Capítulo 7

Llevaban casi veinticuatro horas sin dirigirse la palabra. Holly se negaba obstinadamente a hablarle y Alex parecía decidido a ignorarla. La tensión entre ellos era tan grande, que podía cortarse con un cuchillo.

Alex estaba enfadado porque era simpática y cariñosa con Eric. ¿Qué quería, que fuese una bruja? Aunque ser cariñosa con el niño no estaba en el contrato, lo era porque le parecía lo más lógico. Y porque lo sentía. Y porque era una cualidad fundamental en un ángel de Navidad.

Además, ¿quién no se enamoraría de Eric Marrin? Y en cuanto a su padre, empezaba a creer que se había equivocado con él. No debería haberle pedido que la besara en el trineo. Deberían haber seguido manteniendo una relación profesional, sencillamente.

Entonces oyó un golpe en el techo. Cuando Eric estaba en su habitación solía pegar saltos en la cama como cualquier otro niño, pero estaba en el establo.

Entonces oyó más golpes y salió al porche a ver qué pasaba. Había una escalera apoyada en la pared y Alex estaba en el tejado, intentando colocar unos renos de plástico.

– ¡Ten cuidado!

Él la miró por encima del hombro.

– No necesito tus consejos. Puedo colocar estos ocho renos sin que tú supervises el trabajo.

– Deben ser nueve, no ocho. Santa Claus lleva nueve renos en el trineo -dijo Holly-. Y esos renos de plástico son muy poco finos, por cierto.

– No los pongo para ti, los pongo para Eric. Para que vea que yo puedo decorar tan bien como tú.

– ¿Dónde está, por cierto?

– Ha ido a buscar un alargador al establo.

– Ese reno está muy bajo.

– Está perfectamente.

– Pues parece que se va a caer.

Alex murmuró algo por lo bajo. Pero colocó bien el reno, que era de lo que se trataba. Después, bajó para tomar el siguiente.

Pero eligió el que tenía la nariz roja.

– Ese es Rudolf, tiene que ir el primero.

– Pues va a ir el segundo -dijo él.

– Eric se dará cuenta. Se le enciende la nariz como un farol y todo el mundo sabe que Rudolf, el de la nariz roja, va el primero.

– ¿Has venido para amargarme la vida o tenías algo que decir?

– Pues sí, tengo algo que decir. No he visto los juguetes de Eric. O los tienes escondidos o aún no has comprado nada -dijo Holly, sacando un papel del bolsillo de los vaqueros-. He hecho una lista con los que ha ido mencionando de pasada o que ha visto en la tele. Puedo ir a comprarlos yo si quieres, pero cada uno tiene que ser envuelto con papel diferente y…

– Lo haré yo, muchas gracias -la interrumpió Alex, quitándole el papel.

Después, volvió a subir por la escalera. Colocó el reno en la segunda posición, pero a Rudolf no parecía gustarle y cayó al suelo.

Holly, que nunca había visto volar un reno hasta aquel momento, tuvo que soltar una risita.

– No le gusta ir el segundo porque sabe que debe estar en la primera posición.

– ¿Sois amigos íntimos?

Ella tomó el reno y se sentó en los escalones del porche. Como esperaba, Alex se sentó a su lado un segundo después.

– ¿Cuándo piensas ir de compras? Algunos de los juguetes podrían desaparecer si esperas mucho.

– Creo que puedo comprar los juguetes para mi hijo sin que me den consejos. Sé muy bien lo que quiere.

– Solo intento ayudar. Para eso estoy aquí.

– ¿Y cuánto tiempo te quedarás? -preguntó él-. Supongo que estarás deseando volver a Nueva York. ¿Tu prometido no quiere pasar las navidades contigo?

– ¿Mi prometido?

– Ayer te oí hablando de él con Eric.

– ¿Estabas escuchando?

– Es mi hijo y tengo que protegerlo. He pensado que, si te quedas el día de Navidad, será más duro para él cuando te marches.

– Yo no quiero hacerle daño -dijo Holly.

– Lo sé, pero cada día que estás aquí se encariña más y más.

Ella se levantó enfadada.

– Entonces, me marcharé. Dejaré hecha la comida de Navidad y solo tendrás que calentarla en el horno.

Alex no intentó convencerla de que se quedara. Simplemente, se levantó con el reno en la mano para subir de nuevo al tejado.

– ¿Lo quieres? -preguntó entonces.

