Capítulo XIV

Tenían que volver a separarse. Ryan sabía que era necesario mientras duraran los preparativos del especial. Cuando se sentía sola porque lo echaba de menos, le bastaba con recordar la mágica última noche que habían compartido. Tendría que aguantar con eso hasta que pudiera verlo de nuevo.

Aunque lo vio de tanto en tanto a lo largo de las siguientes semanas, sólo era para tratar asuntos de trabajo. Pierce regresaba para asistir a una reunión o revisar algunos detalles del espectáculo. Lo llevaba con mucho secreto. Ryan no sabía nada sobre la construcción de los aparatos y accesorios que utilizaría. Estaba dispuesto a darle una lista detallada con los números que llevaría a cabo, su duración y el orden en que los realizaría; pero se negaba a darle explicación alguna sobre su mecanismo.

A Ryan le resultaba frustrante, pero apenas tenía otros motivos para quejarse. El escenario se estaba configurando de acuerdo con las pautas que Bloomfield, Pierce y ella misma habían establecido. Elaine Fisher había firmado para aparecer como artista invitada. Ryan había conseguido defender sus ideas durante las diferentes reuniones, siempre duras, y también Pierce había logrado imponer su criterio, recordó Ryan sonriente.

Decía más con sus largos silencios y con un par de palabras calmadas que una decena de jefes de departamento histéricos que no hacían más que discutir. Pierce escuchaba con tranquilidad sus preguntas y quejas y terminaba saliéndose siempre con la suya.

Se negaba a utilizar a un guionista profesional para que le preparase lo que tenía que decir cuando se dirigía al público. Y no había más que hablar. Y se mantenía en sus trece porque sabía que él se las arreglaría solo. Tampoco permitía intromisiones en la música. Él tenía su músico y punto. Como también tenía su director y un equipo que lo acompañaba. Por más que le insistieran en lo contrario, Pierce insistía en trabajar con su gente. Del mismo modo, rechazó seis bocetos de traje con un giro indiferente de la cabeza.

Pierce hacía las cosas a su manera y sólo se plegaba a otras sugerencias si estimaba que le convenía plegarse. Con todo, Ryan notaba que los creativos de la plantilla, por mucho que se enfadaran a veces, apenas tenían queja alguna sobre Pierce. Sabía cómo, ganárselos, pensó Ryan. Tenía don de gentes y podía engatusarte o poner barreras con una simple mirada.

Bess tenía que ser la que tuviera la última palabra sobre la ropa con la que saldría al escenario. Pierce lo argumentaba diciendo que ella sabía mejor que nadie lo que le sentaba bien. Se negaba a ensayar salvo que el escenario estuviese cerrado. Y luego se camelaba a los tramoyistas con un juego de manos o un truco de cartas. Sabía cómo mantener el control sin enemistarse con nadie.

A Ryan, en cambio, le costaba manejarse con tantas restricciones como le ponía a ella y a su gente. Trataba de hacerlo ceder razonando, discutiendo, rogando. Pero no la llevaba a ninguna parte.

– Pierce -Ryan lo acorraló en el escenario durante una pausa de un ensayo-. Tengo que hablar contigo.

– Espera… -contestó distraído mientras miraba a su equipo colocar unas antorchas para el siguiente número-. Tienen que estar a veinte centímetros exactos de distancia -les indicó.

– Es importante, Pierce.

– Sí, te escucho.

– No puedes echar a Ned del escenario durante los ensayos -dijo Ryan al tiempo que le daba un tirón del brazo para conseguir que le prestara total atención.

– Sí que puedo. Ya lo he hecho. ¿No te lo ha contado?

– Sí, me lo ha contado -Ryan exhaló un suspiro de exasperación-. Pierce, como coordinador de producción, tiene razones de sobra para estar aquí.

– Me estorba. Aseguraros de que hay un pie entre hilera e hilera, por favor.

– ¡Pierce!

– ¿Qué? -contestó con un tono encantador mientras se giraba de nuevo hacia ella-. ¿Le he dicho que está usted muy guapa, señorita Swan? Le sienta muy bien el traje -añadió después de acariciarle la solapa.

