Capítulo 6

– Un poquito a la izquierda… no, un poquito a la derecha. Así, así… Un momento, espera. Espera, no te muevas.

Alex se sujetó a la escalera con una mano, en la otra la guirnalda que Holly había comprado para la puerta principal. Ya habían colocado otras en las ventanas y en la puerta de atrás, pero aquella estaba siendo más difícil de lo que esperaba.

Se rascó la nariz porque el olor a muérdago le daba alergia y, al hacerlo, perdió el equilibrio y tuvo que soltar la guirnalda para no caer al suelo.

– ¿Qué haces? ¿Por qué la has tirado?

Alex miró la maldita guirnalda sobre los arbustos que rodeaban el porche.

– Yo creo que ahí está muy bien. Además, me duelen los brazos.

Holly volvió a dársela, sacudiendo la cabeza.

– Tiene que colgar igual de los dos lados. Tiene que estar…

– Perfecta, ya lo sé -suspiró él.

– Haremos un trato. Si la cuelgas bien, cuando bajes de la escalera seré muy, pero que muy buena contigo.

– ¿Y lo expresarás con un beso?

– Tendrás que esperar para verlo.

– Eres muy mala -rió Alex.

Los tres últimos días habían sido perfectos. Holly siguió decorando la casa, haciendo platos que ellos recibían prácticamente con aplausos y colocando velas de olor por todas las habitaciones.

Y cuando terminaba el día y Eric estaba en la cama, se sentaban frente a la chimenea y charlaban como si se conociesen de toda la vida.

No sabía el porqué de aquel cambio en su actitud, pero no pensaba cuestionarlo. Se sentía como un adolescente, robándole besos cuando podía. Aunque le resultaba difícil contenerse porque solo deseaba hacerla suya en cuerpo y alma. Pero no quería arriesgarse a un rechazo. Una nueva deserción, y no sería capaz de volver a intentarlo.

– ¡Ya está! -gritó Holly entonces-. Así, no te muevas.

Cuando la guirnalda estaba, por fin, perfectamente colocada sobre la puerta, Alex bajó de la escalera y rodeó su cintura con los brazos.

– Y ahora, el beso.

La besó larga, profundamente. Y cuando terminó, volvió a besarla por si acaso no tenía oportunidad de hacerlo hasta la noche. Pero en ese momento llegaba el autobús del colegio.

– Eric ya está en casa.

Holly apretó su mano, sonriendo.

No habían hablado sobre su relación. Aunque Alex estaba seguro de que era una relación, hablar de ella la haría más real, más frágil.

Además, una cosa estaba clara: debían mantenerla en secreto. Era lo mejor. No quería que su hijo se hiciera ilusiones sobre la permanencia de Holly.

Sabía que ella tenía su vida en Nueva York, llena de fiestas, de teatros y amigos sofisticados… y un prometido del que no había vuelto a hablar. Le encantaría que se quedase, pero dejar su carrera por una granja y convertirse en madre de un niño de siete años no sería precisamente un sueño para una mujer como ella.

Tenía que disfrutar el tiempo que estuvieran juntos. Cuando las fiestas terminasen, Holly volvería a Nueva York.

– ¡Papá! Tengo que hablar contigo -dijo Eric, arrastrando su mochila por la nieve-. En privado.

– ¿Voy a recibir una llamada de la señorita Green?

– No es eso -murmuró el niño-. Son cosas de hombres.

Holly tomó la caja de herramientas.

– La cena estará lista a las ocho -dijo, sonriendo.

– ¿No puede ser a las nueve? Mi padre y yo tenemos cosas que solucionar.

Alex y Holly se miraron, atónitos.

– De acuerdo.

Cuando ella desapareció dentro de la casa, Alex se sentó en el porche, pero Eric tiró de su mano.

– Tenemos que irnos ahora mismo.

– ¿Dónde?

– De compras. Tenemos que comprar el regalo de Holly. Va a quedarse hasta el día de Navidad y no tenemos ningún regalo para ella. Tenemos que ir a los almacenes Dalton ahora mismo, papá.

