Capítulo XVI

La actuación se emitiría a las seis en punto de la tarde. A las cuatro, Ryan ya había tenido que serenar a todo el equipo, desde atender las exigencias del director de iluminación a tranquilizar los nervios de uno de los estilistas de la peluquería. Nada como un programa en directo para desquiciar hasta a los profesionales más experimentados. En palabras de un tramoyista catastrofista, todo lo que pudiera ir mal, iría mal. No era el tipo de opiniones que Ryan quería oír en esos momentos.

Pero los problemas, las quejas, la locura que envolvía los últimos preparativos del especial la mantenían ocupada, sin darle ocasión a tirarse a llorar por las esquinas. La necesitaban y no le quedaba más remedio que mostrarse a disposición de los demás. Ryan sabía que si lo único que iba a quedarle después del espectáculo era una carrera prometedora, tenía que esforzarse al máximo por conseguir que el programa fuese un éxito.

Llevaba diez días evitando a Pierce, tratando de guardar las distancias para protegerse. Aunque estaban obligados a coincidir de vez en cuando, siempre era por motivos de trabajo. Por su parte, Pierce no había hecho el menor intento por salvar las barreras que ella había interpuesto entre ambos.

Estaba destrozada. A veces la asombraba cómo podía estar sufriendo tanto. Pero, aun así, prefería el sufrimiento. El dolor la ayudaba a reprimir el miedo. Habían recibido las tres cajas fuertes. Tras obligarse a examinarlas, había comprobado que la más pequeña tenía menos de un metro de altura y poco más de medio metro de ancho. Imaginar a Pierce doblado a oscuras en el interior de la caja le revolvía el estómago.

Estaba de pie, mirando el complejo sistema de seguridad de la cerradura de la caja más grande, cuando había intuido la presencia de Pierce detrás de ella. Al girarse, se habían quedado mirándose en silencio. Ryan había deseado abrazarlo, decirle que lo amaba; pero también se había sentido impotente y había terminado marchándose. Pierce no le había pedido que se quedara ni con gestos ni con palabras.

Desde entonces, Ryan se había mantenido alejada de las cajas fuertes, concentrándose en repasar y supervisar los últimos detalles de producción.

Había que revisar el vestuario. Un foco se había roto en el último momento. Había que sustituir a un técnico que se había puesto enfermo. Y el tiempo, el elemento más crucial de todos, había que ajustarlo al segundo.

Parecía que los imprevistos no tenían fin y Ryan no podía sino dar gracias de que surgieran. De ese modo no tenía tiempo para pensar. El público ya había ocupado sus asientos en el estudio.

Con el corazón en un puño, pero sin dejar que su rostro reflejara sus nervios, Ryan esperó en la cabina de control mientras el director de escenario daba la cuenta atrás final.

El espectáculo empezó.

Pierce estaba sobre el escenario, tranquilo, con todo controlado. El decorado era perfecto: todo estaba limpio y una tenue iluminación le daba un toque misterioso. Vestido con su traje negro, Pierce era un hechicero del siglo XXI, sin necesidad de varitas mágicas ni sombreros de copa.

El agua fluía entre las palmas de Pierce, sus dedos disparaban llamaradas de fuego. Ryan miró cómo clavaba a Bess en la punta de un sable; luego le hacía dar vueltas como una centrifugadora, hasta que le quitaba la espada y Bess seguía girando sin ningún punto de apoyo.

Elaine levitó sobre las llamas de las antorchas mientras el público contenía la respiración. Pierce la encerró en una burbuja de cristal transparente, la cubrió con una tela roja y la elevó tres metros por encima del escenario. Luego la hizo balancearse al compás de la música de Link. Cuando la bajó y retiró la tela, Elaine se había transformado en un cisne blanco.

Alternaba números espectaculares con otros más sencillos pero bellos. Controlaba los elementos, desafiaba a la naturaleza y apabullaba a todos con su maestría.

