Capítulo VII

Las Vegas era una ciudad a la que resultaba difícil resistirse. Dentro de los casinos no había diferencia entre el día y la noche. Sin relojes y con el continuo tintineo de las máquinas tragaperras, no era difícil perder la noción del tiempo y reinaba una intrigante desorientación horaria. Ryan se encontró con personas vestidas con traje de noche a las que las apuestas las habían retenido junto a las máquinas hasta el amanecer. Los dólares cambiaban de manos por miles en las mesas de blackjack. En más de una ocasión, contuvo la respiración mientras la ruleta daba vueltas con una pequeña fortuna abandonada a los caprichos de una bolita de plata.

Descubrió que había ludópatas de todo tipo: fríos, desapasionados, desesperados, intensos; una mujer alimentaba la ranura de la máquina tragaperras constantemente mientras otro hombre se dedicaba a probar fortuna con los dados. Una nube de humo flotaba en el aire por encima de los sonidos de alegría y desencanto de quienes ganaban o perdían una apuesta. Las caras cambiaban, pero el juego continuaba. Otra tirada de dados, otra partida de blackjack.

Los años de formación en Suiza habían conseguido que Ryan no se dejara llevar por el apasionamiento en las apuestas que había heredado de su padre. Pero en esa ocasión era distinto. Por primera vez, Ryan se sintió tentada de coquetear con la Diosa Fortuna. Venció la tentación diciéndose que le bastaba con mirar. Tampoco tenía muchas más cosas que hacer.

Veía a Pierce durante los ensayos y, fuera del escenario, apenas tenía contacto con él. Resultaba asombroso que dos personas pudieran compartir una suite sin cruzarse casi en todo el día. Por muy temprano que se levantara, él había madrugado más y ya se había marchado. En una o dos ocasiones, después de llevar mucho tiempo acostada, Ryan había oído un ligero clic en el cerrojo de la puerta principal. Y cuando hablaban, sólo era para intercambiar ideas y discutir la mejor forma de adaptar a la televisión el espectáculo que solía llevar a cabo en los clubes. Eran conversaciones relajadas y técnicas.

Estaba intentando evitarla, pensó Ryan la noche del estreno, y le estaba saliendo de maravilla. Si se había propuesto demostrar que compartir una suite no tenía por qué suponer nada personal, lo había logrado con creces. Eso era lo que ella misma quería, por supuesto, aunque, por otra parte, echaba de menos la alegre camaradería que habían compartido. Echaba de menos verlo sonreír.

Ryan decidió seguir el espectáculo desde un lateral del escenario, oculta por el telón. Desde allí dispondría de una vista perfecta y podría tomar nota del ritmo con el que Pierce se movía y el estilo con el que realizaba los trucos. Los ensayos le habían dado la oportunidad de familiarizarse con sus hábitos de trabajo y desde el lateral del escenario podía supervisar su actuación desde un nuevo punto de vista. Quería ver más de lo que el público o las cámaras, pudieran captar.

Con cuidado de no estorbar a los tramoyistas, se acomodó en una esquina y observó el espectáculo. Desde los primeros aplausos, cuando el presentador lo anunció, Pierce se metió a los espectadores en el bolsillo. ¡Dios!, ¡era tan atractivo!, pensó mientras examinaba sus movimientos. Era elegante, dinámico y sabía dar tensión en los momentos adecuados. Tenía suficiente personalidad para mantener el interés del público con su mera presencia. El carisma que poseía no era un efecto ilusorio, sino que formaba parte integral de él igual que el color de su pelo. Iba de negro, como era habitual en Pierce. No necesitaba colores brillantes para conseguir que los ojos de los espectadores permanecieran pegados a él.

Hablaba mientras actuaba. Simple charlatanería, la habría llamado Pierce. Pero era mucho más que eso. Sus palabras y la cadencia con que las pronunciaba contribuían a crear un ambiente u otro. Podía alargarlas y espaciarlas mientras hacía que un péndulo oscilara en el aire sin nada que lo sujetara, y luego las agolpaba todas juntas justo antes de que saltara una llamarada de su palma desnuda. No se limitaba a ser pragmático, como en los ensayos, sino que cultivaba el aura de misterio que le había parecido percibir en él la primera vez que lo había visto.

