Capítulo X

Ryan nunca había tenido la sensación de que el tiempo pasara a una velocidad tan vertiginosa. Debería haberse alegrado de que fuera así. Cuando terminaran las actuaciones de Pierce en Las Vegas, podrían empezar a trabajar en los especiales para la televisión. Estaba ansiosa de ponerse manos a la obra con esos programas, tanto por ella como por él. Sabía que podría suponer un punto de inflexión en su carrera dentro de Producciones Swan.

Aun así, no podía evitar desear que las horas no se fueran volando y pasasen más despacio. Las Vegas tenía algo especial: los casinos relucientes, las calles ruidosas, la falta de relojes… Allí, en medio de aquella ciudad mágica, le parecía natural amar a Pierce, compartir la vida que él vivía. Y no estaba segura de que fuese a resultarle igual de sencillo una vez regresaran a la pragmática realidad de Los Ángeles.

Los dos estaban viviendo al día. En ningún momento habían hablado del futuro. El arranque de posesividad de Pierce no se había repetido y Ryan se preguntaba por qué. Casi creía que había soñado con aquel ruego profundo e insistente: “Dime que eres mía”.

Nunca había vuelto a pedírselo ni le había dedicado palabras de amor. Era atento, a veces en exceso, con palabras, gestos y miradas. Pero no parecía totalmente relajado. Como tampoco se sentía tranquila Ryan. Confiar no era tarea fácil para ninguno de los dos.


La noche de la última actuación Ryan se vistió con esmero. Quería que fuese una velada especial. Champaña, decidió mientras se metía en un vestido vaporoso con un arco iris de matices. Llamaría al servicio de habitaciones y pediría que subieran champán a la suite después del espectáculo. Tenían una última y larga noche para disfrutar juntos antes de que el idilio finalizase.

Ryan se examinó con atención en el espejo. El vestido tenía transparencias y era mucho más atrevido, advirtió, de lo que solía ser su estilo. Pierce diría que era más propio de Ryan que de la señorita Swan, pensó y sonrió. Tendría razón, como siempre. En ese momento, no se sentía en absoluto como la señorita Swan. Ya habría tiempo de sobra a partir del día siguiente para los trajes de negocios.

Se echó unas gotitas de perfume en las muñecas y luego otra más al hueco entre ambos pechos.

– Ryan, si quieres que cenemos antes de la actuación, vas a tener que darte prisa. Son casi… -Pierce enmudeció al entrar en la habitación. Se paró a contemplarla. El vestido flotaba por aquí, se ceñía allá, ajustándose seductoramente a sus pechos.

– Estás preciosa -murmuró, sintiendo un cosquilleo por la piel que empezaba a resultarle familiar-: Como si fueras la protagonista de un sueño.

Cuando le hablaba así, el corazón se le derretía y el pulso se le disparaba al mismo tiempo.

– ¿De un sueño? -Ryan avanzó hacia Pierce y entrelazó las manos tras su nuca-. ¿En qué clase de sueño te gustaría verme?, ¿podrías hacer un hechizo para encontrarnos en sueños? -añadió justo antes de darle un beso en una mejilla y luego en otra.

– Hueles a jazmín -Pierce hundió la cara en el cuello de Ryan. Pensó que jamás había deseado nada ni a nadie tanto en toda su vida-. Me vuelve loco.

– Hechizos de mujer -dijo ella, ladeando la cabeza para ofrecer más libertad a la boca-: Para encantar al encantador.

– Pues funciona.

– ¿No fue el hechizo de una mujer lo que terminó perdiendo a Merlín? -Ryan se apretó un poco más.

– ¿Has estado documentándote? -le susurró Pierce al oído-. Ten cuidado: llevo más tiempo que tú en el negocio… y no es aconsejable enredarse con un mago añadió después de posar los labios sobre los de ella.

– Creo que me arriesgaré -Ryan le acarició el pelo de la nuca-. Me gustan los enredos.

