No había salido el sol cuando se despertó. Alex respiró profundamente el olor del pelo de Holly… Durante la noche se había dado la vuelta y estaba abrazado a ella por la cintura. Había dormido de maravilla; era como si estuvieran hechos para empezar y terminar el día de esa forma.
Cuando llevó los juguetes por la noche no planeaba terminar en la cama. Solo quería ver su cara otra vez antes de irse a dormir, como si tuviera que asegurarse de que seguía allí. Pero entonces ocurrió lo inevitable.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer, que se preguntaba si sabría darle placer.
Entonces recordó cuando estaba dentro de ella, el segundo en que los dos llegaron al clímax. «Perfecto», pensó. Nunca había hecho el amor sintiendo aquella conexión, aquel lazo invisible. El acto parecía haber sellado un pacto entre los dos, un pacto que no podría romperse.
Alex miró el despertador de la mesilla. Eran las cinco de la mañana y su padre estaría a punto de levantarse para empezar a trabajar.
Si se iba en aquel momento, podría entrar en la casa y cambiarse de ropa antes de que lo viera. Pero la cama estaba calentita y el cuerpo de Holly era tan suave… estaría loco si se fuera.
Qué cambio. Había decidido no creer en la profundidad de sus sentimientos, convencido de que ella le haría tanto daño como Renee. Pero era mayor y sabía mucho más. Y no miraba a Holly a través de un velo de inocencia. La veía como lo que era, una mujer a la que podría amar toda la vida.
Acarició su pelo entonces, preguntándose qué le depararía la mañana. ¿Lamentaría ella lo que había pasado o se daría cuenta de que estaban hechos el uno para el otro?
Alex besó su hombro y Holly se movió un poco, pero estaba profundamente dormida.
No tenía derecho a esperar nada. ¿Qué había dicho ella? «No quiero promesas que no puedas cumplir». Había jurado no hacerle promesas a ninguna mujer… pero la idea de prometerle amor y respeto para siempre no le parecía tan horrible en aquel momento. Todo lo contrario.
Alex se levantó y la cubrió con la manta, rozando su espalda con los dedos. Tuvo que resistir la tentación de despertarla y hacerle el amor de nuevo. Solo se habían dormido un par de horas antes. Holly y él tenían muchas cosas de qué hablar, pero tendría que esperar a que se despertase.
Saltó de la cama y buscó su ropa por el suelo. Cuando estuvo vestido, apartó un mechón de pelo de su cara y la miró durante unos segundos. Nunca había visto una mujer más bonita. No porque hubieran hecho el amor, sino porque sabía que era la mujer de su vida.
– Despierta, cariño.
Holly abrió los ojos, medio dormida.
– ¿Por qué te vas? ¿Pasa algo?
– No, todo está bien. Pero tengo que volver a casa. Mi padre estará a punto de levantarse y luego… Eric. Siempre soy yo quien despierta al niño.
– ¿Volverás cuando se haya ido al colegio?
– Te lo prometo -sonrió Alex-. Si me prometes no moverte de aquí hasta que vuelva.
– Te lo prometo.
Entonces la besó larga, profundamente.
– Volveré -dijo en voz baja.
Con desgana, abrió la puerta y recorrió el camino helado hasta la casa. La cocina estaba a oscuras y…
– Te has levantado muy temprano.
La voz de su padre lo sobresaltó. Jed siempre estaba vestido, como si durmiese con la ropa puesta, pero no se había afeitado.
– Buenos días, papá.
– O a lo mejor no te has ido a la cama todavía. ¿No llevas la misma ropa que anoche?
– ¿Te has convertido en un experto en moda? Nunca te habías fijado en mi ropa.
– Esa no es la ropa de trabajo -sonrió su padre-. Pero claro, hasta ahora nunca había habido una chica guapa en la casa de invitados… Quieres que se quede, ¿verdad?
Alex se pasó una mano por el pelo.
– Sí, creo que sí. Pero me da miedo pedírselo.
– ¿Por qué?
– Porque tengo miedo de que me rechace. O peor, que acepte y volver a estropearlo todo como hice con Renee.