– En serio, Pierce, tienes que darle a mi gente más margen de maniobra -Ryan trató de no fijarse en la sonrisa que iluminaba los ojos de Pierce y siguió adelante-. Tu equipo es muy eficiente, pero en una producción de estas dimensiones necesitamos más manos. Tu gente sabe hacer su trabajo, pero no conocen cómo funciona la televisión.

– No puedo permitir que tus chicos vean cómo preparo los números. Ni que estén dando vueltas mientras actúo.

– ¡Santo cielo!, ¿qué quieres?, ¿qué hagan un juramento de sangre de no revelar tus secretos? -contestó Ryan-: Podemos arreglarlo para la próxima luna llena.

– Buena idea, pero no sé cuántos de tus chicos estarían dispuestos. Seguro que el coordinador de producción no, en cualquier caso -añadió sonriente.

– ¿No estarás celoso? preguntó entonces Ryan, enarcando una ceja.

Soltó una risotada tan grande que a Ryan le entraron ganas de pegarle un guantazo.

– No seas absurda. No es una amenaza.

– Ésa no es la cuestión -murmuró ella-. Ned es muy bueno en su trabajo y difícilmente puede hacerlo si no eres un poco más razonable.

– Ryan, yo siempre soy razonable -contestó Pierce, con una expresión de asombro convincente-. ¿Qué quieres que haga?

– Quiero que dejes que Ned haga lo que tiene que hacer. Y quiero que dejes que mi gente entre en el estudio.

– Perfecto -convino él-. Pero no mientras estoy ensayando.

– Pierce -dijo Ryan en tono amenazante-, me estás atando las manos. Tienes que hacer ciertas concesiones para la televisión.

– Soy consciente, Ryan, y las haré. Cuando esté preparado -Pierce le dio un beso en la frente y continuó antes de que ella pudiera responder-. No, primero tienes que dejarme trabajar con mi equipo hasta que esté seguro de que todo sale bien.

– ¿Y cuánto va a llevar eso? -preguntó Ryan. Sabía que Pierce le estaba ganando el pulso, como se lo había ganado a todos los que habían intentado doblegarlo.

– Unos días más -Pierce le agarró una mano.

– Está bien -se resignó ella-. Pero a finales de semana el equipo de iluminación tendrá que estar en los ensayos. Es imprescindible.

– De acuerdo -Pierce le estrechó la mano con solemnidad-. ¿Algo más?

– Sí -Ryan se puso firme y lo miró a los ojos-. El primar número dura diez segundos más de lo establecido. Vas a tener que modificarlo para que se ajuste a los bloques de anuncios programados.

– No, tendrás que modificar los bloques de anuncios para que se adapten a mi número -respondió Pierce. Luego le dio un beso ligero y se marchó.

Antes de que pudiera gritarle, Ryan descubrió que tenía una rosa en el ojal de la solapa. Una mezcla de placer y desesperación le impidió reaccionar hasta que ya era demasiado tarde.

– Es especial, ¿verdad?

Ryan se giró y se encontró con Elaine Fisher.

– Muy especial -convino Ryan-. Espero que esté satisfecha con todo, señorita Fisher. ¿Le gusta su vestuario? -añadió, sonriendo a la pequeña rubita.

– Está bien -Elaine esbozó una de sus encantadoras sonrisas-. Aunque el espejo tiene una bombilla fundida.

– Me encargaré de que la cambien.

Elaine miró a Pierce y soltó una risilla.

– La verdad es que no me importaría encontrármelo en mi vestuario -le dijo a Ryan en confianza.

– No creo que pueda arreglarlo, señorita Fisher -respondió con prudencia.

– Cariño, podría arreglarme yo sola si no fuera por cómo te mira -Elaine le guiñó el ojo cordialmente-. Claro que si no estás interesada, podría intentar consolarlo yo.

Era difícil resistirse a la simpatía de la actriz.

– No hará falta -contestó Ryan sonriente-. Los productores tienen que asegurarse de que el artista esté contento, ya sabe.

– Ah, pues entonces podías intentar buscarme un clon para mí -bromeó antes de dejar a Ryan y acercarse a Pierce-. ¿Empezamos?

Viéndolos trabajar juntos, Ryan comprobó que su instinto no le había fallado. Se combinaban a la perfección. La belleza rubia y el encanto ingenuo de Elaine ocultaban un talento agudo y una enorme veta cómica. Era el contrapunto exacto que había buscado para Pierce.

