Era exactamente igual que el año anterior. La valla blanca, la casita con el tejado puntiagudo, los pajes con gorros de fieltro y cascabeles en los tobillos… y el árbol de Navidad lleno de luces.
El corazón de Eric Marrin dio un vuelco y tuvo que apretar las manoplas para que no le temblasen las manos.
Nervioso, miró por encima de un niño gordito para ver al hombre de la barba blanca; el hombre que la mitad de los niños de Schuyler Falls, en Nueva York, habían ido a ver aquella tarde.
– Santa Claus -murmuró, con voz llena de emoción.
Mientras esperaba en la cola para sentarse en las rodillas de Santa Claus, se preguntó si su nombre estaría en la lista de los niños buenos o en la de los que recibirían carbón.
Entonces repasó su comportamiento durante los últimos doce meses…
En general, se había portado bien. Bueno, además de meter una culebra de agua en el fregadero y poner sus zapatillas llenas de barro en la lavadora junto con las mejores camisas de su padre… Y también lo pillaron con sus mejores amigos, Kenny y Raymond, colocando peniques en las vías del tren para que los aplastasen las ruedas.
Pero en general, en los siete años y medio de su vida, nunca había hecho nada malo a propósito… excepto quizá aquel día. Aquel día, en lugar de volver a casa después del colegio, había tomado un autobús para ir a los almacenes Dalton. Viajar solo en autobús era algo prohibido por su padre y seguramente acabaría sufriendo el peor castigo de su vida… