Capítulo 5

La casa olía a canela, a nata, a chocolate… En la televisión, los Teleñecos cantaban un villancico y Eric estaba subido en la mesa de la cocina, echando azúcar sobre unas galletas recién hechas.

Su falta de coordinación hacía que pareciesen recién salidas de una guerra de bolas de nieve, pero Holly empezaba a darse cuenta de que la perfección no siempre estaba en las apariencias. Todo lo contrario. La perfección estaba en la sonrisa alegre de aquel niño, al que cada día quería más.

– ¿Ya están todas? -preguntó Eric, metiéndose una galleta en la boca.

– No las comas, bobo. Están calientes.

– A mí me gustan así -dijo él, con la boca llena-. Pero tienes que hacer galletas con forma de niña.

– ¿Cómo?

– Estas tienen forma de niño. Hay que hacer galletas con forma de niña por si acaso los niños se ponen cachondos.

Holly se quedó paralizada.

– ¿Qué?

– No está bien que sean todo niños. Es como nosotros en la granja… yo, papá, el abuelo. Cuando somos todo chicos no es divertido. Nos ponemos un poco cachondos.

– ¿Cachondos? -repitió ella, intentando disimular los nervios-. ¿Dónde has aprendido esa palabra?

– Me la ha enseñado Raymond. Dice que, cuando su padre se va de viaje de negocios, se pone cachondo porque echa de menos a su madre.

– ¿Y qué crees que significa esa palabra?

Eric levantó los ojos al cielo.

– Pues que te sientes solo -contestó, sin dejar de echar azúcar a las saturadas galletas-. Yo creo que mi padre está cachondo. Por eso me alegro de que estés aquí.

Holly se sujetó a una silla para no caer al suelo. Sin experiencia con niños, no sabía muy bien qué hacer. ¿Debía explicarle lo que significaba esa palabra o preservar su inocencia? Al final, decidió que esa era misión de su padre.

– Ya, bueno…

– ¿Tú estás cachonda?

– ¡No! No, claro que no.

– Ah, entonces debe pasarle solo a los chicos -murmuró Eric-. Podrías llevarle unas galletas a mi padre. No ha cenado, así que debe tener hambre.

Holly consideró la sugerencia un momento. Alex probablemente tendría hambre y las galletas serían como una ramita de olivo. Además, si iban a estar juntos dos semanas, lo mejor sería llevarse bien.

– Tienes razón -murmuró-. ¿Por qué no terminas de hacer los deberes? Después, date un baño y quítate el azúcar del pelo. Dile a tu abuelo que te ayude, está en el estudio viendo la televisión.

– Muy bien -sonrió el niño-. Y no te olvides del café. A mi padre le gusta mucho el café. Con dos azucarillos y… ¿podrías quitarte el lazo del pelo?

Ella se quitó el lazo que sujetaba su coleta.

– ¿Por qué?

– No, por nada. Es que así estás más guapa -contestó Eric.

Un segundo después, había desaparecido silbando por el pasillo.

Holly colocó varias galletas en un plato, llenó un termo de café y se puso el chaquetón.

Cuando entró en el establo, miró a un lado y otro del pasillo, pero no parecía estar en ninguna parte. Iba a darse la vuelta cuando apareció Alex, despeinado y con la camisa desabrochada. Sus antebrazos brillaban, sudorosos.

– Hola.

– Te he traído un poco de café y unas galletas. Eric me ha ayudado a hacerlas.

Alex se quitó los guantes.

– Gracias -dijo, sentándose en una bala de heno.

Ella se frotó las manos, nerviosa.

– Bueno, tengo que irme. Debo…

– Quédate un rato, por favor.

– De acuerdo. ¿Por qué no has ido a casa a cenar?

– Pensé que preferirías no verme.

– Es tu casa, Alex. Yo solo soy una invitada.

– Entonces, dime, ¿qué debemos hacer? -suspiró él.