Ryan esperó, conteniendo la respiración mientras encendían las velas. Era la primera vez que veía aquel número por completo. Las llamas flamearon hacia arriba un momento, lanzando una luz casi cegadora, hasta que Pierce extendió las manos y las sofocó. Luego se giró hacia Elaine.

– No quemes el vestido -bromeó ella-. Es de alquiler.

Ryan anotó la ocurrencia para incluirla en el guión del espectáculo y, de pronto, Pierce hizo levitar a Elaine. En cuestión de segundos, la tenía flotando encima de las llamas.

– Va bien -dijo Bess.

Ryan se giró y sonrió a su amiga.

– Sí, con lo puntilloso que es Pierce, es imposible que las cosas no vayan bien. Es infatigable.

– Dímelo a mí -contestó Bess. Permanecieron en silencio unos segundos. Entonces, Bess le dio un pellizquito en el brazo-. No puedo esperar. Tengo que decírtelo -susurró para no desconcentrar a Pierce.

– ¿Decirme qué?.

– Quería contárselo primero a Pierce, pero… -Bess sonrió de oreja a oreja-. Link y yo…

– ¡Enhorabuena! -la interrumpió Ryan y corrió a abrazarla.

Bess se echó a reír.

– No me has dejado terminar.

– Ibas a decirme que vais a casaros.

– Bueno, sí, pero…

– Enhorabuena-dijo Ryan de nuevo-. ¿Cuándo te lo ha pedido?

– La verdad es que ahora mismo, prácticamente -Bess se rascó la cabeza, como si siguiera un poco aturdida por la noticia-. Estaba en el vestuario preparándome cuando ha llamado a la puerta. No se animaba a entrar. Estaba ahí, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro como tratando de decidirse. Y de pronto me ha preguntado si quería casarme. Me ha sorprendido tanto que le he preguntado con quién -añadió tras soltar otra risotada.

– ¡No habrás sido capaz!

– De verdad. Mujer, una no espera que le hagan esa pregunta después de veinte años.

– Pobre Link -murmuró Ryan sonriente-. ¿Y qué ha dicho entonces?

– Se ha quedado de pie simplemente, mirándome y poniéndose de todos los colores. Hasta que ha dicho que, bueno, que suponía que con él -contestó Bess-. Ha sido muy romántico.

– Qué bonito -dijo Ryan-. Me alegro mucho por los dos.

– Gracias -Bess exhaló un suspiro y luego se giró hacia Pierce de nuevo-. No le digas nada, ¿de acuerdo? Creo que dejaré que se lo cuente Link.

– No le diré nada -prometió Ryan-. ¿Os vais a casar pronto?

Bess sonrió de oreja a oreja.

– Eso espero. Por lo que a mí respecta, ya llevamos veinte años de novios: creo que es tiempo más que suficiente -Bess dobló el bajo de su camiseta con los dedos-. Supongo que esperaremos a terminar este especial luego nos lanzaremos.

– ¿Seguiréis con Pierce?

– Por supuesto -aseguró Bess-. Somos un equipo. Lógicamente, Link y yo viviremos en mi casa, pero por cada del mundo nos distanciaríamos.

Ryan asintió con la cabeza. Luego miró con expresión de preocupación a Pierce, que seguía trabajando con Elaine.

– Bess, hay algo que quiero preguntarte. Es sobre el número con el que se cierra el espectáculo -arrancó despacio-. Lo lleva muy en secreto. Sólo ha dicho que será una fuga y que necesitará cuatro minutos y diez segundos en total. ¿Tú sabes algo?

– No suelta prenda porque aún tiene que perfeccionar algunos flecos -Bess se encogió de hombros, pero su rostro revelaba cierta inquietud.

– ¿Qué flecos? -insistió Ryan.

– No sé, de verdad. Lo único… -Bess vaciló; dividida entre sus propias dudas y su lealtad hacia Pierce-. Lo único que sé es que a Link no le gusta.

– ¿Por qué? -Ryan puso una mano sobre un brazo de Bess-. ¿Es peligroso?, ¿peligroso de verdad?

– Todas las fugas pueden ser peligrosas, Ryan; salvo que hablemos de camisas de fuerza y esposas. Pero Pierce es el mejor -Bess miró a Pierce mientras éste bajaba a Elaine al suelo-. Me va a necesitar de un momento a otro.

