

– Muy bien -contestó la niña, antes de mirar a su madre con picardía-. ¿Ves como tenía razón, mamá?

Sean se puso serio al mirar a Sheila. Ella tuvo la impresión de que parecía más maduro que cuando había estado en la bodega, y no pudo evitar notar cuánto se parecía a su padre. La tristeza y la madurez que reflejaban sus ojos azules le recordaba a Noah.

– Hola, Sheila. ¿Has venido a ver a mi padre?

Ella sintió que se le paraba el corazón.

– ¿Está aquí?

– Sí.

– Esperaba encontrar a tu abuelo.

Sean se mordió el labio y se rascó la nuca, como si no estuviera seguro de cuánto debía decir. Sheila imaginó que no se fiaba de ella y sintió una punzada en el pecho. Se preguntaba qué le habría dicho Noah al chico sobre su separación.

– Ben está en el hospital -explicó Sean-. Se supone que no se lo tengo que decir a nadie, para evitar que se filtre a la prensa, pero supongo que a ti te lo puedo contar.

– ¿Es grave?

– Creo que sí. Pero mi padre no habla mucho del tema.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido a pasear por la orilla del lago. Imagino que estará pensando qué hacer.

Al ver la expresión apenada de Emily, Sean le acarició la cabeza y añadió:

– No estés triste, mequetrefe. ¿Qué te parece si vamos a tomar un helado al parque?

Sheila se dio cuenta de que el chico quería dejarla a solas con su padre, y se lo agradeció.

– ¿Puedo ir, mamá? -preguntó la niña.

– Por supuesto. Pero volved en un par de horas, ¿de acuerdo?

Emily había salido corriendo antes de que su madre terminara la frase. Sean parecía tan entusiasmado como ella.

Cuando el dúo desapareció de su vista, Sheila entró en la casa, respiró profundamente y trató de armarse de valor para afrontar la situación. Se preguntaba si Noah estaría dispuesto a escuchar lo que tenía que decirle. Aunque era imperdonable que le hubiera mentido, la reacción de ella había sido desmesurada, fría e irracional. Tendría que haber confiado más en él.

Pasó por la biblioteca y se estremeció al recordar la primera noche con él. Abrió las puertas de la terraza, y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando salió a la terraza desde la que había tratado de escapar semanas atrás. Se asomó a la barandilla y lo vio al pie del acantilado, mirando el agua con aire pensativo. Se le secó la boca y comprendió que el amor que sentía por el le desgarraba el alma. Sin pensar en cómo se le acercaría, se subió al viejo teleférico y bajó al pie del acantilado.

Noah no pareció notarlo y siguió con la mirada perdida en el lago. Parecía avejentado; tenía ojeras y estaba demacrado. O no estaba comiendo bien, o tenía problemas para dormir, o las dos cosas juntas. A Sheila le partía el corazón ver que el hombre al que amaba estaba sufriendo. No entendía cómo había podido acusarlo de lo ocurrido ni cómo había podido tener la crueldad de añadir más dolor a su tormento. Ese hombre lo había dado todo por su hijo; lo había criado solo y sufría al creer que había fracasado como padre.

Al oír los pasos de Sheila en la grava, Noah volvió la cabeza y se puso serio al mirarla a los ojos. No sabía qué le iba a decir, ni para qué había ido a verlo ni porque era más hermosa aún en persona que en sueños.

Ella estiró la mano, le apartó un mechón de pelo de la frente y se puso de puntillas para besarlo. El no se movió y dijo:

– Imagino que habrás venido por el dinero.

– Acabo de descubrir que has hecho un depósito en mi cuenta y he decidido venir a devolvértelo en persona.

– Lo suponía.

– ¿Esperabas que te lo devolviera?

Noah sacudió la cabeza.

– Esperaba que vinieras a verme -puntualizó-. Si no venías, pensaba regresar a Cascade Valley para tratar de hacerte entrar en razón. He esperado porque pensaba que necesitábamos tiempo para tranquilizamos.

– ¿Creías que las cosas podían funcionar después de todo lo que ha pasado?

– No creía nada, excepto que no podía vivir sin ti.

– ¿Por qué no me contaste lo del incendio? ¿Por qué me mentiste?

– No te mentí. Necesitaba más tiempo para investigar el caso. Jamás te haría daño intencionadamente, ni te engañaría.

– Sólo cuando creíste que era por mi propio bien.

– Sólo hasta que tuviera todas las respuestas.

– ¿Y las tienes?

El cerró los ojos y suspiró.

– Ojalá las tuviera.