Ryan siguió mirando mientras lo encerraban encadenado dentro de un saco atado, metido, a su vez, en un baúl cerrado a cal y canto. De pie sobre el baúl, Bess subió una persiana y contó hasta veinte. Cuando soltó la persiana, era Pierce quien estaba de pie sobre el baúl. Y, por supuesto, cuando abrió los cerrojos del baúl y desató el saco, Bess estaba dentro. Pierce lo llamaba tele transportación: A Ryan le parecía sencillamente increíble.

Sus fugas la ponían nerviosa. Ver cómo voluntarios del público lo encerraban en unas cajas diminutas y sin agujeros que ella misma había examinado la hacía romper a sudar. Podía imaginarse dentro de un espacio tan pequeño y casi sentía su propio aliento asfixiándola en los pulmones. Pero Pierce nunca tardaba más de dos minutos en liberarse.

Para terminar, encerró a Bess en una jaula, la cubrió con una tela y la hizo levitar hacia el techo del escenario. Cuando la bajó segundos después, Bess había desaparecido y, en su lugar, había una pantera. Observándolo, viendo la intensidad de su mirada, los hoyuelos y sombras misteriosas de su cara, Ryan casi creía que había vencido las leyes de la naturaleza. En ese momento anterior a bajar la cortina y descubrir que Bess se había convertido en pantera, Pierce tenía mucho más de hechicero que de artista.

Ryan quiso preguntarle, convencerlo para que le explicara ese número de alguna forma que le resultase comprensible. Cuando Pierce terminó el espectáculo y sus ojos se cruzaron, Ryan se tragó las palabras.

Tenía el rostro perlado de sudor debido a los focos y al esfuerzo de mantener la concentración. Ryan quiso acariciarlo. Descubrió, no sin asombro, que verlo actuar la había excitado. Sintió un fogonazo de deseo potentísimo, como jamás había sentido ninguno. Se imaginó que Pierce la hacía suya con aquellas manos ágiles e inteligentes. Luego imaginó su boca, aquella boca increíblemente sensual. Imaginó que aquellos labios se apoderaban de los de ella y la transportaban a ese mundo extraño e ingrávido que él conocía. Si se acercaba a Pierce en ese momento, se preguntó, si se ofrecía o le pedía que le satisficiese, ¿lo encontraría tan excitado como lo estaba ella? ¿Permanecería indiferente o le mostraría en silencio hasta dónde podía llegar su magia?

Pierce se detuvo frente a Ryan y ésta dio un paso atrás, estremecida por sus propios pensamientos. La piel le ardía, la sangre corría como lava por sus venas, empujándola a dar un movimiento hacia él. Consciente de su excitación, pero reacia a sucumbir, se obligó a mantener la distancia.

– Has estado fantástico -dijo, pero se notó cierta rigidez en el halago.

– Gracias -se limitó a responder Pierce mientras pasaba de largo.

Ryan sintió que le dolían las palmas y se dio cuenta de que se estaba clavando las uñas. Aquello tenía que acabar. No podían seguir así, se dijo justo antes de girarse para dar alcance a Pierce.

– Ryan -la llamó entonces Bess, asomando la cabeza por la puerta del vestuario-. ¿Qué te ha parecido el espectáculo?

– Maravilloso -Ryan miró hacia el pasillo. Ya le había perdido el rastro a Pierce. Quizá fuese mejor así-. Supongo que no podrás contarme el secreto de cómo hacéis el número final, ¿verdad? -le preguntó.

– No si quiero seguir con vida -contestó Bess entre risas-. Venga, entra. Acompáñame mientras me cambio. Ryan accedió y cerró la puerta del vestuario. El interior, estaba impregnado de un olor mezcla de maquillaje y polvos.

– Tiene que ser toda una experiencia que te conviertan en pantera.

