Doce

El final de la estancia de Noah llegó demasiado deprisa para Sheila. La preocupaba que no hubiera sido claro sobre la situación de la bodega. Sabía que quería reconstruir el ala oeste, pero el hecho de que siguiera vacilando le hacía pensar que le estaba ocultando algo, y estaba convencida de que tenía que ver con el incendio.

La mañana del último día que Noah pasó en Cascade Valley, Sheila se armó del valor necesario para plantear el tema del informe de Anthony Simmons sobre el incendio. Durante las dos semanas anteriores, Noah se las había ingeniado para eludir el asunto, pero aquella mañana, Sheila estaba decidida a obtener respuestas claras.

Se liberó lentamente del abrazo de Noah y, cuando se volvió para mirarlo dormir, se le hizo un nudo en la garganta. Parecía tan increíblemente vulnerable que la conmovía en lo más profundo de su ser. Le apetecía acariciarle el pelo y reconfortarlo.

Lo quería con toda su alma. Sabía que la entrega incondicional podía ser peligrosa; el amor sacrificado y no correspondido sólo podía causar dolor. Y el suyo era un amor que provocaba adicción e inspiraba celos. Lo que más quería en el mundo era estar con aquel hombre y formar parte de él. Quería fundir su vida con la de Noah, formar una familia.

Se echó hacia delante y le besó la frente. Sabía que le importaba, lo había oído mil veces decir que la amaba, pero la certeza de que le ocultaba algo le hacía pensar que no confiaba en ella.

Se levantó para ponerse una bata y volvió a sentarse en el borde de la cama para disfrutar de la visión de Noah entre sus sábanas. El se puso boca arriba, entreabrió los ojos para acostumbrarse al sol de la mañana y sonrió al verla.

– Vaya, estás preciosa.

Acto seguido, le pasó un brazo por la cintura para atraerla a su lado y empezó a besarle el cuello.

– Tenemos que hablar, Noah.

– Después.

– Ahora.

– No perdamos el tiempo hablando -dijo el, besándole el escote-. Es la última mañana que paso aquí.

– Precisamente por eso tenemos que hablar.

Sheila se sentó en una silla, se apartó el pelo de la cara y lo miró fijamente. Noah la soltó, se apoyó en un codo y la miró con los ojos encendidos de pasión.

– De acuerdo, Sheila, acabemos con esto de una vez.

– ¿De qué hablas?

– Del interrogatorio.

– ¿Esperas que te interrogue?

– Tendría que ser tonto para no saber que antes de que volviera a Seattle tendríamos una discusión sobre el incendio. Porque de eso se trata, ¿verdad?

– Sólo quiero saber por qué has estado evitando hablar del incendio y de la reconstrucción del ala oeste.

– Porque no había tomado una decisión.

– ¿Y ahora sí?

– Eso creo.

– ¿Bien?

– Cuando vuelva a Seattle transferiré doscientos cincuenta mil dólares de Wilder Investments a un fondo fiduciario con el único propósito de cubrir el coste de la reconstrucción de Cascade Valley.

– ¿Y qué pasa con la compañía de seguros y el informe de Anthony Simmons?

– No te preocupes por eso. Es cosa mía.

Sheila se abstuvo de hacer un millón de preguntas, pero había una que no podía dejar pasar.

– ¿Qué hay del nombre de mi padre? ¿Podrás dejarlo limpio de sospechas?

La sincera preocupación que reflejaban aquellos ojos grises le llegó al alma. Noah había decidido no decirle nada sobre las conclusiones de Simmons, porque no quería causarle más dolor.

– Eso espero -murmuró.

Ella suspiró aliviada.

– Tenemos otro problema que resolver -dijo él.

– ¿Sólo uno?

Noah se echó a reír y pensó en el tiempo que había pasado desde la última vez que se había reído al amanecer. La idea de dejar a Sheila lo desesperaba, y se dio cuenta de que era una tarea imposible.

– Tal vez tengamos dos problemas -consintió, esbozando una sonrisa-. El primero es sencillo. Si el ala oeste no está terminada en el momento de la vendimia, alquilaré un almacén y seguiremos embotellando con la marca de Cascade. Costará mucho dinero, pero será mejor que vender la uva a la competencia.