– Va sobre ruedas -oyó Ryan que decían-. Espérate que no nos den un par de Emmys por este programa. Treinta segundos, cámara dos. ¡Dios, qué bueno es este tío!

Ryan salió de la cabina de control y bajo a un lateral del escenario, junto a los tramoyistas. Se dijo que se había quedado fría porque el aire acondicionado estaba muy fuerte en la cabina. Seguro que haría algo más de calor cerca de Pierce. Los focos daban tanta luz como calor, pero su piel siguió helada. Ryan miró mientras Pierce realizaba una variante de la tele transportación que había hecho en Las Vegas.

Aunque en ningún momento miró hacia ella, Ryan intuía que Pierce notaba su presencia. Tenía que saberlo, pues nunca había pensado en alguien con tanta intensidad.

– Todo va bien.

Ryan levantó la cabeza y vio a Link a su lado.

– Sí, de momento, perfecto.

– Me ha gustado el cisne. Ha sido bonito.

– Sí.

– Quizá debieras ir al vestuario de Bess y sentarte -sugirió Link, que estaba sufriendo al verla tan pálida y preocupada-. Puedes verlo por la tele.

– No, no. Me quedo.

Pierce había sacado un tigre al escenario; un tigre atlético que no paraba de dar vueltas en una jaula. La cubrió con la misma tela que había utilizado para la burbuja. Cuando la quitó, el tigre había desaparecido y fue Elaine la que apareció enjaulada. Ryan sabía que aquél era el último número antes de la fuga. Respiró hondo.

– Link -Ryan le agarró una mano. Necesitaba un sostén en el que apoyarse.

– No le pasará nada -1e aseguró Link al tiempo que le apretaba la mano para darle ánimos-. Pierce es el mejor. Sacaron la más pequeña de las cajas fuertes. Abrieron la puerta y la giraron hacia un lado y otro para enseñarle al público su solidez. Ryan saboreó el amargor del miedo. No oyó las explicaciones que Pierce iba dando a los espectadores mientras un capitán del departamento de policía de Los Ángeles lo esposaba de pies y manos.

Ryan tenía los ojos pegados a la cara de Pierce. Sabía que su cerebro ya estaba encerrado en la caja fuerte. Pierce ya estaba liberándose. No le quedaba más remedio que aferrarse a eso y a la mano que Link le tendía.

Apenas cabía dentro de la primera caja. Los hombros le rozaban los laterales.

“No puede moverse”, pensó de pronto, presa del pánico. Cuando cerraron la puerta, dio un paso hacia el escenario. Link la sujetó por los hombros.

– No puedes, Ryan.

– Pero no puede moverse. ¡No puede respirar! -exclamó mientras observaba horrorizada cómo lo metían en la segunda caja fuerte.

– A estas alturas ya se ha quitado las esposas -la tranquilizó Link, aunque tampoco a él le había gustado ver cómo encerraban a Pierce dentro de la segunda caja-. Seguro que ya está abriendo la puerta de la primera. Trabaja rápido. Tú lo sabes, lo has visto trabajar -añadió para consolar a Ryan tanto como a sí mismo.

– ¡Dios! -exclamó acongojada ella cuando vio que enseñaban la tercera caja. Ryan notó un ligero desvanecimiento y se habría caído al suelo si Link no la hubiese estado sujetando.

La tercera de las cajas engulló las dos más pequeñas y al hombre que había dentro. La cerraron, le pusieron el cerrojo. Ya no había forma de escapar.

– ¿Cuánto llevamos? -susurró Ryan. Tenía los ojos pegados a la caja-. ¿Cuánto tiempo lleva dentro?

– Dos minutos y medio -Link sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda- Tiene margen de sobra.

