Ryan despertó en la cama de Pierce. Abrió los ojos al sol radiante que se colaba por la ventana. Apenas había amanecido cuando Pierce la había despertado para susurrarle que se bajaba a la sala de trabajo. Ryan alcanzó las almohadas de él, se las apretó al pecho y remoloneó unos minutos más en la cama.
Aquel hombre era una caja de sorpresas, murmuró. Jamás habría imaginado que fuese capaz de hacer algo tan descabellado como esposarla a él y secuestrarla para pasar un fin de semana sin más ropa que la que llevaba encima. Debería haberse enfadado, estar indignada.
Ryan hundió la nariz en la almohada de Pierce. ¿Cómo iba a enfadarse?, ¿cómo molestarse con un hombre que, con una mirada o una caricia, no hacía sino demostrarle constantemente cuánto la deseaba y necesitaba? ¿Se podía indignar alguien con un hombre que te quería tanto como para hacerte desaparecer de tu ciudad y poder hacerte el amor como si fueses la criatura más preciosa sobre la faz de la Tierra?
Ryan se estiró para desperezarse y agarró el reloj que había sobre la mesita de noche. ¡Las nueve y media!, exclamó para sus adentros. ¿Cómo podía ser tan tarde? Parecía que apenas habían pasado unos segundos desde que Pierce se había ido. Salió de la cama de un salto y corrió a ducharse. Sólo tenían dos días para estar juntos, de modo que no era cuestión de desperdiciarlos durmiendo.
Cuando volvió a la habitación, con una toalla alrededor de la cintura, Ryan miró su ropa con cierta reticencia. Aunque eso de que la secuestrara un mago tuviese su encanto, reconoció, realmente era una lástima que no le hubiese dejado meter un par de prendas en una maleta antes. No quedándole más remedio que tomárselo con filosofía, empezó a ponerse la ropa que había llevado al trabajo el día anterior. Pierce tendría que encontrarle algo distinto que ponerse, decidió; pero, por el momento, tendría que conformarse.
Para colmo de incomodidades, Ryan se dio cuenta de que ni siquiera tenía su bolso. Se había quedado en el cajón inferior de la mesa de su despacho. Arrugó la nariz a la imagen que le devolvió el espejo. Tenía el pelo revuelto, la cara sin maquillar. Y no llevaba encima ni un peine ni una barra de labios, pensó y exhaló un suspiro. Pierce tendría que hacer aparecerlos por arte de magia. Con ese pensamiento en la cabeza, bajó a buscarlo.
Cuando llegó al final de las escaleras, vio a Link, el cual estaba preparándose para salir.
– Buenos días -lo saludó Ryan, vacilante, sin saber bien lo que decir. Al llegar la noche anterior, no lo había visto por ninguna parte.
– Hola -Link le sonrió-. Pierce me ha dicho que habías venido.
– Sí… Me ha invitado a pasar el fin de semana -contestó, no ocurriéndosele una forma más sencilla de explicarse:
– Me alegra que hayas vuelto. Te ha echado de menos -dijo él y los ojos de Ryan se iluminaron.
– Yo también lo he echado de menos. ¿Está en casa?
– En la biblioteca. Hablando por teléfono -contestó Link. De pronto, sus mejillas se sonrojaron.
– ¿Qué pasa? -le preguntó ella, sonriente.
– He…, he terminado la canción ésa que te gustaba.
– ¡Qué bien! Me encantaría oírla.
– Está en el piano -Link, tímido y vergonzoso, bajó la mirada hacia las puntas de sus zapatos-. Puedes tocarla luego si quieres.
– ¿Yo? -Ryan quiso agarrarle la mano como si fuese un niño pequeño, pero tuvo la sensación de que sólo conseguiría ponerlo más colorado-. Nunca te he oído tocar.
– No… -Link se puso como un tomate y le lanzó una mirada fugaz-. Bess y yo… bueno, ella quería ir a San Francisco -añadió tras aclararse la garganta.
De pronto, Ryan decidió aprovechar la situación para intentar echarle una mano a Bess.
– Es una mujer muy especial, ¿verdad que sí?
– Sí, no hay nadie como Bess -convino Link de inmediato, justo antes devolver a bajar la mirada hacia los zapatos.
– Ella siente lo mismo por ti.