– Hijo, tú no lo estropeaste con Renee. Hiciste todo lo que estuvo en tu mano para que ese matrimonio funcionase. ¿Cuántos hombres aceptarían que su mujer viviese en Nueva York la mitad del año? Ella no era para ti. Quizá ahora has encontrado a tu alma gemela.
– Yo pensé que Renee era la mujer de mi vida.
– No, tú pensabas que Renee era guapísima, elegante y sofisticada. Estabas embobado. Y Renee pensó que eras lo suficientemente rico como para financiar su carrera artística. Era una egoísta. Y si no se hubiera quedado embarazada dos meses después de casaros, seguramente no habríais durado ni un año.
– Eso solo prueba que no sé elegir a las mujeres. Hasta este momento, yo pensaba que Renee se había casado conmigo porque me quería. Gracias por abrirme los ojos, papá.
Jed sonrió, irónico.
– Para eso estamos.
Alex volvió a pasarse una mano por el pelo.
– ¿Cómo voy a saber si me equivoco o no? Solo conozco a Holly desde hace dos semanas. No sé nada de su familia, ni qué perfume usa, ni cuál es su color favorito.
– Pero hay muchas cosas que sí sabes.
– No sé si quiere vivir en una granja. Es una chica de Nueva York… sus amigos están allí, su trabajo, todo. ¿Qué va a hacer en Stony Creek?
– Tú sabes lo que hay en tu corazón, Alex. Eso es lo único importante.
– ¿Y qué hay en el corazón de Holly?
– Eso no lo sabrás hasta que le preguntes. Pero te digo una cosa, hijo, si dejas que se vaya sin decirle lo que sientes, siempre te preguntarás qué habría pasado -murmuró Jed, pasándose una mano por el mentón-. Espera un momento. Tengo algo que podría ayudarte.
Su padre salió de la cocina y Alex se sirvió una taza de café. Si tuviera un poco más de tiempo… un mes o dos. Entonces se libraría de las dudas. Todo parecía tan simple cuando la tenía en sus brazos…
Pero si no se arriesgaba, ¿cuál iba a ser su futuro? Una larga vida de soledad, una cama helada y un corazón vacío. Criar a un hijo sin su madre, no llenar nunca la casa con un montón de niños, como siempre había deseado…
Alex sonrió. Holly y él tendrían unos hijos preciosos. Quizá una niña de ojos verdes como los suyos. Y un hermanito como Eric. Si Holly se quedase, su vida significaría algo.
– Llevo algún tiempo queriendo darte esto -dijo Jed entonces, entrando de nuevo en la cocina con una bolsita de terciopelo negro-. Pero estaba esperando que llegase el momento adecuado.
Alex tomó la bolsita y de ella sacó un anillo de diamantes.
– Era de mamá.
– Era de tu abuela. Y antes, de la madre de esta. Tu mujer debería llevarlo, ¿no crees?
– Renee era mi…
– Ella no se lo merecía -lo interrumpió su padre-. Pero creo que ese anillo quedaría muy bien en el dedo de Holly.
– Casarme… ese es un paso demasiado grande. No estoy preparado, papá. No pienso pedirle a Holly que se case conmigo en solo dos semanas.
Pero miraba el anillo con ternura. Quedaría precioso en el dedo de Holly. Y a ella le encantaría. Le gustaban mucho las tradiciones y las cosas antiguas…
– Eres un Marrin. No debes esperar. Si ella es la mujer de tu vida, tienes que decírselo.
– Yo creo que esa tradición familiar debería terminar conmigo, papá. Tengo que pensar en Eric. ¿Y si las cosas no salen bien? Tú sabes lo que sufrió cuando Renee se marchó… no quiero volver a hacerle daño.
Jed puso las manos sobre los hombros de su hijo.
– No pierdas el tiempo, Alex. Si dejas que Holly se vaya, puede que no vuelva nunca.
Su padre tomó el chaquetón y salió de la casa, dejándolo pensativo. Pero, por mucho que pensara, no se le ocurría un plan lógico.