Ella asintió. No podía dejar de sonreír. La certeza de que la bodega volvería a abrir sus puertas la llenaba de felicidad.

– Lo que nos lleva al segundo problema -añadió Noah.

– Si tienes otra solución tan brillante como la del primer caso, dudo que tengamos un problema.

Noah se frotó la barbilla antes de apartar las sábanas y levantarse de la cama para acercarse a la silla donde estaba Sheila.

– La solución depende exclusivamente de ti -dijo.

– ¿De mí? ¿Por qué?

El la miró a los ojos con intensidad y, con tono serio, declaró:

– Quiero casarme contigo, Sheila. ¿Qué me dices?

A ella se le desdibujó la sonrisa y se le aceleró el corazón.

– ¿Quieres casarte? -preguntó, emocionada.

– Cuanto antes.

Ella titubeó.

– Por supuesto. Es decir, me encantaría… -sacudió la cabeza y añadió-: Esto no va a resultar. Creo que no entiendo qué está pasando.

– ¿Qué es lo que no entiendes? Te amo, Sheila. ¿No has oído lo que te estado diciendo todos estos días?

– Sí, pero… ¿casarnos?

Las imágenes de su boda con Jeff acudieron a su mente. Recordó la esperanza y las promesas de amor, y el precioso vestido que había amarilleado con las mentiras y los sueños rotos. No quería volver a pasar por lo mismo, pero no quería perder a Noah.

– No lo sé -dijo, reflejando su confusión en la mirada.

– ¿Por qué?

Probablemente había varios de motivos, pero a ella no se le ocurría ninguno. Lo único que sabía era que no quería repetir los errores que había cometido con Jeff.

– ¿Has pensando en cómo podría afectar a los niños?

El sabía que era una evasiva y le dio la respuesta perfecta.

– ¿Se te ocurre una perspectiva mejor para Emily y Sean?

– Pero no es un motivo para casarse.

– Por supuesto que no. Considéralo una ventaja adicional.

Noah le estaba acariciando el cuello, pero de repente se detuvo y dio un paso atrás.

– ¿Estás tratando de encontrar una forma amable de decirme que no? -preguntó.

Ella sacudió la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas de felicidad, que él malinterpretó.

– ¿Y entonces qué es? -insistió-. ¿Estás segura de que no quieres que lo nuestro sea sólo una aventura ocasional?

– No, por supuesto que no.

Noah se cruzó de brazos y la miró fijamente a los ojos.

– Tiene algo que ver con Coleridge? ¡Maldita sea! Sabía que aún lo llevabas en la sangre.

– No digas tonterías. Lo que pasa es que estoy abrumada, Noah. No me esperaba nada de esto y no sé qué decir.

– Algo tan sencillo cómo “sí” o “no”.

– Ojalá fuera tan fácil. Me encantaría casarme contigo…

– ¿Pero?

– Pero creo que es demasiado repentino. Sheila no entendía por qué estaba poniendo excusas en vez de limitarse a aceptar el voto de amor de Noah. Mientras lo miraba a los ojos, se dio cuenta de que Noah Wilder no le iba a mentir ni iba a engañarla como había hecho Jeff. Sacudió la cabeza como si estuviera despejando las telarañas de su confusión.

– Lo siento -se disculpó, poniéndole un mano en el pecho-. Es sólo que me has sorprendido. La verdad es que te amo y que no hay nada que desee tanto como pasar el resto de mi vida contigo.

– Gracias a Dios.

Noah la alzó en brazos, devoró su boca con un beso y avanzó hacia cama. Ella cerró los ojos y suspiró mientras sentía que la bata le caía por los hombros y el frío matinal le tocaba la piel.

– Sheila -dijo con voz espesa-, te necesito desesperadamente.

Ella se estremeció complacida al sentir el contraste entre las sábanas frías y el calor de las caricias del hombre al que amaba.

La vida de Sheila se convirtió en un torbellino. Entre revisar los planos de los arquitectos, tratar de organizar a los decoradores que había enviado Wilder Investments y trabajar con Dave Jansen en la vendimia, tenía muy poco tiempo para pensar en la distancia que la separaba de Noah. Todas las noches caía agotada en la cama, y cada mañana se levantaba al amanecer.