– Bess -Ryan apretó el brazo de la pelirroja-. Dime qué sabes.

– Ryan, sé lo que sientes por Pierce, pero no puedo -contestó Bess mirándola a los ojos-. El trabajo de Pierce es el trabajo de Pierce -añadió tras dar un suspiro.

– No te estoy pidiendo que rompas el código deontológico de los magos -protestó Ryan impaciente-. Antes o después, tendrá que decirme en qué consiste el número.

– Entonces, ya te lo dirá -Bess le dio una palmadita en la mano y se retiró.

El ensayo duró más de lo previsto, como era habitual con los ensayos de Pierce. Luego, después de asistir a una reunión a última hora de la tarde, Ryan decidió esperarlo en el camerino. La inquietud por el número final la había perseguido todo el día. Por más que hubiese tratado de olvidarla, Ryan no había podido quitarse de la cabeza la preocupación que había advertido en los ojos de Bess.

El camerino de Pierce era amplio y acogedor. Tenía una moqueta gruesa y un sofá mullido suficientemente ancho para utilizarlo como una cama. Había un televisor enorme, una cadena estereofónica de música y un mueble bar que Pierce no habría estrenado. En la pared había un par de litografías muy buenas. Era la clase de camerino que Producciones Swan reservaba para los artistas especiales. Aunque Ryan dudaba que Pierce pasara más de media hora al día en su interior durante su estancia en Los Ángeles:

Ryan abrió la nevera, encontró un cartón de zumo de naranja y se sirvió un vaso antes de desplomarse sobre el sofá. Por entretener la espera, agarró un libro que había en la mesa. Era de Pierce, dedujo. Otra obra de Houdini. Ryan lo abrió y empezó a hojearlo.

Cuando Pierce entró, la encontró acurrucada en el sofá, a mitad del libro.

– ¿Documentándote?

– ¿De verdad hacía todas estas cosas? -preguntó ella directamente-. El rollo éste de que se tragaba unas agujas y un ovillo y que luego las sacaba enhebradas, en realidad no lo hacía, ¿no?

– Sí -Pierce se quitó la camisa.

Ryan lo miró con los ojos bien abiertos.

– ¿Tú puedes hacerlo?

Pierce se limitó a sonreír.

– No suelo copiar los números de otras personas -respondió-. ¿Qué tal el día?

– Bien. Aquí dice que algunas personas creían que Houdini tenía un bolsillo en la piel.

Esa vez, Pierce soltó una carcajada.

– ¿No crees que si yo tuviera uno, ya me lo habrías encontrado?

Ryan dejó el libro sobre la mesa y se levantó.

– Quiero hablar contigo.

– De acuerdo -Pierce la estrechó entre los brazos y empezó a cubrirle la cara de besos-. Dentro de unos minutos. Se me han hecho muy largos estos tres días sin ti.

– Fuiste tú el que se marchó le recordó Ryan antes de besarlo en la boca.

– Tenía que perfeccionar unos detalles. Y aquí no consigo trabajar en serio.

– Para eso tienes tu mazmorra -murmuró ella y buscó de nuevo los labios de Pierce.

– Exacto. Esta noche cenamos juntos. En algún restaurante con velas y rincones oscuros.

– Mi apartamento tiene velas y rincones oscuros -dijo Ryan-. Podemos estar a solas.

– Intentarás seducirme.

Ryan rió y olvidó lo que había querido hablar con él.

– No lo dudes. Y estoy segura de que lo conseguiré.

– No sea tan presumida, señorita Swan -Pierce la separó unos centímetros-. No siempre soy tan fácil.

– Me gustan los desafíos.

Pierce se frotó la nariz contra la de ella cariñosamente.

– ¿Te ha gustado la rosa?

– Sí, gracias -Ryan le rodeó la nuca con las manos-. Consiguió que dejara de acosarte.

– Lo sé. Al final te está costando trabajar conmigo, ¿eh?

– Mucho. Pero ay de ti como dejes que produzca otra persona tu próximo especial: te sabotearé todos los números.

– Entonces, me temo que no me queda más remedio que seguir contigo para protegerme.

Rozó sus labios con dulzura y Ryan sintió una oleada de amor tan intensa y repentina que se le encogió el corazón.

– Pierce, léeme el pensamiento -le dijo entonces. Cerró los ojos y apoyó la cara sobre su hombro-. ¿Puedes leerme el pensamiento?