– ¿Tú crees? -Link la miró a los ojos un segundo y luego deslizó la vista hacia sus hombros-. ¿Seguro?
– Segurísimo -contestó Ryan. Aunque tenía unas ganas tremendas de sonreír, mantuvo un tono de voz solemne-. Me ha contado cómo os conocisteis. Me pareció una anécdota muy romántica.
Link soltó una risilla nerviosa.
– Es guapísima. Hay muchos hombres que se dan la vuelta para mirarla cuando vamos juntos.
– Normal -dijo Ryan y decidió infundirle un poco de confianza-. Pero creo que a ella le gustan los músicos. Los pianistas. Hombres que sepan escribir canciones bonitas y románticas. Hay que aprovechar el tiempo, ¿no te parece?
Link la miró como si estuviese intentando descifrar sus palabras.
– Sí… sí, sí -contestó por fin. Arrugó la frente y asintió con la cabeza-. Supongo. Voy a buscarla.
– Una idea estupenda -lo animó Ryan. Esa vez sí que le agarró la mano para darle un pellizquito cariñoso-. Pasadlo bien.
– Gracias -Link sonrió y se giró hacia la puerta. Tenía ya la mano en el pomo cuando se paró para preguntar-: Ryan, ¿de verdad le gustan los pianistas?
– Sí, de verdad que le gustan, Link.
Link sonrió de nuevo y abrió la puerta.
– Adiós.
– Adiós, Link. Dale. Un beso de mi parte a Bess.
Cuando la puerta se cerró, Ryan permaneció quieta unos segundos. Era un hombre realmente dulce, pensó, y cruzó los dedos por Bess. Formarían una pareja estupenda si conseguían salvar el obstáculo de la timidez de Link. En fin, se dijo Ryan con una sonrisa complacida en los labios, ella había hecho todo lo que había podido en aquel primer intento de emparejarlos. El resto dependía de ellos.
Ryan dejó atrás el vestíbulo y se dirigió hacia la biblioteca. La puerta estaba abierta, lo que le permitía oír la voz suave de Pierce. Su mero sonido bastaba para excitarla. Pierce estaba ahí con ella y estaban a solas. Cuando se paró en el umbral de la entrada, los ojos de Pierce se encontraron con los de ella.
Éste sonrió y siguió con su conversación, al tiempo que le hacía gestos para que entrase.
– Te mandaré todos los detalles por escrito -dijo mientras miraba a Ryan pasar y acercarse a unas estanterías. ¿Por qué sería, se preguntó, qué verla con uno de esos trajes de trabajo lo excitaba siempre?-. No, necesito tenerlo todo para dentro de tres semanas. No puedo darte más plazo… Necesito tiempo para probarlo antes de estar seguro de que puedo utilizarlo -añadió, con los ojos clavados en la espalda de Ryan.
Ésta se dio la vuelta, se sentó en el brazo de un sofá y lo observó. Pierce se había puesto unos vaqueros y una camiseta de manga corta. Tenía el pelo enmarañado, como si se hubiese pasado las manos por él. Ryan pensó que nunca había estado más atractivo, sentado en un asiento mullido, más relajado que de costumbre. Aunque conservaba su energía, esa corriente magnética que irradiaba sobre el escenario o fuera de él. Pero, por bien que se desenvolviese sobre las tablas, era evidente que en ningún lugar se sentía tan a gusto como en su casa.
Pierce seguía dando instrucciones a quienquiera con quien estuviese hablando, pero Ryan notó que, de tanto en tanto, se paraba a mirarla. Se le ocurrió una travesura. Quizá pudiera hacer algo para perturbar la calma de Pierce.
Se levantó del sofá y empezó a dar vueltas por la biblioteca de nuevo. Se descalzó. Sacó un libro de un estante, le echó un vistazo y volvió a ponerlo en su sitio.
– Necesito recibir aquí la lista entera… Sí, justo eso es lo que quiero -dijo Pierce mientras veía cómo Ryan se quitaba la chaqueta del traje. La dobló sobre el respaldo de una silla y empezó a desabrocharse la blusa. Al ver que Pierce dejaba de hablar, se giró para sonreírle-. Si te pones en contacto… cuando tengas… todo… yo me encargo del transporte -añadió, luchando por mantener la concentración y recordar lo que estaba diciendo mientras la blusa caía al suelo y Ryan se bajaba la cremallera de la falda.
Después de quitársela, se agachó para sacarse las medias.
– No…, no hace falta… -prosiguió Pierce mientras ella se echaba el pelo hacia un lado y le lanzaba otra sonrisa. Se mantuvo mirándolo durante varios segundos de infarto-. Sí… sí, perfecto -murmuró al aparato.
Ryan dejó las medias junto a la falda. Luego se enderezó. Llevaba un corpiño que se abrochaba por delante. Con un dedo, tiró del lacito que había entre sus pechos hasta que se aflojó. Mantuvo la mirada sobre los ojos de Pierce y volvió a sonreír al advertir que éste miraba hacia abajo a medida que iba desanudando los demás lazos del corpiño.
– ¿Cómo dices? -Pierce sacudió la cabeza. La voz del hombre no había sido más que un zumbido ininteligible. Ryan se echó mano a las braguitas-. Perdona, luego te llamo -dijo, incapaz de resistir más aquella provocación, y devolvió el auricular a la base del teléfono.
– ¿Ya has terminado? -preguntó ella acercándose despacio a Pierce-. Quería hablarte de mi vestuario.
– Me gusta lo que llevas puesto -Pierce la condujo al sofá y se apoderó de su boca.
Ryan saboreó los labios de él, abandonándose a aquel ataque salvaje.
– ¿Era una llamada importante? -preguntó cuando Pierce bajó hacia su cuello-. No quería distraerte.
– Seguro que no -contestó él. Llegó hasta sus pechos y gruñó de placer cuando los coronó-. ¡Dios!, ¡me vuelves loco! Ryan… no puedo esperar -dijo con voz rugosa al tiempo que la tumbaba en el suelo.
– Sí -murmuró ella justo antes de sentir cómo la penetraba.
Pierce temblaba encima de ella. Tenía la respiración entrecortada. Nadie, pensó, nadie había perturbar su autocontrol de ese modo. Era aterrador. Una parte de él quería levantarse y alejarse, demostrar que todavía podía alejarse. Pero se quedó donde estaba.
– Eres peligrosa -le susurró al oído antes de repasarle el lóbulo con la lengua. La oyó gemir-. Eres una mujer muy peligrosa.
– ¿Y eso por qué? -preguntó ella con coquetería.
– Conoces mis debilidades, Ryan Swan. Puede que tú seas mi debilidad.
– ¿Y eso es malo?
– No lo sé -Pierce levantó la cabeza y la miró-. No lo sé.
Ryan levantó una mano para apartarle con ternura el pelo que le caía sobre la frente.
– Hoy no importa. Hoy sólo estamos nosotros dos.
Pierce le lanzó una mirada profunda y penetrante, tan intensa como la primera vez que se habían cruzado sus ojos.
– Cuanto más estoy contigo, más tengo la sensación de que sólo estamos nosotros dos.
Ryan sonrió y lo estrechó entre los brazos.
– La primera vez que me besaste me pusiste el mundo patas arriba. Creía que me habías hipnotizado.
Pierce rió y estiró una mano para deslizarla sobre sus pechos. Le pellizcó el pezón y Ryan se estremeció.
– ¿Tienes idea de las ganas que tenía de llevarte a la cama esa noche? -preguntó, recordando lo seductora y vulnerable que la había encontrado durante la noche de la tormenta. Pierce le froto el pezón hasta conseguir alterar la respiración de Ryan-. No podía trabajar, no podía dormir. Estaba ahí tumbado, incapaz de quitarme de la cabeza cómo estabas con aquel camisón de seda.
– Yo también te deseaba -confesó Ryan con voz ronca, avivada la llama de la pasión-. No podía creerme cuánto te deseaba cuando te había conocido hacía unas pocas horas.
– Te habría hecho el amor como ahora esa misma noche -Pierce posó la boca sobre la de ella.
La besó usando los labios solamente, hasta que notó suaves, cálidos y ávidos los de Ryan. Entonces, le apartó el pelo que le caía sobre la cara, y metió la lengua con delicadeza.
Era como si fuese a estar besándola eternamente. Ryan emitía gemidos suaves y separaba y cerraba los labios una y otra vez mientras Pierce la sometía a una tortura insoportablemente dulce; le acariciaba los hombros, le rozaba los pechos con la yema de los dedos y seguía besándola. El mundo entero se había reducido a los labios de Pierce.