– ¡Si supieras! Pierce me ha convertido en todo lo imaginable, ande, repte o vuele; me ha cortado en pedacitos con la sierra y me ha hecho tumbarme sobre espadas. Una vez, me hizo dormir sobre una cama de clavos tres metros por encima del suelo del escenario -comentó Bess. Mientras hablaba, iba quitándose la ropa que había llevado durante el espectáculo con la inocencia de una niña de cinco años.

– Debes de confiar mucho en él -dijo Ryan mientras buscaba con la mirada una silla vacía. Al parecer, Bess tenía la costumbre de repartir sus cosas por todo el espacio que hubiese disponible.

– Quita lo que te estorbe -sugirió mientras se ponía un camisón azul que había dejado sobre el brazo de un asiento-. ¿Cómo no voy a confiar en Pierce? Es el mejor. Ya lo has visto durante los ensayos -añadió mientras se sentaba frente al espejo para limpiarse el maquillaje que se había puesto para el escenario.

– Sí -Ryan dobló una blusa arrugada y la puso a un lado-. Es muy perfeccionista.

– Cuida hasta el último detalle. Primero desarrolla los números que quiere incluir en los espectáculos sobre el papel, luego los repasa una y otra y otra vez en la mazmorra esa en la que trabaja antes de pensar siquiera en enseñarnos algo a Link o a mí -Bess miró a Ryan con un ojo lleno todavía de maquillaje y el otro ya desmaquillado-. La mayoría de la gente no sabe cuánto trabaja, porque hace que parezca muy fácil. Y eso es lo que Pierce quiere.

– Las fugas… ¿son peligrosas? -preguntó mientras estiraba algunas prendas de Bess.

– Algunas no me gustan -Bess se limpió con un pañuelito los últimos restos. A cara lavada, tenía un aspecto inesperadamente juvenil y fresco. Se encogió de hombros mientras se ponía de pie-. Una cosa es quitarse unas esposas o una camisa de fuerza, pero nunca me ha gustado cuando hace su propia versión de Houdini en el número de Los mil cerrojos.

– ¿Por qué lo hace? -Ryan apartó unos vaqueros de una silla, pero permaneció dando vueltas por el vestuario, intranquila-. Con los demás números ya sería suficiente.

– No para Pierce -Bess se quitó el camisón y se puso un sujetador-. Las fugas, la sensación de peligro… es importante para él. Siempre lo ha sido.

– ¿Por qué? -insistió Ryan.

– Porque quiere ponerse a prueba todo el tiempo. Nunca está satisfecho con lo que hizo el día anterior.

– Ponerse a prueba -murmuró Ryan. Ya le había dado esa impresión a ella, pero eso no significaba que comprendiese dicha actitud-. ¿Cuánto tiempo llevas con él, Bess?

– Desde el principio -respondió la ayudante al tiempo que se subía los vaqueros-. Desde el principio del todo.

– ¿Cómo es? -se sorprendió preguntando Ryan-. ¿Cómo es en realidad?

Una camisa colgaba de la mano de Bess, la cual se giró de pronto para lanzarle una mirada penetrante:

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Por… -Ryan se quedó callada. No sabía qué decir-. No lo sé.

– ¿Estás interesada en él?

Ryan no contestó de inmediato. Quiso decir que no y zanjar la cuestión. No tenía el menor motivo para estar interesada en él.

– Sí -se oyó contestar sin embargo-. Me interesa.

– Vamos a tomar una copa -dijo Bess mientras se ponía una camisa-. Y hablamos.


– Dos cocktails de champán. Invito yo -dijo Bess después de tomar asiento en una mesa. Luego sacó un cigarro y se lo encendió guiñándole un ojo a Ryan-. No se lo digas a Pierce. Está en contra del tabaco. Bueno, de todo lo que perjudique la salud.

– Link me dijo que corre siete kilómetros al día.

– Una vieja costumbre. Pierce no suele romper las viejas costumbres -Bess exhaló una nube de humo con un suspiro-. Siempre ha sido muy disciplinado. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no para hasta conseguirlo. Es así desde pequeño.