Tenía razón. Conociendo a Holly, seguro que había comprado regalos para todos… pero, ¿qué podía comprarle a una chica que no era su novia ni su mujer y que pronto se marcharía de allí? Tardaría tiempo en encontrar un regalo para ella. Y tendría que ser nada menos que perfecto. Algo que dijera lo suficiente sobre sus sentimientos, sin decir demasiado.

– Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.

– Solo quedan ocho días hasta Navidad -le recordó Eric.

Alex abrió la puerta de la furgoneta y el niño subió de un salto.

– Tenemos que comprarle un regalo precioso.

– ¿Perfume, por ejemplo? ¿Un jersey bonito? -preguntó su padre, abrochándole el cinturón de seguridad.

– No, tiene que ser algo especial. Si le compro un regalo especial, a lo mejor se queda.

Alex iba a decirle que no se hiciera ilusiones, pero la verdad era que él mismo se las hacía, por mucho que quisiera evitarlo.

¿Habría alguna posibilidad de que Holly se quedase o estaba soñando despierto?

– Debemos comprarle algo porque ha sido muy buena con todos nosotros y porque ha hecho realidad tu sueño de tener una Navidad perfecta. Pero no puedes esperar que deje su trabajo en Nueva York para quedarse aquí, Eric.

– Podría ser. A lo mejor le gusta mucho vivir en una granja.

Alex arrancó el coche, pensativo. Siempre supo que, cuando apareciese una mujer en su vida, tendría problemas con Eric.

– ¿Te gustaría tener una nueva madre?

– Sé que mamá nunca vivirá con nosotros… Y creo que tú necesitas una esposa.

– No te preocupes por mí. Yo estoy contento con mi vida.

Estaba nevando cuando llegaron frente a los almacenes Dalton. Eric ni siquiera se paró a mirar el escaparate, tan decidido estaba a encontrar un regalo para Holly.

– ¿Qué habías pensado comprarle?

El niño tomó su mano para llevarlo directamente a la sección de joyería. Allí puso la nariz en un cristal tras el que había un montón de pendientes.

– Esos son bonitos.

– Y un poco caros -rió Alex.

– ¿Cuánto valen? -preguntó Eric.

– Cien dólares.

– Yo tengo dos dólares y noventa céntimos -dijo el niño-. ¿Tú puedes poner el resto?

Su padre soltó una carcajada.

– No sé si le gustarán…

– Podrías comprarle un anillo de diamantes. ¿Tiene usted anillos de diamantes? -preguntó Eric al dependiente.

El hombre miró a Alex, indeciso. Pero él se encogió de hombros. Sentía curiosidad por saber el precio de un anillo de compromiso. Cuando se casó con Renee no tenía mucho dinero y solo pudo comprarle un brillante diminuto.

– Tenemos esmeraldas, rubíes, topacios, diamantes… todo montado en platino u oro blanco.

– Vamos a verlos.

El dependiente sacó una bandeja que dejó sobre el mostrador.

– Yo creo que a Holly le gustaría ese -dijo Eric, señalando el anillo con el diamante más grande.

– ¿Cuánto vale? -preguntó Alex.

– Es un diamante cortado en talla esmeralda de impecable color, montado en una banda de platino. Vale nueve mil dólares.

– Nueve mil dólares -repitió él, atónito-. Eric, creo que deberíamos buscar algo un poco más barato. Una pulsera, por ejemplo. O un jersey de cachemir. A Holly le gusta mucho el cachemir.

El niño dejó escapar un suspiro.

– Podríamos comprar un frasco de colonia. Holly siempre huele muy bien.

El dependiente llamó a Eric con el dedo.

– ¿Por qué no le compras sales de baño? A las mujeres les encantan esas cosas.

– Qué buena idea. Seguro que tienen cajas de regalo en la sección de perfumería -dijo Alex.

Eric volvió a mirar los anillos, suspirando de nuevo.

– Será lo mejor. Un anillo es algo muy pequeño y podría perderlo.

Su padre dejó escapar un suspiro de alivio. Pero seguía pensando en los anillos de compromiso.

¿Cuál le gustaría? Holly tenía unos gustos muy sofisticados y parecía más bien una chica clásica. Había un anillo con un diamante cuadrado que…

Pero sacudió la cabeza, irritado consigo mismo. ¿Se estaba volviendo loco? Apenas habían intercambiado un par de besos y ya estaba pensando en un anillo de compromiso.

Entonces suspiró de nuevo. Si sabía lo que era bueno para él, iría a la sección de pañuelos.


Holly miró el reloj de la cocina mientras se secaba las manos con un paño. Acababa de terminar una guirnalda con piñas para la chimenea. Eric estaba tumbado en el sofá, viendo La guerra de las galaxias y Alex llevaba tres horas en el establo.

– Son las diez, cielo. Hora de irse a la cama.

El crío no protestó. Le dio un beso en la mejilla y después salió corriendo escaleras arriba. Holly no tenía ninguna experiencia con niños, pero con Eric todo salía de forma natural.

Eran amigos, pero había conseguido mantener un cierto respeto entre ellos. Eric la escuchaba y hacía todo lo posible para agradarla. Y las raras veces que se había portado mal en su presencia, solo tenía que mirarlo y el niño cambiaba de actitud.

Pero había descubierto algo más. Holly no tenía duda de que la quería. Y el sentimiento era mutuo.

Y cuando pensaba en el día que abandonase Stony Creek no pensaba solo en dejar de ver a Alex, sino en decirle adiós a Eric. Cuando se despidiera de él, lo haría con lágrimas en los ojos… pero decidió no pensar más en ello.

Echando sidra caliente en un termo y con unas cuantas galletas envueltas en un paño, se dirigió al establo antes de irse a dormir.

Esperaba encontrar a Alex trabajando, pero lo vio con los codos apoyados sobre un cajón, mirando fijamente a un caballo.

– ¿Va todo bien?

– No lo sé. Es Jade… está rara.

Era la yegua preñada. A la que Holly daba azucarillos cada noche.

– ¿Está enferma?

– No lo sé. Puede que esté a punto de parir.

– ¿No le habré dado demasiado azúcar? -preguntó ella, asustada-. Le doy un par de azucarillos todas las noches. No sé si debería…

– No te preocupes. Eso no le ha hecho daño.

Holly suspiró, aliviada.

– Entonces, ¿qué ocurre?

– Debería parir en enero, pero el año pasado lo hizo en noviembre y perdió el potrillo. Es una yegua muy buena y, si llega al final de la gestación, podríamos tener un caballo estupendo.

– ¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que llame al veterinario?

– Con los caballos es mejor dejar que la naturaleza siga su curso. Solo puedo esperar -suspiró Alex.

Parecía distante, preocupado. Y Holly no sabía qué hacer. ¿Debía quedarse con él para animarlo o sería una molestia?

– Bueno… me voy. Eric ya está en la cama. Te he traído unas galletas y un poco de sidra caliente -dijo, dejando el termo sobre el heno-. Me voy a dormir.

– Gracias -murmuró él, distraído.

– Buenas noches.

Se volvió para salir del establo, pero Alex la tomó por la cintura.

– Lo siento -murmuró, acariciando su pelo-. Quédate. No quiero que te vayas.

– Pero si estás ocupado…

– Mirarte hace que olvide los problemas -sonrió él-. ¿Te apetece un revolcón en el heno?

– ¿Por qué no empezamos por un beso? Ya veremos dónde nos lleva.

Alex buscó sus labios y a Holly se le doblaron las rodillas. Nunca podría negarle nada, pensó. Cada día lo necesitaba más… y no solo en el aspecto físico. Quería contarle cosas, compartir sus pensamientos con él.

Unos días antes estaba convencida de que podría marcharse después de Navidad, que podría hacer la maleta y tomar el tren como si no hubiera pasado nada…

Pero era imposible. No podría marcharse sin dejar parte de su corazón en aquella granja. Y cuando se fuera, no volverían a verse.

