Ryan descubrió que el trabajo de producir la mantenía igual de hundida en montañas de papeles que el que había realizado hasta entonces ocupándose de los contratos. Se pasaba los días detrás de la mesa, al teléfono o en el despacho de algún colega. Era un trabajo duro y exigente, con poquísimo encanto. Con todo, tenía la sensación de que valía para producir. Después de todo, era la hija de Bennett Swan.
Swan no le había dado carta blanca para que actuara con absoluta libertad, pero la discusión de la mañana de su regreso a Los Ángeles había tenido consecuencias beneficiosas. Su padre la escuchaba. Y, en general, se mostraba sorprendentemente conforme con sus propuestas. No se oponía de forma arbitraria a nada, como había temido que sucedería, sino que introducía algunas variaciones de vez en cuando. Swan conocía el negocio desde todos los ángulos. Ryan tomaba nota y aprendía.
Las jornadas eran inacabables. Pero más eternas se le hacían las noches. Ryan ya había supuesto que Pierce no la llamaría por teléfono. No era su estilo. Lo más probable fuera que estuviese en su sala de trabajo, abajo, planeando, practicando, perfeccionando sus números. Quizá ni siquiera se diera cuenta del paso del tiempo.
Por otra parte, siempre podía ser ella la que lo llamara, pensó Ryan mientras daba vueltas por su vacío apartamento. Podía inventarse unas cuantas excusas creíbles para hacerlo. Había habido un cambio en las fechas de grabación. Con eso bastaba, aunque sabía que su agente ya lo tenía al corriente. Y había como poco una decena de detalles que podían repasar antes de la reunión de la semana siguiente.
Ryan miró hacia el teléfono pensativamente, pero terminó sacudiendo la cabeza. No era por nada relacionado con los negocios por lo que quería hablar con él y no quería utilizarlos como excusa. Ryan fue a la cocina y empezó a prepararse una cena ligera.
Pierce revisó el número del agua por tercera vez. Le salía casi a la perfección. Pero casi no era suficiente. No era la primera vez que se recordaba que el ojo de la cámara era mucho más fino que el de cualquier persona. Cada vez que se había visto por televisión, había encontrado defectos. Le daba igual que sólo él supiese dónde mirar para verlos. Lo importante era que había fallos. Repasó el número de nuevo.
La sala de trabajo estaba en silencio. Aunque sabía que Link estaba arriba tocando el piano, no le llegaba el sonido. Aunque tampoco lo habría oído si hubiesen estado en la misma habitación. Con ojo crítico, se miró en la superficie de un gran espejo mientras el agua parecía relucir dentro de un vaso sin fondo. El espejo lo reflejaba sujetándolo, por arriba y abajo, mientras el agua fluía de una palma a otra. Agua. Sólo era uno de los cuajo elementos que quería depurar para el especial de Ryan.
De Ryan. Pensaba en el especial como si fuera de ella más que suyo. Pensaba en ella cuando debía estar concentrado en el trabajo. Con un gesto ágil de las manos, Pierce devolvió el agua a un jarro de cristal.
Había estado a punto de llamarla una decena de veces. En una ocasión, a las tres de la mañana, había llegado a marcar los primeros dígitos de su número. Sólo oírla, le habría bastado con oír su voz. Pero había colgado sin terminar de marcar, recordándose su voto personal de no presionar nunca a nadie. Llamarla significaba que esperaba que Ryan estuviese en su casa para contestar. Pero ella era libre de hacer lo que quisiera. No tenía derecho a pedirle nada. Ni a ella ni a nadie. Hasta la jaula del papagayo estaba abierta todo el tiempo.
Jamás había habido nadie en su vida con quien se hubiese sentido ligado. Los trabajadores sociales le habían impuesto disciplina y se habían mostrado compasivos, pero, en el fondo, para ellos no había sido más que un nombre en un expediente. La ley se había encargado de proporcionarle alojamiento y cuidados adecuados. Y la ley lo había mantenido atado a dos personas que no lo serían, pero que tampoco permitían que otras personas lo adoptaran.
Ni siquiera en sus relaciones con aquellos a quienes quería, como Link y Bess, imponía ataduras a los demás. Quizá ésa fuera la razón por la que seguía planeando fugas cada vez más complicadas. Escaparse era una demostración de que nadie podía permanecer preso para siempre.