Quizá el amor no era lógico. Quizá era algo loco e irracional. Resultaba mucho más fácil cuando se era joven, la decisión clara, las consecuencias todavía desconocidas.
Alex volvió a guardar el anillo en la bolsita de terciopelo y subió a su dormitorio. Cuando se miró al espejo de la cómoda, comprobó que tenía cara de sueño y el pelo aún revuelto por los dedos de Holly. Pero también vio algo que no había visto antes: una paz y una calma nuevas, como si finalmente hubiera encontrado lo que buscaba.
Si pudiera hacer que durase para siempre…
– ¡Holly, Holly! ¿Estás ahí?
Ella abrió los ojos y alargó la mano para tocar el sitio donde había dormido Alex. Pero estaba vacío. Se había marchado al amanecer…
Holly sonrió, recordando. Se sentía relajada, saciada… miró entonces por debajo de la sábana. Y muy perversa. Nunca antes había dormido desnuda.
– Holly, soy yo, Eric. ¿Puedo entrar?
Ella se sentó en la cama al recordar que Alex no podría haber cerrado la puerta por fuera.
– ¡Espera un momento! -gritó, buscando su ropa.
A toda prisa, se puso el jersey del día anterior y los pantalones del pijama. Había juguetes tirados por el suelo y, con la precisión de un jugador de fútbol, los pateó debajo de la cama.
El picaporte empezó a girar.
– ¿Estás despierta? ¿Puedo entrar?
Holly corrió para tomar un robot y esconderlo debajo del jersey. Un segundo después, Eric entraba en la habitación como una tromba. En la mano llevaba un ramo de flores.
– ¡Mira, te han mandado flores! ¡Acaban de llegar! Y no son de plástico, son de verdad. Creo que son rosas.
– Alex -murmuró ella.
Qué maravillosa forma de empezar el día… Entonces oyó un pitido saliendo por debajo de su jersey… el robot, el robot se había encendido.
– ¿Qué es eso? -preguntó Eric.
– Nada, mi estómago. Es que tengo hambre.
El niño hizo una mueca.
– Mi estómago no hace ese ruido.
– ¡Buenos días!
Ambos levantaron la mirada al oír la voz de Alex en la puerta. Llevaba la ropa de trabajo y tenía nieve en el pelo.
– ¡Papá, mira, a Holly le han mandado flores!
Sus ojos se encontraron y, al hacerlo, renacieron los recuerdos de la noche anterior. El deseo, la necesidad de tocarse, la rendición final por parte de los dos. Holly se puso colorada. Y se preguntó cuándo volverían a compartir cama. ¿Dormiría con ella por la noche o robarían algunas horas durante el día?
– Gracias -murmuró, sonriendo.
– Yo no te he enviado las flores -dijo Alex.
Ella parpadeó, sorprendida.
– ¿No has sido tú? Entonces… ¿quién me ha enviado dos docenas de rosas?
– A lo mejor hay una tarjeta -sugirió él.
Eric miró entre las flores y sacó un sobrecito.
– ¡Mira, aquí está! ¿Quieres que la lea?
– Si sabes hacerlo.
– Claro que sé. Soy el mejor de mi clase -murmuró el niño, ofendido-. Aquí dice… Feliz Navidad. Llámame. Te quiero, Step… Step… hand. ¿Quién es Stephan?
Holly le quitó la tarjeta de las manos.
– ¿Stephan? -repitió-. Pero no lo entiendo…
¿Habría cambiado de opinión? ¿Habría dejado a su prometida, la hija del millonario?
– ¿Quién es Stephan?
– Eric, ve a ayudar a tu abuelo en el establo. Está en el box de Jade.
– Pero…
– Haz lo que digo -lo interrumpió su padre, muy serio.
El niño salió de la habitación, suspirando. Alex no se movió y no dijo una palabra, como si esperase una explicación.
Pero Holly no podía dársela. No sabía por qué Stephan le enviaba flores… especialmente en aquel momento. A menos que quisiera volver con ella.
– Esto no tiene sentido -murmuró.