Holly enredó los brazos alrededor de su cuello y lo besó profundamente, intentando grabar aquel beso en su memoria. Algún día querría recordarlo… ¿o intentaría borrar los recuerdos? Daba igual porque no podría olvidar a Alex Marrin. Ni la distancia, ni el tiempo, ni siquiera otro hombre lograrían que lo olvidase.

Él respondió a su pasión inmediatamente, tomándola en brazos para llevarla hacia las balas de heno.

– Este sitio no parece muy cómodo.

– Pica un poco y se te meterá en el pelo -sonrió Alex.

– Pero todas las chicas deberían darse al menos un revolcón en el heno, ¿no?

Riendo, él la tiró sobre las balas y, al hacerlo, levantó una nube de polvo que la hizo estornudar.

– Ay, qué horror. En las películas parecía tan romántico…

– Puede ser romántico -rió Alex, besando su cuello-. Deja que te lo demuestre.

Entonces le quitó el chaquetón y el jersey. Después se quitó la cazadora, la camisa de franela y las tiró sobre la pila de ropa.

Holly cerró los ojos mientras él desabrochaba su blusa. Nunca habían llegado tan lejos, nunca habían entrado en territorio tan íntimo.

¿Era eso lo que quería? ¿Podría seguir adelante como si nada después de haber hecho el amor con Alex?

Pero cuando sintió los húmedos labios del hombre sobre sus pezones a través de la tela del sujetador, decidió no hacerse más preguntas.

Acariciando su espalda, intentaba memorizar cada músculo, cada tendón bajo la suave piel. Los sueños que la habían turbado todas aquellas noches se convirtieron en una realidad imposible de negar. Necesitaba a Alex, necesitaba sus manos, sus besos, sus caricias. Su corazón.

– Sí, esto puede ser muy romántico -le dijo al oído.

Él la miró a los ojos.

– Aquí es donde besé a mi primera chica.

– ¿Sobre estas balas de heno?

– No, tonta. Eran otras. Se llamaba… no me acuerdo de su nombre.

– ¿Y recordarás el mío? -preguntó Holly entonces.

La sonrisa desapareció del rostro de Alex, que se apartó como si lo hubiera insultado.

– ¿He dicho algo malo?

Él negó con la cabeza.

– En cuanto a eso…

– ¿En cuanto a qué?

– Cuando te marches. No hemos hablado de eso. La verdad, creo que estamos evitándolo.

– No necesito que me hagas promesas. No quiero promesas que no puedas cumplir.

– No se me da muy bien eso de «y fueron felices y comieron perdices», la verdad. Sé que al final yo lo estropearía y tú te marcharías de aquí de todas formas -murmuró Alex entonces, pasándose una mano por el pelo-. Quizá esto es un error. No deberíamos… acercarnos demasiado. Solo hará que todo sea más difícil.

Holly tomó el jersey del suelo. Un simple revolcón en el heno se había complicado de forma extraordinaria.

– Tengo que irme. Hasta mañana.

Después de ponerse el chaquetón, salió del establo a toda prisa. ¿Por qué habían tenido que hablar del futuro? Los dos sabían que no había futuro para ellos.

Cuando llegó a su habitación, se miró al espejo y rezó para que Alex no la hubiera seguido. Tenía que olvidarse de él. Quedaba una semana para Navidad, una semana para reparar los errores.

Pero no lamentaba haberle hecho esa pregunta. ¿La recordaría cuando se hubiera ido o se olvidaría de ella? ¿Se convertiría en una especie de fantasía de Navidad? ¿En algo que, poco a poco, dejaría de ser real?

– Tengo que concentrarme en el trabajo -se dijo.

Pero, ¿cómo podía hacer eso con Alex Marrin tan cerca? En su corazón sabía que estaban hechos el uno para el otro.

Pero, ¿sería capaz de hacer que olvidase a su ex mujer?

Holly dejó escapar un suspiro. Podía intentarlo. Pero si fracasaba… ¿sería capaz de aceptar las consecuencias?