– ¿A Eric? Por supuesto. Es un niño maravilloso.

– Me refería a tu prometido.

Holly consideró la respuesta durante unos segundos. Debía mentirle. Para proteger su corazón y para castigar a Alex por su grosero comportamiento.

– Supongo que sí. Me ha pedido que me case con él y es la única oferta que he recibido por el momento.

– Pues, entonces, supongo que deberías casarte.

– Sí, claro -murmuró ella.

Evidentemente, Alex no iba a pedírselo. Su trabajo en Stony Creek era lo que había esperado: un encargo profesional. Nada más.

– Bueno, me voy. Tengo muchas cosas que hacer si quiero terminar antes del día de Navidad. ¿Alguna petición especial para la cena de Nochebuena?

Alex negó con la cabeza.

– Lo que tú quieras.

Lo había dicho con un tono frío, indiferente. Y Holly se preguntó si significaba algo para él.

Cuando llegó a la cocina, se apoyó en la repisa respirando profundamente para calmarse.

– Haz tu trabajo. Simplemente, haz tu trabajo y todo irá bien.

Haría un pavo para el día de Navidad y un asado con patatitas francesas para Nochebuena. Y estarían tan deliciosos, que Alex lamentaría haberla echado de su casa.

Y, además, daría los últimos toques a la decoración y dejaría la residencia de los Marrin como para salir en las páginas de una revista.

– Lamentará haberme dicho que debo irme -murmuró-. Cuando pruebe mi pavo relleno, no podrá olvidarse de mí.


– ¡Pero tienes que venir! -exclamó Eric-. Vamos vestidos de Santa Claus y la señorita Green me ha dicho que yo lo hago muy bien. Y Eleanor Winchell parece un tomate con patas.

Alex había intentado convencerlo de que Holly tenía muchas cosas que hacer, pero Eric no se rendía.

– Tiene mucho trabajo, cariño. Quizá quiera descansar un poco.

– Pues sí, tengo mucho trabajo -dijo ella con retintín.

Aunque Alex no podía imaginar qué quedaba por hacer. Los regalos estaban comprados, la casa decorada de arriba abajo y Holly llevaba días metida en la cocina.

Y cada vez que se encontraban por el pasillo, ella miraba hacia otro lado.

Para ir a la función de Navidad, en lugar de los vaqueros y la camisa de franela, se había puesto un jersey de cuello alto y pantalones de color caqui. Incluso se había peinado cuidadosamente y, en lugar de las botas, llevaba unos mocasines de ante. Aunque seguramente no era tan sofisticado como su «prometido», muchas mujeres lo encontrarían atractivo.

Pero Holly lo miraba como si fuese una mofeta.

– Tienes que venir -insistió Eric.

– Nos gustaría mucho que vinieses -dijo Alex entonces. Aunque la invitación era genuina, su voz sonaba forzada.

Durante aquellos días se comportaron como si nunca se hubieran besado, como si nunca se hubieran acariciado. Pero Holly había dejado de cenar con ellos y se preparaba la cena en la cocina de la casa de invitados.

Cada noche, Eric y ella discutían sobre un nuevo adorno o un nuevo proyecto para que las navidades fueran perfectas. Alex se iba al establo y solo volvía a la casa cuando veía encendidas las luces de su habitación.

Debería estar contento. Después de todo, fue él quien sugirió que se distanciase del niño.

Pero el ambiente en la casa había cambiado y era de todo menos festivo. Eric lo notaba y parecía triste. Igual que su padre. Igual que Holly.

Ella puso una mano sobre la cabeza del niño.

– Me gustaría mucho ir, pero tengo que terminar un pastel y acabar con el relleno del pavo. Quieres tener unas navidades perfectas, ¿no?

Alex se aclaró la garganta.

– Eric, ve por tu abrigo. Y ponte las botas. Tenemos que irnos dentro de cinco minutos.

Cuando el niño salió de la cocina, se volvió hacia Holly.

– A mi hijo le gustaría mucho que vinieses a ver la función.

– ¿Estás pidiéndome que vaya por Eric o porque tú quieres que vaya?

– Las dos cosas.

Ella consideró la invitación durante unos segundos.

– De acuerdo, iré. ¿Debería cambiarme de ropa?

– Estás muy bien así.

Holly llevaba un cárdigan verde de cachemir y una falda de pana negra. Con el pelo suelto y apenas un poco de brillo en los labios, a Alex le parecía perfecta.