– Flores de tu prometido. Qué raro, ¿no?
– No estoy prometida, Alex -suspiró ella-. Stephan me pidió que me casara con él y le dije que lo pensaría. Estuve casi un año pensándolo y hace poco me enteré de que se había prometido con otra mujer.
– Entonces, cuando me dijiste que estabas prometida…
– Era una pequeña exageración -sonrió Holly-. Bueno, una mentira. Pero tenía mis razones.
– Pues evidentemente tu «casi» prometido ha cambiado de opinión.
– No puede ser. Se supone que va a casarse en junio. No he hablado con él en nueve meses. ¡Ni siquiera sabe que estoy aquí!
– ¿Estás enamorada de él?
– ¡No! -exclamó Holly-. ¿Tú crees que habría hecho el amor contigo si estuviese enamorada de otro hombre?
– No te conozco lo suficiente como para saber lo que harías o dejarías de hacer -replicó Alex.
– Stephan no puede creer que voy a casarme con él. Aunque, en realidad, nunca le di una respuesta… ¿Podría haber interpretado eso como un sí?
– Yo lo interpretaría como un clarísimo no, desde luego. ¿Sabes una cosa? Cuando me dijiste que estabas prometida, pensé que no era verdad. Que solo lo decías para preservar tu virtud.
Holly miró la tarjeta, perpleja.
– Pues ya sabemos lo que me ha durado la virtud contigo.
Alex tiró las flores al suelo y tomó su cara entre las manos.
– Olvida a ese hombre. Lleva un año fuera de tu vida. Lo que hay entre nosotros es real, es auténtico… Holly, quiero que te quedes aquí. No solo para las navidades, sino para siempre.
– ¿Qué dices?
– Yo te necesito, Eric te necesita. Y quiero que te quedes.
– ¿Quieres que me quede? Pero… pensé que…
– Sé que no he dejado muy claro cuáles eran mis sentimientos, pero te quiero, Holly. Y quiero que seas parte de mi vida.
Ella no sabía qué decir. Aunque había soñado con oír aquella frase, nunca pensó que sería algo más que un sueño. En realidad, se había convencido a sí misma de que era imposible. Pero Alex no le había pedido que se casara con él. Solo le había dicho que se quedase en Stony Creek.
Se habían conocido solo dos semanas antes, era lógico que no hablase de matrimonio. Pero, ¿podía abandonar su vida y su trabajo en Nueva York por la mera posibilidad de vivir con él? ¿Podría ser su amante y la madre de Eric sin saber qué sería de su futuro?
Aunque se llevaba muy bien con el niño, la responsabilidad de ser su madre… ¿Y si no sabía hacerlo? ¿Y si cometía errores y le destrozaba la vida? Su padre nunca se lo perdonaría.
Y Alex… Aunque estaba enamorada de él, apenas lo conocía. ¿Y si sus sentimientos se enfriaban? ¿Y si se daba cuenta de que había cometido un error y le pedía que se marchase? ¿Podría soportar el dolor de dejar a Alex y Eric después de ser parte de la familia?
– ¿No vas a responder?
– Esta no es una proposición de matrimonio, ¿verdad?
Él apretó los labios.
– Ya sabes que lo del matrimonio no se me da bien.
Holly arrugó el ceño.
– Yo… tendré que pensarlo.
– ¿Igual que pensaste la proposición de ese otro hombre? ¿Vas a hacerme esperar durante un año? Yo no pienso cruzarme de brazos, Holly. Quiero una respuesta ahora mismo.
Ella respiró profundamente.
– No puedo darte una respuesta ahora mismo. Hay que tomar en cuenta muchas cosas.
– ¿Lo de anoche no significó nada para ti?
– Claro que sí. Lo de anoche fue maravilloso, Alex. Nunca había sentido una pasión así, pero no puedo cambiar toda mi vida por una sola noche de pasión. Soy una persona muy práctica. Si me conocieras, lo entenderías -suspiró Holly, tomando una rosa del suelo-. Además, aunque quisiera aceptar ahora mismo, no puedo hacerlo. Tengo que volver a Nueva York para hablar con Stephan. Hasta que lo haga, no podré darte una respuesta.
