Las llamas de la chimenea se estaban convirtiendo en brasas cuando Holly terminó de decorar el árbol del cuarto de estar. Eric se había aburrido de colgar adornos y estaba dormido en el sofá, con la cabeza sobre la tripa de Thurston.
Aunque Alex aparentaba estar leyendo el periódico, Holly sentía la mirada del hombre clavada en su espalda.
¿Cómo había podido ir la cosa tan rápido? Tres noches antes eran unos desconocidos y, de repente, se sentía como una quinceañera saturada de hormonas.
Nunca se había creído una mujer apasionada. Stephan y ella tuvieron una satisfactoria relación en la cama, pero nunca hubo trompetas, ni coros de ángeles…
Sin embargo, sabía que podría tener todo eso… con Alex Marrin. Cada vez que lo miraba, sentía como si se le encogiera el estómago.
Lo sensato sería mantener una simple relación profesional, pero su corazón le decía que había algo más. Después del revolcón en la nieve, solo podía pensar en terminar lo que habían empezado.
Pero, ¿dónde los llevaría un beso? Holly intuía que a un corazón roto, y eso era algo que debía evitar a toda costa.
Después de colocar el último adorno, dio un paso atrás. La idea de decorar un árbol con «bichos» no le hizo mucha gracia, pero debía reconocer que quedaba simpático. Habían encontrado mariposas, mariquitas y gusanitos de colores que, mezclados con ramas de muérdago, le daban un toque infantil muy inocente. Aunque no era un trabajo muy sofisticado, tenía su encanto.
– ¿Qué te parece? -preguntó, mirando el nido de pájaros que coronaba el árbol.
– ¿Perdona?
– ¿Qué te parece el árbol?
Alex miró a Eric.
– Será mejor que lo lleve a la cama.
El pequeño abrió los ojos bostezando, pero cuando vio las mariposas iluminadas por las luces de colores, se emocionó.
– ¡Qué bonito! -exclamó, abrazando a Holly.
– ¿Te gusta?
– Es el árbol de Navidad más precioso del mundo.
– Mañana adornaremos los otros. Buenas noches, cielo.
– Buenas noches.
Los vio salir juntos del cuarto de estar. El cariño que había entre padre e hijo era tan grande, que le calentaba el corazón. Ella había tenido el mismo cariño de sus padres. Y algún día tendría un hijo al que estaría unida por la misma relación de amor incondicional.
Pero cuando se imaginaba a sí misma como madre, la imagen ya no era borrosa. Eric era el niño que aparecía en su mente. Y Alex Marrin se había colado en el papel de marido.
Aunque no quería casarse con él, por supuesto. Qué tontería. Solo quería un hombre dedicado a sus hijos, un hombre de los pies a la cabeza, alguien en quien poder confiar.
Suspirando, apagó la luz del cuarto de estar para comprobar el efecto y se quedó un rato en la oscuridad, observando el árbol, respirando el aroma del abeto recién cortado…
– Una belleza.
Holly se volvió.
– ¿Te gusta?
– No estaba hablando del árbol -murmuró Alex.
Ella se puso colorada. Un simple cumplido podía desarmarla… especialmente si quien se lo hacía era Alex Marrin.
– Creo que lo de los bichos ha funcionado.
– ¿Quieres una copa de vino?
– Tengo que colgar la guirnalda en el estudio. Y también tengo que…
De repente, Alex tomó su cara entre las manos. Era algo tan inesperado, que Holly no supo qué hacer. Pero no estaba indignada, ni avergonzada, ni se sentía culpable. Todo lo contrario.
Al ver que no protestaba, él se inclinó para besarla, ahogando un gemido ronco. Al principio era un beso suave, apenas un roce, pero pronto se convirtió en una caricia llena de pasión.
– Llevo queriendo hacer esto desde la primera noche -murmuró, besando su cuello-. Dime que tú también lo deseabas.
– Yo… no estoy segura -musitó Holly, inclinando la cabeza a un lado para disfrutar de la caricia.
Quería mantener las distancias con Alex… pero deseaba demasiado sus besos.
– ¿Por qué lo niegas? Nos sentimos atraídos el uno por el otro. Es muy sencillo.
– Pero no lo es. Estoy aquí para trabajar y tengo que volver a Nueva York. Tengo un negocio y…
– No te estoy pidiendo que te quedes -la interrumpió él-. Esto no es una proposición de matrimonio.
Holly se apartó de golpe.
– Por eso no deberíamos besarnos.
– ¿Necesitas un anillo de compromiso para besar a un hombre?
– No seas ridículo.
– ¿Entonces?
Ella buscó una buena razón para no besar a Alex Marrin, pero no encontró ninguna. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, ya no estaba prometida con Stephan. Era una mujer libre y podía besar a quien le diese la gana.
– Hay otro hombre -dijo entonces, agarrándose a la primera excusa que se le ocurrió.
– No lo habrá después de esta noche -murmuró Alex, acariciando su cuello.
– Lo digo en serio.
– ¿Estás comprometida? -preguntó él entonces, mirándola como si le hubieran salido cuernos.
– No… quiero decir, sí. Hace unos meses, Stephan me pidió que me casara con él.
No era una mentira… del todo.
– No veo ningún anillo de compromiso.
– No necesito un anillo para saber lo que siento.
– ¿Y qué sientes cuando estás con él, Holly? ¿Te hace sentir lo mismo que yo? ¿Te deja sin respiración, sin aliento? -preguntó Alex, tomándola por la cintura.
– Estáte quieto.
– Oblígame.
Y entonces se inclinó para besarla de nuevo. La besaba con ternura y, a la vez, con un deseo tan fiero que Holly podía sentirlo atravesando su cuerpo. Y cuando se apartó, dejándola sin aire, no supo cómo reaccionar.
– No puedes cambiar el pasado castigándome a mí. Yo no soy tu ex mujer, Alex. Y cuando me marche, no podrás echarme la culpa. No te abandonaré, sencillamente volveré a mi mundo.
Él dio un paso atrás, perplejo.
– Acabas de contestar a todas mis preguntas. ¿Necesitas ayuda para algo? Si no, tengo mucho trabajo en el establo.
– ¿Eso es todo? -preguntó Holly.
– No se preocupe, señorita Bennett. No pienso volver a besarla. A menos que me lo suplique, claro.
Después, tomó su chaqueta y salió de la casa.
Ella se llevó una mano al corazón, que latía con violencia.
– Me alegro de haberlo aclarado -murmuró para sí misma.
Se dispuso a guardar las cajas, pero le temblaban tanto las manos que tuvo que sentarse.
Alex no volvería a besarla, no volvería a mirarla con deseo…
Si pudiera convencerse a sí misma de que eso era lo que quería. Si pudiera concentrarse en el trabajo y no en la increíble atracción que sentía por Alex Marrin…
– Haz las maletas y vente para acá -dijo Holly, intentando contener la histeria-. Hay un tren que sale de Nueva York a las nueve y llega a Schuyler Falls alrededor de mediodía.
– ¿Mamá?
– ¡Soy Holly!
Al otro lado del hilo hubo un silencio. Y después, un largo bostezo.
– ¿Holly? Son las cinco de la madrugada.
– Sé qué hora es y quiero que estés aquí mañana. A partir de ahora, tú te encargas de esto.
La exclamación de Meg no la turbó lo más mínimo. Llevaba horas dándole vueltas a la cabeza y había decidido que no podía seguir en casa de los Marrin. Alex había dicho que no volvería a tocarla, pero estaba segura de que, tarde o temprano, ella le acabaría suplicando. Y entonces no querría solo besos. No, querría mucho más.
Pero no podía ser. Apenas lo conocía.
Había tardado casi un año en decidirse sobre Stephan y, a pesar de que le había salido el tiro por la culata, esa era su forma de proceder. Holly Bennett nunca tomaba decisiones precipitadas. Siempre había considerado sus opciones cuidadosamente.
Aunque una aventura con Alex Marrin sería muy excitante, también sería muy peligrosa. Sabía que no era el tipo de hombre que entrega su corazón a cualquiera. El divorcio le dejó cicatrices y había dejado bien claro cuáles eran sus sentimientos. Se sentía atraído por ella, pero no habría proposición de matrimonio ni final feliz. Solo sería… un revolcón.
– ¿Qué pasa? -preguntó Meg, medio dormida.
– Creo que es mejor que tú te encargues de este trabajo.
– ¿Por qué?
– Porque tú eres… eres más fuerte que yo.
– Si hay que levantar cosas pesadas, ¿por qué no contratas a alguien?
– No me refiero a eso -suspiró Holly.
