Capítulo 9

El viaje de vuelta a Nueva York le pareció eterno. Intentaba entusiasmarse por volver a Manhattan, a su vida normal. Pero no podía hacerlo. Cada kilómetro que pasaba era un puñal en su corazón.

Durante dos semanas había vivido otra vida, rodeada de cariño, de afecto, de sueños de futuro… ¿Qué la esperaba en la ciudad sino caros adornos navideños? Una chica no puede meterse en la cama con un adorno de Navidad, por muy clásico o elegante que sea.

Mirando el paisaje, recordó su noche con Alex, recordó la carita de Eric, las bromas de Jed…

Después de vivir en Stony Creek, su vida en la ciudad le parecía banal, vacía, sin sentido. ¿De verdad le importaba el muérdago más fresco, el adorno más exclusivo? ¿Le importaba que estuvieran hechos de maderas nobles o de plástico? Y si tenía que convencer a otro cliente de que el espumillón estaba pasado de moda… se pondría a gritar.

Angustiada, dejó escapar un suspiro.

– Las navidades son difíciles para todos, querida.

Holly miró a la anciana que iba sentada a su lado. Había subido en Schenectady y olía a uno de esos perfumes antiguos, típicos de las abuelas.

– Estoy bien, solo un poco cansada.

– ¿Vas a visitar a tus parientes? Yo voy a ver a mi hija. Vive en Brooklyn. A lo mejor la conoces, se llama Selma Godwin.

Ella negó con la cabeza.

– No, no la conozco.

– Lleva una vida muy emocionante en Nueva York. Siempre trabajando y cuidando de su familia. A veces creo que no tiene tiempo de vivir de verdad. ¿Y tú?

– ¿Si tengo una familia?

– Si vives de verdad.

– No -contestó Holly-. No lo creo. De hecho, por eso viajo en este tren. Si viviese de verdad estaría cenando con la familia Marrin, no tomando una cena fría en Manhattan. Y si pasar la Nochebuena sola no fuera suficientemente patético, mañana tengo el premio doble: Navidad y mi cumpleaños.

– Tómate una copa de coñac, querida. No te sentirás tan sola. En mis tiempos no usábamos antidepresivos cuando estábamos tristes. Sencillamente, tomábamos una copita de coñac -rió la mujer-. ¿Por qué no me cuentas qué te pasa? A lo mejor te ayuda.

De repente, Holly sintió la necesidad de contarle su vida. Además, quizá un punto de vista objetivo la ayudaría, ya que ella era incapaz de tomar una decisión.

– Todo empezó cuando me ofrecieron un trabajo como… bueno, algo así como un ángel de Navidad.

Le contó la historia mientras el tren recorría los kilómetros que la separaban de Nueva York, con la anciana asintiendo sin hacer comentarios.

– Al principio no nos llevábamos bien, pero luego todo cambió. ¿Usted cree en el amor a primera vista?

La mujer se encogió de hombros.

– Si es amor, es amor. Sea a primera vista o no. Lo que sé del amor es que debes escuchar a tu corazón, cariño. Cuando yo conocí a Harold me volví loca, pero él ni siquiera se había fijado en mí. Cuando por fin se molestó en mirar… se enamoró. Más tarde me enteré de que me ignoraba porque me tenía miedo. ¿Te lo puedes creer? Miedo de mí. Pero yo siempre supe que me quería.

– ¿Y de qué tenía miedo?

– Supongo que de no tener lo que hacía falta para hacerme feliz. Pero estar con él me daba toda la felicidad que necesitaba -suspiró la anciana-. ¿Estás enamorada de ese hombre?

– Sí. Y él también de mí. Pero, ¿eso es suficiente? ¿Cómo voy a saber si el amor durará? Tengo tantas preguntas… y ninguna respuesta.

El tren se detuvo entonces y Holly se dio cuenta de que habían llegado a Nueva York.

– Solo tú sabes cómo hacer realidad tus sueños -sonrió su acompañante, levantándose-. Si escuchas a tu corazón, no te equivocarás. Bueno, querida, ha sido un placer conocerte. Que tengas unas felices fiestas.

– Espere -dijo Holly. Después de una conversación tan íntima, no podía marcharse así como así-. Ni siquiera me he presentado. Me llamo Holly Bennett. ¿Y usted? Podríamos tomar un café…

No quería ir a su solitario y frío apartamento. Ni siquiera había puesto un árbol de Navidad.

La anciana le guiñó un ojo.

– Me llamo Louise, pero puedes llamarme… tu ángel de Navidad.

La enigmática Louise bajó del tren y, antes de que Holly pudiera reaccionar, se había perdido entre los pasajeros que llenaban el andén.

– Solo tú sabes cómo hacer tus sueños realidad -repitió en voz baja-. Podría hacer mis sueños realidad ahora mismo si no fuera tan cobarde… Podría escuchar a mi corazón y cambiar el curso de mi vida.