– Vamos. No quiero llegar tarde al debut de mi hijo como cantante.

– Muy bien.

Ella tomó su chaquetón del perchero y Alex la ayudó a ponérselo.

– Te lo agradezco mucho.

Holly no dijo una palabra mientras se dirigían al colegio, ni cuando la ayudó a quitarse el chaquetón, ni cuando la tomó del brazo para ir al salón de actos. Había tantas cosas que decir, que ninguno de los dos quería aventurarse a ser el primero.

¿Cuántas veces había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tomarla en sus brazos, para no decirle lo que pensaba, para no rogarle que volviesen a estar como antes?

Pero cada vez que iba hacerlo, volvían las dudas. No quería cometer otro error. Divorciarse de Renee había sido horrible, pero amar a Holly y perderla sería insoportable. Y podría destruir la confianza que Eric tenía en él.

Cuando entraron en el salón de actos, Alex comprobó que todas las cabezas se volvían. Su vida social era asunto de interés general en el pueblo, evidentemente. Por detrás de Thomas Dalton, el propietario de los almacenes, él era considerado como el soltero de oro de Schuyler Falls.

Y, de repente, aparecía en la función escolar con una mujer bellísima del brazo.

– ¿Por qué nos miran? -susurró Holly.

– Están mirándote a ti.

– ¿Por qué?

– Es la primera vez que me ven en público con una mujer desde que la madre de Eric me dejó.

– ¿No has salido con nadie en dos años? ¿Por qué?

– Porque no he encontrado a nadie con quien quisiera salir… hasta ahora.

– Esto no es una cita -dijo ella.

Alex sonrió.

– Podríamos aparentar que lo es. Así las solteras de Schuyler Falls me dejarán en paz durante algún tiempo. Pero tendrías que besarme…

– De eso nada.

– Pues, entonces, mirarme con cara de adoración, como si cada palabra que digo fuera la más interesante que has oído en toda tu vida.

– ¿Y qué pasará cuando tengas que volver a salir?

– No sé… contrataré una acompañante o algo así. O quizá no vuelva a salir en un par de años -contestó él, ofreciéndole el programa-. ¿Has visto una función escolar alguna vez?

– No, la verdad.

– Por muy mala que sea, no te rías. Puedes sonreír, pero no reírte. Puedes morderte los labios, eso te ayudará. Y créeme, va a ser malísima. Los niños de siete años son incapaces de actuar de forma natural delante del público. Y el coro de la señorita Green no va a quitarle el puesto a los niños cantores de Viena. No cantan, aúllan.

Holly sonrió.

– Creo que voy a pasarlo estupendamente.

Poco después se apagaron las luces y salió el primer grupo de niños. Eran los más pequeños y, en lugar de prestar atención al coro, se dedicaban a buscar a sus padres entre el público, a darse codazos o a tirarse de la ropa. Afortunadamente, solo cantaron una canción antes de salir corriendo del escenario.

La clase de Eric era la siguiente. Holly apretó la mano de Alex para darle valor. O al revés.

– ¿Estás bien?

– Estoy un poquito nerviosa, la verdad. Lleva una semana hablando de su solo y creo que está asustado.

– Eric no se asusta.

– Claro que sí. No lo dice en voz alta, pero yo sé que quiere hacerlo lo mejor posible.

Alex se quedó pensativo un momento. Siempre había creído que Eric era un niño con mucha confianza en sí mismo. No le importaba equivocarse y fracasar. Y nunca se le ocurrió pensar que podría estar escondiendo miedos o inseguridades, quizá intentando ser el ideal de masculinidad que veía en su padre.

Una madre notaría esas cosas… si Eric tuviese una madre que se ocupara de él.

Holly sería una madre maravillosa, pensó. Viéndola allí, con una sonrisa de ánimo en los labios, nerviosa… Quería a su hijo, eso estaba claro. Con una mujer como ella, Eric podría experimentar lo más dulce de la vida, los abrazos, las risas, la complicidad, los besos cuando tuviera miedo…

– Ahí está -dijo Holly entonces, moviendo la mano. Al verla, el niño sonrió de oreja a oreja-. Deberíamos haber traído la cámara de vídeo. Está graciosísimo con ese traje de Santa Claus.