Holly miró las balas de heno. Mejor eso que mirar aquel torso desnudo, con una fina capa de vello oscuro desde las clavículas hasta… perderse bajo el botón del vaquero.

– Yo creo que podríamos ser amigos. Voy a estar aquí hasta Navidad y, si piensas evitarme, vas a tener que pasar mucho tiempo en el establo.

– Aquí no se está tan mal. Tengo muchas cosas que hacer. Y aunque me encantan mis caballos, no siento la tentación de besarlos.

Holly sonrió.

– Ya me imagino.

– Las galletas están buenísimas. ¿Hay más?

– Sí, en la cocina. ¿Qué haces aquí tantas horas?

– ¿De verdad quieres saberlo? No pensaba que pudiera interesarte una granja… después de tu experiencia con la pedicura de Stony Creek.

– Una vez que te acostumbras al olor, no está tan mal. Y ahora llevo un par de botas a prueba de estiércol. Aunque en este sitio haría falta un poco de popurrí.

– ¿Popurrí?

– Es una mezcla de diferentes flores y hierbas. Se pone en bolsitas y le da un olor muy agradable a las habitaciones. Y también puede guardarse en el cajón de la lencería.

– Ah, claro. Siempre he pensado que el cajón de mis calzoncillos necesitaba un poco de… ¿cómo se llama?

– Popurrí, tonto -rió Holly-. También puede hacerse con ramas de abeto o con canela.

– Sí, eso sería estupendo. Un establo con olor a canela… Los caballos se comerían las bolsitas.

La alegró que Alex bromease. Quizá podrían ser amigos después de todo.

– ¿Quieres que te enseñe el establo? -preguntó él entonces-. El primer día no pude enseñarte mucho.

Holly asintió y Alex alargó la mano para tomar la suya, pero después pareció pensárselo mejor. Era preferible que no se tocasen.

Uno al lado del otro, caminaron por el pasillo flanqueado por cajones mientras le presentaba a sus caballos. Holly se subió a un escaloncito para admirar a un animal marrón con cara de bueno, al contrario que el malvado Scirocco.

– ¿Cómo se llama?

Jade. Es una yegua. En realidad se llama Greenmeadow Girl, pero la llamamos Jade. Todos nuestros caballos tienen un apodo, en general un nombre de gema o de flor.

– Eric acaba de quejarse porque en la granja no hay chicas. Se le han olvidado las yeguas.

– ¿Se ha quejado?

– Pues sí. Y, por cierto, explícale lo que significa la palabra «cachondo». El pobre cree que significa solitario.

Alex la miró con los ojos como platos.

– ¿De qué cosas habláis mientras haces galletas?

– Eso queda entre nosotros -suspiró Holly-. ¿Jade va a tener un bebé?

– Un potrillo, sí.

– ¿Quién la ayuda, un veterinario?

– Las yeguas lo hacen solas. Aunque a veces necesitan mi ayuda o la del veterinario. Espero que lo tenga antes del uno de enero.

– ¿Por qué?

– Si nace antes del uno de enero, será considerado como un potro de dos años en la subasta del año que viene.

– ¿Y de todo esto os encargáis tu padre y tú?

– Un par de chicos del instituto vienen a ayudarnos los fines de semana. Además, si te gusta, no es un trabajo duro.

– Ya, claro.

Holly iba a bajarse del escaloncito, pero se le enganchó la suela de la bota y Alex la sujetó por la cintura. Pero no se apartó una vez la hubo dejado en el suelo. Lo que hizo fue deslizar suavemente las manos por su espalda… haciéndola sentir un escalofrío.

Fue ella quien rompió el hechizo. Ella quien dio un paso atrás.

– Tengo que limpiar la cocina. Dejaré unas galletas en la mesa para ti.

Alex asintió.

– Supongo que nos veremos mañana.

– Mañana, claro -murmuró Holly.

Con el pulso acelerado, se dio la vuelta y prácticamente corrió hacia la casa.

