Capítulo V

Ryan se descubrió mirando el reloj. La una y cuarto. Los días previos al once habían pasado muy rápido. Había estado hasta arriba de trabajo, con un montón de papeleo, con jornadas de diez horas diarias a menudo para intentar despejar la mesa de su despacho antes de partir hacia Las Vegas. Quería dejar resuelto el máximo posible de asuntos y no tener ningún problema pendiente de resolver una vez empezase a trabajar en la producción de los espectáculos de Pierce. Compensaría su falta de experiencia dedicándole al proyecto todo su tiempo y toda su atención.

Todavía tenía algo que demostrar… a su padre, a sí misma y, en esos momentos, también a Pierce. Para Ryan era algo más que un simple contrato con unas cláusulas que cumplir.

Sí, los días habían pasado a toda velocidad, se dijo, pero la última hora… ¡sólo era la una y diecisiete! Ryan emitió un suspiro de fastidio, sacó una carpeta y la abrió. Estaba mirando la hora como si estuviese esperando a un hombre en una cita a ciegas más que a un cliente del trabajo. Era absurdo. Con todo, cuando por fin llamaron a la puerta, levantó la cabeza como un rayo y se olvidó de la carpeta que acababa de abrir. Respiró profundamente tres veces para no parecer ansiosa y contestó con calma:

– Sí, adelante.

– Hola, Ryan.

Ésta ocultó la decepción que le produjo ver aparecer a Ned Ross, el cual la saludó con una sonrisa radiante.

– Hola, Ned.

Ned Ross: treinta y dos años, rubio y bien parecido, con cierto encanto californiano y estilo desenfadado. El cabello se le enredaba libremente por detrás de la nuca y lucía unos pantalones de diseño caros con una camisa de seda. No llevaba corbata, observó Ryan. Lo cual iba en contra de su imagen. Esta, por otra parte, se veía favorecida por la colonia fresca que utilizaba. Estaba claro que Ned era consciente de los efectos de su encanto y que lo usaba adrede.

Ryan se recriminó en silencio ser tan criticona y le devolvió la sonrisa, si bien la suya fue mucho más fría que la de él.

Ned era subsecretario de Bennett Swan. Y durante varios meses, hasta hacía unas pocas semanas, también había sido el compañero inseparable de Ryan. La había invitado a comer, a cenar y a salir de fiesta, le había dado un par de emocionantísimas clases de surf, le había mostrado la belleza de la playa durante una puesta de sol y le había hecho creer que era la mujer más atractiva y deseable que jamás había conocido. Descubrir que, en el fondo, su interés se había centrado en cortejar a la hija de Bennett Swan, antes que a Ryan por sí misma, había supuesto un doloroso desengaño.

– El jefe quería que viese cómo te van las cosas antes de que te marches a Las Vegas -Ned se sentó sobre la esquina de la mesa. Luego se inclinó para darle un beso fugaz. Todavía tenía planes para la hija del jefe-. Y yo quería despedirme.

– Ya he terminado todo lo que tenía que dejar preparado antes de irme -respondió Ryan con indiferencia al tiempo que interponía una carpeta entre los dos. Todavía le costaba creer que aquel rostro atractivo y bronceado de sonrisa amable ocultara a un mentiroso ambicioso-. Tenía intención de informar a mi padre en persona.

– Está ocupado -contestó Ned justo antes de quitarle la carpeta para echarle un vistazo-. Acaba de marcharse a Nueva York. A no sé qué sitio que quiere examinar él mismo para un rodaje. No volverá hasta finales de semana.

– Ah -Ryan bajó la mirada hacia las manos. Ya podía haberse tomado la molestia de llamarla un segundo, pensó. Después exhaló un suspiro. ¿Cuándo se había molestado en avisarla de nada? ¿Y cuándo dejaría ella de esperar que lo hiciera?-. Bueno, pues puedes decirle que todo está controlado. Le he redactado un informe -añadió mientras le arrebataba la carpeta de las manos.

– Siempre tan eficiente -Ned le sonrió de nuevo, pero no hizo ademán alguno de marcharse. Sabía perfectamente que había dado un paso en falso con Ryan y que tenía que recuperar terreno-. Bueno, ¿cómo llevas lo de estrenarte en producción?

– Es un desafío.

– Este Atkins -continuó él sin dar importancia a la frialdad con que Ryan lo estaba tratando-, es un tipo un poco raro, ¿no?

– No sabría decir; no lo conozco lo suficiente -contestó ella vagamente. De pronto, se dio cuenta de que no quería hablar de Pierce con Ned. El día que había pasado con el mago le pertenecía a ella, no quería compartirlo-. Tengo una cita en unos minutos, Ned; así que si no te importa… -añadió poniéndose de pie.

– Ryan -Ned tomó las manos de ella entre las suyas como tantas veces había hecho mientras habían estado saliendo; un gesto que siempre la había hecho sonreír-. Estas últimas semanas te he echado mucho de menos.

– Nos hemos visto unas cuántas veces -contestó Ryan, dejando que sus manos reposaran muertas sobre las de él.

– Ya sabes a lo que me refiero -Ned le masajeó las muñecas, pero no notó que le subiera el pulso lo más mínimo-. Sigues enfadada conmigo por esa estúpida sugerencia -añadió con un tono suave y persuasivo.

– ¿Quieres decir por lo de pedirme que utilizara mis influencias para que mi padre te asignara la dirección de la producción O'Mara? -Ryan enarcó una ceja-. No, Ned. No estoy enfadada contigo. Tengo entendido que al final le han dado el puesto a Bishop. Espero que no te resulte una desilusión muy grande -añadió incapaz de ocultar una pequeña sonrisa burlona.

– Eso no importa -contestó él, disimulando su desencanto con un gesto de indiferencia con los hombros-. Déjame que te invite a cenar esta noche. A ese pequeño restaurante francés que te gusta tanto. Podríamos dar un paseo por la costa y charlar -añadió al tiempo que se acercaba unos centímetros.

Ryan no se apartó. ¿Hasta dónde, se preguntó, estaría dispuesto a llegar Ned?

– ¿No has pensado que ya puedo tener una cita?

La pregunta frenó el avance de su boca para besarla.

No se le había ocurrido que pudiera estar saliendo con otro hombre. Estaba convencido de que seguía locamente enamorada de él. Había invertido mucho tiempo y esfuerzo en ello, de modo que la única conclusión razonable era que Ryan quería hacerse rogar.

– Anúlala -murmuró en tono seductor. Le dio un beso delicado, pero no advirtió que los ojos de Ryan seguían abiertos y gélidos.

– No.

Ned jamás habría imaginado una negativa tan directa y fría. Sabía por experiencia que Ryan era una mujer temperamental. Y hasta había desilusionado a una ayudante de dirección que se mostraba muy amistosa con él para volver a estar con Ryan. Tanta indiferencia lo había pillado desprevenido.

– Venga, Ryan -insistió, levantando la cabeza para mirarla a los ojos-. No seas…

– Si me disculpas -Ryan se quitó de encima las manos de Ned y miró hacia la entrada del despacho.

– Señorita Swan -la saludó Pierce acompañando sus palabras con un leve movimiento de cabeza.

– Señor Atkins -respondió ella. Tenía las mejillas rojas y encendidas de rabia por haber dado lugar a que la sorprendieran en una situación comprometida en su despacho. ¿Por qué no le había pedido a Ned que cerrase la puerta cuando había entrado?-. Ned, le presento al señor Atkins. Ned Ross es subsecretario de mi padre.

– Señor Ross -Pierce entró en el despacho, pero no le tendió la mano.

– Encantado de conocerlo, señor Atkins. Soy un gran admirador suyo -dijo Ned, esbozando una sonrisa para la galería.

– ¿De veras?

Pierce le devolvió una sonrisa educada que hizo a Ned sentirse como si acabaran de tirarlo dentro de una habitación muy fría y oscura.