Y, sin embargo, pensaba en Ryan cuando debía estar trabajando.
Pierce agarró las esposas y las examinó. Habían encajado perfectamente en la muñeca de Ryan. Durante unos instantes, la había retenido. Pierce se esposó la muñeca derecha y jugó con la otra, imaginando que esposaba una mano de Ryan junto a la suya.
¿Era eso lo que quería?, se preguntó. ¿Atarla a él? Pierce recordó lo cálida que era, los sofocos que a él mismo le entraban tras una simple caricia. ¿Quién estaría encadenado a quién? Pierce se liberó con la misma facilidad con que se había puesto las esposas.
– Más difícil todavía -dijo el papagayo desde la jaula.
– Tienes toda la razón -murmuró Pierce, mirando a Merlín, mientras se pasaba las esposas de una mano a otra-. Es arriesgado, pero no me digas que no es una mujer irresistible.
– Abracadabra.
– Exacto -dijo Pierce con tono ausente-. Abracadabra. La cuestión es: ¿quién ha hechizado a quién?
Estaba a punto de meterse en la bañera cuando oyó que llamaban a la puerta.
– ¡Vaya, hombre!
Irritada por la interrupción, Ryan volvió a ponerse el albornoz y fue a contestar. Incluso mientras abría la puerta, ya estaba pensando en cómo ingeniárselas para librarse de la visita antes de que el agua de la bañera se enfriase.
– ¡Pierce!
Éste vio que los ojos de Ryan se agrandaban asombrados. Luego, con una mezcla de alivio y placer, notó que se alegraba de verlo. Ryan se lanzó a sus brazos.
– ¿Estás aquí? -preguntó como si no se creyese que Pierce fuera de carne y hueso. Pero no le dio tiempo a responder, sino que se precipitó sobre su boca para beberlo con una pasión sólo igualable a la de él-. Cinco días. ¿Sabes cuántas horas hay en cinco días? -murmuró apretándose contra su torso.
– Ciento veinte -Pierce la separó lo justo para poder tirarla y sonreírle-. Será mejor que entremos. Tus vecinos tienen que estar divirtiéndose mucho con esta escena.
Ryan tiró de Pierce y cerró la puerta empujándola entra ella.
– Bésame -le exigió-. Fuerte. Un beso que me dure ciento veinte horas.
Pierce bajó la cabeza hasta capturar la boca de Ryan. Esta notó sus dientes mordisqueándole los labios mientras él emitía gruñidos, la apretaba y luchaba por recordar su propia fuerza y la fragilidad de Ryan. Ella lo provocó con la lengua, exploró su cuerpo con las manos. Reía con esa risa rugosa y sexy que lo volvía loco.
– Has venido -dijo suspirando antes de apoyar la cabeza sobre un hombro de Pierce-. Eres real.
¿Lo sería ella también?, se preguntó Pierce, algo aturdido por el beso.
Después de un último abrazo, Ryan dio un pasito atrás.
– ¿Qué haces por aquí? No te esperaba hasta el lunes o el martes.
– Quería verte -dijo él sin más mientras levantaba la vano para acariciarle una mejilla-. Tocarte.
Ryan le agarró la mano y se la llevó a los labios. Pierce sintió que una chispa prendía fuego en la boca de su estómago.
– Te he echado de menos -murmuró mirándolo a los ojos-. No imaginas cuánto. Si hubiese sabido que desear verte iba a traerte antes, te habría deseado con más intensidad todavía.
– No estaba seguro de si seguirías libre.
– Pierce -Ryan reposó las manos sobre el pecho de él-, ¿de verdad crees que puedo querer estar con otro hombre?
La miró sin decir palabra, pero ella notó que el corazón le latía a más velocidad.
– Interfieres en mi trabajo -dijo finalmente.
– ¿Sí? -preguntó confundida Ryan-. ¿Cómo? -No te me vas de la cabeza.
– Lo siento -dijo ella, pero sonrió, mostrando claramente que no lo lamentaba en absoluto-. Así que te he impedido concentrarte.
– Sí.