Pierce sintió un tremendo poder… y una tremenda debilidad. Siempre le pasaba igual cuando la tenía entre sus brazos. Pierce la apretó contra el pecho y Ryan no opuso resistencia. Tenía muchas cosas que ofrecerle, pensó ella. Muchas emociones que brindarle o reprimir. Nunca estaba segura de la opción por la que Pierce se decantaría en cada momento. Por otra parte, ella tampoco era un libro abierto. Aunque lo amaba, no había llegado a pronunciar las palabras en voz altas Por más que su enamoramiento crecía día a día, no había sido capaz de decírselo.

– ¿Verás la actuación de esta noche con los tramoyistas? -le preguntó Pierce-. Me gusta saber que estás ahí cerca.

– Sí -Ryan echó la cabeza hacia atrás y sonrió. No era frecuente que le pidiese nada-. Uno de estos días acabaré pillándote algún truco. Ni siquiera tu mano va a ser siempre más rápida que el ojo.

– ¿No? -Pierce sonrió. Lo divertía el empeño constante de Ryan por descubrir sus trucos-. En cuanto a la cena… -arrancó al tiempo que le bajaba la cremallera del vestido. Empezaba a preguntarse qué llevaría debajo. Si por él fuera, el vestido estaría en el suelo en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Qué pasa con la cena? -preguntó Ryan haciéndose la inocente, pero con un brillo pícaro en la mirada.

Pierce maldijo al oír que llamaban a la puerta.

– ¿Por qué no conviertes en un sapo al que se haya atrevido a interrumpirnos? -le sugirió Ryan. Luego suspiró y apoyó la cabeza sobre un hombro de Pierce-. No, supongo que sería poco cortés.

– Pues a mí no me parece mal -contestó él y Ryan soltó una risotada.

– Yo contesto. Me remordería la conciencia haberte dado la idea -dijo. Al ver que Pierce se abrochaba el botón superior de la camisa, Ryan enarcó una ceja-. No olvidarás lo que estabas pensando mientras lo echo, ¿no?

– Tengo muy buena memoria -dijo Pierce sonriente. Luego la soltó y la miró caminar hacia la puerta. El vestido no había sido elección de la señorita Swan, decidió, como confirmando lo que Ryan había pensado mientras se vestía.

– Un paquete para usted, señorita Swan.

Ryan aceptó la cajita, envuelta con papel de regalo, y la tarjeta que le entregó el mensajero.

– Gracias.

Después de cerrar la puerta, dejó el paquete sobre una mesa y abrió el sobre de la tarjeta. La nota era breve estaba escrita a máquina:


Ryan:

Conforme con tu informe. A falta de una revisión exhaustiva cuando vuelvas. Reunión dentro de una semana a partir e hoy. Feliz cumpleaños.

Tu padre


Ryan leyó la nota dos veces. Luego miró hacia el paquete. No podía olvidarse de su cumpleaños, pensó mientras pasaba los ojos sobre las letras mecanografiadas una tercera vez. Bennett Swan siempre cumplía. Ryan sintió una punzada de ira, de desaliento, de impotencia. Con todas las emociones que la hija única de los Swan arrasaba desde pequeña.

¿Por qué?, se preguntó. ¿Por qué no había esperado su padre a darle algo en persona? ¿Por qué le había enviado una nota impersonal, que parecía un telegrama, y un detallito que seguro que habría elegido su secretaria? ¿Por qué no le podía haber dicho simplemente que la quería?

– ¿Ryan? -Pierce la llamó desde la puerta del dormitorio. La había visto leer la nota y había visto la expresión de vacío de sus ojos-. ¿Malas noticias?

– No -contestó ella, negando rápidamente con la cabeza. Acto seguido, guardó la nota en el bolso-. No es nada. Vamos a cenar, Pierce: Estoy hambrienta -añadió tendiéndole una mano.

Ryan sonreía, pero el dolor que asomaba a sus ojos era inconfundible. Sin decir nada, Pierce tomó su mano.