De repente, su corazón se inundó de alegría. Era como si hubiesen encendido todas las luces de Nueva York. Holly bajó al andén y corrió hacia la taquilla. Si no había billete de vuelta a Schuyler Falls, alquilaría un coche… iría andando si hiciera falta. Aquellas podrían ser las mejores navidades de su vida, sin preguntas, sin presiones, sencillamente haciendo lo que le dictaba el corazón.

– ¡Holly!

– ¡Meg! ¿Qué haces aquí?

– He llamado a la granja y Alex Marrin me ha dicho que habías tomado el tren -contestó su ayudante, metiéndose las manos en los bolsillos del abrigo.

– ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?

– No, es que… he hecho algo que no debería haber hecho, pero ha sido con la mejor intención. La verdad, no esperaba que volvieses. Pensé que te darías cuenta de que estás enamorada de él y te quedarías en la granja, pero me ha salido mal.

– Meg, ¿qué has hecho?

– Yo envié las rosas -contestó su ayudante, mirando al suelo-. Soy una mala amiga y entiendo que quieras despedirme inmediatamente. Pero pensé que si te veías obligada a elegir…

Holly soltó una carcajada.

– ¿Tú enviaste las flores? Gracias a Dios… ¿Sabes lo que eso significa?

– ¿Que estoy sin trabajo?

– No, tonta. Significa que no tengo que ver a Stephan para decirle que nunca he querido casarme con él.

– Entonces, ¿sigo teniendo trabajo?

– No podría despedirte. Además, a partir de ahora te asciendo a la categoría de directora general…

– ¿Cómo?

– Me voy a Schuyler Falls, Meg. Voy a vivir con el hombre del que estoy enamorada.

– ¿Vas a casarte con Alex Marrin?

– Bueno, aún no me lo ha pedido, pero pienso convencerlo de que seré una esposa fantástica. Debería haberme quedado, pero el viaje en tren me ha hecho ver que estaba cometiendo un error.

– ¿Y eso?

– Es una larga historia… Pero cuanto más me alejo de los Marrin, más necesito verlos. Estoy enamorada de Alex y quiero vivir con él. Y pienso volver a Schuyler Falls ahora mismo para ser parte de su familia.


– ¿A qué hora sale el tren? ¿Tú crees que Holly se alegrará de que vayamos a verla? ¿Puedo sentarme al lado de la ventanilla?

Alex observó a su hijo paseando de un lado a otro del andén, nervioso. Tan nervioso como él.

En cuanto la furgoneta desapareció por la carretera, Alex maldijo su orgullo y su cobardía por no pedirle que se casara con él. Pero todo eso iba a cambiar, pensó entonces, tocando la bolsita que llevaba en el bolsillo. Afortunadamente Eric lo había desobedecido, yendo a la estación sin su permiso. De modo que los dos acabaron allí, esperando el siguiente tren a Nueva York.

– ¿Cómo has podido dejarla ir, papá?

– Fue un momento de locura -suspiró él-. Como tú, cuando viniste a la estación sin pedirme permiso -añadió, mirándolo con expresión severa.

– Pero me encontraste. Aunque no te dije dónde iba, sabías que estaría aquí.

– Tus viajecitos a los almacenes Dalton y la estación van a terminarse, amigo. O estarás castigado hasta que cumplas los quince años.

– Es que merecía la pena, papá. Vamos a buscar a mi ángel de Navidad… Puedes devolver todos mis juguetes si quieres. Y puedes quedarte con el coche que el abuelo pensaba regalarme cuando cumpliera los dieciséis.

– ¿Tanto deseas que vuelva Holly?

El niño asintió.

– Quiero que viva con nosotros para siempre. Y que me haga galletas y me lea cuentos y me enseñe a tocar el piano… y a hablar con las chicas.

Alex sonrió.

– ¿Habéis hablado de chicas?

– Hemos hablado de todo. Holly sabe mucho de chicas… seguramente porque ella es una.

– Sí, claro, eso ayuda. Es difícil entender a las mujeres.

– Sí -asintió Eric-. Y a ti no se te da bien, papá. Así que será mejor que esto funcione. No quiero que vuelvas a meter la pata.

– ¿Y si no funciona? -preguntó Alex-. Yo no puedo obligarla a volver. No se puede obligar a nadie para que te quiera.

– Pero Holly nos quiere -protestó Eric.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho?

– No tenía que decirlo, lo sé. Además, lo he visto en cómo te mira. Pone cara de tonta, como Eleanor Winchell cuando mira a Raymond.

– ¿En serio?

– Sí. Además, Kenny se dio cuenta enseguida.

Alex se sentó de nuevo en el banco. Debería haberle pedido que se casara con él, debería haberle dicho que no podía vivir sin ella. Debería haber olvidado sus miedos.