Los últimos rayos del sol entraban por las ventanas cuando Alex volvió del establo. No había nadie en la cocina, pero Holly y Eric tocaban el piano en el cuarto de estar.

Un piano que nadie había tocado en dos años. Renee había pensado que conseguiría más papeles si aprendía a cantar y él le compró el piano unas semanas antes de que lo abandonase.

– Ahora tú tocas la melodía y yo la armonía -estaba diciendo Holly-. ¡No tan fuerte, Eric!

Tocaba, se reían, volvían a intentarlo, muertos de risa.

Holly nunca perdía la paciencia con el niño, todo lo contrario. Parecía pasarlo bien con él.

«Sería una madre estupenda», pensó Alex. Para su hijo… y los hijos que podrían tener juntos.

Cuando por fin consiguieron tocar Jingle Bells más o menos decentemente, Holly empezó a aplaudir y Eric hizo una reverencia.

Entonces ella empezó a tocar un villancico clásico, sorprendiéndolo con su elegante ejecución. ¿Habría estudiado piano de pequeña? Sabía tan poco sobre ella, sobre su infancia, sobre sus padres, sus sueños…

Pero sí sabía lo más importante. Holly Bennett era una mujer buena, generosa, vulnerable y fuerte a la vez, una mujer apasionada y, sin embargo, práctica. Se había acostumbrado a su necesidad de perfección y le parecía encantadora. Todas esas cualidades hacían que se hubiese enamorado de ella…

– ¿Tocamos otra?

– Quiero que te quedes aquí para siempre -dijo Eric entonces-. Podrías enseñarme muchas canciones.

– Eso estaría bien -sonrió Holly.

– ¿Te quedarás?

– Eric, tengo que volver a Nueva York. Yo trabajo allí y… allí vive mi prometido.

El niño la miró, atónito.

– ¿No vas a casarte con mi padre?

Entonces fue ella quien lo miró perpleja.

– No creo que tu padre quiera casarse otra vez… por el momento. Pero algún día encontrará a una mujer perfecta que te querrá mucho y seréis una familia feliz.

– Pero tú eres la mujer perfecta, Holly. Eres un ángel.

Alex entró entonces en el cuarto de estar y Eric saltó del banco para darle un abrazo.

– ¡Papá, Holly me ha enseñado a tocar Jingle Bells! ¿Quieres oírla?

– Sí, claro. ¿Por qué no esperas a que el abuelo venga del establo? No, mejor… ¿por qué no vas a buscarlo? Es casi la hora de la cena y tengo que hablar un momento con Holly.

El niño salió corriendo de la habitación. Unos segundos después oyeron el consabido portazo y Alex se apoyó en el quicio de la puerta.

– No creo que debas hacer eso.

– ¿Hacer qué? -preguntó Holly-. ¿Tocar el piano? Los conocimientos musicales ayudan a los niños con las matemáticas y…

– No creo que debas dejar que Eric te tome demasiado cariño. Le dolerá mucho cuando te vayas.

– Yo no puedo controlar sus sentimientos, Alex. Tu hijo siente lo que quiere sentir.

No era el único, pensó él.

– No quiero que sufra. Y lo hará si se encariña contigo.

– ¿Y qué quieres que haga?

– No lo sé.

– ¿Quieres que me marche?

– Yo no te pedí que vinieras aquí. Estábamos muy bien los tres solos -contestó Alex, sin mirarla.

– ¿Qué te pasa? ¿Es por lo de anoche? -preguntó Holly, irritada.

– No.

– Pensé que nos entendíamos. Yo he venido aquí a hacer un trabajo y cuando termine volveré a Nueva York. Eric tiene que aprender que conocerá a mucha gente en su vida y que no hay necesidad de llorar cuando se marchan.

– Tú no estabas aquí cuando su madre se marchó. No sabes por lo que tuvo que pasar.

– Yo no soy su madre.

– Pero podrías serlo -replicó Alex-. Y mi hijo lo sabe.

– Entonces, tendrás que hablar con él. Tendrás que explicárselo.