Mientras salían de la suite, miró de reojo hacia el paquete, que no había llegado a abrir.

Tal como le había pedido, Ryan siguió la actuación con los tramoyistas. Había bloqueado cualquier pensamiento relacionado con su padre. Aquélla sería su última noche de total libertad y no estaba dispuesta a dejar que nada se la arruinase.

Era su cumpleaños, se recordó. Y lo iba a celebrar en privado. No se lo había dicho a Pierce, al principio por qué no se había acordado del cumpleaños hasta recibir la tarjeta de su padre y, en esos momentos, sería una tontería mencionarlo. Al fin y al cabo, tenía veintisiete años, ya era bastante adulta como para ponerse sentimental por el paso de un año.


– Has estado increíble, como siempre -1e aseguró a Pierce cuando éste salió del escenario, acompañado por una salva de aplausos atronadora-. ¿Cuándo vas a contarme cómo haces el último número?

– La magia, señorita Swan, no tiene explicación.

– Resulta que me he dado cuenta de que Bess está en el vestuario en estos momentos -contestó Ryan- y la pantera…

– Las explicaciones desilusionan -interrumpió Pierce. Luego le agarró una mano y la condujo a su propio camerino-. La mente es paradójica, señorita Swan.

– Ah, eso lo aclara todo -contestó con ironía Ryan, convencida de que Pierce no le explicaría nada.

Éste consiguió mantener cierta expresión de solemnidad mientras se quitaba la camisa.

– La mente quiere creer en lo imposible -continuó mientras se dirigía al baño-. Pero no lo consigue. Ahí está la clave de la fascinación. Si lo imposible no es posible, ¿cómo puede suceder delante de tus ojos y de tu nariz?

– Eso es lo que te estoy preguntando -protestó Ryan por encima del sonido de la ducha. Cuando Pierce salió, con una toalla colgada del hombro, Ryan lo miró con descaro-. Como productora, mi deber es…

– Producir -atajó él mientras se ponía una camisa limpia-. Yo me encargaré de los imposibles.

– Pero me da rabia no saberlo -murmuró con el ceño fruncido, aunque le abrochó los botones de la camisa ella misma.

– ¿Verdad que sí? -se burló Pierce, sonriente.

– Bah, no es más que un truco -dijo ella, encogiéndose de hombros, con la esperanza de irritarlo.

– Sólo eso -contestó Pierce sin perder la sonrisa.

Ryan suspiró. No le quedaba más remedio que aceptar la derrota.

– Supongo que estarías dispuesto a sufrir todo tipo de tortura antes de revelar tus secretos.

– ¿Estás pensando en alguna en especial?

Ryan rió y apretó la boca contra los labios de Pierce.

– Esto sólo es el principio -le prometió en tono amenazador-. Voy a llevarte arriba y te voy a volver loco hasta que hables.

– Interesante Pierce le pasó un brazo alrededor de los hombros y la condujo hacia el pasillo-. Es probable que el tema lleve su tiempo.

– No tengo prisa -respondió con alegría Ryan.

Llegaron a la planta de arriba, pero cuando Pierce fue a meter la llave en la cerradura de la suite, Ryan lo detuvo, sujetándole la mano:

– Es tu última oportunidad antes de que me ponga dura -le advirtió-. Pienso hacerte hablar.

Pierce se limitó a sonreír y abrió la puerta.

– ¡Feliz cumpleaños!

Los ojos de Ryan se agrandaron llenos de asombro. Bess, todavía con el vestido de la actuación, abrió una botella de champán y Link hizo lo que pudo por recoger en una copa el chorro que salió despedido. Ryan los miró incapaz de articular palabra.

– Felicidades -Pierce le dio un beso suave.

– Pero… -Ryan se separó para poder mirarlo- ¿cómo te has enterado?

– Toma -Bess le plantó una copa de champán en la mano y le dio un pellizquito cariñoso-. Bebe, cariño. Sólo se cumplen años una vez al año. Gracias a Dios. El champán lo pongo yo: una botella para ahora y otra para luego -añadió guiñándole un ojo a Pierce.

