Capítulo 2

– ¡Quiero que se quede!

Alex miró a su hijo, sentado en la cama. Con un pijama de conejitos, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se negaba a mirarlo a los ojos. Antes veía las facciones de Renee en Eric, los ojos castaños y la amplia sonrisa, pero cada día empezaba a verse más a sí mismo. Especialmente en la naturaleza obstinada del niño.

– Sé que he cometido errores desde que se fue tu madre, pero te prometo que intentaré enmendarlos. No necesitamos a esa señora para pasar unas navidades felices.

– No es una señora. Es un ángel. Mi ángel.

Alex se sentó al borde de la cama.

– Se llama Holly Bennett. Me ha dado su tarjeta de visita. ¿Cuándo has visto un ángel con tarjetas de visita?

– Da igual cómo se llame. Lo que cuenta es lo que puede hacer.

– ¿Y qué crees que puede hacer? -preguntó su padre-. Yo también puedo poner un árbol de Navidad.

– Pero tú no sabes hacer galletas ni colocar adornos y… ¡y la última vez que el abuelo hizo pavo sabía a zapato viejo! Además, es muy guapa. Como una modelo de las revistas. Y huele muy bien. ¡Es mía y quiero que se quede!

Alex no necesitaba que le recordasen lo obvio. Si no le hubiera dado la tarjeta, casi habría creído que Holly Bennett era, efectivamente, un ángel. Tenía cara de ángel, desde luego. Con una boca sensual de labios carnosos y unos ojos verdes bordeados por larguísimas pestañas. Su pelo rubio ondulado brillaba bajo las luces del establo, creando una halo luminoso alrededor de su cara y acentuando los pómulos altos y la nariz recta.

No, eso no le pasó desapercibido. Ni su propia reacción ante la belleza de aquella chica. Durante dos años había conseguido ignorar a todas las mujeres que se cruzaban en su camino, aunque no hubo muchas.

No salía casi nunca y vivía prácticamente para su trabajo. La última mujer a la que había tocado era la profesora de Eric, la señorita Green, pero solo para darle la mano en la reunión de padres. Pero la señorita Green tenía cincuenta años y olía a tiza.

Sin embargo, Holly Bennett no era una mujer fácil de ignorar. Recordó el escalofrío que había sentido al tomarla de la mano… y estaba en el piso de abajo, esperando que decidiera si se quedaba o no.

– Podría dormir aquí, conmigo -sugirió Eric.

– No pienso dejar que una extraña…

– Un ángel -lo corrigió su hijo.

– Por muy ángel que sea, no pienso dejar que duerma en mi casa.

– Pues entonces podría dormir en la casita de invitados. Además, al abuelo le gusta mi ángel.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Porque lo sé -contestó Eric.

Alex se pasó una mano por el pelo. Si enviaba a Holly Bennett a su casa, Eric nunca se lo perdonaría. Ni su padre, seguramente. Y quizá no era tan mala idea tenerla allí. A él no le gustaba decorar la casa y tener que adornar el árbol de Navidad…

Además, las fiestas siempre le recordaban a Renee. Cada adorno, cada decoración le recordaba el tiempo que habían pasado juntos, cuando eran una familia, cuando tenían un futuro por delante. Cuando se fue, Alex tiró todos los adornos de Navidad, todo lo que le recordaba la traición de su mujer.

Pero tenía la oportunidad de empezar otra vez, de crear unas tradiciones navideñas que fueran solo suyas y de su hijo. Holly Bennett estaría por allí, pero solo sería una empleada, alguien que los ayudaría a decorar la casa para las fiestas. Y sentía curiosidad por saber quién le pagaba.

– Muy bien -suspiró por fin-. Tiene tres días para probar que la necesitamos. Si no, volverá por donde ha venido.

– Entonces, ¿este año no vamos a esquiar a Colorado?

– No, este año no iremos a Colorado. Pero tendrás que encargarte tú de ella. Es tu ángel.

Eric se lanzó sobre él, enredando los bracitos alrededor de su cuello.

– ¡Gracias, papá! ¿Puedo ir a decírselo?

Alex revolvió el cabello rubio de su hijo, con el corazón encogido. Costaba tan poco hacerlo feliz…

– Métete en la cama. Yo se lo diré.

Eric obedeció y, una vez arropado, su padre le hizo cosquillas en el estómago.

– ¿Quién te quiere más que a nada en el mundo?

– ¡Tú! -exclamó el niño. Alex iba a salir de la habitación, pero Eric lo detuvo en la puerta-. Papá… ¿echas de menos a mamá?