Sorprendido por el tono ansioso de su voz, la separó para estudiarla. Ryan abrió los ojos y Pierce vio que estaba un poco asustada, un poco aturdida. Y vio algo más que hizo que el corazón se le desbocase.

– ¿Ryan? -Pierce le acarició una mejilla. Le aterraba pensar que sólo estaba imaginándose lo que veía.

– Tengo miedo -susurró ella. La voz le temblaba, así que se mordió el labio inferior para serenarla-: No me salen las palabras. ¿Puedes verlas? Si no puedes, es normal. No tiene por qué cambiar nada.

Sí, claro que las veía; pero Ryan se equivocaba: una vez que las pronunciara, todo cambiaría. No había querido que sucediera, pero, de alguna manera, había sabido que llegarían a esa situación. Lo había sabido nada más verla bajar las escaleras que daban a su sala de trabajo. Había sabido que Ryan sería la mujer que lo cambiaría todo.

– Ryan -Pierce dudó un instante, pero sabía que ya no podía contenerse ni negar lo evidente por más tiempo-, te quiero.

Ella exhaló un suspiro de inmenso alivio.

– ¡Dios!, ¡tenía tanto miedo de que no quisieras verlo! -Ryan se lanzó a sus brazos-. Te quiero tanto. ¡Tanto! No es malo, ¿verdad? -preguntó con voz trémula.

– No -Pierce notó que el corazón de ella latía tan desacompasado como el suyo-. Es muy bueno.

– No imaginaba que se podía ser tan feliz. Quería habértelo dicho antes -murmuró contra el cuello de Pierce-. Pero me daba mucho miedo. Ahora parece una tontería. Los dos teníamos miedo -Pierce la apretó más fuerte, pero seguía sin ser suficiente-. Hemos perdido mucho tiempo.

– Pero me quieres -susurró ella, deseosa de volver a oírselo decir.

– Sí, Ryan. Te quiero.

– Vamos a casa, Pierce -Ryan le besó el cuello-. Vamos a casa. Te necesito.

– Yo también… Ahora.

Ryan echó la cabeza hacia atrás y rió.

– ¿Ahora?, ¿aquí?

– Aquí y ahora -convino Pierce, fascinado con el brillo perverso que iluminó los ojos de Ryan.

– Podría entrar alguien -dijo ésta al tiempo que retrocedía unos pasos.

Sin decir nada, Pierce fue a la puerta y echó el cerrojo.

– No lo creo.

– Vaya -Ryan se mordió el labio, luchando por no echarse a reír-. Parece que me van a secuestrar otra vez.

– Puedes pedir auxilio le sugirió mientras le quitaba la chaqueta.

– Socorro -dijo en voz baja mientras Pierce le desabotonaba la blusa-. Creo que no me han oído.

– Pues entonces no podrán salvarte.

– Menos mal -susurró ella mientras dejaba que la blusa cayera al suelo.

Se acariciaron y se echaron a reír por la alegría que les producía estar enamorados. Se besaron y abrazaron como si el mundo fuese a acabarse ese mismo día. Murmuraron palabras delicadas y suspiraron de placer. Incluso cuando la pasión creció y el deseo empezó a gobernar sus movimientos, permaneció una sensación de felicidad serena e inocente, compartida.

“Me quiere”, se dijo Ryan mientras deslizaba las manos por su potente espalda. “Me pertenece”, pensó mientras lo besaba con fervor.

Se entregaron el uno al otro, se vaciaron y absorbieron hasta que fueron más uno que dos. Una pasión creciente los unía, una pasión infinita, una libertad recién descubierta. Cuando terminaron de hacer el amor, siguieron riéndose, felices por saber que para ellos aquello sólo era el principio.

– ¿Sabes? Yo creía que era el productor el que seducía al artista -murmuró Ryan.

– ¿No ha sido así? -Pierce deslizó los dedos por el cabello de ella.

Ryan rió y le dio un beso entre los ojos.

– Sí, pero se suponía que tenía que dejarte pensar que habías tomado la iniciativa -contestó justo antes de levantarse y alcanzar la blusa.

Pierce se incorporó y le acarició la yema de un dedo.

– ¿Vas a algún sitio?

