Capítulo IX

Le dolía todo el cuerpo. Ryan suspiró, se acurrucó y hundió la cabeza contra la almohada. Era una molestia placentera. Le recordaba a la noche anterior: una noche que se había alargado hasta el alba.

Nunca había sabido que tuviese tanta pasión que ofrecer ni tantas necesidades que satisfacer. Cada vez se había sentido agotada, en cuerpo y alma; pero había bastado una nueva caricia, de ella a él o viceversa, para volver a sacar fuerzas de donde no creía que pudiera haberlas y, recuperado el vigor, sentir de nuevo las exigencias del deseo.

Al final se habían quedado dormidos, abrazados el uno al otro mientras los dedos rosados del amanecer se filtraban en el dormitorio. Sumida en un agradable duermevela, dormitando a ratos y recuperando la conciencia durante unos segundos minutos después, Ryan se giró hacia Pierce. Quería abrazarlo de nuevo.

Pero estaba sola.

Abrió los ojos despacio. Todavía adormilada, extendió la mano sobre las sábanas que había a su lado y las encontró vacías. ¿Se había marchado?, se preguntó Ryan confundida. ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo sola? Todo el placer del despertar se esfumó de inmediato. Ryan volvió a tocar las sábanas. No, se dijo mientras se estiraba; debía de estar en la otra habitación de la suite. No podía haberla dejado sola.

El teléfono sonó, despertándola por completo del sobresalto.

– Sí, ¿diga? -respondió sin dar tiempo a que sonara una segunda vez. Luego se retiró el pelo de la cara al tiempo que se preguntaba por qué estaría la suite tan silenciosa.

– ¿Señorita Swan?

– Sí, Ryan Swan al habla.

– Tiene una llamada de Bennett Swan, espere un momento.

Ryan se sentó y, en un movimiento automático, se subió la sábana hasta cubrirse los pechos. Estaba desorientada ¿Qué hora sería?, ¿y dónde, pensó de nuevo, estaría Pierce?

– Ryan, ponme al día.

¿Al día?, repitió en silencio ella, como oyendo un eco de la voz de su padre. Trató de despejarse y ordenar los pensamientos un poco.

– ¡Ryan! -la apremió Bennett.

– Sí, perdona.

– No tengo todo el día

– He visto los ensayos de Pierce a diario -arrancó por fin. Echaba de menos una buena taza de café y poder disponer de unos minutos para ponerse en marcha. Echó un vistazo a su alrededor en busca de alguna señal de Pierce-. Creo que, cuando lo veas, estarás de acuerdo en que tiene dominadas las cuestiones técnicas y la relación con su propio equipo. Anoche asistí al estreno: impecable. Ya hemos comentado algunas variaciones para adaptar el espectáculo a la televisión, pero todavía no hay ninguna decisión en firme. Es posible que incorpore algún número nuevo, pero de momento lo guarda en secreto.

– Quiero información más concreta en dos semanas como mucho -dijo él-. Es posible que tengamos que cambiar las fechas. Háblalo con Atkins. Necesitamos una lista con una descripción de los números que realizará y un tiempo estimado para cada uno.

– Ya se la he pedido -contestó con frialdad Ryan, irritada por la intromisión de su padre en su trabajo-. Soy la encargada de la producción -le recordó.

– Cierto -convino Bennett-. Te veré en mi despacho cuando vuelvas.

Tras oír que su padre había colgado, Ryan dejó el auricular sobre el teléfono con un suspiro de exasperación. Había sido la típica conversación con Bennett Swan. Decidió olvidarse de la llamada y se levantó de la cama. La bata de Pierce estaba doblada sobre una silla. La agarró y se la puso.

– ¿Pierce? -Ryan salió al salón de la suite, pero lo encontró vacío-. ¿Pierce? -lo llamó de nuevo mientras pisaba uno de los botones de la blusa que había perdido.

Se agachó distraída a recogerlo y se lo guardó en el bolsillo de la bata mientras recorría la suite.

Vacía. Pierce no estaba por ninguna parte. Sintió una punzada en el estómago y el dolor se expandió por todo el cuerpo. La había dejado sola. Ryan negó con la cabeza y volvió a registrar las habitaciones con incredulidad. Seguro que le había dejada una nota en la que le explicaba por qué y adónde se había marchado. No podía haberse despertado y abandonarla sin más, después de la noche que habían compartido.

Pero no. había nada. Ryan tembló. De pronto, se había quedado fría.

Era su sino, decidió. Se acercó a la ventana y miró hacia un neón apagado. Quisiera a quien quisiera, se enamorase de quien se enamorase, los demás siempre la abandonaban. Y, sin embargo, todavía mantenía la esperanza de que alguna vez las cosas pudiesen ser de otra manera.

De pequeña, había sido su madre, una mujer joven, cariñosa y con mucho estilo, la que había seguido a Bennett Swan por todo el mundo. Solía decirle que ya era una chica grande, capaz de valerse por sí misma; que volvería en un par de días. Que acababan convirtiéndose en un par de semanas, recordó Ryan. Siempre había habido una asistenta o algún miembro del servicio doméstico que había cuidado de ella. No podía decir que le hubiese faltado comida ni ropa o que hubiese sufrido algún tipo de abuso. Simplemente, se olvidaban de ella, como si hubiese sido invisible.

Luego había sido su padre, todo el rato corriendo de un lado para otro y yéndose de casa sin apenas avisar. Por supuesto, se había asegurado de contratar a alguna niñera fiable a la qué había pagado un sueldo generoso. Hasta que la habían metido en un barco y la habían mandado a Suiza, al mejor internado posible. Su padre siempre había celebrado que estuviese entre las mejores alumnas.

Y tampoco le habían faltado regalos caros el día de su cumpleaños, junto con una tarjeta remitida desde una dirección a miles de kilómetros, en la que le decían que siguiera estudiando. Cosa que Ryan había hecho, por supuesto. Jamás se habría arriesgado a desilusionar a su padre.

Nada cambiaba y todo se repetía, pensó Ryan mientras se giró para mirarse al espejo. Ryan era fuerte. Ryan era una mujer práctica. Ryan no necesitaba todas esas cosas que las demás mujeres sí necesitaban: abrazos, dulzura, amor.

Así era mejor, se dijo. Además, no tenía por qué sentirse dolida. Se habían deseado, habían cedido a sus instintos y habían pasado la noche juntos. ¿Para qué teñirlo de romanticismo? No tenía derecho a pedirle explicaciones a Pierce. Y ella tampoco tenía el menor compromiso con él. Ryan se llevó la mano al cinto de la bata y la desanudó. Luego se la quitó, dejándola caer hombros abajo, y, ya desnuda, se dirigió a la ducha.

Puso el agua caliente, ardiendo, con el chorro a toda presión contra su piel. No quería pensar. Se conocía bien. Si conseguía dejar la mente en blanco un rato, cuando volviese a ponerse en marcha sabría lo que debía hacer.

El baño se había llenado de vapor y humo cuando salió para secarse con la toalla. Ryan se movía con prisa. Tenía trabajo que hacer: anotar ideas, planificar los programas de televisión. Ryan Swan, productora de Producciones Swan. En eso debía concentrarse. Ya iba siendo hora de dejar de preocuparse por gente que no podía o no quería darle lo que ella anhelaba. Tenía que labrarse un nombre en el sector. Lo único de lo que debía preocuparse era de su carrera profesional.

Mientras se vestía, todo indicaba que había recobrado la calma por completo. Los sueños eran para las horas de dormir y ella estaba más que despierta. Tenía que encargarse de un montón de detalles. Tenía que concertar entrevistas, reunirse con directores de diversos departamentos. Había que tomar decisiones. Ya llevaba demasiado tiempo en Las Vegas. No conocería el estilo de Pierce mejor por quedarse más días. Y, lo más importante para ella en esos momentos, sabía perfectamente el producto final, que quería conseguir. Sólo tenía que volver a Los Ángeles y empezar a concretar las ideas que tenía y ponerlas en práctica.

Era la primera producción que le encomendaban y se había jurado que no sería la última.

Ryan agarró el cepillo y se lo pasó por el pelo. La puerta se abrió a su espalda.

– Estás despierta -dijo Pierce, sonriente, justo antes de avanzar hacia ella.

La mirada de Ryan lo detuvo. Se notaba que estaba dolida y furiosa.

– Sí, estoy despierta -contestó con falsa indiferencia mientras seguía cepillándose-. Llevo un rato de pie. Mi padre me ha llamado hace un rato. Quería que lo informara de cómo van las cosas.

– Ah -murmuró Pierce. Pero era evidente que la frialdad de Ryan no tenía que ver con su padre, decidió sin dejar de observarla-. ¿Has pedido algo al servicio de habitaciones?

– No.

– Querrás desayunar -dijo él, animándose a acercarse otro paso. No se atrevió a más, al captar el muro que Ryan había levantado entre los dos.

– No, la verdad es que no tengo hambre -Ryan sacó el neceser y empezó a maquillarse-. Ya me tomaré un café en el aeropuerto. Me vuelvo a Los Ángeles esta misma mañana.

El tono cortante y distanciado de la respuesta lo obligó a apretar los dientes. ¿Podía haberse equivocado tanto?, ¿tan poco había significado para ella la noche que habían pasado juntos?

– ¿Esta mañana? -preguntó Pierce con la misma indiferencia-. ¿Y eso?

– Creo que ya me he hecho una idea suficientemente aproximada de cómo trabajas y de lo que necesitarás para los especiales de televisión -contestó Ryan sin dejar de mirarse al espejo-. Conviene que vaya ocupándome de las gestiones preliminares y ya fijaremos una cita cuando vuelvas a California. Me pondré en contacto con tu agente.

Pierce se tragó las palabras que habría deseado decir. Él nunca ataba a nadie. Al único al que encadenaba era a sí mismo.

– Si es lo que quieres.

Ryan guardó el neceser.

– Los dos tenemos trabajo que hacer. El mío está en Los Ángeles; el tuyo, de momento, aquí -dijo mientras se giraba al armario.

Pierce la detuvo poniéndole una mano sobre el hombro. La retiró al instante al notar que se ponía tensa.

– Ryan, ¿te he hecho daño?

– ¿Daño? -repitió ella camino del armario. Se encogió de hombros, pero Pierce no pudo ver la expresión de sus ojos-. ¿Cómo ibas a hacerme daño?

– No lo sé -contestó él hablándole a la espalda. Ryan estaba sacando la ropa para hacer la maleta, pero Pierce la obligó a darse la vuelta-. Pero te lo he hecho. Te lo veo en los ojos -añadió cuando por fin pudo mirarla.

– Olvídalo -dijo Ryan-. Yo lo haré -agregó. Hizo ademán de retirarse, pero Pierce la sujetó con firmeza.

– No puedo olvidarme de algo si no sé de qué se trata -contestó. Aunque no apretaba con fuerza, el tono de voz mostraba que estaba irritado-. Ryan, ¿qué pasa? Dímelo.

– Déjalo, Pierce.

– No.

Ryan trató de soltarse de nuevo, pero Pierce siguió reteniéndola. Se dijo que debía mantenerse calmada…

– ¡Me has abandonado! -explotó y tiró la ropa al suelo. Fue un estallido tan inesperado que Pierce se quedó mirándola atónito, incapaz de articular palabra-. Me he despertado y te habías ido, sin decirme una palabra. No estoy acostumbrada a tener aventuras de una noche -añadió y los ojos de Pierce se encendieron.

– Ryan…

– No, no quiero oírlo -se adelantó ella, negando con la cabeza vigorosamente-. Esperaba otra cosa de ti. Me he equivocado. Pero no importa. Una mujer como yo no necesita que la traten como a una reina. Soy experta en sobrevivir. ¡Y suéltame! Tengo que hacer la maleta -dijo tras intentar zafarse una vez más, en vano.

– Ryan -Pierce la atrajo contra su cuerpo todavía más, a pesar de las protestas de ella. Era obvio que se sentía dolida y que él no era el origen de aquel dolor tan profundo-. Lo siento.

– Quiero que me sueltes, Pierce.

– Si lo hago, no me escucharás -contestó él al tiempo que le acariciaba el pelo, todavía húmedo por la ducha-. Necesitó que me escuches.

– No hay nada que decir -dijo Ryan con la voz quebrada.

Parecía como si estuvieran a punto de saltársele las lágrimas. Pierce se sintió culpables ¿Cómo podía haber sido tan obtuso?, ¿cómo no se había dado cuenta de lo importante que podía ser para ella despertar sola?

– Ryan, tengo mucha experiencia en aventuras de una noche -dijo él. La había apartado lo justo para poder mirarla a los ojos-. Y lo de anoche no ha sido una aventura para mí.

Ella negó con la cabeza con fiereza, luchando por mantener la compostura.

– No hace falta que seas diplomático.

– Yo nunca miento -afirmó Pierce al tiempo que subía las manos hacia los hombros de ella-. Lo que hemos compartido esta noche significa mucho para mí.

– Cuando desperté, te habías ido -Ryan tragó saliva y cerró los ojos-. La cama estaba fría.

– Lo siento. Bajé a pulir un par de detalles antes de la actuación de esta noche.

– Si me hubieras despertado…

– No se me ocurrió, Ryan -dijo él con serenidad-. Como no imaginé que te afectaría tanto despertar sola. Pensaba que seguirías durmiendo un buen rato, además. El sol ya estaba saliendo cuando te dormiste.

– Estuviste despierto hasta la misma hora que yo -replicó ella. Intentó liberarse de nuevo-. ¡Pierce, por favor…! Suéltame -finalizó en voz baja después de un primer grito desesperado.

Pierce bajó las manos y la miró mientras recogía la ropa del suelo.

– Ryan, yo nunca duermo más de cinco o seis horas. No necesito más -trató de explicarse. ¿Era pánico lo que estaba sintiendo al verla doblar una blusa en una maleta?-. Pensaba que te encontraría dormida cuando volviese.

– Eché la mano hacia ti -dijo Ryan sin más-. Y te habías ido.

– Ryan…

– No, no importa -Ryan se llevó las manos a las sienes, apretó un par de segundos y exhaló un suspiro profundo-. Perdona. Me estoy comportando como una idiota. Tú no has hecho nada, Pierce. Soy yo. Siempre me hago demasiadas expectativas y luego me vengo abajo cuando no se cumplen. No pretendía montarte una escena. Olvídalo, por favor -añadió mientras volvía a ponerse con la maleta.

– No quiero olvidarlo -murmuró Pierce.

– Me sentiría menos tonta si supiera que lo haces -dijo ella, tratando de imprimir un toque de buen humor a su voz-. Atribúyelo a la falta de sueño o a que me he levantado con el pie izquierdo. De todos modos, tengo que volver a Los Ángeles. Tengo mucho trabajo.

Pierce había visto las necesidades de Ryan desde el principio: su respuesta a las atenciones caballerosas, la alegría de recibir una flor de regalo. Por mucho que se esforzara por no serlo, era una mujer emocional y romántica. Pierce se maldijo para sus adentros pensando lo vacía que se habría sentido al despertar sola después de la noche que habían pasado juntos.

– Ryan, no te vayas -1e pidió. Le costaba mucho hacer algo así. Él nunca le insistía a una mujer para que se quedara a su lado.

La mano de Ryan pareció dudar, suspendida sobre los cierres de la maleta. Al cabo de un segundo, la cerró, la dejó en el suelo y se giró:

– Pierce, no estoy enfadada, de verdad. Puede que un poco abochornada -reconoció con una sonrisa débil-. Pero, en serio, tengo que volver y poner en marcha un montón de cosas. Puede que haya un cambio de fechas y…

– Quédate -1a interrumpió, incapaz de contenerse-. Por favor.

Ryan se quedó callada un momento. Algo en la mirada de Pierce le hizo un nudo en la garganta. Sabía que le estaba costando pedirle que no se fuera. De la misma forma que a ella iba a costarle preguntar:

– ¿Por qué?

– Te necesito -Pierce respiró profundamente tras realizar lo que para él suponía una confesión asombrosa-. No quiero perderte.

– ¿De verdad te importa? -Ryan dio un paso adelante.

– Sí, claro que me importa.