¡Qué pena! -respondió Ryan con voz burlona y seductora al tiempo que subía las manos hacia la nuca de Pierce-. ¿Y cómo vas a solucionarlo?
Pierce la tumbó en el suelo por toda respuesta. Fue un movimiento tan veloz e inesperado que Ryan se sobresaltó; pero no llegó a salir ruido alguno de su boca, capturada por la de Pierce. Todavía no había recuperado el aliento cuando descubrió que ya le había abierto el albornoz. La llevó a la cumbre tan deprisa que Ryan no tuvo más opción que sucumbir a aquella recíproca y desesperada necesidad que los unía.
La ropa de Pierce desapareció a velocidad de vértigo, pero éste no le dio tiempo para explorar su cuerpo. De un solo movimiento, la volteó hasta ponerla encima de él y luego, levantándola por las caderas como si no pesara nada, la bajó para introducirse dentro de Ryan hasta el fondo.
Ella gritó, sorprendida, encantada. La velocidad era mareante. Rompió a sudar por todo el cuerpo. Los ojos se le agrandaban a medida que el placer iba incrementándose más allá de lo imaginable. Podía ver la cara de Pierce, bruñida de pasión, con los ojos cerrados. Podía oír cada respiración desgarrada mientras hundía los dedos en sus caderas para acompasar su movimiento con el de él. De pronto, notó como si una película velase sus ojos, un velo brumoso que le nublaba la visión. Apretó las manos contra su torso para no caerse; pero estaba cayendo, más y más bajo, cada vez más desfondada.
Cuando la bruma se despejó, Ryan se encontró entre los brazos de Pierce. Sus cuerpos pegajosos estaban fundidos todavía en uno.
– Ahora sé que tú también eres real -murmuró él hundiendo la cabeza en el cabello de Ryan-. ¿Cómo te sientes? -le preguntó tras darle un besito en los labios.
– Abrumada -respondió ella sin aliento-. Genial.
Pierce rió. Se puso de pie y la levantó en brazos.
– Voy a llevarte a la cama y voy a volver a hacerte el amor antes de que te dé tiempo a recuperarte.
– Buena idea -Ryan le acarició el cuello con la nariz-. Debería vaciar la bañera primero.
Pierce enarcó una ceja. Luego sonrió. Con Ryan adormilada entre los brazos, vagabundeó por el apartamento hasta encontrar el cuarto de baño.
– ¿Estabas en la bañera?
– Casi -Ryan suspiró y se acurrucó contra él sin abrir los ojos-. Iba a librarme de quienquiera que fuese a irrumpirme. Estaba muy irritada.
Pierce giró la muñeca y abrió a tope el grifo de agua caliente.
– No me he dado cuenta.
– ¿No te has fijado en cómo he intentado librarme de ti? -bromeó ella.
– A veces no me entero de nada -confesó Pierce-. Supongo que el agua se habrá enfriado un poco.
– Probablemente.
– Está claro que te gustan las burbujas-comentó al ver las esponjosas montañas de gel de baño que se habían formado en el agua.
– Sí… ¡ah! -Ryan abrió los ojos de golpe y se encontró metida en la bañera.
– ¿Está fría? -le preguntó él, sonriente.
– No -Ryan estiró un brazo y apagó el grifo para que no siguiese saliendo agua ardiendo. Durante unos segundos, dejó que sus ojos se dieran un festín contemplando el cuerpo atlético de Pierce, sus músculos fibrosos, las caderas estrechas. Ladeó la cabeza y metió un dedo entre las burbujas-. Si es tan amable de acompañarme -dijo, invitándolo a compartir la bañera con ella.
– Será un placer.
– Por favor, póngase cómodo -dijo Ryan-. He sido muy descortés. Ni siquiera le he ofrecido una copa -añadió esbozando una sonrisa pícara.
El agua subió cuando Pierce se metió en la bañera. Se sentó a los pies, frente a Ryan.
– No acostumbro a beber -le recordó.
– Cierto -Ryan asintió con la cabeza-. No fuma, no suele beber, casi nunca dice palabrotas. Es usted un ejemplo de virtud, señor Atkins.
Pierce se llenó una mano de burbujas de gel y se las lanzó.
– En cualquier caso -continuó ella después de quitarse las burbujas de la mejilla-, quería hablarle de unos bocetos para la estenografía. ¿Le acerco el jabón?