Podía sentir el calor de las manos de Alex Marrin en su cintura, como si siguiera tocándola…

«Si esto es lo que unas simples galletas y una taza de café le hacen a este hombre, será mejor que no le ofrezca mi famosa tarta de nata».


Alex entró por la puerta trasera quitándose la nieve de las botas. Estaba a punto de hacer algo que no había hecho desde la partida de Renee y que a Eric le hacía mucha ilusión: dar un paseo en trineo.

Jed y él habían estado todo el día limpiando los asientos de cuero del viejo trineo y cepillando a Daisy hasta que su piel brillaba como el cobre.

En la cocina lo recibió un delicioso olor a galletas, como siempre. Holly Bennett había convertido su casa en un escaparate de Navidad, lleno de preciosos adornos, luces, velas y flores. Aun así, la furgoneta de los almacenes Dalton seguía llevando bolsas todos los días.

Y su hijo estaba encantado.

Encontró a Holly cocinando, como siempre.

– ¿Qué haces? -preguntó, mientras se lavaba las manos en el fregadero.

– Pastel de ciruelas. Mira, he encontrado este molde en el armario. Debe tener unos cien años… Un coleccionista pagaría una cantidad exorbitante por algo así.

– En la casa hay muchas cosas que usaba mi bisabuela. Deberías ver el ático.

– Este es un molde inglés, especial para el pastel de ciruelas.

– ¿Y de dónde has sacado las ciruelas? -preguntó Alex.

Holly lo miró entonces como si acabara de darse cuenta de que estaba en la cocina. A veces se concentraba tanto en su trabajo, que perdía el contacto con la realidad.

– No hay ciruelas en el pastel de ciruelas. Es un pastel que se hace con higos y pasas, y solo se come el día de Navidad.

– ¿Y por qué se llama pastel de ciruelas?

– Ni idea.

– ¿Y por qué lo haces ahora si vamos a comerlo el día de Navidad?

– Porque hay que guardarlo envuelto en un paño empapado en coñac hasta ese día. Luego se calienta y se echa canela por encima.

– No sé, no sé… ¿no estará duro?

– Te garantizo que estará riquísimo.

– Entonces, ¿vas a quedarte también el día de Navidad? -preguntó Alex, sin mirarla.

– Mi contrato exige que me quede a menos que tú no quieras, claro.

– No, no. Por mí puedes quedarte -dijo él. Después permaneció en silencio unos segundos, incómodo-. Tendrás que ponerte un jersey grueso. Hace mucho frío.

– ¿Un jersey grueso? ¿Dónde vamos? -preguntó Holly.

– ¿No te lo ha dicho Eric?

– No.

– Vamos a dar un paseo en trineo en cuanto vuelva del colegio.

– ¡En trineo!

Daisy ya está preparada. Además, esta noche hay luna llena, así que podremos ver el paisaje.

– ¡Qué maravilla! -exclamó ella.

Estaba colorada por el calor de la cocina y llevaba el pelo sujeto en un moño del que caían varios mechones. Era la mujer más hermosa que había visto en toda su vida.

En ese momento, Alex oyó la puerta y los pasos de Eric por el pasillo arrastrando la mochila.

– Hola, papá. Hola, Holly.

– Hola, hijo. ¿Nos vamos a dar una vuelta en trineo?

Eric miró a su padre y luego a Holly.

– No puedo, papá. Kenny quiere que lo ayude con los deberes de ciencias. Voy a cenar en su casa.

Alex observó a su hijo. Tenía la impresión de que estaba mintiendo. Sonreía tímidamente, como cuando llevaba una nota de la señorita Green diciendo que hablaba mucho en clase.

– ¿Seguro que no quieres venir? Pensé que te hacía mucha ilusión.

– No es que no quiera ir, es que no puedo. Kenny no sabe nada de ciencias y tengo que ayudarlo. ¿Por qué no vas con Holly? -preguntó el niño, poniendo cara de inocente.