– Eric te quiere. Tú eres su ángel y cree que le perteneces.

– No seas bobo. Él sabe que tengo que volver a Nueva York.

– ¿Tú crees? Entonces, ¿por qué quería que te comprase un anillo de compromiso?

– ¿Qué?

– Ayer, cuando fuimos a los almacenes Dalton, me pidió que te comprase un anillo de compromiso.

– Yo no le he pedido un anillo, como te puedes imaginar. Además, no me casaría contigo aunque me ofrecieras uno -replicó Holly.

– Tampoco yo quiero casarme contigo.

– ¡Yo no me casaría contigo aunque me ofrecieras un millón de dólares!

– ¡Y si yo tuviera un millón de dólares no te los daría para que te casaras conmigo!

– ¿Por qué estamos gritando? -preguntó Holly.

– No lo sé -suspiró él, dándose la vuelta.

No podía seguir mirándola porque deseaba tomarla en sus brazos y olvidar su indecisión y sus dudas. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?

– ¿Quieres que me marche?

– No -contestó Alex-. No quiero que te marches, pero no sé cómo puedes quedarte sin hacerle daño a Eric.

Aquello pareció tomarla por sorpresa, pero tenía que decir la verdad. ¿No se daba cuenta de lo que sentía? ¿No era evidente? ¿O llevaba tanto tiempo escondiendo sus sentimientos que había construido una barrera imposible de penetrar?

– Ten cuidado, ¿de acuerdo?

– Muy bien -dijo Holly, muy seria-. Si no tienes nada más que discutir conmigo, me voy a hacer una ensalada.

– No me gusta discutir contigo.

– Pues no discutas -replicó ella-. Solo queda una semana para Navidad y es absurdo que nos pasemos el día gritándonos el uno al otro.

– También lo es ponerse a hacer una ensalada en medio de una discusión.

– Tenemos que cenar -dijo Holly pasando a su lado.

Solo entonces Alex se dio cuenta de que no habían resuelto nada. Empezaron con un problema, siguieron con una discusión y, al final, estaban enfadados.

La siguió a la cocina y observó en silencio mientras hacía la ensalada. Ella no lo miraba siquiera, dispuesta a ignorarlo por completo.

Le temblaban un poco las manos y, al abrir una cajita de piñones, se le cayeron sobre la repisa, pero los recogió y empezó a partirlos tranquilamente.

– La gente no suele utilizar frutos secos en la ensalada, pero es la mejor forma de comerlos. Le dan un sabor especial al mezclarse con la lechuga y el tomate… y son muy ricos en calcio. Una ensalada con yogur y piñones es sencillamente… perfecta.

– ¿Quieres hablar de gastronomía? -preguntó Alex-. Tengo la impresión de que quieres decirme otra cosa.

– ¿De qué quieres hablar? ¿Del asado, de las galletas, de las guirnaldas? Aparentemente, la comida y los adornos son los únicos temas por los que no discutimos.

– Eso no es verdad.

– Pues debería serlo. Para eso estoy aquí -replicó Holly-. Para adornar tu casa, para que tu hijo coma lo mismo que los otros niños en Navidad, para comprar toallitas con abetos y colocar velas por todas las habitaciones. En eso es en lo que se ha convertido mi vida y, la primera vez que salgo y comparto mis sentimientos con alguien, resulta que me he pillado los dedos. Me concentraré en decorar tu casa y llenar la despensa de galletas. Así, todos contentos.

– Holly…

– Y ahora, si me perdonas, tengo cosas que hacer y no quiero distracciones.

Alex se quedó callado, sin saber cómo reparar el daño que había hecho. Nunca la había visto tan dolida…

Le gustaba que fuese cariñosa con Eric, pero no quería que su hijo sufriera otra vez.

Al final, decidió que lo mejor era desaparecer. Y hasta que supiera qué hacer para verla sonreír de nuevo, no pensaba hacer nada.

Porque intuía que Holly y él estaban en el umbral de algo para lo que ninguno de los dos estaba preparado.

Y no quería ser él quien diera el primer paso.

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