Él se volvió. No sabía qué contestar. ¿Echaba de menos las peleas, las broncas, la angustia que sentía cada vez que Renee se iba a Nueva York? No, eso no. Pero sí echaba de menos la alegría que veía en los ojos de su hijo cuando su madre se dignaba a visitarlo.

– Tu madre es una mujer de mucho talento y tuvo que marcharse de aquí para ser una gran actriz. Pero eso no significa que no te quiera tanto como yo.

Aunque su pregunta no había sido contestada, Eric sonrió.

– Buenas noches, papá.

Alex bajó la escalera preguntándose cómo había conseguido evitar una respuesta directa. Tarde o temprano, el niño exigiría una explicación y él no sabría cómo dársela. Pero, ¿podía seguir mintiéndole?

Holly estaba sentada en el sofá del salón, mirando el fuego de la chimenea. Se había quitado el abrigo y debajo llevaba una chaqueta roja y una faldita negra que dejaba al descubierto sus interminables piernas. Nunca había conocido a una chica tan sofisticada y que, a la vez, pareciese tan inocente.

– Siento haberla hecho esperar. Si me dice dónde están sus cosas, la llevaré a su habitación.

Ella levantó la cabeza al oír su voz y Alex tuvo que hacer un esfuerzo para apartar los ojos de sus piernas. Si iba a quedarse allí durante las navidades, tendría que evitar ciertas fantasías.

– Gracias.

– Debería ser yo quien le diera las gracias. Eric insiste en que se quede en casa…

– No, gracias. He reservado habitación en un hotel. Alquilaré un coche para ir y venir de Schuyler Falls.

– Le he dicho a mi hijo que podía quedarse con nosotros tres días; no creo que necesite más tiempo. Tenemos una casa de invitados con cocina y cuarto de baño… Y puede usar mi furgoneta para ir y venir, yo usaré la de mi padre.

– Pero me han contratado para quedarme hasta el día de Navidad -dijo ella entonces-. Sé que todo esto es un poco raro, pero quiero hacerlo bien y para eso necesito más de tres días.

– ¿Cuánto se tarda en adornar un árbol de Navidad? -preguntó Alex.

Ella lo miró como si le hubiera pedido que construyese el Titanic de la noche a la mañana.

– Señor Marrin, este trabajo necesita tiempo. No ha puesto ningún adorno de Navidad y, por lo que me ha dicho su padre, no tiene ninguno. Entre el exterior y el interior, necesito tres días solo para planificar lo que voy a hacer. Y con el presupuesto que tengo puedo hacer cosas preciosas. Además, quiero organizar los menús de Nochebuena y Navidad… Si quiere hacer una fiesta, también puedo organizarla. Estoy acostumbrada a organizar fiestas multitudinarias y…

– Un momento, señorita Bennett. ¿Por qué no esperamos tres días? Después decidiremos si su angelical presencia es necesaria o no. Pero antes me gustaría saber quién financia todo esto.

Holly se encogió de hombros.

– Ya le he dicho que no lo sé.

– ¿No lo sabe o no puede decírmelo?

– Ambas cosas.

Alex la miró durante unos segundos, en silencio. Y ella cruzó las piernas, incómoda.

– Mi mujer se fue hace dos años, dos días antes de Navidad. Era eso lo que quería preguntar, ¿no?

– Eso no es asunto mío, señor Marrin -replicó Holly-. No creo que sea necesario que me involucre personalmente con su familia. Estoy aquí para crear un ambiente navideño perfecto y soy muy buena en mi trabajo. No lo defraudaré.

– Esto es para mi hijo, no para mí.

– A él me refería, señor Marrin -replicó ella.

Alex carraspeó, incómodo.

– Eric echa de menos a su madre. Sobre todo en Navidad. Las cosas no han sido fáciles para él… la ve muy poco.

El significado de esas palabras estaba muy claro. No estaba buscando otra esposa y no quería que ella ocupase el lugar de la madre de Eric.

– Si no le importa, me voy a dormir. Mañana tengo muchas cosas que hacer.

– ¿Dónde están sus cosas?

– ¿Mis cosas?

– Las alas y todo eso -sonrió Alex.

Holly sonrió también.

– No tengo alas, pero sí una maleta. Está en el coche que me ha traído aquí.

– Muy bien. Venga conmigo, la llevaré a la casa de invitados.

– Señor Marrin…

– Alex -la interrumpió él, ayudándola a ponerse el abrigo.