– Entonces, ¿a qué te refieres? ¿Y qué te ocurre? Pareces muy alterada.
– Estoy bien.
– Estás mintiendo. Siempre sé cuando mientes, incluso por teléfono. ¿Qué ocurre?
– Es que hay un hombre… el padre de Eric Marrin, Alex. Y hay algo entre nosotros.
– ¿Hay algo? No te habrás puesto toda puritana y toda boba, ¿no? ¿Cuántas veces te he dicho que debes ser un poco más flexible?
– ¡No me he puesto boba! -exclamó Holly, sentándose sobre la cama-. Todo lo contrario. Hemos acabado besándonos.
– ¿Has besado a un hombre? -preguntó Meg, incrédula-. ¡Has besado a un hombre! ¿En los labios?
– Sí.
– Qué alegría.
– Pero tengo una reputación que proteger…
– Ya te estás poniendo boba.
– No puedo tener una aventura con un cliente -protestó Holly.
Esperaba que Meg no le recordase que, en realidad, Alex no era un cliente. Podría hacerle un striptease en la cocina si le daba la gana.
– Tienes que vivir un poco, mujer.
– Por favor, Meg, tienes que ayudarme. Si me quedo, no sé qué va a pasar.
– Ah, claro, podrías volverte loca y hacer el amor con ese hombre, qué susto. ¡Pero eso es precisamente lo que necesitas! Holly, tú tienes la vida planeada al detalle y creo que deberías hacer algo espontáneo por una vez.
– ¡No estamos hablando de mis defectos! ¡Estamos hablando de sexo! Sexo con un hombre que, seguramente, lo hace muy bien además. Y yo no. Y si quieres seguir colgando adornos de Navidad conmigo el año que viene, haz las maletas y toma el tren de las nueve.
– Pero es que tengo trabajo aquí -protestó su ayudante-. No puedo tomar un tren a las nueve de la mañana…
Holly no pensaba seguir discutiendo. Porque entonces tendría que convencer a Meg de que su reputación era más importante que un par de noches de tórrido sexo con Alex Marrin. Y, en aquel momento, no sería capaz.
Después de darle una serie de instrucciones, aceptó que tomase el tren de la tarde y colgó, ocultando la cara entre las manos. ¿Cómo se había metido en aquel lío? Si se hubiera apartado cuando la besó…
Pero se sentía atraída por Alex desde que lo vio en el establo la primera noche. En ese momento sintió algo extraño, un magnetismo salvaje. Se sentía dominada por el instinto, no por el sentido común.
Y ella no era así.
Nerviosa, tomó la guía y buscó el número de la empresa de taxis de Schuyler Falls. Aunque el tren no salía hasta las once, cuanto antes escapase de allí, mejor.
Un nombre contestó, medio dormido, pero aceptó ir a buscarla media hora después. Así tendría tiempo de hacer la maleta y dejar una nota para Eric.
Cuando salía de la casa apenas había amanecido y las luces de los establos iluminaban el camino cubierto de nieve. Pero en cuanto bajó los escalones del porche, se chocó contra alguien.
Con los nervios, se le cayó la maleta en el pie y lanzó un grito de dolor.
– ¿Dónde vas? -preguntó Alex.
Apretando los dientes, Holly tomó de nuevo la maleta y pasó a su lado, sin mirarlo.
– A Nueva York.
– ¿Ahora mismo?
– Solo querías que me quedase tres días y ya han pasado, ¿no?
– Pero te dije que…
– Da igual. Es mejor que me marche. He llamado a mi ayudante, Meghan O'Malley. Llegará mañana.
– Pero Eric te quiere a ti -dijo Alex, tomándola del brazo-. Tú eres su ángel de Navidad… ¿Es por el beso de anoche?
– No digas tonterías -le espetó Holly, muy digna.
Pero, al darse la vuelta, resbaló en la nieve y cayó de espaldas.
¿Qué pasaba en aquella granja? Metía los pies donde no debía, se resbalaba… estaba perdiendo los nervios.
– ¿Te has hecho daño?
– ¡No! ¡Y no quiero ser el ángel de nadie! -le espetó ella, levantándose de un salto-. A Eric le gustará Meg. Se le dan mejor los niños que a mí.
– A ti se te dan muy bien.
– ¿Tú crees?