Por más que la tocase en otras partes, su boca no se separaba de la de ella. Podía recorrerla con las manos por donde eligiera, pero en ningún momento interrumpía el contacto con sus labios. Parecía anhelar su boca más que el oxígeno. Ryan le agarró los hombros y le clavó las uñas en la piel sin darse cuenta. Lo único de lo que era consciente era de que deseaba que aquel beso durara toda la vida.
Pierce sabía que la tenía dominada y que podía tocarla donde más placer les producía a ambos. Le bastó una ligera insinuación para que Ryan separara las piernas. Luego paseó un dedo por el interior del muslo izquierdo, hacia abajo, hacia arriba, recreándose en su textura sedosa y en la trémula respuesta del cuerpo de Ryan. Pasó por el centro de ella brevemente de camino al otro muslo y en todo momento sus labios siguieron jugando con los de ella.
Le dio mordisquitos, la lamió y luego posó los labios nada más. Ryan murmuraba el nombre de Pierce en un delirio de placer mientras éste le acariciaba las caderas, la curva de la cintura. Tenía unos brazos suaves como la seda. No le habría importado pasarse toda la vida acariciándoselos. Ryan era suya, pensó de nuevo y tuvo que controlar un impulso explosivo de penetrarla al instante. Consiguió transmitir toda su pasión a través de un nuevo beso; un beso que expresaba necesidades oscuras y profundas, así como una ternura infinita.
Incluso al introducirse dentro de Ryan, siguió paladeando el sabor de su boca. Se hundió lentamente, esperando a que su cuerpo se acostumbrara, refrenando su pasión hasta que le resultó imposible seguir conteniéndola.
Sus bocas seguían pegadas cuando Ryan gritó con la última oleada de placer.
No había una mujer igual, pensó aturdido Pierce mientras aspiraba el aroma del cabello de Ryan. No había una mujer igual. Los brazos de Ryan lo rodearon para mantenerlo cerca de su cuerpo. Estaba atrapado.
Horas después, Ryan puso dos filetes en la parrilla. Se había vestido con unos vaqueros de Pierce, ceñidos con un cinturón y con los bajos doblados varias vueltas para ajustar el tamaño a su estatura. La camiseta le bailaba ampliamente alrededor de las caderas. Ryan se arremangó por encima del codo mientras lo ayudaba a preparar la cena.
– ¿Cocinas igual de bien que Link? -le pregunta mientras lo miraba añadir unos cuscurros a la ensalada que estaba haciendo.
– No. Cuando una es secuestrada, señorita Swan, no puede esperar comidas de alta cocina.
Ryan se acercó hasta estar junto a él y lo rodeó por la cintura.
– ¿Vas a pedir un rescate? -preguntó justo antes de suspirar y apoyar la mejilla sobre la espalda de Pierce. Jamás en la vida había sido tan feliz.
– Es posible. Cuando me canse de ti.
Ryan le dio un pellizco, pero él ni se inmutó.
– Malo -dijo cariñosamente. Luego metió las manos bajo la camisa de Pierce y le acarició el torso. Esa vez sí notó que lo hacía temblar.
– Me distraes, Ryan.
– Eso esperaba. No es sencillo, ¿sabes?
– Pues a ti se te da de maravilla -comentó Pierce mientras ella recorría sus hombros con las manos.
– ¿De verdad puedes dislocarte los hombros para escaparte de una camisa de fuerza? -se preguntó en voz alta mientras sentía su potencia.
– ¿Dónde has oído eso? -respondió él, divertido, sin dejar departir taquitos de queso para la ensalada.
– No sé, por ahí -dijo ella evasivamente. No estaba dispuesta a reconocer que se había leído todos los artículos que habían caído en sus manos sobre él-. También he oído que tienes control absoluto sobre tus músculos-añadió mientras los sentía vibrar bajo sus dedos curiosos.
Ryan se apretó contra la espalda de Pierce e inspiró la delicada fragancia de su piel.
– ¿Y no has oído que sólo como algunas hierbas y raíces que recojo durante las noches de luna llena? -dijo Pierce en broma justo antes de meterse un pedacito de queso en la boca y girarse para recogerla entre sus brazos-. ¿O que aprendí a hacer magia en el Tibet cuando tenía nueve años?