Alex entendió entonces lo que estaba pasando. Y su corazón dio un vuelco. Debería haber esperado aquello. Era imposible que Eric no viese a Holly como una madre en potencia. Era una mujer inteligente, guapa, tierna… todo lo que un niño como él querría en su vida.

Pero no debía hacerse ilusiones. Había tardado un año en superar la deserción de su madre y Alex no quería que volviese a pasar por eso.

– Muy bien. Iremos otro día.

– ¡No! -gritó Eric-. Quiero decir que hoy es un día perfecto. ¿Y si se derrite la nieve?

– La nieve no va a derretirse, hijo.

– Sí, bueno, nunca se sabe…

Entonces oyeron una bocina.

– Es la madre de Kenny. Tengo que irme -dijo el niño, corriendo por el pasillo.

– ¡Dile que te traiga a casa antes de las nueve! -gritó Alex.

– Adiós, papá. Adiós, Holly. ¡Que lo paséis bien!

Cerró de un portazo y Alex se apoyó en mesa, con los brazos cruzados.

– ¿Quieres que vayamos de todas formas?

– Sí, ¿por qué no? Yo ya he terminado mis deberes -sonrió Holly.

– Entonces, ponte las manoplas y vámonos.

– Espera. Voy a echar chocolate caliente en un termo.

– Muy bien. Nos vemos en el establo -dijo Alex-. No tardes.

Salió de la casa silbando una alegre versión de Jingle Bells y encontró a Jed ajustando los arneses de Daisy.

– ¿Dónde están Holly y el niño?

– Eric tenía que ayudar a Kenny con los deberes y Holly vendrá enseguida.

Su padre levantó una ceja.

– ¿Eric no va con vosotros?

– No. ¿Quieres venir tú como carabina?

Jed soltó una carcajada.

– ¿Quieres que vaya? Si te da miedo estar solo con Holly…

– No le tengo miedo -lo interrumpió Alex-. Nos llevamos muy bien ahora que hemos llegado a un acuerdo.

– ¿Ah, sí? ¿Un acuerdo para fingir que no sientes nada por ella? Eso es lo más bobo que he oído en mi vida.

– Eso es lo que Holly quiere.

– Eso es lo que dice que quiere, hijo. A veces las mujeres dicen una cosa y quieren decir otra, ¿es que no lo sabes?

– Lo único que sé es que no voy a besarla… a menos que ella me lo pida. Y no espero que lo haga, la verdad.

Su padre sacudió la cabeza.

– Esconderte en esta granja durante dos años no te ha servido para nada. Si de verdad te gusta, díselo. Tarde o temprano, ella te dirá que siente lo mismo que tú.

– ¿Y qué es lo que siento?

– Sospecho que estás enamorado, hijo. Pero aún no te has dado cuenta -sonrió Jed, dándole un golpecito en el hombro.

– Pero si apenas la conozco… -protestó Alex.

– Los Marrin no necesitamos mucho tiempo. Así fue con tu bisabuelo, con tu abuelo y conmigo. Cuando vemos una chica que nos gusta, arreglamos el asunto rápidamente.

– Pero mira lo que pasó con Renee… Me casé con ella unos meses después de conocerla y fue un desastre.

– Eso era predecible. Tardaste demasiado tiempo en tomar una decisión… tres meses. Estaba cantado desde el principio.

Alex murmuró una maldición cuando su padre salió del establo. Aunque intentaba ocupar sus pensamientos con los preparativos para el paseo, no podía dejar de recordar sus palabras. ¿De verdad estaba enamorado de Holly Bennett? Era imposible. No podía enamorarse en una semana.

Nervioso, se pasó una mano por el pelo. A solas con Holly, envueltos en una manta en la oscuridad… Aquel era un paseo para amantes.

– Quizá no ha sido buena idea -murmuró.