– ¿Conocías a Pierce cuando era pequeño?

– Crecimos juntos: Pierce, Link y yo-. Bess levantó la mirada hacia la camarera mientras ésta les servía los cocktails. Luego devolvió la atención a Ryan-. Pierce no habla nunca de esa época, ni siquiera con Link o conmigo. Hace como si no hubiese existido… o lo intenta al menos.

– Creía que lo hacía adrede para dar una imagen de misterio -murmuró Ryan.

– No le hace falta.

– No -Ryan la miró a los ojos de nuevo-. Supongo que no. ¿Tuvo una infancia difícil?

– No imaginas -Bess dio un trago largo a su copa-. Difícil es poco. Era un niño muy débil.

– ¿Pierce? -Ryan pensó en aquel cuerpo duro y musculoso y miró a la ayudante con cara de incredulidad.

– Ya -Bess soltó una risilla-. Cuesta creerlo, pero es verdad. Era pequeño para su edad y estaba más delgado que un fideo. Los chicos grandes lo atormentaban. Supongo que necesitaban alguien de quien burlarse. En fin, a nadie le gusta crecer en un orfanato.

– ¿Orfanato? -repitió atónita Ryan. Miró la cara amistosa y alegre de Bess y sintió una oleada de compasión hacia ella-. ¿Los tres?

– Bah -Bess se encogió de hombros, pero Ryan parecía súbitamente preocupada-. Tampoco era tan terrible. Teníamos comida, un techo bajo el que dormir, mucha compañía… En realidad no es como cuentan en el libro ése, Oliver Twist.

– ¿Perdiste a tus padres, Bess? -preguntó Ryan con interés, viendo que Bess no recibía de buen grado su compasión.

– Tenía ocho años. Y no había nadie más que pudiera cuidarme. A Link le pasó lo mismo -contestó Bess sin el menor asomo de lástima o autocompasión-. La gente adopta bebés, en general. Los chicos mayores es más difícil que encuentren una familia.

Ryan levantó su copa y dio un sorbo pensativamente. Debía de estar hablándole de hacía veinte años, antes de que aumentara el interés por adoptar niños de todas las edades, como sucedía entonces.

– ¿Y Pierce?

– Su caso es distinto. Él sí tenía padres, pero no daban permiso para que lo adoptaran.

– Pero… -Ryan frunció el ceño, confundida- ¿qué hacía en un orfanato si sus padres estaban vivos?

– El Estado les quitó la custodia. Su padre… -Bess soltó una larga bocanada de humo. Estaba arriesgándose al hablar de aquello. A Pierce no le agradaría si se enteraba de que lo había hecho. Sólo esperaba que mereciese la pena-. Su padre pegaba a su madre.

– ¡Dios! -exclamó espantada Ryan-. ¿Y… a Pierce? -añadió mirando a Bess a los ojos, como temiendo la respuesta.

– De vez en cuando -respondió la ayudante con calma-. Pero sobre todo pegaba a su madre. Primero le pegaba al alcohol y luego a su esposa.

Ryan se quedó sin aire, dolorida, como si le hubiesen dado un puñetazo en la boca del estómago. Se llevó la copa a los labios de nuevo. Por supuesto, era consciente de que ese tipo de cosas sucedían en el mundo, pero ella siempre había estado muy protegida de semejantes horrores. Podía ser que sus propios padres no le hubiesen prestado mucha atención durante buena parte de su vida, pero jamás le habían levantado la mano. Y aunque los gritos de su padre la habían asustado en ocasiones, nunca había ido más allá de alzar la voz o soltar alguna mala contestación fruto de la impaciencia. Jamás había tenido que soportar tipo alguno de violencia física. Por más que trataba de hacerse una idea de lo terrible que debía de ser una infancia como la que Bess le describía, era una experiencia demasiado alejada de la suya.

– Cuéntame -le pidió finalmente-. Quiero comprender a Pierce.