Alex la miró enfadado.
– Debería haberlo sabido. Debería haber confiado en mi instinto -murmuró, abriendo la puerta-. Cuando tengas una respuesta, házmelo saber. No quiero estar un año esperando.
Holly se levantó de la cama, pero él ya había salido de la habitación. Entonces miró las rosas. ¿Cómo podía haberle hecho eso Stephan? Por fin se enamoraba de un hombre, un hombre que le había pedido que formase parte de su vida y, de repente…
Pero tenía que volver a Nueva York para decirle lo que debería haberle dicho un año antes. No se casaría con Stephan. Si se casaba con alguien, sería con Alex Marrin. El único problema era que él no se lo había pedido.
Pero, ¿por qué quería volver a Nueva York? No tenía por qué darle una respuesta. Había pasado un año y, según Meg, él había encontrado a otra mujer. La hija de un millonario, ni más ni menos.
Y lo único que la esperaba en la ciudad era un trabajo que había empezado a odiar y un negocio que apenas se mantenía a flote.
Holly suspiró. Quizá solo necesitaba una excusa, unos días para pensar. Pero Alex era el hombre de su vida, el hombre del que estaba enamorada, el hombre con el que quería pasar el resto de sus días.
Cerrando los ojos, intentó calmar el caos de su cabeza. Había soñado con eso y, cuando era capaz de tocarlo con las manos… no podía creer que fuese real.
Agitada, se dejó caer sobre la cama y pensó en la noche anterior, sintiendo un escalofrío al recordar los sentimientos que habían compartido. Sentimientos profundos. Sentimientos que podrían durar una vida entera si se daba una oportunidad a sí misma.
Pero, ¿podía basar su futuro en una pasión abrumadora, en un amor desesperado? ¿O tenía que haber algo más?
Holly miró la cocina por última vez, un sitio que le resultaba tan familiar como la palma de su mano. Había colocado cada cosa a su gusto y era «su» cocina. Aunque seguramente pronto volvería a ser un caos.
Había terminado de hacer los preparativos para la cena de Nochebuena y la comida de Navidad, ocupando su cabeza con recetas en lugar de lamentos.
– El asado Wellington con patatitas francesas es un poco complicado -le dijo a Jed-. Pero solo tienes que calentarlo en el horno a 125 grados y cortarlo luego rápidamente, antes de que se ponga duro.
El hombre no parecía muy convencido.
– No sé…
– No te preocupes, esto es lo más difícil. El pavo de Navidad será coser y cantar. Solo tienes que rellenarlo… el relleno está guardado en la nevera, en un bol de color verde, y meterlo en el horno.
– Espero poder hacerlo.
– Aquí están las instrucciones -dijo Holly entonces, dándole un papel-. No olvides cambiar las velas. Rojas por la noche, blancas para la comida.
– ¿Eso es importante? -preguntó Jed.
– Mucho. He planchado todos los manteles y las servilletas… el que tiene el estampado con la flor de pascua es para esta noche, el de color crema para mañana. La verdad, podría poner la mesa ahora mismo y así no tendrías que hacerlo tú.
– ¿Y por qué no te quedas? Yo nunca he metido un asado Burlington en el horno y nunca sé si la carne está dura o blanda.
– Wellington -lo corrigió Holly-. Y no puedo quedarme, Jed. Tengo que volver a Nueva York.
– Te ha pedido que te quedes, ¿verdad?
– Prefiero no hablar de ello. Ahora mismo estoy un poco confusa y cuanto más lo pienso, más confusa estoy. Necesito un poco de tiempo… esta es una decisión muy importante.
– Pues él no está mejor. Ha limpiado tan bien los establos, que podríamos celebrar la comida de Navidad en el suelo.
Evidentemente estaba enfadado porque no le había dado una respuesta, pero nada la haría cambiar de opinión. Siempre se había tomado su tiempo para decidir las cosas y no pensaba mudarse a Schuyler Falls por una noche de pasión, por muy maravillosa que hubiera sido.