Al hacerlo, rozó su pelo con los dedos. El sentido común le decía que apartase la mano, pero había pasado tanto tiempo desde la última vez que tocó a una mujer…

Nervioso, salió al pasillo y abrió la puerta, esperando que el frío le aclarase un poco la cabeza. Desde luego, era muy guapa. Pero lo último que necesitaba en su vida era una mujer y todos los problemas que llevaba consigo una relación sentimental.

No, mantendría las distancias con aquel ángel. Por muy guapa que fuese.


– ¡Es un ángel, te lo juro!

Por un momento, Holly pensó que era un sueño. Pero luego recordó que estaba en la casa de invitados de Alex Marrin. Era un edificio de madera con un dormitorio, cuarto de baño y un saloncito con chimenea y cocina francesa. La decoración consistía en fotografías de caballos, arneses y aperos de montar. En realidad, era un sitio muy agradable.

– Pero no tiene alas -dijo una voz que no le resultaba familiar.

Holly abrió los ojos y se encontró con dos caritas que la miraban muy de cerca. Una de ellas era la de Eric Marrin. La otra, de un niño con pecas que la observaba como si ella fuese un insecto al que estuviera examinando bajo el microscopio.

– ¿Puede volar? -preguntó.

– ¡No es ese tipo de ángel, Kenny! Es un ángel de Navidad. Son diferentes.

Sonriendo, Holly se incorporó.

– Buenos días.

Kenny se asustó, pero Eric se tumbó tranquilamente sobre el edredón.

– Hola, ángel. Este es mi amigo Kenny. Vamos juntos al colegio.

Ella se pasó una mano por el pelo, bostezando. A juzgar por la luz que entraba por la ventana, no debían ser ni las ocho.

Había dormido fatal. Había tenido un sueño rarísimo en el que la cara de Alex Marrin se mezclaba con un montón de luces de Navidad que no podía encender.

¿Por qué aquel hombre la fascinaba tanto? Hasta el día anterior había estado dispuesta a pasar el resto de su vida con Stephan. Pero Alex era guapísimo. Quizá lo que la atraía era su aspecto natural, de hombre de campo… O quizá el dolor que había visto en sus ojos y que intentaba disimular.

– ¿Tiene una varita mágica? -insistió Kenny.

Eric levantó los ojos al cielo.

– ¡Los ángeles no tienen varitas mágicas! Solo las hadas madrinas.

Holly debería explicarles que lo de «ángel de Navidad» había sido una metáfora, una forma de contar por qué estaba allí. También podría haberse llamado «genio de la lámpara».

– ¿Por qué no me llamáis simplemente Holly?

– Te hemos traído el desayuno -sonrió Eric-. Mi padre me ha dicho que tengo que encargarme de ti, así que te he traído galletas y mermelada. Cuando termines, te enseñaré la granja y…

– ¡Aquí estáis!

Holly levantó los ojos y vio a Alex Marrin en la puerta. Iba vestido más o menos como el día anterior, pero tenía el pelo húmedo y parecía recién afeitado. Cortada, se cubrió con la sábana para tapar el escote de la camisola.

– Hola, papá. Le hemos traído el desayuno al ángel.

– Vais a llegar tarde al colegio. Venga, os llevaré en la furgoneta.

– Pero tenemos que enseñarle la granja a Holly…

– Yo se la enseñaré cuando vuelva. Vamos, andando.

Los niños se despidieron y Alex la miró con un brillo enigmático en sus ojos azules.

– Volveré dentro de quince minutos. Disfruta de tu desayuno.

Cuando se quedó sola, Holly se levantó de la cama.

Alex Marrin la ponía muy nerviosa, pero… Stephan nunca había conseguido que su pulso se acelerase. Quizá fue el destino lo que impidió que aceptara su oferta de matrimonio. Quizá intuía que había un hombre en alguna parte que podría despertar en ella… Holly buscó la palabra adecuada… ¿pasión?

Pensativa, apoyó la cara en el cristal de la ventana. Nunca se había considerado una mujer apasionada; nunca pensó ser la clase de mujer que dejaría a un lado todas sus inhibiciones para entregarse completamente a un hombre. Pero quizá no había conocido al hombre adecuado.

¿Era Alex Marrin ese hombre?

Desde luego, tenía algo irresistible. Su forma de caminar tan masculina, su forma de vestir, el pelo un poco despeinado… cualquier mujer lo encontraría atractivo.