– Gracias, señorita Swan -Pierce aceptó la pastilla que Ryan le había ofrecido-. De modo que quiere hablarme de la estenógrafa…
– En efecto. Creo que aprobará los bocetos que he preparado, aunque es posible que quiera introducir algunos pequeños cambios -Ryan cambió de postura y suspiró cuando sus piernas rozaron las de él-. Le he dicho a Bloomfield que quería algo mágico, medieval, pero no muy recargado.
– ¿Nada de armaduras?
– Nada, sólo elementos ambientales. Algo… -Ryan dejó la frase a medias cuando Pierce le agarró el pie con la mano y empezó a enjabonárselo.
– ¿Sí? -la invitó a continuar él.
– Algo en tonos apagados -dijo mientras sentía un escalofrío de placer por toda la pierna-. Parecido a tu sala le trabajo.
– ¿Sólo un decorado? -quiso saber él.
Ryan tembló dentro del agua humeante cuando notó los dedos de Pierce masajeándole las pantorrillas.
– Sí, he pensado… que el tono principal… -Ryan se quedó sin respiración cuando Pierce empezó a enjabonarle uno de los pechos.
– Sigue -dijo él, mirando la cara que Ryan ponía mientras le acariciaba el vértice de los muslos con la mano libre.
– Algo sexy -Ryan contuvo la respiración-. Eres muy sexy sobre el escenario.
– ¿Ah, sí? -preguntó divertido Pierce.
– Mucho. Sexy, atractivo y teatral. Cuando te veo actuar… -Ryan hizo una pausa para intentar meter algo de aire en los pulmones. La fragancia embriagadora de las sales de baño la mareaban. Notaba un leve oleaje del agua contra sus pechos, justo bajo la astuta mano de Pierce-. Tus manos…, -acertó a susurrar, retorciéndose de placer.
– ¿Qué les pasa? -preguntó él, haciéndose el inocente, justo antes de meter un dedo dentro de ella.
– Son mágicas -balbuceó Ryan-. Pierce, no puedo hablar cuando me haces estas cosas.
– ¿Quieres que pare? -le ofreció él. Hacía tiempo que Ryan no lo miraba. Había cerrado los ojos. Pero él observaba cómo cambiaba la expresión de su cara cada vez que utilizaba los dedos para estimularla.
– No -Ryan encontró la mano de Pierce debajo del agua y se la apretó contra ella.
– Eres preciosa -murmuró Pierce mientras se inclinaba para darle un mordisquito en un pecho. Luego la besó-. Tan suave… De noche, cuando estaba solo, no dejaba de verte. No paraba de imaginar cuándo sería la siguiente vez que podría tocarte así, como ahora. No podía resistirme.
– No te resistas -Ryan le acarició el pelo con ambas manos y lo besó de nuevo-. Yo también estaba ansiosa. Hacía tanto tiempo que te esperaba…
– Cinco días -murmuró Pierce al tiempo que le separaba los muslos.
– Toda la vida -contestó ella.
Las palabras de Ryan desataron algo en su interior que Pierce, cegado por la pasión, no pudo analizar. Tenía que poseerla, eso era lo único importante.
– Pierce -murmuró ella casi sin voz-, vamos a hundirnos.
– Toma aire -contestó él, justo antes de penetrarla.
– Seguro que mi padre querrá verte -le dijo Ryan a la mañana siguiente mientras Pierce estacionaba en su plaza de los aparcamientos de Producciones Swan-. Y supongo que tú querrás ver a Coogar.
– Ya que estoy -accedió Pierce después de apagar el motor-. Pero que conste que he venido a verte.
Ryan sonrió y se inclinó para darle un beso.
– No sabes cuánto me alegro de que lo hayas hecho. ¿Puedes quedarte el fin de semana o tienes que volver?
– Ya veremos -Pierce le puso detrás de la oreja un rizo que le caía sobre la cara.
Ryan bajó del coche. No podía haber esperado una respuesta mejor.
– La primera reunión no estaba prevista hasta la semana que viene, pero seguro que te harán un hueco para ir conociéndoos en persona -comentó ella mientras entraban en el edificio-. Yo me encargo de avisar a los interesados desde mi despacho.