Tenía que considerar todas las opciones, todos los detalles hasta que supiera que esa unión sería perfecta. Por supuesto, no existía la perfección en las parejas, pero…
– Bueno, mi maleta está en la puerta y el tren sale en media hora. Tengo que irme, Jed -suspiró ella-. No te preocupes, todo saldrá bien. Y el asado Wellington estará riquísimo. Voy a despedirme de Eric. ¿Sabes dónde está?
– Esperando en el porche. Despídete de él mientras yo subo tus cosas a la furgoneta.
Holly encontró a Eric sentado en los escalones del porche, con Thurston a su lado. No la miraba y se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.
– Lo hemos pasado bien, ¿verdad? -murmuró, poniéndole un brazo sobre los hombros-. Has conseguido las navidades que querías, ¿no?
– Serían mejores si te quedases. Podrías ser mi mamá… si quisieras -dijo el niño.
– No sé lo que me deparará el futuro, Eric. Quizá algún día sea tu mamá. O quizá tu padre conozca a una mujer maravillosa que te hará muy feliz. Pero eso no significa que yo vaya a dejar de quererte.
– Sí, ya -murmuró él, incrédulo-. Eso es lo que dijo mi madre cuando se fue.
A Holly se le encogió el corazón. ¿Por qué aquel niño tenía que sufrir por sus indecisiones? ¿Por qué no podían ser una familia feliz?
– Imagina que soy un ángel de verdad y que estaré mirándote desde Nueva York.
Eric sacó entonces una caja del bolsillo.
– Es mi regalo de Navidad. Te había comprado sales de baño, pero luego pensé que esto te gustaría más.
Holly abrió la cajita de plástico. Dentro había una cadena de la que colgaba un penique aplastado, tan fino como el papel.
– Es precioso. Muchísimas gracias.
– Es mi penique de la suerte. Yo y Kenny y Raymond los ponemos sobre las vías del tren para que los aplasten las ruedas. Tenía este penique en el bolsillo cuando fui a ver a Santa Claus, cuando le pedí que vinieras. Pero quiero que te lo quedes tú. Para que te dé suerte.
Ella se puso el colgante con el corazón encogido.
– Gracias, cariño. Es el regalo más bonito que me han hecho nunca.
Eric le echó los brazos al cuello.
– Es para el mejor ángel de Navidad del mundo.
Por fin la soltó y se metió corriendo en la casa.
Conteniendo las lágrimas, Holly acarició el penique aplastado. Jed la esperaba en la furgoneta y, mientras iba hacia ella, esperó que Alex apareciese milagrosamente y la tomase en sus brazos para no dejarla ir. Eso era lo que quería, ¿no? No estaba preparada para tomar una decisión, pero no quería marcharse. Con doscientos kilómetros entre ellos, temía que la atracción se enfriase, que la pasión que habían compartido desapareciera. Temía no volver nunca a Stony Creek.
Cuando abría la puerta de la furgoneta, se volvió y… vio a Alex en el porche, con el pelo despeinado por el viento. Y casi tuvo que llevarse una mano al corazón, como la primera vez que lo vio.
– Supongo que esto es un adiós.
– Supongo que sí, por el momento.
– ¿Vas a volver con él?
– No -contestó Holly-. No estoy enamorada de él y voy a decírselo.
– ¿Y después? ¿Volverás para darme una respuesta? -preguntó Alex.
– Te prometo que lo haré.
Después, sin pensar, por instinto, corrió hacia el porche y le dio un beso en los labios.
– Feliz Navidad, Alex.
– Feliz Navidad, Holly.
Lo observó por la ventanilla de la furgoneta mientras se alejaba por el camino. Antes de que la casa desapareciera de su vista, él levantó una mano para decirle adiós.
– Volveré -murmuró con un nudo en la garganta-. Te lo prometo.
Pero no estaba segura del todo. Aquello había sido un encargo profesional, un trabajo para no terminar en números rojos como todos los años. No debería haberse enamorado.