– Está bien, señor Atkins, le daré la oportunidad de hacer una prueba para Producciones Swan -bromeó Ryan. Pierce le dio un mordisquito yen el hombro y ella dio un grito pequeño-. Pero no me vuelva a atosigar hasta que lleguemos a casa.

Se alejó unos pasos y terminó de ponerse la blusa. Mientras lo hacía, miró de reojo el cuerpo desnudo de Pierce:

– Más vale que se vista. Podrían cerrar el edificio y obligarnos a pasar la noche dentro.

– Los cerrojos no son problema para mí -le recordó sonriente él.

– Hay alarmas.

– Ya ves tú -contestó Pierce riéndose.

– Definitivamente, es una suerte que no decidieras hacerte delincuente -comentó Ryan.

– Es más sencillo cobrar por abrir cerrojos que robar lo que hay dentro de las casas. A la gente le encanta pagar simplemente por ver si puedes hacerlo -Pierce se levantó-. Pero si saltas un cerrojo gratis, no le encuentran la gracia.

Ryan inclinó la cabeza y le preguntó intrigada:

– ¿Te has encontrado con algún cerrojo que no hayas podido abrir?

– Es cuestión de tiempo -dijo Pierce mientras recogía su ropa-. Si dispones del tiempo apropiado, todos los cerrojos pueden abrirse.

– ¿Sin herramientas?

– Hay herramientas y herramientas -respondió él, enarcando una ceja.

Ryan frunció el ceño.

– Voy a tener que examinar tu piel otra vez en busca de ese bolsillo.

– Cuando quieras -accedió Pierce con buenos modales.

– Podías ser bueno y enseñarme aunque sólo sea una cosa: cómo te libras de las esposas, por ejemplo.

– De eso nada -Pierce negó con la cabeza mientras se ponía los vaqueros-. Podrían serme de utilidad otra vez.

Ryan se encogió de hombros como si le diera igual y siguió vistiéndose.

– Por cierto, quería hablar contigo sobre el número con el que cierras.

Pierce sacó una camisa limpia del armario.

– ¿Qué pasa?

– Eso es justamente lo que quiero saber -contestó Ryan-. ¿Qué pasa en ese número exactamente?, ¿qué tienes planeado?

– Es una fuga, ya te lo he dicho -respondió él mientras se ponía la camisa.

– Necesito algo más concreto, Pierce. El espectáculo será dentro de diez días.

– Estoy perfeccionándolo.

Ryan percibió el tono hermético e intransigente de Pierce y dio un paso al frente para plantarle cara.

– No, éste no es uno de tus espectáculos, en los que vas por libre. Aquí la productora soy yo, Pierce. Tú mismo lo pediste. Pues bien, puedo pasar por alto algunas de tus exigencias sobre el personal. -arrancó Ryan y siguió sin darle ocasión de contestar-. Pero tengo qué saber exactamente qué vamos a emitir en directo. No puedes mantenerme en la ignorancia a falta de menos de dos semanas para la grabación.

– Voy a salir de una caja fuerte -contestó él sin más al tiempo que le acercaba un zapato a Ryan.

– Vas a salir de una caja fuerte -repitió ella-. Hay algo más, Pierce. No soy tonta -añadió mientras se ponía el zapato.

– Tendré las manos y los pies atados.

Ryan se agachó a recoger el otro zapato. La reticencia de Pierce a hablar del número la estaba poniendo nerviosa. Pero no quería que se le notara el miedo, así que esperó unos instantes antes de hablar de nuevo.

– ¿Qué más, Pierce?

Éste no dijo nada hasta que se hubo abotonado la camisa.

– Es como un juego de muñecas rusas. Estaré en una caja dentro de una caja dentro de una caja. Nada nuevo.

– ¿Tres cajas? -preguntó Ryan con aprensión-. ¿Una dentro de otra?

– Exacto. Cada una más grande que la otra.

– ¿Tienen las cajas algún agujero para respirar? -preguntó asustada.

– No.

Ryan se quedó helada.

– No me gusta.

– No tiene por qué gustarte, Ryan -dijo él tratando de calmarla con la mirada-; pero tampoco tienes por qué preocuparte.

Ryan tragó saliva. Sabía que no podía perder la cabeza.

– Todavía hay más, ¿verdad? No me lo has contado todo.

– La última caja es pequeña -contestó él sin más.