Ryan lo condujo a través de los pasillos a paso ligero, asintiendo con la cabeza o respondiendo brevemente cuando alguien la saludaba. Nada más atravesar la puerta del edificio, advirtió Pierce, se había transformado en la señorita Swan.
– No sé dónde está Bloomfield ahora mismo. Pero si lo está disponible, puedo enseñarte los bocetos y repasarlos contigo yo misma -continuó ella mientras pulsaba el botón del ascensor-. Podíamos ir calculando los tiempos también. En total, tenemos que llenar cincuenta y dos minutos y…
– ¿Le apetece cenar conmigo esta noche, señorita Swan? -la interrumpió él después de dejarla pasar al ascensor.
Ryan se olvidó de lo que estaba diciendo y vio que Pierce le estaba sonriendo. La miraba de un modo que apenas podía recordar los planes que tenía para él durante el día. Sólo se acordaba de lo que había ocurrido la noche anterior.
– Creo que podré hacerle un hueco en mi agenda, señor Atkins -murmuró ella al tiempo que se abrían las puertas.
– Consúltelo, no vaya a darme plantón -Pierce le levantó la mano y se la llevó a la boca para besarla.
– De acuerdo… pero no me sigas mirando así durante el día -dijo ella sin aliento-. Si no, no podré concentrarme.
– ¿De veras? -Pierce le cedió el paso al salir del ascensor-. Sería una venganza justa por todo el tiempo que me has impedido trabajar.
– Si queremos que este espectáculo salga adelante…
– Tengo absoluta confianza en la responsabilísima señorita Swan -dijo Pierce mientras entraban en el despacho.
Pierce se sentó en una silla y esperó a que ella tomara asiento detrás de la mesa.
– No me lo vas a poner fácil, ¿verdad?
– No creo.
Ryan arrugó la nariz, descolgó el teléfono y pulsó varios botones:
– Ryan Swan -se presentó, manteniendo la vista alejada de Pierce-. ¿Se puede poner?
– Espere un momento, por favor.
Poco después, oyó la voz de su padre al otro lado del teléfono:
– Cuéntame rápido lo que sea -dijo impaciente-. Estoy ocupado.
– Siento molestarte -contestó Ryan automáticamente-. Pierce Atkins está en mi despacho. He pensado que te gustaría verlo.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó Swan y añadió sin dar tiempo a que Ryan respondiese-: Dile que suba -dijo y colgó, de nuevo, sin esperar contestación.
– Quiere verte ahora -dijo Ryan tras colgar el teléfono.
Pierce asintió con la cabeza y se levantó a la vez que ella. Aquella breve llamada le había proporcionado mucha información. Y, minutos después, tras entrar en el despacho de Swan, aprendió muchas cosas más.
– Señor Atkins -Bennett se puso de pie y rodeó su enorme mesa de trabajo con la mano extendida-. Qué agradable sorpresa. No esperaba reunirme con usted hasta la semana que viene.
– Señor Swan -Pierce aceptó la mano que Bennett le había tendido y se fijó en que éste no se molestó en saludar a su hija.
– Por favor, siéntese -dijo Swan-. ¿Quiere beber algo?, ¿café?
– No, gracias.
– Es un honor para Producciones Swan contar con su talento, señor Atkins -dijo Swan, parapetado de nuevo tras su mesa-. Vamos a hacer todo cuanto esté en nuestra mano para que este especial sea un éxito. Ya hemos puesto en marcha la promoción y a los medios de comunicación.
– Eso tengo entendido. Ryan me tiene al corriente.
– Claro -Swan asintió con la cabeza y la miró de reojo fugazmente-. Rodaremos en el estudio veinticinco. Ryan puede encargarse de enseñárselo hoy mismo si lo desea. Ella se ocupará de cualquier cosa que quiera mientras esté aquí -añadió al tiempo que le lanzaba otra mirada.
– Por supuesto -aseguró ella-. He pensado que el señor Atkins podría estar interesado en ver a Coogar y Bloomfield si están localizables.
– Ocúpate de arreglarlo -le ordenó, echándola del despacho-. Bien, señor Atkins. He recibido una carta de su representante. Hay un par de puntos que me gustaría comentar antes de que conozca a los creativos de los equipos artísticos de la compañía.