Holly se animó cuando el trineo se puso en marcha. Los cascabeles de la yegua y el ruido sordo de sus cascos sobre la nieve eran una polifonía deliciosa bajo la luz de la luna.

Tenía la nariz helada, pero el resto de su cuerpo estaba cubierto por la manta. Y Alex le daba calor.

Deslizándose por la blanca pradera sentía el espíritu de las fiestas como cuando era una niña. Poco después llegaron cerca de un río que no se había helado y cuyas aguas saltaban cantarinas sobre las rocas cubiertas de nieve, como en una antigua postal de Navidad.

– Parece un sueño.

– Es verdad. Y cada estación trae algo nuevo. Al otro lado del río hay un huerto al que yo iba de pequeño para robar melocotones. Y mi madre me hacía una tarta deliciosa con ellos.

– ¿Eric también roba melocotones?

– No. Ni mi padre ni yo sabemos hacer tarta de melocotón.

Holly dejó escapar un suspiro.

– Yo podría volver un fin de semana. Nunca la he hecho, pero seguro que me sale bien.

– ¿Lo harías? -preguntó Alex, mirándola fijamente, como si quisiera leer sus pensamientos.

– Claro que sí. ¿Por qué no?

– Pensaba que volverías a la ciudad y te olvidarías de nosotros para siempre.

Ella se puso colorada.

– No creo que pueda olvidar este sitio. Me ha devuelto la Navidad, ¿sabes? Durante los últimos dos años ya casi había perdido el espíritu navideño con tanto trabajo, tantas decoraciones… Además, mis padres viven en Florida y ya no las pasamos juntos, así que para mí se han convertido en unas fiestas tristes.

– A mí me pasa igual. Intento entusiasmarme por Eric, pero las navidades solo me traen malos recuerdos.

– Pero estas son diferentes -sonrió Holly.

– ¿Por qué?

– Porque me siento feliz.

Alex estaba mirándola a los ojos y en su expresión había algo que la asustó.

– Yo también me siento feliz -murmuró, apartando un mechón de pelo de su cara.

Holly no necesitaba preguntar cuál era la causa de su felicidad. Estaba en su expresión, en su sonrisa, en el brillo de sus ojos.

Si la hubiera besado en aquel momento, no habría opuesto resistencia. Quería que la besase.

¿Por qué no lo hacía? Estaba poniéndoselo fácil. Pero no pensaba suplicarle, eso desde luego que no.

– Vamonos -dijo en voz baja.

Alex levantó una ceja.

– ¿Quieres conducir tú?

Holly tomó las riendas. Si quería que ella controlase, lo haría.

– Muy bien. Esto no parece tan difícil. No hay marchas… ¿Qué tengo que hacer?

Él le pasó un brazo por los hombros.

– Sujetar las riendas firmemente, pero sin tirar. Daisy debe saber que tú mandas.

– Muy bien. ¡Vamos, Daisy!

La yegua empezó a moverse y Holly intentó concentrarse en el camino. Pero no podía dejar de notar el brazo de Alex sobre sus hombros, el calor de su cuerpo tan pegado a ella, el olor de su colonia… Nunca había conocido a un hombre que oliese tan bien como Alex Marrin.

Mientras se deslizaban por la nieve recordó sus anchos hombros, sus largas piernas, la estrecha cintura, el vello suave que cubría su torso. Pieza a pieza, iba quitándole la ropa hasta que…

– ¿Cómo se para esto? -preguntó, con voz ronca.

– ¿Parar?

– ¡Sí! ¿Cómo se para el trineo? Quiero parar ahora mismo.

– Tira de las riendas -dijo Alex, sujetándolas con una mano.

Cuando el trineo se detuvo, Holly se volvió para mirarlo.

– Alex…

– ¿Quieres volver a casa?

– No.

– ¿Qué es lo que quieres?

– Yo… quiero que me beses -dijo ella entonces.