Incapaz de mantenerle la mirada, Ned se giró hacia Ryan.

– Pásalo bien en Las Vegas -se despidió-. Y, lo dicho: un placer conocerlo, señor Atkins -añadió cuando ya estaba saliendo del despacho.

Ryan miró la apresurada salida de Ned con el ceño fruncido. Desde luego, no había sido la retirada del hombre confiado y seguro de sí mismo que solía ser.

– ¿Qué le has hecho? -preguntó ella cuando Ned hubo cerrado la puerta.

Pierce enarcó las cejas al tiempo que se acercaba a Ryan.

– ¿Qué crees que le he hecho?

– No sé -murmuró Ryan-. Pero sea lo que sea, no quiero que me lo hagas a mí.

– Tienes las manos frías, Ryan -dijo Pierce después de tomarlas entre las de él-. ¿Por qué no le has dicho simplemente que te deje en paz?

La ponía nerviosa que la llamara Ryan. Pero también la ponía nerviosa que la llamara señorita Swan en aquel tono ligeramente burlón que utilizaba. Ryan bajó la mirada hacia las manos entrelazadas de ambos.

– Lo he hecho… o sea… -Ryan no entendía qué hacía balbuceando para darle una explicación a Pierce-. Será mejor que nos demos prisa si quiere llegar a tiempo a su compromiso, señor Atkins.

– Señorita Swan -Pierce la miró con expresión risueña mientras se llevaba a los labios las manos de Ryan. Ya no estaban frías en absoluto-. Echaba de menos esa cara tan seria y ese tono tan profesional.

Así, sin darle opción a responder nada, le agarró un brazo y la condujo hacia la salida del despacho. Después de ponerse el cinturón de seguridad en el coche de Pierce y de introducirse en un mar de tráfico, Ryan trató de entablar algún tipo de conversación para romper el silencio. Si iban a trabajar codo con codo, lo mejor sería determinar lo más rápido posible la forma correcta de relacionarse. Peón de reina a alfil dos, pensó, recordando la partida de ajedrez que habían echado.

– ¿Qué clase de compromiso tiene esta tarde?

Pierce paró ante un semáforo en rojo y se giró a mirarla. Sus ojos se cruzaron con los de ella con breve pero potente intensidad.

– Es un secreto -respondió Pierce enigmáticamente-. El ayudante de su padre no le cae bien -afirmó sin rodeos.

Ryan se puso tensa. Él había atacado y había llegado su turno de defender.

– Es bueno en su trabajo.

– ¿Por qué le ha mentido? -preguntó Pierce cuando el semáforo se puso verde-. Podía haberle dicho que no quería cenar con él, en vez de fingir que tenía otra cita.

– ¿Qué le hace pensar que estaba fingiendo? -replicó impulsivamente Ryan, herida en su orgullo.

– Sólo me preguntaba por qué sentía que debía hacerlo -dijo él mientras bajaba a segunda para tomar una curva.

– Eso es asunto mío, señor Atkins -zanjó Ryan.

– ¿No crees que podíamos olvidarnos de tanto “señor Atkins y señorita Swan” durante esta tarde? -se animó a tutearla Pierce.

Entró en un aparcamiento y estacionó en un hueco libre. Luego giró la cabeza y le dedicó una de sus mejores sonrisas. Sin duda, decidió Ryan, era un hombre demasiado encantador cuando sonreía de ese modo.

– Puede -contestó sin poder evitar que sus labios se curvaran hacia arriba-: Durante esta tarde. ¿Pierce es tu verdadero nombre?

– Sí que yo sepa -dijo y salió del coche. Cuando Ryan se apeó, se dio cuenta de que estaban en el aparcamiento del Hospital General de Los Ángeles.

– ¿Qué hacemos aquí?

– Tengo que hacer un espectáculo -Pierce sacó del portaequipajes un maletín negro, parecido a los que pudiera utilizar cualquier doctor-. Son mis herramientas de trabajo. Nada de bisturís -le prometió al ver la cara intrigada de Ryan.

Después le tendió una mano. Se quedó mirándola a los ojos con paciencia mientras ella dudaba. Por fin, Ryan aceptó la mano y salieron juntos por la puerta lateral.

Había pensado en distintos sitios a los que Pierce podría haberla llevado a pasar la tarde, pero en ningún momento había imaginado que fueran a acabar en la sala de pediatría del Hospital General. Y fuera cual fuera la imagen que se hubiese formado de Pierce Atkins, tampoco había imaginado que conectase tan bien con los niños. Al cabo de los cinco primeros minutos, Ryan comprendió que Pierce les estaba ofreciendo mucho más que unos cuantos trucos. Se estaba entregando a sí mismo.

Al final resultaba que tenía un gran corazón, se dijo con cierta inquietud. Actuaba en Las Vegas, cobraba treinta y seis euros por entrada y abarrotaba los mejores escenarios; pero luego se iba a un hospital para hacer pasar un rato agradable a un puñado de niños. Ni siquiera había periodistas presenciando aquel acto humanitario para escribirlo en las columnas del día siguiente. Pierce estaba entregando su tiempo y su talento por el mero hecho de procurar felicidad a los demás. O, para ser más precisa, pensó Ryan, para aliviar el sufrimiento de los enfermos.

Fue justo en ese momento, aunque entonces no se dio cuenta, cuando Ryan se enamoró.

Lo miró mientras jugaba con una pelotita en la mano. Ryan estaba tan fascinada como los niños. Con un movimiento fulgurante, la pelota desapareció para reaparecer instantes después por la oreja de un niño que chilló entusiasmado.

Se trataba de un espectáculo sencillo, compuesto por pequeños trucos que cualquier mago aficionado podría haber realizado. Pero la sala era un tumulto de risas, exclamaciones de asombro y aplausos. Era evidente que a Pierce le resultaba mucho más satisfactorio que el éxito más atronador de cuantos podía cosechar tras un número complicado sobre el escenario. Sus raíces estaban ahí, entre los niños. Nunca lo había olvidado. Recordaba de sobra el olor a desinfectante y los ambientadotes florales de las salas de enfermos, la sensación de no poder salir de una cama de hospital. El aburrimiento, pensó Pierce, podía ser la enfermedad que más estragos causara entre los niños.

– Os habréis fijado en que me acompaña una ayudante guapísima -señaló Pierce. Ryan necesitó unos segundos para darse cuenta de que se refería a ella. Se le agrandaron los ojos de sorpresa, pero él se limitó a sonreír-. Ningún mago viaja sin acompañante. Ryan -la llamó extendiendo una mano, con la palma hacia arriba.

Entre risillas y aplausos, no tuvo más remedio que unirse a Pierce.

– ¿Qué haces? -susurró ella.

– Convertirte en estrella -respondió Pierce con naturalidad antes de volverse hacia su público de niños en camas y sillas de ruedas-. Ryan tiene esta sonrisa tan bonita porque bebe tres vasos diarios de leche, ¿verdad que sí, Ryan?

– Eh… sí -dijo ella. Luego miró las caras expectantes que la rodeaban-. Tres vasos diarios -repitió. ¿Por qué le hacía eso Pierce? Nunca había visto tantos ojos enormes y curiosos pendientes de ella a la vez.

– Estoy seguro de que todos sabéis lo importante que es beber leche.

Lo que fue respondido con algunas afirmaciones poco entusiasmadas y un par de gruñidos de protesta. Pierce metió la mano en el maletín negro y sacó un vaso que ya estaba medio lleno de leche. Nadie le preguntó por qué no se había derramado.

– Porque todos bebéis leche, ¿verdad? -continuó él. Esa vez arrancó algunas risas aparte de algún gruñido más. Pierce sacudió la cabeza, sacó un periódico y empezó a doblarlo en forma de embudo-. Éste es un truco difícil. No sé si podré hacerlo si no me prometéis todos que esta noche os tomaréis vuestro vaso de leche.

Un coro de promesas llenó la sala de inmediato. Ryan comprendió que Pierce era tan bueno con los niños como con la magia, tenía la misma destreza como psicólogo que como artista. Quizá no eran cosas distintas y el secreto de su arte consistía en conocer a su público. De pronto, advirtió que Pierce la estaba mirando con una ceja enarcada.

– Sí, sí, yo también lo prometo -accedió sonriente. Estaba tan encantada como cualquiera de los niños.

– Veamos qué pasa. ¿Te importa echar la leche en este embudo? -le preguntó Pierce a Ryan al tiempo que le entregaba la leche. Luego le guiñó un ojo al público-. Despacio, que no se caiga nada. Es leche mágica, ¿sabíais? La única que bebemos los magos.

Pierce le agarró una mano y la guió, manteniendo la parte superior del embudo justo sobre los ojos de Ryan. Tenía la mano caliente. Y lo envolvía un aroma que Ryan no acertaba a concretar. Era un aroma campestre, del bosque. Pero no era pino, decidió, sino algo más intenso, más próximo a la tierra. Su respuesta al contacto fue tan inesperada como indeseada. Ryan trató de concentrarse en volcar el vaso por la apertura del embudo. El pico de abajo goteó un poco.

– ¿Dónde se compra leche mágica? -quiso saber uno de los niños.

– La leche mágica no se compra. Tengo que levantarme muy temprano todos los días y hacerle un conjuro a una vaca -contestó Pierce con seriedad. Entonces, cuando Ryan terminó de verter la leche, él lo devolvió al maletín. Volvió a girarse hacia el embudo y frunció el ceño-. Ésta era mi leche, Ryan. Podías haberte tomado la tuya luego -dijo con un ligero tono de censura.

Antes de que ella pudiera abrir la boca para hablar, Pierce deshizo el embudo. Automáticamente, Ryan se retiró para que no le cayese la leche encima. Pero el embudo estaba vacío.

Los niños gritaron entusiasmados al tiempo que ella lo miraba perpleja.

– Es una glotona -le dijo Pierce al público-. Pero sigue siendo guapísima -añadió justo antes de inclinarse para besarle la mano.

– Yo misma eché la leche en el embudo -comentó Ryan horas después mientras recorrían el pasillo del hospital camino del ascensor-. Estaba goteando por abajo. Lo vi.

– Las cosas no son siempre lo que parecen -dijo él después de invitarla a entrar en el ascensor-. Fascinante, ¿verdad?

Ryan notó cómo empezaba a descender el ascensor. Permaneció unos segundos en silencio.

– Tú tampoco eres del todo lo que pareces, ¿no?

– No, ¿y quién sí?

– Has hecho más en una hora por esos niños de lo que podrían haber hecho una decena de médicos -dijo Ryan y él bajó la mirada-. Y no creo que sea la primera vez que haces una cosa así.

– No lo es.

– ¿Por qué?

– Los hospitales son un sitio espantoso cuando se es pequeño -se limitó a responder. Era la única respuesta que podía darle.

– Para estos niños hoy no ha sido así.

Pierce volvió a tomarle la mano cuando llegaron a la primera planta.

– No hay público más exigente que los niños. Se lo toman todo al pie de la letra.

Ryan rió.

– Supongo que tienes razón. ¿A qué adulto se le habría ocurrido preguntarte dónde compras leche mágica? -Ryan lo miró-. Pero has reaccionado enseguida.

– Cuestión de experiencia. Los niños te obligan a estar siempre atento. Los adultos se distraen más fácilmente -Ryan se encogió de hombros. Luego le sonrió-. Incluida tú. A pesar de que me estabas mirando con esos ojos tan verdes e intrigados.

Ryan miró hacia el aparcamiento cuando salieron del ascensor. Le resultaba casi imposible no fijarse en Pierce cuando éste le hablaba.

– ¿Por qué me has pedido que venga contigo esta tarde? le preguntó.

– Quería que me hicieras compañía.

– No sé si lo entiendo -dijo ella mirándolo a la cara.