– He leído que fuiste torturado por el fantasma de Houdini -repuso ella.
– ¿En serio? Ésa es nueva. No la conocía.
– Realmente, disfrutas con las cosas que se inventan sobre ti, ¿verdad?
– Por supuesto -Pierce le dio un beso en la nariz-. Tendría muy poco sentido del humor si no lo hiciera.
– Además, como la realidad y la ficción se entremezclan, nadie sabe cuál es cuál y cómo eres de verdad -señaló Ryan.
– Exacto -Pierce jugueteó con un rizo de su cabello-. Cuantas más cosas publican sobre mí, más protegida queda mi intimidad.
– Y proteger la intimidad te importa mucho.
– Cuando tienes una infancia como la mía, aprendes a valorarla.
Ryan pegó la cara contra el torso de Pierce. Éste la apartó unos centímetros, le puso una mano bajo la barbilla y le levantó la cabeza. Los ojos de Ryan se habían humedecido.
– No tienes por qué sentir pena por mí -le dijo con suavidad.
– No -Ryan sacudió la cabeza. Entendía que Pierce no quisiera inspirar compasión. Bess había reaccionado la misma forma-. Lo sé, pero me cuesta no sentir pena por un niño pequeño.
Pierce sonrió y le acarició los labios con un dedo.
– Era un niño fuerte. Se recuperó de todo -dijo y se apartó un paso-. Venga, dale la vuelta a los filetes. Ryan se ocupó de la carne, sabedora de que Pierce quería dejar el tema zanjado. ¿Cómo explicar que estaba ansiosa por cualquier detalle sobre su vida, por cualquier cosa que pudiera acercarlo a ella?
Por otra parte, pensó, quizá se equivocaba por querer sondear en el pasado cuando tenía miedo de hablar del futuro.
– ¿Cómo te gustan? -preguntó finalmente, con los clavados en la parrilla.
– Que no estén muy hechos -contestó Pierce mientras contemplaba la vista que Ryan le ofrecía al inclinarse para cuidar de los filetes-. Link tiene un aliño especial para las ensaladas. Está muy rico -comentó entonces.
– ¿Dónde aprendió a cocinar? -quiso saber Ryan.
– Fue cuestión de necesidad -respondió Pierce mientras ella le daba la vuelta al segundo filete-. Le gustaba comer. Y al principio no teníamos muchos recursos. Resultó que se manejaba mucho mejor que Bess o yo con las latas y los sobres de sopa.
Ryan se giró y lo miró con una sonrisa en los labios.
– ¿Sabías que se han ido juntos a pasar el día en San Francisco?
– Sí -Pierce enarcó una ceja-. ¿Y?
– Está igual de loco por ella que ella por él.
– Ya, eso también lo sé.
– Podías haber hecho algo para facilitarles las cosas: después de todos estos años -comentó, empuñando un tenedor-. Al fin y al cabo, son tus amigos.
– Razón por la que no he interferido -explicó-. ¿Qué has hecho?
– No he interferido -respondió a la defensiva Ryan-. Sólo le he dado un empujoncito en la dirección adecuada. Le comenté que Bess tenía cierta inclinación por los hombres que saben tocar el piano.
– Entiendo.
– Es tan tímido -dijo ella exasperada-. Tendrá edad para jubilarse y no se habrá atrevido todavía a… a…
– ¿A qué? -preguntó Pierce, sonriente.
– A nada -dijo Ryan-. Y deja de mirarme así.
– ¿Así cómo? -Pierce se hizo el inocente, como si no fuera consciente de que la había mirado con deseo.
– Lo sabes de sobra. En cualquier caso… -Ryan contuvo la respiración y soltó el tenedor al sentir que algo le rozaba los tobillos.
– Es Circe -la tranquilizó Pierce sonriente. Ryan suspiró aliviada. Él se agachó a recoger el tenedor mientras la gata se frotaba contra las piernas de Ryan y ronroneaba-. Huele la carne. Va a hacer todo lo que pueda para convencerte de que se merece un trozo.
– Tus mascotas tienen la fea costumbre de asustarme.