Aunque estaba trabajando a destajo, valía la pena. La suerte parecía estar de su parte.

Jeff la había llamado a principios de semana y, cuando ella le había explicado que Emily tenía reservas sobre su viaje a Spokane, él no había insistido. De hecho, casi había sonado aliviado al enterarse de que no tendría que ocuparse de su hija hasta el final del verano.

Emily echaba de menos a Sean, pero Sheila lo consideraba una buena señal. Esperaba que siguieran llevándose bien después de la boda. Noah la había estado presionando para que fijara una fecha y había llegado a proponer que se fugaran para casarse en secreto. Sheila tenía que reconocer que le parecía una idea muy atractiva.

– Tal vez este fin de semana -se dijo mientras pisaba el acelerador.

El coche respondió y subió las Cascade más deprisa. Por primera vez en cuatro semanas, tenía un rato libre. Emily se había ido a pasar el fin de semana con su abuela, y Sheila había decido ir a visitar a Noah. Sabía que lo sorprendería, porque no esperaba verla hasta que estuviera terminado el papeleo de la restauración de la bodega.

Era un bonito día de verano, y ella estaba convencida de que nada podía estropear la euforia que sentía. La perspectiva de pasar un fin de semana a solas con Noah la hacía sonreír y tararear las canciones de la radio.

Cuando llegó a la entrada de la mansión pensó que nada podía salir mal. Aquel fin de semana sería perfecto. Sonrió cuando vio el Volvo de Noah aparcado delante del garaje. Al menos lo sorprendería en su casa.

Llamó al timbre y esperó a que contestaran. Se le borró la sonrisa cuando se abrió la puerta y vio aparecer a un hombre vestido de mayordomo. No entendía nada. Noah no había comentado que hubiera contratado personal. Una desagradable sensación se empezó a apoderar de Sheila. Algo marchaba mal.

– He venido a ver al señor Wilder -dijo.

– ¿La espera?

– No. Verá, es una sorpresa.

El mayordomo arqueó una ceja.

– El señor Wilder no se encuentra bien y no recibe visitas.

Sheila abrió los ojos desmesuradamente y sintió que se le paraba el corazón.

– ¿Qué le pasa? -preguntó.

– No la entiendo.

– ¿Qué le pasa a Noah? ¿Ha tenido algún accidente?

– Cálmese, señora. No me refería a Noah, sino a su padre.

– ¿Ben está aquí?

– ¿Seria tan amable de decirme su nombre y el motivo de su visita?

– Perdón. Soy Sheila Lindstrom. Soy amiga de Noah. ¿Está en casa?

– Sí, por supuesto, señora Lindstrom. Por aquí, por favor.

El mayordomo parecía encantado de haber entendido quién era, y la escoltó hasta un salón lujoso y formal.

Era una habitación fría, que no se parecía en nada a la cálida biblioteca donde había conocido a Noah. Sheila imaginó que el hombre que estaba sentado cerca de la chimenea era Ben Wilder. El no se molestó en levantarse cuando la vio entrar, y su sonrisa parecía forzada y era más fría que la niebla matinal del lago Washington.

– La señora Lindstrom ha venido a ver su hijo -anunció el mayordomo.

Ante la mención del apellido, Ben se interesó por ella y la miró como si fuera un pura sangre en venta. Sheila sintió un escalofrío.

– Encantado de conocerte -dijo-. Soy el padre de Noah.

– Sí. Creo que nos vimos una vez, hace años…

Ben lo pensó un momento.

– Es probable. Recuerdo haber ido a la bodega a ver a Oliver. Por cierto, mi más sentido pésame.

– Gracias.

Sheila empezó a jugar con el cierre de su bolso con nerviosismo. Se preguntaba dónde estaría Noah. Ben no se parecía en nada al hombre robusto y lleno de energía que había conocido en Cascade Valley. Aunque sólo habían pasado nueve años, parecía que Wilder había envejecido treinta. Tenía el cutis macilento, estaba demacrado y había perdido mucho pelo. No cabía duda de que estaba gravemente enfermo.

– ¿Ha venido alguien? -preguntó una voz femenina.

Sheila se giró y vio a una mujer un poco más joven que Ben entrando en el salón. Era elegante y su sonrisa parecía sincera.

– Es Sheila Lindstrom -dijo él-. Mi esposa, Katherine.

A la mujer se le desdibujó la sonrisa.

– Noah nos ha hablado de ti -afirmó-. Por favor, toma asiento.

– No, gracias. He venido a ver a Noah.

– Claro. Está fuera, con Sean. Creo que George ha ido a buscarlo.

Sheila suspiró aliviada y se sentó a esperarlo en un sillón.

Katherine trató de darle conversación.

– Lamento mucho lo de tu padre. Noah me ha dicho que has hecho muchos avances para reconstruir el negocio.

– Estamos en ello -contestó ella, incómoda.

– Un trabajo muy arduo para una mujer joven -comentó Ben con sequedad.

Sheila se plantó una sonrisa en la cara y cambió de tema.

– No sabía que hubieran vuelto de México. Tendría que haber avisado a Noah de que vendría.

Se hizo un silencio incómodo. Katherine se puso a juguetear con el collar de diamantes mientras observaba a la joven por la que su hijo había demostrado un profundo interés; un interés que lo había apartado de sus responsabilidades al frente de la empresa. No podía negar que Sheila era atractiva, pero se preguntaba qué tendría de especial, porque a Noah no le llamaban demasiado la atención las mujeres hermosas.

– No te preocupes -dijo-. Noah te tiene en mucho aprecio, y no necesitas invitación. Siempre eres bienvenida.

– ¿Te ha contado Noah lo que descubrió Anthony Simmons sobre el incendio? -preguntó Ben, con un habano entre los dedos.

Sheila se puso tensa.

– Sólo me ha dicho que el informe no era concluyente.

– Lo suponía.

– ¿Por qué?

– Estaba seguro de que no te lo había contado todo…

– ¡Ben! -Lo reprendió Katherine-. No la aburras con asuntos de negocios. ¿Te apetece quedarte a cenar, Sheila? No te sientas obligada…

Katherine se interrumpió al oír unos pasos que se acercaban y su sonrisa se hizo más amplia.

– Adivina quién ha venido, Noah -añadió.

– ¿Qué haces aquí? -gruñó él. Sheila se volvió para ver si la pregunta iba dirigida a ella. Así era. Noah estaba apretando los dientes.

– Quería darte una sorpresa.

– Pues lo has conseguido.

Ella sintió que algo se marchitaba en su interior ante aquella mirada reprobatoria. Noah parecía más delgado que la última vez que lo había visto, y las ojeras le endurecían las facciones. Desvió la mirada hacia la mueca burlona de su padre.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó, avanzando hacia él.

– Noah, por favor… -intervino su madre.

– Sólo he hecho una pregunta sencilla, pero me da igual que contestes o no. Quiero hablar a solas con ella.

La miró y suavizó su expresión.

– Vamos a hablar a la biblioteca, Sheila.

Ella sintió náuseas mientras se ponía en pie. Imaginaba que Noah le iba a decir que había cambiado de idea con respecto a ella, la bodega y la boda; estaba convencida de que sus sueños se habían roto.

– No tienes por qué llevártela de aquí, hijo -dijo Ben-. De una manera u otra, se va a enterar.

– Yo se lo diré -replicó él, tratando de sacarla del salón.

Su padre se echó a reír con incredulidad.

– ¿De qué habla? -preguntó Sheila con impaciencia.

– Díselo -insistió Ben.

– Deja que Noah lo resuelva a su manera -susurró Katherine a su marido.

Sheila se detuvo en seco en la puerta del salón y dijo:

– No hablen como si no estuviera delante, porque los estoy oyendo. ¿Qué pasa?

– Te lo explicaré todo -contestó Noah-, pero preferiría que estuviéramos a solas.

– ¡Maldita sea! Déjate de rodeos -exclamó Ben, poniéndose en pie para mirar a Sheila a los ojos-. Lo que Noah trata de decirte es que tu padre provocó el incendio e hizo perder una fortuna a la empresa. La compañía de seguros no nos ha pagado un centavo, y es probable que no llegue a pagar.