– No te vayas -dijo él entonces-. Eric te echaría de menos y no quiero que el niño pague por mis errores.
– Entonces, ¿admites que besarme fue un error? -preguntó Holly.
– No he querido decir eso.
– ¿Qué quieres de mí, Alex?
Él apartó la mirada.
– ¿Y yo qué sé? No sé lo que siento por ti, Holly. Ni lo que quiero de ti. Y creo que tú tampoco. Pero no lo sabremos nunca si vuelves a Nueva York como un conejo asustado.
– Vine aquí para hacer un trabajo. Pero no puedo hacerlo si intentas besarme cada dos por tres.
– ¿Crees que has traicionado a tu prometido?
– ¿Mi prome…? Sí, claro. Mi prometido. Eso es lo que pasa.
– Una mujer que está a punto de casarse no va por ahí besando a otros hombres.
– ¡Yo no voy por ahí…! Me besaste tú. ¡Y no besas como un caballero!
Él soltó una risita.
– Me tomaré eso como un cumplido.
– ¿Lo ves? No eres un caballero -repitió Holly, dándose la vuelta.
Alex la tomó del brazo y cuando ella quiso apartarlo levantando la maleta… en sus prisas por marcharse de Stony Creek había olvidado poner el cierre de seguridad y su ropa acabó esparcida por la nieve.
Pijamas, jerséis, faldas… y braguitas negras de encaje.
Él tomó una con dos dedos, como si quemara.
– Dices que no soy un caballero, pero esto prueba que tampoco tú eres una dama.
Holly intentó quitárselas, furiosa.
Pero, además de la furia, había otro sentimiento mucho más poderoso. Un impulso, un deseo loco de echarse en sus brazos y besarlo hasta que se derritiera la nieve. De hacerlo sentir exactamente lo que ella sentía. Y había llegado el momento de dar rienda suelta a sus impulsos, decidió.
Dando un paso adelante, lo tomó por la pechera de la camisa y lo besó con todas sus fuerzas. Cuando estuvo segura de haber obtenido la reacción que esperaba, se apartó.
– Quédate con las braguitas. Puedes usarlas para decorar el árbol de Navidad.
Después de guardar la ropa en la maleta a toda prisa se dio la vuelta y, con cuidado para no volver a resbalar, tomó el camino que llevaba a la carretera.
Aunque no era una retirada muy digna, tendría que valer. Porque Holly Bennett no pensaba caer en las garras de Alex Marrin. Y ese beso lo había probado.
El primer tren de vuelta a Nueva York salía de Schuyler Falls a las once de la mañana. Como Kenny iba mucho por la estación se sabía los horarios de memoria, incluso las paradas entre Schuyler Falls y Nueva York.
Eric y él se habían escapado del colegio durante el recreo para ir a buscarla, rezando para llegar a tiempo. Y rezando para que sus padres no los castigasen.
Cuando llegaban, oyeron una voz por megafonía:
– Señoras y señores pasajeros con billete para Nueva York, con parada en Saratoga, Schenectady, Albany, Hudson, Poughkeepsie y Yonkers, pueden subir al tren.
– ¡Hemos llegado tarde!
– No -dijo Kenny-. Siempre sale quince minutos después del anuncio.
Eric abrió la puerta de la estación, apretando contra su pecho el regalo que llevaba. Pero su ángel de Navidad no estaba en el vestíbulo. Y cuando salieron al andén, tampoco la vio.
– ¡Debe haber subido al tren!
– Pues tendremos que subir. Si nos piden el billete, diremos que tu madre está dentro y que habíamos bajado para ir al servicio.
Eric se armó de valor. Aquel era su ángel de Navidad y tenía que hacer lo que fuese para recuperarlo.
– ¿Vais a Nueva York, niños? -les preguntó el revisor cuando iban a subir.
– No… digo sí -murmuró Eric.
– Con su madre -explicó Kenny-. Yo solo he venido para decirle adiós.
Eric le dio un codazo. Mentía bien, pero era un gallina.
– Muy bien. Sube muchacho.
Nervioso, subió al tren y empezó a buscar a Holly. La encontró un par de vagones más adelante, con los ojos cerrados.
– No puedes marcharte -le dijo, sentándose a su lado.
Cuando ella abrió los ojos, le dio unas flores de plástico y una chocolatina que llevaba en el bolsillo.
– ¿Qué haces aquí?