– Lo siento -dijo él, pero sonrió, no dando la menor sensación de que realmente lo lamentara.
– Te gusta verme descompuesta, reconócelo -Ryan se puso las manos en jarras sobre las caderas.
– Me gusta verte -contestó Pierce simplemente. Soltó una risotada y la agarró entre sus` brazos-. Aunque tengo que admitir que verte con mi ropa mientras cocinas descalza tiene su punto.
– Vaya, el síndrome del cavernícola.
– En absoluto, señorita Swan -Pierce le acarició el cuello con la nariz-. Aquí el esclavo soy yo.
– ¿De veras? -Ryan consideró las interesantes posibilidades que tal declaración le abría-. Entonces pon la mesa. Me muero de hambre.
Comieron a la luz de las velas. Pero ella apenas saboreó un bocado. Estaba demasiado saciada de Pierce. Había champán, fresco y burbujeante; pero podía haber sido agua, para el caso que le hizo. Jamás se había sentido tan mujer como en ese momento, con esos vaqueros y una camiseta que le quedaba inmensa. Los ojos de Pierce le decían a cada momento que era preciosa, interesante, deseable. Era como si nunca hubiesen hecho el amor, como si nunca hubiesen intimado. La estaba cortejando con la mirada.
Pierce la hacía resplandecer con una simple mirada, con una palabra suave o un roce delicado en la mano. Nunca dejaba de complacerla, de abrumarla incluso, que fuese un hombre tan romántico. Tenía que saber que estaría con él en cualquier circunstancia y, aun así, disfrutaba seduciéndola. Las flores, las velas, las palabras susurradas… Ryan se enamoró de nuevo.
Bastante después de que ambos hubiesen perdido todo interés en la comida, seguían mirándose. El champaña se había calentado, las velas se estaban acabando. Pierce se contentaba con mirarla sobre la llama temblorosa, con oír la caricia de su voz. Podía aplacar cualquier impulso con deslizar los dedos por el dorso de su mano. Lo único que quería estar junto a Ryan.
Ya habría tiempo para la pasión, no le cabía duda. Por la noche, a oscuras en la habitación. Pero, por el momento, le bastaba con verla sonreír.
– ¿Me esperas en el salón? -murmuró él antes de besarle los dedos uno a uno.
Ryan sintió un escalofrío delicioso por el brazo.
– Te ayudo con los platos -respondió, aunque su cabeza estaba a años luz de cualquier asunto práctico.
– No, yo me encargo -Pierce le agarró la mano y le besó la palma-. Espérame.
Las piernas le temblaban, pero consiguió mantenerse en pie cuando Pierce la ayudó a levantarse. No podía apartar los ojos de él:
– No tardes.
– No -le aseguró Pierce-. Enseguida estoy contigo, amor -añadió justo antes de besarla con delicadeza.
Ryan fue hacia el salón como si estuviera sumida en una nube. No era el beso, sino aquella palabra cariñosa lo que había disparado su corazón. Parecía imposible, después de lo que ya habían compartido, que una palabra suelta le provocara tales palpitaciones. Pero Pierce elegía con esmero las palabras.
Y hacía una noche de ensueño, pensó mientras entraba en el salón. Una noche para el amor y el romance. Se acercó a la ventana para contemplar el cielo. Hasta había luna llena, como si todos los elementos se hubiesen puesto de acuerdo para embellecer la velada; una velada suficientemente silenciosa como para oír el sonido de las olas.
Ryan imaginó que estaban en una isla. Una isla pequeña, perdida en algún mar profundo. Y las noches eran largas. No había teléfono, no había electricidad. Llevada por un impulso, se apartó de la ventana y empezó a encender las velas que había distribuidas por el salón. Había leña en la chimenea, de modo que encendió una cerilla para que ardiese. La madera seca crepitó con el fuego.
Luego se incorporó y miró a su alrededor. La luz estaba tal como quería: tenue, proyectando sombras cambiantes. Le añadía un toque de misterio a la noche y parecía reflejar sus sentimientos hacia Pierce.
Ryan bajó la cabeza para mirarse y se frotó la camiseta. Era una lástima no tener algo bonito que vestir, algo blanco y delicado. Pero tal vez la imaginación de Pierce fuese tan productiva como la de ella.