– Gracias -Ryan miró hacia su copa desconcertada-. No sé qué decir.

– Link también tiene algo para ti -anunció Bess.

El grandullón cambió el peso del cuerpo sobre la otra pierna al ver que todos los ojos se centraban en él.

– He traído una tarta -murmuró después de carraspear-: Tienes que tener una tarta de cumpleaños.

Ryan se acercó y vio una tarta decorada con amarillos y rosas delicados.

– ¡Es preciosa, Link!

– El primer trozo lo tienes que cortar tú -indicó él.

– Sí, sí, enseguida -Ryan se puso de puntillas, agachó la cabeza de Link y le dio un beso en la boca-. Gracias.

El gigantón se puso rojo, sonrió y miró a Bess ruborizado.

– De nada.

– Yo también tengo algo para ti -terció Pierce-. ¿Me darás otro beso? -le preguntó.

– Después del regalo.

– Qué avariciosa -bromeó él mientras le entregaba una cajita de madera.

Era vieja y estaba tallada. Ryan pasó un dedo por encima para sentir los sitios que el paso del tiempo había suavizado.

– Es muy bonita -murmuró. Luego abrió la caja y vio una cadena con un pequeño colgante de plata-. ¡Me encanta! -exclamó emocionada.

– Es egipcio -explicó Pierce mientras le ponía el collar-. Es un símbolo de vida. Y no es una superstición; sólo trae buena suerte -añadió con solemnidad.

Ryan recordó su penique aplanado y se lanzó en brazos de Pierce riendo.

– ¿Es que nunca te olvidas de nada?

– No. Y ahora me debes un beso.

Ryan accedió. Se olvidó incluso de que no estaban solos.

– Oye, que queremos probar la tarta -Bess pasó un brazo alrededor de la cintura de Link y sonrió cuando Ryan puso fin al beso.

– ¿Estará tan rica como parece? -se preguntó ésta en voz alta mientras agarraba un cuchillo para partir la tarta-. No sé el tiempo que hace que no pruebo una sarta de cumpleaños. Toma, el primer trozo para ti, Link.

Éste tomó el platito con la tarta y Ryan se chupó los dedos.

– Está buenísima -dijo mientras partía otro trozo-. No sé cómo te has enterado. Yo misma me había olvidado hasta que… ¡has leído la nota! -exclamó en tono acusador.

Pierce puso cara de no saber nada.

– ¿Qué nota?

Ryan resopló disgustada sin advertir que Bess le había quitado el cuchillo para seguir partiendo la tarta ella.

– Miraste en el bolso y leíste la nota.

– ¿Qué? -Pierce enarcó una ceja-. De verdad, Ryan, ¿crees que podría hacer algo tan indiscreto?

Se quedó pensativa unos segundos antes de responder:

– Sí.

Bess soltó una risilla mientras le entregaba una ración de tarta a Pierce.

– Los magos no necesitan rebajarse a meter mano en los bolsos de los demás para conseguir información.

Link soltó una risotada alegre que sorprendió a Ryan.

– ¿Lo dices por la vez que le quitaste la cartera del bolsillo a aquel hombre de Detroit? -le recordó a Pierce.

– ¿O por los pendientes de la mujer de Flatbush? -añadió Bess.

– ¿En serio hizo eso? -Ryan miró a Pierce, pero éste se limitó a meterse un trozo de tarta en la boca.

– Siempre lo devuelve todo al final del espectáculo -continuó Bess-. Pero suerte que no se decidiera por hacerse delincuente. Si es capaz de abrir los cerrojos de una caja fuerte desde dentro, imagínate de lo que sería capaz estando fuera.

– Fascinante -convino Ryan-. Contad más, contad.

– ¿Te acuerdas de cuando te fugaste de la cárcel ésa de Wichita, Pierce? -prosiguió Bess-. Sí, que te habían encerrado por…

– ¿No te apetece más champán? -interrumpió Pierce al tiempo que inclinaba la botella para llenarle la copa.