Hasta aquel momento había escuchado a su cabeza y no a su corazón. Pero, de repente, su corazón y su cabeza empezaban a ponerse de acuerdo.

¿Por qué no iba a tener lo que quería? Había pasado toda su carrera planeando el futuro. Era el momento de vivir un poco.

– No voy a pedírtelo otra vez. Así que, si quieres besarme, hazlo ahora o perderás la oportunidad.

Alex sonrió.

– ¿Crees que quiero besarte?

– ¿No quieres?

Él se encogió de hombros.

– No estoy seguro. No lo había pensado, la verdad.

Holly apretó los labios, cortada. Solo quería un besito. ¿Por qué tenía que ponérselo tan difícil?

– Pues entonces, nada. Me da igual. Solo pensaba que querías besarme.

– Es posible que quiera -sonrió Alex, levantando su barbilla con un dedo.

– ¿Es posible?

– La verdad es que quiero besarte. Pero quiero besarte cuando quiera y donde quiera. Quiero abrazarte y quiero que me devuelvas los besos, que enredes los brazos alrededor de mi cuello y me acaricies el pelo.

– Yo… podría hacer eso -tartamudeó Holly, mirándolo a los ojos-. Creo que sí.

– Entonces, podríamos intentarlo, ¿no?

Mareada, esperó aquel momento exquisito cuando sus labios rozaran los suyos, cuando sintiera su lengua poseyendo su boca…

Y ocurrió, el beso que había esperado durante toda su vida, el beso del hombre al que había estado buscando desde que tuvo uso de razón.

El beso fue creciendo en intensidad, volviéndose apasionado, frenético casi. Alex le robaba el aliento, haciendo que su pulso latiera cada vez más rápido.

Holly se sentía mareada, rara; tanto, que dejó de pensar y empezó solo a sentir. Entonces todas sus dudas se desvanecieron. Con dedos temblorosos, apartó la cazadora vaquera y acarició el torso masculino a través de la camisa de franela.

Pero eso no era suficiente. Quería tocarlo, tocarlo de verdad, sentir su piel. Desabrochó la camisa y él metió las manos por debajo de su jersey… y siguieron acariciándose hasta que parecían a punto de arrancarse la ropa el uno al otro.

Holly había terminado de desabrochar la camisa cuando se encontró con otra barrera: la camiseta. Alex tiró de ella hacia arriba y, tomando sus manos, las puso sobre su torso desnudo para que pudiera sentir los latidos de su corazón.

Después la echó hacia atrás sobre el asiento, tirando de la manta para taparlos. Mientras la besaba en el cuello, Holly abrió los ojos y vio una estrella en el cielo. Sonriendo, intentó pedir un deseo, pero supo que no deseaba nada más que lo que tenía en aquel momento.

O quizá quería algo más. Estar desnuda con él debajo de las sábanas, el peso de Alex sobre su cuerpo… un deseo tan intenso, que nada lo satisfaría más que el último acto de pasión. Aunque eso no ocurriría aquella noche, supo que ocurriría pronto.

Había dado el primer paso y nada podría evitar lo inevitable. Pero no tenía miedo. Aunque se separasen el día de Navidad, siempre recordaría unas navidades perfectas con Alex Marrin y su familia. Unas navidades llenas de alegría y de pasión. Llenas de vida.

– Quizá deberíamos parar un poco -murmuró entonces.

Alex se apartó, sonriendo. Estaba dispuesto a esperar hasta que ella dijera la última palabra y eso la hizo desearlo aún más.

– He aprendido una cosa de ti, Holly Bennett -murmuró.

– ¿Qué?

– Que cuando me ofreces comida, sería un idiota si la rechazase.

Holly soltó una carcajada.

– ¿Y cuando te ofrezco besos?

– Si tengo que elegir entre una cosa y otra, creo que rechazaría las galletas, los pasteles, el pollo al vino y cualquier otro manjar. El camino para llegar a un nombre no siempre es el estómago.

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