Era justo lo que Bess quería oír. Asintió con la cabeza, como dándole su aprobación a Ryan, y continuó:

– Pierce tenía cinco años. Esa vez, su padre le pegó una paliza, a su madre lo suficientemente grave como para que tuvieran que llevarla al hospital. Por lo general, solía encerrar a Pierce en un armario antes de arrancar con uno de sus ataques de cólera, pero en esa ocasión lo dejó inconsciente de un puñetazo antes de meterse con su madre.

Ryan controló la necesidad de rebelarse contra aquel abuso; quiso protestar contra lo que estaba oyendo, pero consiguió guardar silencio. Bess la miraba con atención mientras hablaba:

– Fue entonces cuando intervinieron los trabajadores sociales. Después del papeleo y las audiencias habituales, el tribunal declaró que no podían hacerse cargo de él y metieron a Pierce en un orfanato.

– ¡Qué horror! -Ryan sacudió la cabeza mientras trataba de digerir la información-. ¿Por qué no se separó la madre y se quedó con Pierce?, ¿qué clase de mujer…?

– No soy psicóloga -interrumpió Bess-. Que Pierce sepa, nunca abandonó a su marido.

– Y renunció a su hijo -murmuró Ryan-. Tuvo que sentirse muy rechazado, solo, asustado…

¿Qué secuelas dejaría algo así en un niño pequeño?, se preguntó. ¿Cómo compensaría aquellas experiencias tan dolorosas? ¿Su obsesión por liberarse de cadenas, baúles y cajas fuertes se debía a que de pequeño lo habían encerrado en un armario oscuro? ¿La razón por la que siempre trataba de conseguir lo imposible era que durante su infancia se había sentido impotente?

– Era muy solitario -prosiguió Bess después de pedir otra ronda-. Quizá por eso se metían con él los otros chicos. Al menos, hasta que llegaba Link. Nadie se atrevía a tocarle un solo pelo a Pierce cuando Link estaba cerca. Siempre fue el doble de grande que cualquier otro chico. ¡Y con esa cara! -añadió Bess, sonriente, disfrutando de esa parte de la historia.

De hecho, llegó a soltar una risilla y a Ryan no le pareció advertir que escondiera el menor rastro de amargura en ella.

– Cuando Link entró en el orfanato, nadie se acercaba a él. Sólo Pierce -continuó Bess-. Los dos estaban marginados. Igual que yo. Link siempre ha estado unido a Pierce desde entonces. Realmente, no sé qué habría sido dé él sin Pierce. Ni de mí.

– Lo quieres mucho, ¿verdad? -preguntó Ryan, conmovida por el relato de la exuberante pelirroja.

– Es mi mejor amigo -contestó Bess sin más. Luego sonrió por encima de la copa-. Me dejaron entrar en su pequeño club cuando tenía diez años. Recuerdo que al principio Link me daba mucho miedo. Nada más verlo, trepaba a un árbol. Lo llamábamos el Monstruo. -Los niños pueden ser muy crueles.

– Mucho. Pero, bueno, el caso es que justo cuando pasaba debajo de mí, la rama se rompió y me caí. Él me agarró al vuelo -Bess se inclinó hacia adelante y apoyó la barbilla sobre las manos-. Nunca lo olvidaré. Pensaba que me iba a matar y, de pronto, Link me había salvado. Levanté la cara para mirarlo. Estaba dispuesta a soportar sus gritos, a que se vengara por todas las veces que me había burlado de él. Entonces se rió. Me enamoré al instante.

Ryan estuvo a punto de atragantarse con el champaña. La mirada soñadora de Bess no dejaba lugar a mal interpretaciones.

– ¿Tú…? ¿Link y tú?

– La verdad es que yo sola -dijo Bess con una sonrisa de resignación-. Llevo veinte años loca por ese grandullón, pero él sigue viéndome como la pequeña Bess. Y eso que mido metro ochenta y cinco. Pero me lo estoy trabajando -añadió guiñándole un ojo a Ryan.