– ¿Tienes que entenderlo todo? -repuso Pierce. A la luz del sol, el cabello de Ryan tenía el color del trigo. Pierce deslizó los dedos por él. Luego enmarcó la cara de Ryan, posando las manos en sendas mejillas-. ¿Siempre?

Ryan notó que el corazón le latía en la garganta.

– Sí, creo…

Pero la boca de Pierce cayó sobre la de ella y Ryan no pudo seguir pensando. Fue tal como había sido la primera vez. El beso, delicado, la desarmó por completo. Ryan sintió un pinchazo cálido y trémulo por el cuerpo mientras Pierce le acariciaba las sienes. Luego notó un cosquilleo delicioso justo bajo el corazón. De repente, el mundo parecía haber desaparecido a su alrededor. No había sombras ni mágicos fantasmas siquiera. Lo único que tenía solidez eran las manos y la boca de Pierce.

¿Era el viento o los dedos de él lo que sentía sobre su piel?, ¿le había murmurado algo o había sido ella misma? Pierce la separó. Los ojos de Ryan se habían nublado. Poco a poco, fueron despejándose y empezando a enfocar, como si estuviese despertando de un sueño. Pero Pierce no estaba preparado para que el sueño finalizase.

La atrajo de nuevo, volvió a apoderarse de sus labios y paladeó el sabor profundo y misterioso de su boca. Tuvo que contener el impulso de estrujarla contra su propio cuerpo, de devorar sus labios, cálidos y dispuestos. Ryan era una mujer delicada. De modo que, aunque el deseo lo desgarraba, luchó por controlarlo. A veces, cuando estaba encerrado en una caja oscura y sin oxígeno, tenía que resistir la necesidad apremiante de escapar y salir corriendo. En ese momento, sentía los mismos síntomas de pánico. ¿Qué le estaba haciendo aquella mujer? La pregunta cruzó su cerebro al tiempo que acercaba a Ryan un poco más todavía. Lo único que Pierce sabía era que la deseaba con una desesperación inconcebible.

¿Habría seda pegada a su cuerpo como la noche en que la había sorprendido con el camisón?, ¿alguna prenda fina, ligeramente perfumada con su propia fragancia femenina? Quería hacerle el amor, ya fuese a la luz de las velas o en medio del campo, con el sol iluminándola. Santo cielo, jamás había deseado tanto a una mujer.

– Ryan, quiero estar contigo -susurró él labio contra labio-. Necesito estar contigo. Vamos, Ryan, deja que te ame. No puedo esperar -añadió después de inclinarle la cabeza para besarla desde otro ángulo.

– Pierce -dijo ella con voz trémula. Notaba que se estaba hundiendo y peleaba por encontrar algún punto firme sobre el que mantenerse en pie. Se apoyó sobre él al tiempo que negaba con la cabeza-. No te conozco.

Pierce controló un súbito arrebato salvaje. Estuvo tentado de meterla en el coche y llevársela a casa. Llevársela a su cama. Pero logró mantener la compostura.

– Es verdad, no me conoces. Y la señorita Swan necesita conocer a un hombre antes de acostarse con él -dijo Pierce, tanto para Ryan como para sí mismo. La apartó unos centímetros, la sujetó por los hombros y la miró a la cara. No le gustaba el ritmo desenfrenado al que le latía el corazón. La calma y el control eran cruciales para su trabajo y, por consiguiente, para él-. Cuando me conozcas, seremos amantes -añadió con voz más serena.

– No -repuso Ryan, a la que no le disgustaba tanto la idea en sí de hacer el amor con Pierce como el hecho de que éste diese por sentado que acabarían haciéndolo-. No seremos amantes a menos que yo quiera. Yo negocio contratos, nunca mi vida privada.

Pierce sonrió; más satisfecho con aquella reacción de enojo de lo que habría estado de haberse plegado Ryan a sus deseos. Desconfiaba de las cosas que llegaban con excesiva facilidad.

– Señorita Swan -murmuró mientras le agarraba un brazo-, la suerte ya está echada. Lo hemos visto en las cartas.

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