Pero había algo más. Cuando lo miraba, a su mente acudían imágenes de sábanas arrugadas y cuerpos desnudos.

– Es un cliente -murmuró para sí misma.

Aunque eso no era del todo cierto. Su cliente era el benefactor anónimo. En cualquier caso, lo mejor sería mantener las distancias. Aquello era un encargo estrictamente profesional.

Veinte minutos después, cuando llamó a la puerta, Holly se había vestido, peinado y puesto un poquito de brillo de labios.

– Entra.

– ¿Estás lista? -preguntó Alex, mirándola de arriba abajo. Llevaba un jersey de cachemir, una elegante falda negra y los zapatos de tacón del día anterior.

– No he traído nada más que esto. Tendré que ir al pueblo para comprar ropa de abrigo.

– No puedes salir con esos tacones. Espera un momento… -murmuró él. Salió de la casa y volvió poco después con un par de enormes botas de goma.

Holly las miró haciendo una mueca.

– Gracias, pero creo que estaré más cómoda con mis zapatos -dijo, arrugando la nariz.

– Como quieras. Empezaremos por los establos.

– No necesito ver los establos… a menos que también quieras decorarlos, claro -dijo ella, tomando el abrigo-. Preferiría ver la casa para medir las habitaciones y decidir qué estilo le va mejor. Yo creo que un estilo rústico sería lo ideal.

Alex la miró, confuso.

– Yo prefiero una decoración normal y corriente. Ya sabes, bolas y espumillón.

– ¿Bolas y espumillón? Por favor… se ha avanzado mucho en el campo de la decoración navideña -rió Holly.

– Bueno, haz lo que quieras. Pero antes voy a enseñarte los establos.

– No hace falta, de verdad. Además, los animales me odian. De pequeña tuve un desagradable encuentro con una vaca.

– Yo me dedico a criar caballos -suspiró Alex-. Y si piensas quedarte aquí hasta Navidad, será difícil evitar a los animales.

Resignada a su sino, Holly fue tras él con sus tacones enterrándose en la nieve. Antes de llegar a los establos, vio al padre de Alex sujetando las riendas de un caballo que daba vueltas en un recinto vallado.

– ¿Qué hace?

– Entrenarlo. Algunos tienen muy mal carácter.

– ¿Cuántos caballos tienes?

– Unos setenta -contestó él-. Cuarenta yeguas de cría, veintisiete potros que sacaremos a subasta en enero, tres sementales y dos pura sangre. En verano cuidaremos de otros veinte mientras corren en Saratoga.

– Esos son muchos caballos -suspiró Holly-. En realidad, uno solo ya es demasiado para mí.

– En la época de mi abuelo había más, pero tenemos buena reputación y nuestros potros se venden bien en las subastas.

Cuando entraron en el primer establo, Alex metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó dos azucarillos.

– Toma, dáselos a Scirocco. Como ya no puede pasarlo bien, se dedica a los dulces.

– ¿Por qué no puede pasarlo bien?

– Porque ya no tiene que montar a las yeguas.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿de dónde salen los potros?

– Ahora todo se hace de forma científica. No necesitamos que el semental… haga el servicio, lo hacemos nosotros por él.

– ¿Cómo?

Alex apartó la mirada.

– Déjalo, sería difícil de explicar.

Con el ceño arrugado, Holly sujetó los azucarillos.

– Pobrecito. ¿Y sus necesidades? Este pobre caballo debe estar frustrado.

Aunque nunca le habían gustado los animales, a los que consideraba impredecibles, le daba pena que los pobres no pudieran tener… novia.

– Un macho no siempre tiene por qué dar rienda suelta a sus instintos.

Aunque la discusión era sobre animales, Holly empezó a pensar que había un significado oculto en sus palabras. Y se puso muy nerviosa.

Alargó la mano para darle los azucarillos a Scirocco, pero cuando vio sus dientes la apartó.

– Uy, qué miedo.

– ¿Por qué?

– Los animales me odian. Todos: los perros, los gatos, los caballos…

– Pues a Scirocco le caes muy bien.

Durante lo que le pareció una eternidad, ninguno de los dos se movió. Holly ni siquiera podría asegurar que su corazón estuviese latiendo.

Y aquella vez estaba segura de que no hablaba del caballo. Intentando controlar los nervios, se apoyó en la pared del cajón e intentó parecer tranquila, como si un hombre guapísimo le dijera esas cosas cada día.

– Si hemos terminado aquí, deberíamos… ¡Ay!