Sheila se puso pálida y creyó que se iba a desmayar. Se volvió para mirar a Noah, y vio la culpa y el remordimiento en su mirada. Era evidente que sabía lo de Oliver desde que Simmons le había entregado el informe preliminar sobre el incendio. Quería gritar, pero estaba tan angustiada que su garganta no podía emitir sonido alguno. El engaño de Noah era mucho más de lo que podía soportar.

Ben estaba disfrutando con la escena. La edad y la enfermedad le impedían tener emociones fuertes, y le divertía presenciar aquella intriga de pasión y engaño que tenía a su hijo como protagonista.

– Las cosas no son lo que parecen, Sheila -afirmó Noah.

– ¡Sabías lo de mi padre y no me lo dijiste!

– Pensé que podría demostrar que el informe era incorrecto. Estaba seguro de que podría aclarar las cosas y el resultado sería diferente.

– ¡Pero lo sabías y no me lo dijiste!

– No quería hacerte daño.

– ¿Y por eso me mentiste?

– Jamás te he mentido.

– Sólo omitiste los hechos, eludiste ciertos asuntos…

– No quería causarte más dolor.

– No me interesa un hombre que me protege de la verdad. No quiero a nadie que no pueda confiar en mí. Creías que estaba involucrada, ¿verdad?

– No.

– Lo creías.

– ¡No! Reconozco que antes de conocerte tenía mis dudas, pero después no. No podía…

– Ay, Noah -suspiró ella, temblando-. ¿Qué nos ha pasado?

Sheila había olvidado que había más gente en el salón hasta que levantó la vista y vio la mirada apenada de Katherine.

– Lo siento -murmuró la mujer-. Vamos, Ben. Dejémoslos solos.

Pero su marido se negaba a marcharse.

– Creo que deberías entender una cosa, Sheila -dijo-. Soy empresario y no puedo permitir que sigas dirigiendo la bodega.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no estoy dispuesto a invertir el dinero que te prometió Noah para reconstruirla.

– No te preocupes por eso -intervino su hijo-. Yo me haré cargo.

Ben hizo caso omiso del comentario y siguió hablando a Sheila.

– Lo más prudente es que vendas tu parte del negocio a Wilder Investments.

– No puedo hacer eso. No lo haré.

La sonrisa de Ben se transformó en una mueca de disgusto.

– Creo que no tienes elección, teniendo en cuenta que la información de Simmons…

– ¡Basta! -gritó Noah, tomando a Sheila del brazo para sacarla de allí-. No lo escuches; no hagas caso de nada de lo que te diga.

Ella apeló a la poca dignidad que le quedaba y se volvió a mirarlo con frialdad.

– No lo haré. Nada de lo que digáis tu padre o tú me convencerá de vender la bodega de mi padre.

– Lo sé.

– Pero fuiste el primero en sugerirme que la vendiera.

– En ese momento pensaba que sería lo mejor.

– ¿Y pretendes que crea que has cambiado de opinión?

– Sabes que sí, Sheila.

A Noah le temblaban las manos cuando le acarició la mejilla.

– Déjame en paz -farfulló ella, apartándose-. Estoy cansada.

El no ocultó el dolor que sentía al verla avanzar hacia la puerta.

– No te vayas -suplicó-. No dejes que el viejo se salga con la suya.

– No es tu padre quien se ha salido con la suya.

– ¡Sheila!

Noah la tomó del brazo, la obligó a volverse y la abrazó con tanta fuerza que apenas la dejaba respirar. Ella tenía las mejillas surcadas por las lágrimas, pero no se había dado cuenta. No sentía nada. Estaba vacía, como si se le hubiera roto el alma.

– Suéltame -dijo entre sollozos.

– No te puedes ir así. No entiendes…

– Entiendo perfectamente. Puede que consiguieras lo que querías pagando a Marilyn, pero a mí no puedes comprarme, Noah Wilder. Ningún hombre puede. Prefiero ir a la quiebra antes que venderte una sola botella de mi vino.

Sheila forcejeó hasta soltarse y corrió hacia la puerta. El la miró salir sin moverse del lugar donde la había abrazado. Cuando oyó el portazo, supo que se había ido de su vida. Reprimió el impulso de seguirla y trató de convencerse de que era mejor así. Si Sheila no era capaz de confiar en él, estaba mejor sin ella.

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