Eric empezó bien, pero olvidó la letra y miró a su profesora, que le hizo un gesto con la cabeza para que empezase otra vez. Y cuando logró terminar la canción, Holly se levantó para aplaudir.

– ¡Bravo!

Alex comprobó que el resto de los padres la miraban extrañados.

– Siéntate, esto no es el Madison Square Garden.

– Lo ha hecho muy bien, ¿verdad? Se le ha ido la letra un momento, pero enseguida ha vuelto a retomar la canción perfectamente. Yo creo que tenía la estrofa más larga, ¿no? Y la más difícil, desde luego.

Sin poder resistirlo, Alex le pasó un brazo por los hombros.

– No te había visto tan contenta desde que encontraste el molde inglés para el pastel de ciruelas.

– Lo siento, no debería…

– No, me alegro de que te importe tanto -la interrumpió él.

El resto del programa consistía en varios grupos de niños cantando canciones navideñas con más o menos talento y, al final, todos los padres cantando I wish you a merry Christmas.

Se encontraron con Eric en el pasillo, al lado de su clase. El pobre estaba emocionado, esperando que le dijeran lo bien que lo había hecho.

– Has cantado fenomenal -dijo Alex, tomándolo en brazos.

– Ha sido maravilloso -sonrió Holly-. El mejor, tienes una voz preciosa.

– Me he equivocado al principio -admitió Eric.

– ¿Ah, sí? Yo no me he dado cuenta. No creo que nadie se haya dado cuenta, ¿verdad, Alex? Has cantado como un profesional.

– ¿De verdad? ¿Cómo algo que verías en Nueva York?

– Igual, igual. Bueno… mucho mejor que lo que se ve en Nueva York.

De la mano, fueron hasta la puerta del colegio, charlando sobre su «grandiosa» interpretación. Alex los miró. Su hijo y la mujer de la que estaba enamorándose.

– Pues si la quieres, vas a tener que convencerla de que tiene que quedarse -murmuró para sí mismo-. O eso o soportar las iras de un niño de siete años.


Holly estaba en su cama, mirando el techo con los brazos cruzados. Decir que estaba confusa era decir poco. Alex Marrin se había convertido en el maestro de los equívocos. Primero le decía que tenía que marcharse antes de Navidad y luego…

Cuando volvieron a casa después de la función escolar se despidió para irse a dormir, pero Alex le pidió que se quedara con ellos un rato. Pusieron una película navideña que vieron con el abuelo en el cuarto de estar, riendo como si fueran una familia…

Y cuando por fin Eric se fue a la cama y Jed dijo que él también se iba a dormir, Holly se levantó arguyendo que estaba agotada.

¿De qué había tenido miedo? ¿De que Alex la besara de nuevo? Pues sí, de eso. En su estado mental, era imposible volver a besarlo. Tenía que volver a Nueva York inmediatamente si quería olvidarse de Stony Creek y de los Marrin.

Pero, ¿estaría rindiéndose demasiado pronto?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un golpecito en la puerta. Holly miró el despertador. Eran las doce y solo una persona llamaría a su puerta tan tarde.

Y no sabía si debía contestar.

Alex volvió a llamar y ella se cubrió los ojos con la mano. No quería abrir. No podía abrir. Por fin, a la tercera tuvo que levantarse de la cama.

Por supuesto, Alex estaba al otro lado de la puerta con un montón de bolsas y paquetes en los brazos.

– Como tenías la luz encendida, he pensado traer todo esto…

Holly le quitó un Lego de las manos para verle la cara. ¿Por qué estaba haciendo eso? ¿No habían dejado las cosas claras?

– Dijiste que tú mismo envolverías los juguetes.

– Sí, pero me resulta muy difícil. He pensado que podríamos hacerlo juntos y dejarlos aquí hasta el día de Navidad, para que Eric no los vea.

Ella dejó escapar un suspiro.

– Supongo que puedo hacerlo mañana, antes de marcharme.

– ¿Te marchas mañana? -preguntó Alex.

– Mañana es Nochebuena.

– Ah, claro. Es verdad.

– Ya.

Ninguno de los dos sabía qué decir. Holly esperó que dejase los juguetes en el sofá; pero, en lugar de hacerlo, prácticamente los tiró al suelo y la tomó en sus brazos.

Un gemido escapó de sus labios, pero era un gemido más de sorpresa que de protesta. Nada la había preparado para la intensidad de aquel beso tan exigente, tan desesperado.