– Me habría encantado ver la cara del comisario al descubrir que la celda estaba vacía, con cerrojo y todo -añadió Link sonriente.

– ¿Te fugaste de una cárcel? -preguntó asombrada Ryan.

– Houdini lo hacía a menudo -Pierce le sirvió una copa de champán.

– Ya, pero lo ensayaba primero con los policías- Bess sonrió por la mirada con la que Pierce le contestó y cortó otro trozo de tarta para Link.

– Así que carterista y ex presidiario -dijo Ryan. Le hacía gracia la expresión incómoda que notaba en los ojos de Pierce. No solía verse en situaciones de ventaja con él y no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad-. ¿Algo más que deba saber?

– En mi opinión, ya sabes más de lo necesario -comentó Pierce.

– Sí -Ryan le dio un beso sonoro-. Y es el mejor cumpleaños que he tenido en la vida.

– Vamos, Link-. Bess levantó la botella medio vacía de champán-. Ya nos terminamos esto y la tarta por ahí. Que Pierce se las arregle como pueda para salir de ésta por su cuenta… Tendrías que contarle lo del comerciante aquél de Salt Lake City.

– Buenas noches, Bess -la despidió Pierce con paciencia y se ganó otra risotada de su ayudante.

– Feliz cumpleaños, Ryan -Bess le lanzó una sonrisa radiante a Pierce y sacó a Link de la suite.

– Gracias, Bess. Gracias, Link -Ryan esperó hasta que dos hubieron salido antes de girarse hacia Pierce-. Antes de ver lo del comerciante de Salt Lake City, ¿cómo te apañaste para acabar en la cárcel? preguntó con tono burlón, mirándolo por encima de la copa.

– Fue un malentendido.

– Eso dicen todos -Ryan enarcó una ceja-. Un malentendido con un marido celoso, ¿quizá?

– No, con un agente de policía al que no le sentó bien encontrarse atado a un taburete de un bar con sus propias esposas -Pierce se encogió de hombros-. No se mostró nada agradecido cuando lo solté.

– Me lo creo -dijo ella, conteniendo las ganas de echarse a reír.

– Fue una pequeña apuesta-explicó Pierce-. Y perdió él.

– Pero, en vez de pagar, te metió en la cárcel -concluyó Ryan.

– Algo así.

– Así que estoy ante un delincuente peligroso. Supongo que estoy a tu merced -Ryan exhaló un suspiro. Luego dejó la copa y se acercó a Pierce-. Gracias por organizarme esta fiesta. Ha sido un detalle precioso.

– Tenías una cara tan seria -murmuró él justo mientras le echaba hacia atrás el pelo que le caía sobre la cara. Después la besó sobre los párpados. No podía quitarse de la cabeza la expresión de dolor que había percibido en el rostro de Ryan después de leer la carta de su padre-. ¿No vas a abrir el regalo de tu padre?

Ryan negó con la cabeza y apoyó una mejilla sobre el hombro de Pierce.

– Esta noche no. Mañana. Los regalos importantes ya los he recibido.

– No se ha olvidado de tu cumpleaños.

– No, él jamás cometería un error así. Seguro que lo tiene marcado en el calendario -contestó con amargura-. Perdona. En el fondo, sé que me quiere.

– A su manera -Pierce le agarró las manos-. Lo hace lo mejor que puede.

Ryan le devolvió la mirada. Su ceño desapareció, dando paso a una expresión más comprensiva:

– Sí, es verdad. Nunca lo había pensado desde esa perspectiva. Lo que pasa es que no dejo de esforzarme por complacerme con la esperanza de que algún día me diga que me quiere y que está orgulloso de ser mi padre -Ryan suspiró-. Lo sé, es una tontería, ya soy mayor. Pero, aun así, ¡me gustaría tanto!

– Nunca se deja de desear que los padres nos quieran -dijo Pierce al tiempo que la abrazaba con fuerza. Ryan pensó en la infancia de Pierce, que a su vez estaba preguntándose por la de ella.