Link sabía que las cajas estaban tan pegadas que sólo permitían empujar las puertas lo suficiente para que un niño saliese a gatas. Seguía sin entender cómo podía Pierce doblarse y retorcerse como lo hacía. Pero lo había visto hacerlo. A diferencia de Ryan, Link había visto ensayar a Pierce aquella fuga infinidad de veces. El sudor seguía corriéndole por la espalda.

El ambiente estaba cargado. Ryan apenas podía meter aire en los pulmones. Así debía de sentirse Pierce dentro de la caja: sin oxígeno… sin luz.

– ¿Cuánto, Link? -exclamó, temblando como una hoja. El gigantón dejó de rezar para responder.

– Dos minutos cincuenta. Ya casi ha terminado. Está abriendo la tercera caja.

Ryan entrelazó las manos y empezó a contar segundos mentalmente. Los oídos le zumbaban. Se mordió el labio inferior. Aunque nunca se había desmayado, sabía que estaba muy cerca de hacerlo. Cuando se le nubló la visión, apretó los ojos con fuerza para despejarse y se obligó a abrirlos de nuevo. Pero no podía respirar. Pierce se había quedado ya sin aire, igual que ella. En un arrebato silencioso de histeria, pensó que se moriría asfixiada allí de pie mientras Pierce se asfixiaba dentro de las tres cajas. Entonces, vio que se abría la puerta, oyó el suspiro de alivio de todo el público y la salva de aplausos inmediatamente posterior. Pierce estaba de pie, dominando el escenario, sudoroso y respirando profundo.

Ryan perdió el equilibrio. No veía. Durante unos segundos, perdió el conocimiento. Pero lo recuperó al oír que Link la estaba llamando, tratando de reanimarla.

– Ryan, Ryan, ya pasó. Ha salido bien. Está fuera. Está bien.

Ryan se agarró al gigantón y sacudió la cabeza en un intento de despejarse.

– Sí, está fuera -murmuró. Luego miró hacia Pierce un instante, se dio la vuelta y se marchó.

En cuanto dejaron de grabar las cámaras, Pierce salió del escenario.

– ¿Dónde está Ryan? -le preguntó a Link.

– Se ha ido -Link vio una gota de sudor resbalando por la cara de Pierce-. No se encontraba bien. Creo que se ha desmayado unos segundos -añadió al tiempo que le ofrecía la toalla que tenía preparada para él.

Pierce no se secó el sudor ni sonrió como hacía siempre después de finalizar una fuga.

– ¿Adónde ha ido?

– No sé. Simplemente, se ha ido.

Sin decir palabra, Pierce fue a buscarla.


Ryan estaba tumbada, bronceándose bajo un intenso sol. Sentía un ligero picor en el centro de la espalda, pero no se movió para rascarse. Permaneció quieta y dejó que los rayos del sol penetraran su piel.

Había pasado una semana en el yate de su padre bordeando la costa de Saint Croix. Swan la había dejado ir sola, tal corno ella le había pedido, sin hacerle ninguna pregunta cuando Ryan se había presentado en su casa para pedirle el favor. Se había ocupado de todo y la había llevado en persona al aeropuerto. Más tarde, Ryan se dio cuenta de que había sido la primera vez que no la había metido en una limusina y la había mandado sola a tomar el avión.

Llevaba varios días tostándose al sol, nadando y tratando de dejar la mente en blanco. Ni siquiera se había pasado por su apartamento después del espectáculo. Había ido a Saint Croix con lo puesto. Si necesitaba algo, ya lo compraría en la isla. No había hablado con nadie, salvo con la tripulación del yate, ni había mandado mensaje alguno a Estados Unidos. Durante una semana, sencillamente, se había borrado de la faz de la Tierra.

Ryan se dio la vuelta y, tumbada ahora sobre la espalda, se cubrió los ojos con las gafas de sol. Sabía que si no se obligaba a pensar, la respuesta que necesitaba surgiría espontáneamente con el tiempo. Cuando llegara, sería la decisión acertada y actuaría en consecuencia. Mientras tanto, esperaría.