– Yo creía que Pierce y tú… -arrancó ésta, para dejar la frase en el aire.

– ¿Pierce y yo? -Bess soltó una de sus sonoras risotadas e hizo que varias cabezas se giraran hacia ella-. ¿Me tomas el pelo? Sabes demasiado del mundo del espectáculo como para hacer un emparejamiento así. ¿Acaso crees que soy el tipo de Pierce?

– No sé, yo… -Ryan se encogió de hombros, ligeramente abochornada por lo disparatada que le había parecido a Bess que la hubiese tomado por la pareja de Pierce-. En realidad no se me ocurre cuál puede ser el tipo de Pierce -añadió y Bess se echó a reír de nuevo.

– Una idea ya te harás -comentó ésta después de dar un sorbo a su copa-. En fin, la cosa es que siempre fue un chico tranquilo, un chico… concentrado, como metido en su mundo. Y tenía carácter, ¡vaya si lo tenía! Puso tantos ojos morados como le habían puesto a él durante su infancia. Pero con los años, poco a poco, fue controlándose. Era evidente que había decidido no seguir los pasos de su padre. Y ya digo: cuando a Pierce se le mete algo en la cabeza, no para hasta conseguirlo.

Ryan recordó la agresividad que había detectado en Pierce, la violencia que había captado en sus ojos, y empezó a comprender.

– A los nueve años, calculo que fue a los nueve, tuvo un accidente -Bess dejó la copa y frunció el ceño-. Al menos eso dijo él, que fue un accidente. Se cayó rodando por un tramo de escaleras. Todos sabían que alguien lo había empujado, pero él nunca dijo quién había sido. Creo que no quería que Link hiciese algo que pudiese haberlo metido en líos. La caída le provocó una lesión de espalda. Los médicos creían que no podría volver a andar.

– ¡No!

– Sí -Bess dio otro sorbo-. Pero Pierce dijo que andaría. Que correría siete kilómetros todos los días.

– Siete kilómetros -repitió Ryan.

– Se lo puso como objetivo. Se tomaba las sesiones de rehabilitación como si su vida dependiera de ello. Puede que lo hiciera -añadió Bess con aire pensativo-. Sí, puede que lo hiciera. Trabajó duro. Se pasó seis meses en el hospital.

– Entiendo -Ryan recordó a Pierce en la sala de pediatría, entregándose a los niños, hablando con ellos, haciéndolos reír… Ofreciéndoles su magia.

– Mientras estaba ingresado, una de las enfermeras le regaló un juego de trucos de magia. Ahí empezó todo -Bess brindó contra la copa de Ryan-. Un juego de cinco dólares. Fue como si Pierce hubiese estado esperando ese regalo, o como si el regalo lo hubiese estado esperando a él. Cuando salió del hospital, sabía hacer cosas con las que un montón de magos profesionales tenían dificultades. Lo llevaba en la sangre -finalizó con tanto amor como orgullo.

Ryan se imaginó a Pierce de pequeño, un chico solitario y atormentado en un hospital, totalmente concentrado con el juego de magia, perfeccionando, practicando, descubriendo.

– Era increíble: una vez fui a visitarlo y prendió la sábana de su cama -continuó Bess sonriente. Ryan puso cara de espanto-. Te juro que la vi ardiendo. Pero Pierce le dio una palmadita contra el colchón y la hizo desaparecer. No había fuego por ninguna parte. La sábana estaba intacta: ni quemadura ni agujero ni olor a humo. Ese diablillo consiguió asustarme -añadió.

Ryan se sorprendió riéndose, a pesar de la odisea que Pierce debía de haber sufrido. Pero había vencido. Se había sobrepuesto a todas las adversidades.

– Por Pierce -dijo y levantó la copa.

– Por Pierce -Bess completó el brindis y apuró el champán que le quedaba-. Se marchó del orfanato a los dieciséis años. Lo eché de menos una barbaridad. Creí que nunca más volvería a verlos, ni a Link ni a é1. Puede que fueran los dos años más solitarios de mi vida. Hasta que entonces, un día, estaba trabajando en un restaurante en Denver y entró. No sé cómo me localizó, nunca me lo ha dicho; pero entró y me dijo que dimitiera, que iba a trabajar para él

– ¿Así sin más? -preguntó Ryan.

– Así sin más.

– ¿Y qué le dijiste?

– No dije nada. Era Pierce -Bess sonrió e hizo una seña a la camarera para pedir más champán-. Dejé el restaurante. Nos echamos a la carretera. Bebe un poco, cariño, te llevo una de ventaja.

Ryan la contempló unos segundos, luego obedeció y se terminó la copa de un trago. No todos los hombres podían ganarse una lealtad tan inquebrantable de una mujer con carácter como Bess.

– No suelo tomar más de dos -comentó apuntando al cocktail.

– Esta noche sí -decidió Bess antes de continuar-. Siempre bebo champán cuando me pongo sentimental. No te creerías algunos de los lugares en los que actuamos aquellos primeros años… Fiestas de niños, despedidas de soltero, en fábricas. Nadie como Pierce para manejar un grupo revoltoso. Le basta mirar a quien sea para captar su atención; luego se saca una bola de fuego del bolsillo y lo deja mudo.

– Me lo creo -dijo Ryan y se rió imaginando la escena-. Para mí que ni siquiera le hace falta la bola de fuego.

– Exacto -contestó Bess complacida-. Lo cierto es que él siempre tuvo claro que triunfaría, y nos embarcó a Link y a mí en el viaje. No tenía por qué haberse ocupado de nosotros. Pero es así, no puede evitarlo. No deja que se le acerquen muchas personas, pero cuando te hace un hueco en su vida, eres su amigo para siempre. Link y yo no podremos seguir su ritmo de trabajo nunca, pero eso a él le da igual. Somos sus amigos -finalizó bajando la mirada hacia la copa.

– Creo que Pierce escoge muy bien a sus amigos -dijo Ryan con cautela y se ganó una sonrisa radiante de Bess.

– Eres una mujer encantadora, Ryan. Y una dama. Pierce es la clase de hombre que necesita a una dama a su lado.

De repente, a Ryan le resultó interesantísimo el color de su bebida:

– ¿Por qué dices eso? -preguntó desviando la mirada hacia abajo.

– Porque tiene clase, siempre la ha tenido. Necesita a una mujer con estilo y que sea tan cariñosa como él.

– ¿Es cariñoso, Bess? -Ryan levantó la vista y miró a Bess a los ojos-. A veces parece tan… distante.

– ¿Sabes de dónde salió la gata ésa que tiene? -preguntó Bess tras negar con la cabeza-. Alguien la atropelló y la dejó herida a un lado de la carretera. Pierce volvía de viaje después de una semana de actuaciones en San Francisco. Se paró y llevó a la gata al veterinario. Eran las dos de la mañana y no paró hasta despertar al veterinario y hacer que operase a una gata abandonada. Le costó trescientos dólares. Me lo dijo Link. ¿A cuánta gente conoces que haría algo así? -finalizó al tiempo que sacaba otro cigarro.

Ryan miró a Bess fijamente.

– Pierce se enfadaría si se enterase de que me estás contando todo esto, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Es un truco que he aprendido de él con los años -respondió Bess, con una sonrisa radiante-. Miras fijamente a los ojos a una persona y te das cuenta de si puedes confiar en ella.

Ryan le sostuvo la mirada y respondió con solemnidad:

– Gracias.

– Además -añadió Bess como si la cosa no tuviera la menor importancia después de dar otro trago de champaña-, estás enamorada de él.

Ryan se atragantó. Trató de contestar, pero las palabras no lograron salir de su boca. Empezó a toser. -Bebe, cariño. Nada como el amor para atragantarse. Por el amor -Bess brindó con la copa de Ryan-. Y buena suerte para las dos.

– ¿Suerte? -dijo Ryan casi sin voz.

– Con hombres como estos dos, la necesitamos.

Esa vez fue Ryan la que pidió otra ronda.

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