– ¿Pequeña? -Ryan sintió un escalofrío-. ¿Cómo de pequeña?

– No habrá problemas. Ya lo he hecho otras veces.

– Pero es peligroso. No puedes hacerlo.

– Puedo -afirmó Pierce con rotundidad-. Llevo meses ensayando y calculando el tiempo.

– ¿Tiempo?

– Tengo oxígeno para tres minutos.

¡Tres minutos! Ryan respiró profundo. No podía perder el control.

– ¿Y cuánto necesitas para fugarte?

– Ahora mismo, un poco más de tres minutos. Bastaría con agotar el oxígeno y aguantar sin respiración unos segundos.

– Es una locura -dijo ella-. ¿Y si sale algo mal?

– No saldrá nada mal. Lo he repasado muchas veces.

Ryan se dio la vuelta, pero se giró hacia Pierce de nuevo.

– No voy a permitirlo. Se acabó. Utiliza el número de la pantera para cerrar; pero esto no. Me niego.

– Voy a usar la fuga -replicó él con tanta calma como rotundidad.

– ¡No! -Ryan lo agarró por los brazos, presa del pánico-. No voy a dejarte. Este número se queda fuera, Pierce. Utiliza otro o invéntate uno nuevo, pero olvídate de éste.

– No puedes quitarlo -repuso Pierce sin alterarse-. Yo tengo la última palabra. Lee el contrato.

Ryan se puso blanca y dio un paso atrás.

– ¡Maldito seas! Me importa un rábano el contrato. Sé perfectamente lo que dice. ¡Lo he redactado yo!

– Entonces recordarás que no puedes quitar la fuga -insistió Pierce inexorable.

– No voy a dejarte -repitió Ryan. Los ojos se le poblaron de lágrimas, pero pestañeó para que no llegaran a saltársele-. No puedes hacerlo.

– Lo siento, Ryan.

– Encontraré una manera de suspender el espectáculo -lo amenazó con una mezcla de rabia, temor e impotencia-. Seguro que encuentro algún modo de romper el contrato.

– Es posible -Pierce le puso las manos sobre los hombros-. Pero aun así, haré la fuga. Si no para el especial, el mes que viene, en Nueva York.

– ¡Por favor, Pierce! -Ryan lo abrazó desesperada-. Podrías morirte. No merece la pena. ¿Por qué tienes que intentar algo así?

– Porque puedo hacerlo. Ryan, tienes que entenderlo: éste es mi trabajo.

– Yo lo que entiendo es que te quiero. ¿Es que eso no importa?

– Sabes que sí -contestó Pierce con vehemencia-. Sabes lo mucho que me importa.

– No, no sé cuánto te importa -Ryan le dio un empujón enojada-. Lo único que sé es que vas a hacer esta locura por mucho que te suplique que no la hagas. Pretendes que me quede ahí de pie, mirando cómo arriesgas la vida a cambio de unos aplausos o una reseña en un periódico.

– Esto no tiene nada que ver con aplausos ni reseñas -replicó él. Empezaba a enfurecerse por momentos-. Deberías saberlo a estas alturas.

– No, no sé nada. No te conozco -dijo desquiciada-. ¿Cómo quieres que entienda que te empeñes en hacer algo así? No es necesario para el espectáculo ni para tu carrera.

Pierce se obligó a mantener la serenidad.

– Es necesario para mí -contestó.

– ¿Por qué? -preguntó furiosa Ryan-. ¿Por qué necesitas arriesgar la vida?

– Ése es tu punto de vista, Ryan; no el mío. Para mí, esto es parte de mi trabajo, parte de lo que soy -Pierce hizo una pausa, pero no se acercó a ella-. Tendrás que aceptarlo si me aceptas a mí.

– No es justo.

– Puede que no -convino él-. Lo siento.

Ryan tragó saliva. No quería romper a llorar.

– ¿En qué situación nos deja esto?

Pierce la miró a los ojos.

– Eso depende de ti.

– No pienso mirar. ¡Me niego! No pienso pasarme la vida esperando el momento en que vayas demasiado lejos y te equivoques. No puedo -Ryan se dio la vuelta y corrió hacia la puerta. Las lágrimas resbalaban por su mejilla cuando descorrió el cerrojo-. ¡Maldita sea tu magia! -se despidió sollozando.

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