Cuando volvió a mirarla había desaparecido parte de la hostilidad.

– ¿Para qué querías verme?

– Porque han cambiado algunas cosas por aquí.

– ¿Por la enfermedad de Ben?

Noah asintió y se le oscureció la mirada.

– Está otra vez en el hospital, y a los médicos les preocupa que no salga adelante.

– Lo siento…

– Tal vez sea mejor así.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Es una larga historia. En pocas palabras, el médico de mi padre le ha ordenado que renuncie a trabajar. No sólo debe renunciar a la dirección de Wilder Investments, sino que ni siquiera puede ir al despacho.

– Y eso lo mataría, ¿verdad?

– No sabe estarse quieto, y le gusta meterse en todo. Sea como sea, me ha pedido que me haga cargo de la empresa, que le venda mi negocio de Portland a Betty Averili y que me mude a Seattle. Y la verdad es que la idea no me apasionaba.

Sheila trató de ocultar su desilusión.

– De modo que vuelves a Portland -conjeturó.

– Era lo que pensaba hacer, pero las cosas han cambiado. El informe de Anthony Simmons no era válido.

– ¿Cómo es posible?

Sheila no se dio cuenta de que estaba temblando hasta que Noah le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.

– La Pac-West Insurance siguió investigando el caso por su cuenta. Tenías razón sobre tu padre, Sheila: no hay pruebas de que provocara el incendio.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó ella, sin poder contener las lágrimas.

– Porque la compañía de seguros descubrió que Ben contrató a Simmons para que prendiera fuego a la bodega. Ben lo ha reconocido y el nombre de tu padre ha quedado limpio de toda sospecha. De todas maneras, la compañía de seguros se niega a pagar la indemnización, claro.

– ¿Y de dónde ha salido el dinero que hay en mi cuenta?

– Como había prometido, lo he sacado de las arcas de Wilder Investments para reconstruir la bodega. Por lo que a mí respecta, el préstamo en que la bodega figura como aval queda cancelado. Dentro de un par de semanas recibirás los documentos que te reconocen como única propietaria de Cascade Valley.

– Oh, Noah…

– No pasa nada, Sheila -dijo él, abrazándola para besarle la cabeza-. Sólo lamento que mi familia esté implicada en la muerte de tu padre. Ben incluso ha reconocido que planeó el sabotaje de las botellas de Montana para sacar a tu padre del negocio. Parece que lo procesarán por incendio provocado y homicidio involuntario.

– Dios mío, Noah. Tu padre está enfermo.

– Eso no justifica lo que hizo.

– ¿Y qué vas a hacer?

– He accedido a dirigir la empresa, dado que Ben me ha concedido autoridad absoluta, y trataré de enmendar sus errores. Sinceramente, no sé si es posible. Por eso he empezado contigo. Mi padre trató de estafarte y quitarte la bodega, para no seguir compartiendo los beneficios contigo. Ahora es toda tuya. Wilder Investments ya no tiene nada que ver con Cascade Valley.

– No lo entiendes, ¿verdad? Nada, ni la bodega ni la reputación de mi padre significan nada si no estás conmigo.

– Tú fuiste quien se marchó.

– Sólo porque no entendía nada.

Noah la agarró con fuerza y, con la voz quebrada por la emoción, dijo:

– Sheila, si supieras lo mucho que te amo… Si pudieras sentir el vacío que he tenido que soportar…

– Lo siento cada noche que paso sola.

– No volverás a estar sola nunca más. Prométeme que te casarás conmigo.

Ella rompió a llorar de felicidad.

– Ay, Noah, he sido tonta. He tratado de convencerme de que quería y podía olvidarte, pero te quiero tanto…

– Tranquila, ahora estamos juntos y lo estaremos siempre. Y vamos a tener nuestra propia familia: Sean, Emily y todos los hijos que quieras.

– ¿Lo dices en serio?

– Por supuesto, mi amor. No había dicho nada más en serio en mi vida. ¿Te vas a casar conmigo?

– ¿Tú qué crees?

A él se le dibujó una sonrisa de satisfacción.

– Te amo, Sheila. Y te prometo que siempre te amaré.

– ¿Qué hay de la bodega?

– Ya hablaremos de eso. Si quieres, trasladaré la oficina central de Wilder Investments a Cascade Valley. No importa dónde vivamos, mientras estemos juntos.

– Noah…

– Tú no te preocupes por nada. Sólo ámame.

– Siempre.

Noah selló aquel juramento con un beso que prometía un futuro lleno de felicidad.

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