Música, pensó de repente y miró en derredor. Seguro que Pierce tendría algún aparato estéreo; pero no tenía ni idea de dónde buscarlo. Inspirada, se acercó al piano.
La partitura de Link estaba esperándola. Entre el fulgor de la chimenea a su espalda y las velas que había sobre el piano, Ryan podía ver las notas con suficiente claridad. Se sentó y empezó a tocar. Sólo tardó unos segundos en quedarse prendida por la melodía.
Pierce estaba de pie, en la entrada del salón, mirándola. Aunque los ojos de Ryan estaban clavados en la partitura que tenía delante, parecían estar soñando. Nunca la había visto así, tan absorta en sus propios pensamientos. A fin de no interrumpirla, se quedó donde estaba. Podría haberse quedado mirándola toda la vida.
A la luz de las velas, su cabello caía como un manto de niebla sobre sus hombros. Los ojos le centelleaban, conmovida por la pieza que estaba tocando. Pierce aspiró el olor de la madera quemada y de la cera derretida y supo que, por más años que viviera, jamás olvidaría aquel momento. Podrían pasar años y más años y siempre podría cerrar los ojos y verla así, oír la música y oler las velas encendidas.
– Ryan.
No había querido hablar en voz alta; de hecho, sólo había susurrado el nombre, pero ella se giró a mirarlo. Ryan sonrió, pero la luz trémula captó el brillo de las lágrimas que asomaban a sus ojos.
– Es preciosa.
– Sí -acertó a decir Pierce. Casi no se atrevía a hablar. Una palabra, un paso en falso rompería el embrujo. Al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que lo que veía y estaba sintiendo no fuera más que una ilusión-. Por favor, tócala otra vez.
Ni siquiera después de que Ryan retomase la melodía, se atrevió a acercarse. Pierce quería que la escena siguiese exactamente tal como estaba. Ryan tenía los labios separados. Incluso de pie, pudo saborearlos. Sabía lo suave que sería acariciar su mejilla si se acercaba y posaba una mano sobre su cara. Ryan levantaría la cabeza, lo miraría y sonreiría con esa luz cálida tan especial que iluminaba sus ojos. Pero no quería tocarla, prefería absorber con todo detalle aquel momento único más allá del paso del tiempo.
Las llamas de las velas se consumían serenamente. Un leño se movió en la chimenea. Y, de pronto, Ryan había terminado la melodía.
Pierce se acercó.
– Nunca te he querido tanto -dijo en voz baja, casi susurrando-. Ni he tenido tanto miedo de tocarte.
– ¿Miedo? -preguntó Ryan, cuyos dedos reposaban todavía sobre las teclas-. ¿De qué tienes miedo?
– Temo que si intento tocarte, mi mano pase a través de ti. Temo que no seas más que un sueño.
Ryan le agarró una mano y se la llevó a la mejilla.
– No es un sueño -murmuró-. Para ninguno de los dos.
Su piel tenía tacto y temperatura reales. Pierce sintió el azote de una oleada increíble de ternura. Le agarró la otra mano y la levantó, sujetándola como si fuese de porcelana.
– Si tuvieras un deseo, sólo uno, ¿cuál sería, Ryan?
– Que esta noche, por esta noche, no pensaras en nada ni en nadie más que en mí.
Los ojos le brillaban en la tenue luz cambiante del salón. Pierce la levantó y le puso las manos a sendos lados de la cara:
– Desperdicias tus deseos, Ryan, pidiendo algo que ya es realidad.
Pierce la besó en las sienes, le besó las mejillas; dejó los labios de Ryan temblando, anhelando el calor de su boca.
– Quiero meterme en tu cabeza -dijo ella con voz trémula- para que no haya espacio para nada más. Esta noche quiero ser la única que habite tus pensamientos. Y mañana…
– Chiss -Pierce la besó para silenciarla, pero fue un beso tan suave que pareció, más bien, la promesa de lo que estaba por llegar. Ryan tenía los ojos cerrados y él posó los labios con delicadeza sobre sus párpados-. Sólo pienso en ti. Vamos a la cama. Deja que te lo demuestre murmuró.
Le agarró una mano y la condujo por el salón a medida que iba apagando las velas. Sólo dejó encendida una, la levantó con cuidado y dejó que su luz se abriese paso mientras avanzaban enamorados hacia el dormitorio.