Ryan esperó un segundo, pero no fue capaz de convencerse para darse la vuelta y salir de la habitación.

– Demuéstramelo -le dijo.

Pierce se acercó a Ryan y la estrechó con fuerza entre los brazos. Ésta cerró los ojos. Era justo lo que necesitaba: que la abrazaran, simplemente que la abrazaran. Apoyó la mejilla contra el muro firme de su torso y disfrutó del calor del abrazo. Sabía que la estaba sujetando como si tuviese entre las manos algo precioso. Frágil, le había dicho Pierce. Por primera vez en la vida, quería serlo.

– Lo siento. He sido una idiota.

– No -Pierce le levantó la barbilla con un dedo, sonrió y la besó-. Eres muy dulce. Pero no te quejes cuando te despierte después de cinco horas de sueño bromeó.

– Jamás -contestó ella riéndose antes de rodearle el cuello con las manos-. Bueno, quizá me queje un poquito:

Ryan sonrió, pero, de pronto, los ojos de Pierce la miraban con seriedad. Éste le colocó una mano en la nuca antes de bajar la boca sobre la de ella.

Fue como la primera vez: la misma ternura, esa presión de terciopelo capaz de inflamarle la sangre. Se sentía absolutamente impotente cuando la besaba de ese modo, incapaz de abrazarlo con más fuerza, incapaz de pedirle nada más. Sólo podía dejar que Pierce siguiera besándola a su ritmo.

Y él lo sabía. Sabía que esa vez tenía todas las riendas en sus manos, Las movió con suavidad mientras la desnudaba. Dejó que la blusa le resbalase hombros abajo, rozándole la espalda, hasta caer al suelo. La piel de Ryan se estremecía allá donde él iba posando los dedos.

Pierce le desabrochó los pantalones. Luego dejó que cayeran por debajo de la cintura mientras sus dedos jugueteaban con un trapito de encaje que apenas cubría los pechos de Ryan. En todo momento, su boca siguió mordisqueando los labios de la de ella. La vio contener la respiración y después, al introducir un dedo bajo el sujetador, la oyó gemir. No sacó el dedo, sino que optó por plantar la mano entera encima de su pecho para acariciarlo y pellizcarlo hasta que Ryan empezó a temblar.

– Te deseo -dijo ella con voz trémula-. ¿Tienes idea de cuánto te deseo?

– Sí -Pierce la besó con suavidad por toda la cara-. Sí.

– Hazme el amor -susurró Ryan-. Hazme el amor, Pierce.

– Sí -repitió éste antes de apoyar la boca sobre el cuello de ella, que latía a toda velocidad.

– Ahora -le exigió Ryan, demasiado débil como para intentar apretarlo contra su cuerpo.

Pierce soltó una risotada gutural y la depositó sobre la cama con cuidado.

– Anoche me volvió loco con sus caricias, señorita Swan -Pierce situó un dedo en el centro de Ryan, deteniéndose justo en el suave monte que se elevaba entre sus piernas. Muy despacio, casi con pereza, su boca fue bajando por todo el cuerpo hasta colocarla donde había puesto el dedo anteriormente.

La noche anterior había sido una auténtica locura para él. Jamás se había sentido tan impaciente y desesperado. Aunque la había poseído una y otra vez, no había sido capaz de saborear toda aquella pasión. Era como si hubiese estado hambriento y la gula le hubiese impedido paladear el festín. En aquel momento, en cambio, aunque la deseaba con la misma intensidad, podía refrenar la urgencia. Podía disfrutarla y saborearla.

A Ryan le pesaban los brazos. No podía moverlos. Lo único que podía hacer era dejar que Pierce la tocara y acariciara y besara donde quisiese. La fortaleza que la había impulsado a seducirlo la noche anterior había quedado reemplazada por una debilidad almibarada. De la que no le importaba empaparse.

La boca de Pierce merodeaba por su cintura. Su lengua circulaba más abajo mientras las manos la recorrían con suavidad, siguiendo el contorno de sus pechos, acariciándole el cuello y los hombros. Más que poseyéndola, estaba estimulándola.