– Seríamos personas diferentes si nuestros padres se hubiesen portado de otra forma con nosotros, ¿no?

– Sí -contestó Pierce-. Seguro que sí.

– No me gustaría que fueses diferente. Eres justo lo que quiero -dijo ella antes de ir al encuentro de su boca con avidez-. Llévame a la cama. Y dime en qué estabas pensando hace unas horas antes de que nos interrumpieran -añadió susurrando.

Pierce la levantó en brazos con agilidad. Ryan se colgó, recreándose en la potencia de sus músculos.

– Lo cierto -arrancó él camino del dormitorio- es que me preguntaba qué llevarías debajo del vestido. Ryan rió y apretó la boca contra el cuello de Pierce.

– La verdad es que no hay mucho debajo por lo que preguntarse.


La habitación estaba a oscuras y en silencio. Ryan estaba acurrucada junto a Pierce mientras éste le acariciaba el cabello con los dedos. Estaba muy quieta, debía de haberse dormido. Pero a Pierce no le importaba estar despierto. De ese modo, podía permitirse el lujo de disfrutar del tacto de su piel contra el cuerpo, de la textura sedosa de su pelo. Mientras dormía, podía tocarla sin excitarla, simplemente para consolarse confirmando que Ryan estaba a su lado. No le gustaba la idea de no tenerla en su cama la noche siguiente.

– ¿En qué piensas? -murmuró ella, sobresaltándolo.

– En ti -Pierce la abrazó-. Creía que estabas dormida.

– No…, yo también estaba pensando en ti -respondió ella mientras abría los ojos. Levantó un dedo y lo deslizó por el mentón de Pierce-. ¿Cómo te hiciste esta cicatriz? Seguro que te la hizo alguna hechicera en una pelea -añadió al ver que Pierce no respondía. No había sido su intención, pero debía de haber metido el dedo en alguna herida abierta del pasado. Lamentó no poder dar marcha atrás a la pregunta.

– No fue tan romántico. Me caí por unas escaleras de pequeño.

Ryan contuvo la respiración unos segundos. No había imaginado que Pierce fuera a estar dispuesto a confiarle nada concerniente a su pasado, ni siquiera un detalle tan pequeño. Se giró para apoyar la cabeza sobre el pecho de él.

– Yo una vez me caí de un taburete y se me aflojó un diente. Mi padre se puso hecho una furia cuando se enteró. Me aterraba que pudiera caérseme y dejase de reconocerme como hija suya.

– ¿Tanto lo temías?

– Disgustarlo, sí. No quería enfadarlo y sentirme rechazada. Supongo que era una tontería.

– No -Pierce miró hacia el techo a oscuras de la habitación-. Todos tenemos miedo de algo -añadió sin dejar de acariciarle el pelo.

– ¿Incluso tú? -preguntó ella en tono medio de broma-. No puedo creerme que algo te dé miedo.

– Me da miedo no poder salir cuando estoy dentro -murmuró.

Sorprendida, Ryan levantó la cabeza y captó el brillo de los ojos de Pierce en la oscuridad.

– ¿Quieres decir en las fugas de tus actuaciones?

– ¿Qué? -preguntó Pierce, como despertando de un sueño. No se había dado cuenta de que había hablado en voz alta.

– ¿Por qué haces ese número si las fugas te dan miedo?

– ¿Crees que los miedos desaparecen si no te enfrentas a ellos? -contestó con calma-. De pequeño, me encerraban en un simple armario y no podía salir. Ahora me encierro en hornos y cajas fuertes y me escapo.

– Lo siento-dijo ella con compasión-. No tienes por qué contarme nada si te hace sentirte incómodo.

Pero algo lo impulsaba a hablar. Por primera vez desde que era un niño, Pierce se atrevió a poner voz a sus traumas infantiles.