A Holly se le doblaban las rodillas y Alex la tomó por la cintura para llevarla a la cama. Sin decir nada, la dejó sobre el edredón y se tumbó a su lado.

– Lo siento -murmuró por fin-. Lo he estropeado todo.

– No -musitó ella, poniendo un dedo sobre sus labios-. No te disculpes. Esto es todo lo que importa. Esta noche. No necesito nada más.

– Pero tengo que decirte…

Holly interrumpió sus palabras con un beso y Alex se colocó encima, con un ardor que no podía disimular y que la excitaba como nunca.

El sentido común le decía que debía parar aquello antes de que llegasen demasiado lejos. Pero el sentido común perdió la batalla porque su olor, sus caricias, su sabor… eran demasiado embriagadores.

Se dejó llevar por la magia del momento, por el deseo de ser suya, de poseerlo a la vez. Y aquella noche tenían todo el tiempo del mundo.

Alex jugaba con los botones de su cárdigan sin dejar de besarla, pero cuando metió las manos por debajo del jersey para acariciar sus pechos, Holly lo detuvo. Entonces se incorporó y empezó a desabrochar los botones uno por uno. Alex prácticamente gruñía de deseo, pero ella no le permitió moverse hasta que el cárdigan se deslizó por sus hombros. Entonces entendió el poder de su feminidad. Con un solo movimiento o una sonrisa sugerente lo tenía en sus manos. Ningún hombre la había deseado tanto como Alex. Podía verlo en sus ojos, en el ligero temblor de sus manos.

Cuando iba a desabrochar el sujetador, él la sujetó.

– No. Déjame hacerlo.

Tomó el cierre del sostén y lo abrió lentamente para admirar sus pechos. Holly no se sentía avergonzada por su desnudez, todo lo contrario. Entonces le quitó el jersey y empezó a acariciar su torso, despacio, de arriba abajo. Después se tumbó sobre él, piel contra piel, el calor del cuerpo del hombre traspasándola.

Como si estuvieran en otro mundo, un mundo de noches interminables, se quitaron la ropa el uno al otro. Cada movimiento les daba tiempo a explorar, a tocarse hasta que ninguno de los dos pudo esconder la pasión que sentía. Cuando ambos estuvieron desnudos, lo miró con fuerza y, a la vez, con vulnerabilidad. En ese momento, supo que él era el hombre que quería.

Suaves gemidos se mezclaban con susurros y suspiros ahogados. Los sentidos de Holly estaban embriagados de su olor, del roce de los labios húmedos sobre sus sensibles pezones y del sonido de sus jadeos. No hacían falta palabras y, cuando él sacó un paquetito de la cartera, lo tomó y se lo puso ella misma.

Parecían responder el uno al otro de forma instintiva, como si hubieran estado esperando aquel momento toda la vida, el momento en que se convertirían en uno solo. Y cuando entró en ella, lo miró a los ojos. Todo lo que sentía estaba reflejado en ellos: la pasión, el amor, el deseo… y su corazón se encogió.

No necesitaba oírlo decir que la amaba porque lo sabía. Aunque no lo dijera nunca, sabría que por una noche había sido la mujer de sus sueños.

Él se movía despacio al principio, pero después una fiebre incontrolable los poseyó a los dos. Holly sentía la tensión creciendo con cada embestida, un deseo que necesitaba ser satisfecho. Y cuando él metió la mano entre sus piernas para tocarla, gritó por la intensidad de la sensación. Entonces llegó arriba, a lo más alto, y Alex llegó con ella, pronunciando su nombre una y otra vez, estremecido.

Más tarde, después de haber hecho el amor una vez más, acarició su cara sudorosa. De jovencita, había soñado con conocer a un hombre al que pudiese amar profundamente, con fiera pasión. Pero dejó a un lado esos sueños por una idea más pragmática del amor.

Con Alex se había convertido en una mujer de verdad, una mujer llena de vida, de luz y de amor que estaba por encima de cualquier duda, de cualquier inhibición.

– Te quiero -murmuró tan bajito que, si Alex lo oía, podría pensar que había sido un sueño-. Y aunque esta sea la única noche que tengamos, seguiré queriéndote siempre.

Lo miró durante largo rato, hasta que tuvo que cerrar los ojos vencida por el sueño. Y cuando por fin se quedó dormida, con la cabeza apoyada sobre su hombro, durmió plácidamente. Mejor que nunca.

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