Agarró la cinta elástica de las braguitas entre los dientes y la bajó unos centímetros. Ryan se arqueó y gimió. Pierce saboreó la piel de su muslo, deleitándose hasta llevarla al borde de la locura. Ryan se oyó jadear el nombre de Pierce, un sonido suave y urgente, pero él no respondió. Su boca estaba ocupada haciéndole maravillas en las corvas.

Ryan notó la piel fogosa de su torso rozándole una pierna, aunque no tenía la menor idea de cuándo o cómo se había quitado la camisa. Nunca había sido tan consciente de cada centímetro de su cuerpo. Jamás había creído posible experimentar un placer tan celestial y adictivo.

La estaba levantando, pensó Ryan en medio de una bruma de sensaciones, aunque tenía la espalda sobre el colchón. La estaba haciendo levitar, estaba haciendo flotar la cama. Sí, le estaba enseñando los secretos de su magia, aunque aquel trance era real, no escondía truco. Los dos estaban ya desnudos, enredados mientras la boca de Pierce viajaba de vuelta hacia la de ella. La besó despacio, con profundidad, hasta dejarla floja, sin fuerzas. La estimulaba con los dedos. Ryan no sabía que la pasión pudiera llevarla en dos direcciones distintas: hacia un fuego infernal y hacia un cielo brumoso.

Aunque ya estaba jadeando, Pierce siguió esperando. Le proporcionaría todo el placer posible. Le mordisqueó y chupó los labios y esperó hasta oír el gemido final de rendición,

– ¿Ahora, amor? -le preguntó él mientras le daba besitos por toda la cara-. ¿Ahora?

No podía responder. Estaba más allá de las palabras y de la razón. Que era justo el lugar al que había querido conducirla. Orgulloso, Pierce rió y pegó la boca al cuello de ella.

– Eres mía, Ryan. Dilo: eres mía.

– Sí -sucumbió ella en un susurro casi inaudible-. Soy… tuya… Tómame -añadió contra los labios de Pierce.

Aunque, en realidad, ni siquiera llegó a oír que había pronunciado las palabras. O quizá habían sido producto de su imaginación. Pero Pierce obedeció y, de pronto, estaba dentro de ella. Ryan contuvo la respiración y arqueó la espalda para darle la bienvenida. Por temor a hacerle daño, él se movió con una lentitud insoportable. La sangre le zumbaba en los oídos mientras Pierce la empujaba hasta el precipicio. Sus labios se apoderaron de los de ella, capturando cada aliento entrecortado.

De repente, aplastó la boca contra la de Ryan y se acabaron las delicadezas, las provocaciones. Ella gritó al tiempo que Pierce la poseía con súbita fiereza. El fuego los consumió, fundiendo sus cuerpos y labios hasta que Ryan pensó que ambos habían muerto.

Pierce yacía sobre ella, reposando la cabeza entre sus pechos. Bajo la oreja, podía oír el ruido atronador de su corazón. Ryan no había dejado de temblar. Lo rodeaba con los dos brazos como si no pudiese sostenerse ni sobre la cama. No podía moverse. Y él tampoco quería hacerlo. Quería detener el mundo y mantenerlo así: los dos solos, desnudos. Ryan le pertenecía, se dijo. Lo sorprendió la vehemencia de aquel deseo de poseerla. Él no era así. Nunca había sido así con ninguna mujer. Hasta Ryan. La atracción era demasiado potente como para resistirla.

– Dilo otra vez -le exigió, levantando la cabeza para poder mirarla.

Ryan abrió los ojos despacio. Estaba embriagada de amor, saciada de placer.

¿El qué?

Pierce la besó de nuevo, primero con ansiedad, luego más sereno, pero extrayendo hasta la última gota del néctar de sus labios. Cuando se apartó, tenía los ojos brumosos de deseo.

– Dime que eres mía, Ryan.

– Soy tuya -murmuró antes de cerrar los ojos de nuevo-. Tanto tiempo como quieras -añadió entre bostezos.

Pierce frunció el ceño e hizo intención de hablar, pero se paró al ver que Ryan se había quedado dormida. Respiraba tranquila y relajada. Pierce se echó a un lado de la cama, se tumbó junto a ella y la abrazó.

Esa vez esperaría a su lado hasta que despertase.

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