– ¡El tren! -exclamó Eric.

– No es ese, cariño. Ese viene de Nueva York. Nuestro tren no sale hasta dentro de media hora.

– ¿Cuánto tardaremos en llegar?

– Unas tres horas. Será muy tarde cuando lleguemos a casa de Holly y puede que esté dormida.

– ¿Seguirá siendo Nochebuena?

– No, ya será el día de Navidad.

Eric suspiró desilusionado. Alex lo miró un momento y después desvió su atención al tren que entraba en la estación. Veía por las ventanillas a los pasajeros bajando sus maletas y, por un momento, le pareció ver a una mujer que se parecía mucho a Holly, pero… la veía por todas partes, no podía dejar de pensar en ella.

¿Qué le diría cuando llegasen a su casa? Tendría que disculparse por despertarla, por aparecer sin avisar y probablemente por todo lo que había hecho mal durante las últimas dos semanas. Después, le hablaría de sus sentimientos e intentaría convencerla de que abandonase su vida en Nueva York para vivir con él en Stony Creek.

Si ella insistía en vivir en Nueva York, tendría que encontrar la forma de mantener la granja hasta que Eric tuviese edad para heredarla. No sería fácil, pero tampoco imposible. Lo único que sabía era que, fuese como fuese, tenía que estar con ella.

Eric tiró entonces de su manga.

– ¡Papá, mira!

– Todavía no es la hora, hijo.

– ¡No, mira! -exclamó el niño, señalando a los pasajeros.

– ¿Qué?

– ¡Es nuestro ángel de Navidad!

Holly se materializó entre los pasajeros como por arte de magia.

Alex se levantó y dio un paso hacia ella, sin saber si era real o solo un sueño. Fuera lo que fuera, era la mujer más bella que había visto en su vida. Y, fuera lo que fuera, sabía algo con certeza, sabía que estaba mirando su futuro.


El andén estaba lleno de gente cuando Holly bajó del tren. Y entonces no estuvo segura de lo que estaba haciendo. Todo le había parecido tan claro en Nueva York, con el billete de vuelta en la mano… Pero una vez allí no estaba tan segura.

Eran las nueve e imaginó que Alex, Eric y Jed estarían preparando la cena de Nochebuena. O quizá habrían ido a la iglesia.

– Llamaré primero -murmuró, volviéndose para buscar una cabina-. Pero quizá no debería llamar. ¿Y si me dice que vuelva a mi casa?

Tenía que haber taxis en la puerta de la estación. Aparecería en Stony Creek sin avisar y…

Entonces vio a Alex en el andén. Temblorosa, dejó caer la maleta sin darse cuenta. Habría querido echarse en sus brazos, pero no podía moverse.

Alex se acercó y todo, la estación, los pasajeros, las luces, todo desapareció. Solo oía los latidos de su corazón, solo veía los ojos azules del hombre que amaba.

– Estás aquí. ¿Cómo sabías que iba a volver?

– No lo sabía -contestó él, sacando dos billetes del bolsillo-. Eric y yo pensábamos ir a Nueva York a buscarte.

Los ojos de Holly se llenaron de lágrimas.

– ¿Pensabais ir a buscarme?

– Sé que lo he hecho todo mal, pero voy a compensarte, te lo juro -dijo Alex, sacando una bolsita de terciopelo-. Debería haberte dado esto cuando te pedí que te quedases, pero me alegro de poder hacerlo ahora. Holly, te quiero -dijo, poniendo un anillo en su dedo-. Y nunca dejaré de hacerlo. ¿Quieres casarte conmigo?

– ¿Casarme contigo?

– Te quiero en mi vida y en la vida de Eric… para siempre. Cásate conmigo, amor mío. Haz que mi vida sea perfecta.

Holly miró el anillo, estupefacta. El diamante brillaba con mil colores bajo las luces del andén.

– Este anillo era de mi bisabuela. Y quiero que sea tuyo.

Sus ojos estaban llenos de lágrimas y lo veía todo borroso, como si fuera un sueño. Pero era real. Ya no tenía ninguna duda. La escena era perfecta, con los tres en el andén, villancicos sonando a través de los altavoces y copos de nieve cayendo alrededor…

– Por favor, di que sí -murmuró Eric, tomando su mano-. Por favor, Holly.

– Sí -dijo ella-. Sí, Alex. Me casaré contigo.

El niño lanzó un grito de alegría cuando su padre la besó. Después, tomó a Eric en brazos y los tres salieron de la estación.

Holly siempre había trabajado tanto para que las navidades de los demás fuesen perfectas… Y en aquel momento, junto a Alex y Eric, se dio cuenta que unas navidades perfectas no tenían nada que ver con el árbol y los adornos.

Unas navidades perfectas estaban llenas de amor, de felicidad… con una familia y un hogar. Y para Holly, aquellas fueron sus navidades perfectas.

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