Estaba en la sala de trabajo. Pierce barajó las cartas del Tarot y cortó el mazo. Necesitaba relajarse. La tensión lo estaba consumiendo.

Después de la grabación, había buscado a Ryan por todo el edificio. En vista de que no la localizaba, había roto una de sus normas fundamentales y había hecho saltar el cerrojo del apartamento de Ryan. La había esperado allí durante toda la mañana siguiente. Pero no había regresado a casa. Pierce se había vuelto loco, había dado rienda suelta a toda su rabia para que ésta bloquease el dolor de la pérdida. La rabia, la rabia que siempre había mantenido bajo control, lo desbordó. Link había soportado su genio en silencio.

Había necesitado varios días para estabilizarse. Ryan se había ido y tenía que aceptarlo. Sus propias normas lo dejaban sin opción alguna. Pues, aunque supiese dónde localizarla, no podría recuperarla.

Durante la semana que había transcurrido, no había trabajado nada. No había tenido fuerzas. Cada vez que había intentado concentrarse, se había encontrado con la imagen de Ryan. Había recordado el sabor de su boca, el calor de tenerla entre los brazos. Era todo cuanto podía evocar. Tenía que sobreponerse. Pierce sabía que si no retomaba su ritmo, no tardaría en estar acabado.

Se había quedado solo mientras Link y Bess disfrutaban de su luna de miel en las montañas. Tras recuperarse del impacto inicial, había insistido en que siguiesen adelante con sus planes. Los había expulsado de casa con una sonrisa en la boca, obligándose a mostrarse feliz y transmitirles alegría mientras un vacío absorbente se cernía sobre su propia vida.

Ya era hora de volver a lo único que le quedaba. E incluso eso le daba un poco de miedo. Ya no estaba seguro de que le quedara algún resto de magia.

Pierce dejó las cartas a un lado y se dispuso a preparar uno de sus números más complicados. No quería ponerse a prueba con algo sencillo. Pero no había hecho sino empezar a concentrarse y estirar las manos cuando levantó la cabeza y la vio.

Pierce miró fascinado el espejismo. Jamás se le había presentado una imagen tan vívida de Ryan. Hasta podía oír sus pasos por la mazmorra camino del escenario. Cuando percibió su fragancia, el corazón empezó a palpitarle. Se preguntó, casi con indiferencia, si estaba volviéndose loco.

– Hola, Pierce.

Ryan lo vio sobresaltarse, como si lo hubiese despertado de un sueño.

¿Ryan? -la llamó él, pronunciando el nombre con suavidad, dudando todavía de su presencia.

– La puerta no estaba cerrada, así que he entrado. Espero que no te importe.

Pierce siguió mirándola, incapaz de articular palabra. Ryan subió los escalones que daban al escenario.

– ¿Estabas ensayando?, ¿interrumpo?

Pierce siguió la mirada de Ryan y vio el frasco de cristal que tenía en la mano y los cubos de colores que había sobre la mesa.

– ¿Ensayando? No…, no importa -Pierce dejó el frasco. En el estado en el que se encontraba, no habría sido capaz de realizar ni el juego de cartas más elemental.

– No voy a tardar mucho -dijo ella sonriente. Nunca lo había visto tan descompuesto y estaba convencida de que jamás volvería a verlo así-. Quiero que hablemos de un contrato nuevo.

– ¿Contrato? -repitió Pierce, como hipnotizado por los ojos de Ryan.

– Sí, he venido por eso.

– Entiendo… Tienes buen aspecto -comentó. Estaba deseando tocarla, pero mantuvo las manos sobre la mesa. No volvería a tocar lo que ya no le pertenecía. Por fin, consiguió reaccionar y le acercó una silla-. ¿Dónde has estado?

Aunque sonó como una acusación, Ryan se limitó a seguir sonriendo.

– Fuera -contestó sin entrar en detalles. Luego dio un paso al frente-. Dime, ¿has pensado en mí?

Pierce dio un paso atrás.

– Sí, he pensado en ti.

– ¿Mucho? -preguntó Ryan al tiempo que avanzaba hacia él de nuevo.

– ¡Ryan, no! -dijo Pierce a la defensiva, retrocediendo otro paso más.

– Yo he pensado mucho en ti -continuó ella como si no lo hubiese oído-. Constantemente, aunque intentaba evitarlo. ¿Es posible que también hagas pócimas de amor?, ¿me has hechizado, Pierce? Porque he intentado odiarte y olvidarte con todas mis fuerzas, pero ha sido inútil ante el poder de tu magia -añadió, dando un nuevo paso hacia él.

La fragancia de Ryan le embriagaba los sentidos.

– No…, no tengo poderes sobrenaturales. Sólo soy un hombre, Ryan. Y tú eres mi debilidad. No me hagas esto -Pierce negó con la cabeza y se obligó a controlarse-. Tengo que seguir trabajando.

Ryan miró hacia la mesa y jugueteó con uno de los cubos de colores.

– Ya tendrás tiempo. ¿Sabes cuántas horas hay en una semana? -preguntó sonriente.

– No. Ya basta, Ryan… -dijo Pierce. La sangre le palpitaba en las sienes. La necesidad aumentaba hasta límites inmanejables.

– Ciento sesenta y ocho-susurró ella-. De sobra para recuperar el tiempo perdido.

– Si te toco, no dejaré que vuelvas a marcharte.

– ¿Y si te toco yo a ti? -Ryan le puso una mano en el pecho.

– No -la avisó de inmediato-. Deberías irte mientras puedas.

– Volverás a hacer esa fuga, ¿verdad?

– Sí… Maldita sea, sí -respondió Pierce. Los dedos le cosquilleaban, ansiosos por acariciarla-. Ryan, por favor, márchate.

– Así que la harás -prosiguió ésta-. Y en algún momento harás otras fugas, probablemente más peligrosas o, como poco, que den más miedo. Porque así es como eres. ¿No fue eso lo que me dijiste?

– Ryan…

– Pues ése es el hombre del que me enamoré -afirmó ella con calma-. No sé por qué pensé que podía o debía intentar cambiarte. Una vez te dije que eras exactamente como quiero y era verdad. Pero supongo que he tenido que aprender lo que eso significaba. ¿Todavía me quieres, Pierce?

Éste no respondió, pero ella vio que los ojos se le oscurecían, notó que el corazón se le aceleraba debajo de su palma.

– Puedo marcharme y llevar una vida muy tranquila y rutinaria -prosiguió Ryan, dando un último paso hacia Pierce-. ¿Es eso lo que me deseas?, ¿tanto daño te he hecho como para que me desees una vida de aburrimiento insufrible? Por favor, Pierce, ¿no puedes perdonarme? -murmuró.

– No hay nada que perdonar-contestó él mirándola a los ojos-. Por Dios, Ryan, ¿no ves lo que me estás haciendo? -añadió desesperado al tiempo que le retiraba la mano que le había puesto en el pecho.

– Sí, y me alegro mucho. Tenía miedo de que me hubieses expulsado de tu corazón. Voy a quedarme, Pierce. No puedes hacer nada para echarme -Ryan entrelazó las manos tras la nuca de Pierce y dejó la boca a un centímetro de la de él-. Dime otra vez que me vaya.

– No… No puedo -Pierce la aplastó contra su torso. Luego bajó la cabeza y se apoderó de su boca. Devoró sus labios en un beso ardiente y doloroso y notó que Ryan respondía con la misma fiereza-. Es demasiado tarde… No volveré a dejarte la puerta abierta, Ryan. ¿Entiendes lo que te digo? -murmuró sin dejar de abrazarla.