– No sé, a veces creo que la memoria olfativa es la que más perdura. Siempre he recordado a la perfección el olor de mi padre. Pero tuvieron que pasar diez años desde la última vez que lo vi para que me diera cuenta de que olía a ginebra. No puedo decirte cómo era físicamente, pero siempre he recordado ese olor.

Siguió con la vista perdida en el techo mientras hablaba. Ryan sabía que Pierce se había olvidado de ella mientras escarbaba en su pasado.

– Una noche, tendría unos quince años, estaba abajo en el sótano. Me gustaba explorar por ahí cuando todos estaban en la cama. Me encontré con el vigilante desmayado en una esquina con una botella de ginebra. Aquel olor… Recuerdo que me quedé paralizado unos segundos sin saber por qué. Pero me acerqué, agarré la botella y, entonces, me di cuenta. Dejé de tener miedo. Pierce guardó silencio durante un buen rato y tampoco Ryan dijo nada. Esperó. Deseaba que siguiese abriéndose a ella, pero sabía que no podía pedírselo. El único sonido que se oía en la habitación era el de los latidos de Pierce bajo su oreja.

– Era un hombre muy cruel. Estaba enfermo -murmuró Pierce y Ryan supo que se estaba refiriendo a su padre-. Durante años, estuve convencido de que eso significaba que yo tenía la misma enfermedad.

– Tú no eres nada cruel -susurró ella apretándolo con más fuerza-. Nada.

– ¿Creerías lo mismo si te contara de dónde vengo? -se preguntó Pierce en voz alta-. ¿Estarías dispuesta a dejar que te tocase?

Ryan levantó la cabeza y se tragó las lágrimas.

– Bess me lo contó hace una semana. Y estoy aquí -dijo con firmeza. Pierce no dijo nada, pero dejó de acariciarle el pelo-. No tienes derecho a enfadarte con ella. Es la mujer más cariñosa y leal que he conocido en mi vida. Me lo dijo porque sabe que me importas, que sabía que necesitaba entenderte.

– ¿Cuándo te lo contó? -preguntó con mucha tranquilidad.

– La noche… la noche del estreno -contestó ella tras dudar unos instantes y respirar hondo para darse valor. Habría dado cualquier cosa por poder ver la expresión de Pierce, pero la oscuridad se lo impedía-. Cuando te conocí, dijiste que seríamos amantes. Acertaste… ¿Te arrepientes? -añadió con voz trémula.

Le pareció que transcurrió una eternidad antes de que él respondiera:

– No -Pierce se giró hacia ella de nuevo y le dio un beso en una sien-. ¿Cómo iba a arrepentirme de ser tu amante?

– Entonces no sientas que sepa quién eres. Eres el hombre más maravilloso que he conocido en mi vida. Pierce soltó una risotada, medio irónica, medio conmovido. También se sintió aliviado, descubrió. Un alivio tremendo que lo hizo volver a reírse.

– Ryan, ¡qué cosas más increíbles dices!

Ella levantó la cabeza. Se negaba a llorar delante de él.

– Es verdad, pero no lo repetiré delante de ti después de esta noche. Se te subiría a la cabeza -Ryan le acarició una mejilla con la palma. Luego posó la boca sobre sus labios-. Pero, por esta noche, que sepas que me gusta todo lo tuyo: me gusta cómo se te elevan las cejas por los extremos… y me gusta cómo firmas -añadió después de besarlo de nuevo.

– ¿Cómo qué?

– En los contratos -contestó ella sin dejar de darle besitos por la cara. Le dijo que era una firma muy elegante y notó una sonrisa en las mejillas de Pierce-. ¿Qué te gusta de mí? -le preguntó entonces.

– Que tienes buen gusto -respondió al instante-. Excelente.

Ryan le mordió el labio inferior, pero él la volteó y convirtió el castigo en un beso de lo más satisfactorio.

– Sabía que se te subiría a la cabeza -dijo con tono de fastidio-. Me duermo.

– Creo que no -Pierce buscó de nuevo la boca de Ryan.

Y, una vez más, tuvo razón.

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