Holly se echó hacia atrás y, sin darse cuenta, metió el pie en un montón de… excremento de caballo.

– ¡Me ha mordido!

Oyó entonces una especie de relincho burlón y, cuando miró a Scirocco, le pareció que estaba sonriendo. El muy canalla.

– Lo siento -se disculpó Alex-. Scirocco se pone un poco agresivo cuando quiere azúcar. ¿A ver? Tenemos que limpiar esa herida.

– ¡Yo no tengo la culpa de que ya no tengas relaciones sexuales! -exclamó Holly. Al ver la expresión atónita del hombre, se puso como un tomate-. Me refería a Scirocco, no a ti.

– Ya, claro -murmuró él, llevándola a un banco de madera-. Siéntate.

Se inclinó entonces para quitarle los zapatos. El estiércol había manchado también las medias y tranquilamente, sin pedir permiso, las rasgó de un tirón.

– Deberías haberte puesto las botas.

– Habría dado igual. Ya te he dicho que los animales me odian -le recordó Holly, con una voz más ronca de lo normal.

– Seguro que Scirocco lo ha hecho a propósito. Le gustan las chicas, pero es muy travieso.

– Ya lo he visto.

– Espera… vuelvo enseguida.

Alex entró en una alcoba que había al otro lado del establo y que debía ser el botiquín.

– Dicen que el excremento de caballo es el mejor tratamiento de belleza.

Holly miró hacia la derecha y vio al padre de Alex en la puerta. La noche anterior apenas habían intercambiado unas palabras, pero sabía que tenía un amigo en Jed Marrin.

– ¿Eso dicen?

– ¿Sabe una cosa, señorita Bennett? Es usted la primera mujer que pisa esta granja en dos años. Y me alegra decir que es usted mucho más agradable a la vista que estos jamelgos.

– Gracias, señor Marrin.

– Puedes llamarme Jed, si yo puedo llamarte Holly.

– Muy bien, Jed.

El hombre señaló sus pies.

– Por aquí llamamos a eso «la pedicura de Stony Creek».

– Cuando se lo cuente a mis amigas de Nueva York se van a morir de risa -sonrió ella, moviendo los pies.

Alex volvió entonces con un cubo de agua, una toalla, un botiquín de primeros auxilios y un par de botas.

– Yo sé de uno que ha olvidado limpiar el cajón de Scirocco -murmuró, mirando a su padre con cara de pocos amigos.

– Sí, una lástima -rió Jed.

Alex procedió a limpiarle los pies y su padre volvió al trabajo. Cuando pasó la toalla húmeda por sus piernas, Holly tuvo que tragar saliva. Nunca había considerado una pierna o un pie como zona erógena, pero tendría que revisar su opinión. Lo que Alex Marrin le estaba haciendo era un pecado.

– ¿Desde cuándo vives aquí… en la granja? -preguntó, para pensar en otra cosa.

– Toda mi vida. Era de mi bisabuelo y lleva en la familia desde 1900. Antes había más criadores en la zona, pero ahora somos los únicos -contestó él. Después de limpiarle y secarle los pies, le puso las botas-. Y ahora que estás limpita, vamos a ver la herida -dijo, tomando su mano-. No es nada grave. Con un poco de antiséptico y una tirita…

– ¿No debería ponerme la inyección del tétano?

– No te preocupes. Scirocco no tiene la rabia.

Holly sonrió. Le gustaba que un hombre la atendiese solícitamente. Incluso un hombre tan distante como Alex Marrin. Quizá ser mordida por un caballo no era tan malo después de todo.

– Ya está… ¿Mejor? -preguntó Alex, dándole un besito en el dedo.

Ella parpadeó, sorprendida. Y cuando levantó la cabeza, vio que también él estaba sorprendido por el gesto.

– Lo siento. Es que estoy tan acostumbrado a curar a Eric… la fuerza de la costumbre.

Holly sonrió.

– Ya no me duele.

Alex carraspeó entonces, incómodo.

– Bueno, será mejor que vuelva al trabajo. La casa está vacía, así que puedes hacer lo que quieras. Incluso un desayuno decente.

Después de eso salió del establo, dejándola con el dedo vendado y una mirada soñadora. Mientras iba hacia la casa, intentando no perder las botas, Holly se preguntó si algún día entendería a Alex Marrin.

Pero daba igual. Estaba allí para hacer un trabajo y nada de lo que él hiciese, aunque fuera besar su mano y limpiar sus pies, cambiaría en absoluto su vida.

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