Pierce esperó a que Ryan saliese del despacho.
– De acuerdo. Pero luego lo discutiré con Ryan, señor Swan. Accedí a firmar el contrato a condición de trabajar con ella.
– Cierto -dijo Bennett, desconcertado. Por norma, los artistas solían sentirse halagados cuando era él quien los atendía-. Le aseguro que está trabajando mucho para que este proyecto salga lo mejor posible.
– No lo dudo.
– Ryan será la productora, tal como pidió -dijo Bennett, mirando a Pierce a los ojos.
– Su hija es una mujer muy interesante, señor Swan. Profesionalmente hablando -especificó al ver la expresión de sorpresa de Bennett-. Confío plenamente en su capacidad. Es observadora, inteligente y se toma su trabajo muy en serio.
– Me alegra saber que está satisfecho con ella -respondió Swan, que no estaba muy seguro de si las palabras de Pierce ocultaban algún mensaje oculto.
– Tendría que ser muy estúpido para no estar satisfecho con ella -replicó Pierce y prosiguió antes de que Swan pudiera reaccionar-. ¿No lo complace trabajar con personas profesionales y con talento, señor Swan?
Éste estudió a Pierce unos segundos. Luego se recostó en su asiento.
– No dirigiría esta empresa si no fuese así -contestó con sequedad.
– Entonces nos entendemos -dijo Pierce con suavidad-. ¿Qué puntos quería comentarme?
Eran las cinco y cuarto cuando Ryan consiguió terminar la reunión con Bloomfield y Pierce. Había estado el día entero a la carrera, organizando encuentros improvisados y sacando adelante el trabajo que había previsto para ese día. No había tenido ocasión de quedarse a solas con Pierce. Por fin, mientras avanzaban por el pasillo tras salir del despacho de Bloomfield, exhaló un suspiro:
– Bueno, parece que ya está todo. Nada como la aparición inesperada de un mago para que todo el mundo se vuelva loco. Con lo tranquilo que es Bloomfield, parecía como si estuviese todo el tiempo esperando a que sacases un conejo de la chistera.
– No llevaba chistera -señaló Pierce.
– Como si eso hubiese sido un problema para ti -dijo Ryan riéndose. Luego consultó la hora-. Tengo que pasar por mi despacho y solucionar un par de cosas; llamar a mi padre, decirle que hemos tratado al artista como se merece y luego…
– No.
– ¿No? -repitió sorprendida Ryan-. ¿Quieres ver algo más?, ¿hay algo que no te haya gustado?
– No -dijo él de nuevo-. No vas a ir a tu despacho a solucionar nada ni vas a llamar a tu padre.
Ryan rió otra vez y siguió andando.
– No será nada. En veinte minutos he terminado.
– Le recuerdo que accedió a cenar conmigo, señorita Swan -dijo Pierce.
– En cuanto despeje mi mesa.
– Puedes despejarla el lunes por la mañana. ¿Hay algo urgente?
– Bueno, no, pero… -dejó la frase a medias al sentir algo en la muñeca. Luego bajó la mirada y vio que la había esposado-. ¿Qué haces? -Ryan tiró del brazo, pero estaba encadenado al de Pierce.
– Llevarte a cenar.
– Pierce, quítame esto -le ordenó con una mezcla de exasperación y buen humor-. Es absurdo.
– Luego -le prometió Pierce antes de meterla en el ascensor. Esperó a que llegara a la planta en la que estaban mientras dos secretarias lo miraban a él, miraban las esposas y miraban a Ryan.
– Pierce -dijo ésta en voz baja-. Quítame esto ahora mismo. Nos están mirando.
– ¿Quién?
– ¡Pierce!, ¡estoy hablando en serio! -Ryan gruñó cuando las puertas se abrieron y vio a varios miembros más de Producciones Swan en el ascensor. Pierce entró en la cabina, obligándola a seguirlo-. Ésta me la pagas -murmuró ella, tratando de no prestar atención a las miradas intrigadas de sus compañeros.
– Dígame, señorita Swan -dijo Pierce con un tono de voz amistoso-, ¿siempre es igual de difícil convencerla para que acuda a una cita a cenar?