– Sí, te entiendo -Ryan echó la cabeza hacia atrás para verle los ajos-. Pero también estará cerrada para ti. Y pienso asegurarme de que no puedas saltar este cerrojo.

– Nada de fugas. Ninguno de los dos -dijo justo antes de capturar su boca de nuevo con tanta fogosidad como desesperación-. Te quiero, Ryan. Te amo. Lo perdí todo cuando me dejaste -afirmó mientras le cubría la cara y el cuello de besos.

– No volveré a dejarte -aseguró ella. Luego le sujetó la cara entre ambas manos para detener sus labios-. Me equivoqué pidiéndote que no hicieras la fuga. Me equivoqué al salir corriendo. No confiaba suficientemente en ti.

– ¿Y ahora?

– Te quiero, Pierce, tal como eres.

Éste la abrazó de nuevo y posó la boca sobre su cuello.

– Preciosa Ryan, eres tan pequeña, tan delicada. ¡Dios, te deseo tanto! Vamos arriba, a la cama. Deja que te haga el amor como es debido.

El pulso se le disparó al oír las palabras roncas y serenas de Pierce. Ryan respiró profundo, le puso las manos en los hombros y se apartó.

– Tenemos que resolver lo del contrato.

– A la porra el contrato -Pierce trató de abrazarla de nuevo.

– Ni hablar -Ryan dio un paso atrás-. Quiero que esto quede zanjado.

– Ya te firmé el contrato: tres especiales en tres años -le recordó Pierce impaciente-. Venga, ven.

– Éste es nuevo -insistió ella sin hacerle caso-. Un contrato en exclusiva para toda la vida.

– Ryan, no voy a atarme a Producciones Swan para toda la vida -contestó él frunciendo el ceño.

– A Producciones Swan no -repuso ella-. A Ryan Swan.

La respuesta irritada que colgaba de la punta de su lengua no llegó a materializarse. Ryan vio que el color de sus ojos cambiaba, se intensificaba.

– ¿Qué clase de contrato?

– Un contrato entre tú y yo, en exclusiva, para toda la vida -repitió. Ryan tragó saliva. Empezaba a perder la confianza que la había impulsado hasta ese momento.

– ¿Qué más?

– El contrato tiene que entrar en vigor de inmediato e incluir una ceremonia oficial y una celebración que tendrá lugar lo antes posible. El contrato incluye urca cláusula sobre descendencia -añadió y vio que Pierce enarcaba una ceja-. El número de descendientes es negociable.

– Entiendo -dijo él al cabo de un momento-. ¿Alguna cláusula de penalización?

– Sí, si intentas romper alguna de las condiciones, tengo derecho a asesinarte.

– Muy razonable. Su contrato es muy tentador, señorita Swan. ¿Cuáles son mis beneficios? -preguntó Pierce.

– Yo.

– ¿Dónde firmo? -Pierce la estrechó entre los brazos de nuevo.

– Justo aquí -Ryan suspiró y le ofreció la boca. Fue un beso delicado, prometedor. Dio un gemido y se apretó contra Pierce.

– Esa ceremonia, señorita Swan -Pierce le mordisqueó el labio inferior al tiempo que le recorría el cuerpo con las manos-, ¿cuándo cree que tendrá lugar?

– Mañana por la tarde -contestó Ryan y soltó una carcajada-. No pensarías que iba a dejarte tiempo para fugarte, ¿no?

– Vaya, veo que he encontrado la horma de mi zapato.

– Totalmente -Ryan asintió con la cabeza-. Te advierto que tengo algunos ases debajo de la manga -añadió al tiempo que agarraba las cartas del Tarot. Ryan sorprendió a Pierce barajándolas con destreza. Llevaba meses practicando.

– Muy bien -Pierce sonrió-. Estoy impresionado.

– Todavía no has visto nada -le prometió ella sonriente-. Elige una carta. La que quieras.


***

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