– He venido para llevarte de vuelta a mi casa. No sé por qué te has enfadado conmigo, pero…
– No estoy enfadada contigo, Eric. Es que tengo que arreglar unos asuntos en Nueva York.
– Te he traído las flores por si acaso estabas enfadada. Kenny dice que su padre siempre le lleva flores a su madre cuando está enfadada por algo.
– ¿Cómo has subido al tren? -le preguntó Holly.
– Le he dicho al revisor que estaba con mi madre.
– Tienes que bajar, cariño. Antes de que el tren arranque.
– No, pienso irme contigo a Nueva York. Quiero pasar las navidades en tu casa.
Podía imaginar cómo serían las navidades en casa de Holly… Tendría un enorme árbol de Navidad con millones de bombillas y cientos de regalos envueltos en papeles de colores. Pondría un platito de galletas y un vaso de leche en la ventana para Santa Claus, seguro. Lo dejaría acostarse a la hora que quisiera y después, el día de Navidad, haría tortitas con chocolate para desayunar.
– ¿Y tu padre? -preguntó ella-. Estará preocupado por ti.
– He venido con Kenny. Él sabe dónde voy y se lo dirá a mi padre y a mi abuelo. ¿Cuándo nos vamos? ¿Podemos ir al vagón restaurante?
Holly lo tomó de la mano.
– Tú no vas a ninguna parte. Y parece que yo tampoco. Voy a llevarte a casa ahora mismo.
Eric se levantó de un salto.
– ¡Sabía que volverías conmigo!
– Me has obligado a ello.
– ¿Qué ha sido, la chocolatina, las flores?
Holly bajó del tren y después ayudó al niño a bajar.
– Ha sido esa sonrisa tuya -murmuró, dándole un pellizco en la nariz-. Eres un crío encantador.
«No se parece a su padre».
Los dos se volvieron. Eric, con cara de susto. Su padre estaba en el andén y Kenny miraba el suelo, colorado como un tomate.
Se la había cargado. Ni videojuegos, ni televisión durante una semana. Y nada de jugar con Raymond o Kenny después de clase.
– Me han llamado del colegio para decir que Kenny y tú habíais desaparecido -dijo Alex, cruzándose de brazos-. La madre de Kenny estaba a punto de llamar a la policía.
Eric prácticamente se escondió bajo el abrigo de Holly.
– Es que estábamos en el recreo y… como la estación está cerca…
– Sí -asintió Kenny-. Solo queríamos venir un momentito.
– Pensábamos volver ahora mismo -dijo Eric. La mirada severa de su padre lo hizo suspirar-. Bueno, no es verdad, pero… me da igual que estés enfadado. Tenía que recuperar a mi ángel.
El revisor tocó el silbato entonces, anunciando el consabido «viajeros al tren».
– Holly tiene que irse a casa -dijo Alex-. Y su tren está a punto de salir.
– No -murmuró ella.
– ¿No?
Se quedaron en silencio durante largo rato.
Eric miró a cada uno de ellos. Allí pasaba algo muy raro. Holly miraba a su padre como Eleanor Winchell a Raymond cuando le decía que quería casarse con él. Y su padre miraba a Holly tan concentrado como Kenny cuando intercambiaba cromos de Michael Jordán.
– No tengo que irme a casa hasta después de Navidad -dijo ella entonces. Después, se dirigió al vestíbulo de la estación con la maleta en la mano.
Y se perdió el suspiro de alivio de su padre, que parecía haber estado conteniendo la respiración.
Kenny levantó las cejas cómicamente.
– Son novios -murmuró.
Eric arrugó el ceño. ¿Holly enamorada de su padre? ¿Su padre también estaría enamorado de ella?
– ¿Tú crees?
– Yo fui el que le dijo a Raymond lo de Eleanor Winchell. Yo sé mucho de chicas. Tu padre está enamorado y ella también.
Eric tardó un momento en digerir aquella información.
– Qué bien -murmuró, corriendo hacia Holly. Cuando llegó a su lado, la tomó de la mano, sonriendo.
– Cuando vuelva del colegio, ¿puedes hacerme unas tortitas? De esas que tienen sirope de fresa…
– Podemos hacer lo que tú quieras -dijo ella.
– Muchas gracias -sonrió Eric, mirando a su pecoso cómplice-. Por cierto, a mi padre también le gustan mucho las tortitas con sirope de fresa.