Tras soltar otro gruñido ininteligible, Ryan miró al frente y permaneció en silencio hasta que salieron del ascensor.
Todavía esposada a Pierce, Ryan avanzó por el aparcamiento.
– Muy bien, se acabó la broma -insistió ella-. Quítame esto. No he pasado tanta vergüenza en la vida. ¿Tienes idea de cómo…?
Pero Pierce acalló su acalorada protesta con la boca.
– Llevaba todo el día deseando hacer esto -dijo y volvió a besarla antes de que Ryan pudiese responder. Aunque hizo todo lo que pudo por seguir enfadada, la boca de Pierce era demasiado suave. Y la mano que le sujetaba el talle no podía ser más delicada. Ryan se acercó a él, pero cuando fue a levantar los brazos para rodearle el cuello, las esposas le impidieron el movimiento.
– No, no te vas a librar de ésta tan fácilmente -dijo con firmeza, al recordar el bochorno que le había hecho pasar. Se apartó, dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes, pero Pierce la venció con una sonrisa-. ¡Maldito seas! Anda, vuelve a besarme -se resignó.
Fue un beso muy suave.
– Se pone muy guapa cuando se enfada, señorita Swan -susurró Pierce.
– Estaba enfadada -reconoció ella, devolviéndole el beso-. Sigo enfadada.
– Y sigue usted muy guapa.
– ¿Ya? -dijo Ryan con impaciencia cuando llegaron d coche. Pierce abrió la puerta del conductor y la invitó a ocupar el asiento del copiloto-. ¡Pierce!, ¡quítamelas! no puedes conducir así -exclamó exasperada.
– Claro que puedo. Sólo tienes que pasar por encima de la palanca -le indicó él, dando un pequeño tirón hacia adelante para que entrase.
Ryan se sentó al volante un momento y miró a Pierce de mal humor.
– Esto es absurdo.
– Sí -convino él-. Pero muy divertido. Muévete.
Ryan consideró la posibilidad de negarse, pero decidió que Pierce la habría levantado en brazos y la habría sentado él directamente donde el copiloto. Con tan poco esfuerzo como elegancia, consiguió llegar hasta el otro asiento. Pierce le sonrió de nuevo mientras metía la llave en el contacto para arrancar.
– Pon la mano en la palanca de cambios y todo irá bien.
Ryan obedeció. Notó la palma de Pierce sobre el dorso de su mano cuando éste metió marcha atrás.
– ¿Cuánto tiempo vas a tenerme con esto puesto si puede saberse?
– Buena pregunta. Todavía no lo he decidido -Pierce salió del aparcamiento y puso rumbo hacia el norte. Ryan sacudió la cabeza y, de pronto, se echó a reír.
– Si me hubieras dicho que tenías tanto hambre, habría venido sin resistirme.
– No tengo hambre -contestó Pierce-. Había pensado parar y comer algo de camino.
– ¿De camino? -repitió Ryan-. ¿De camino adónde?
– A casa.
– ¿A casa? -volvió a repetir ella. Miró por la ventana y vio un cartel que apuntaba hacia Los Ángeles, justo en dirección contraria al apartamento de ella-. ¿A tu casa? Hay más de doscientos kilómetros -añadió con incredulidad.
– Más o menos, sí -convino Pierce-. Pero no tienes nada que hacer en Los Ángeles hasta el lunes.
– ¿Hasta el lunes?, ¿pretendes que pasemos allí el fin de semana? No puedo -Ryan no había imaginado que podría exasperarse más de lo que lo estaba-. No puedo montarme en un coche y desaparecer de buenas a primeras un fin de semana.
– ¿Por qué no?
– Porque… -Ryan dudó. Pierce actuaba con tal naturalidad que parecía que la rara era ella-. Porque no. Para empezar, no tengo ropa. Además…
– No te va a hacer falta.
Eso la dejó sin palabras. Ryan lo miró mientras sentía que un escalofrío de pánico y excitación le recorría la espalda.
– Creo que me estás secuestrando.
– Exacto.
– Ah…
– ¿Alguna objeción? -preguntó él.
– Ya te lo diré el lunes -contestó y se recostó sobre el respaldo, lista para disfrutar de su secuestro.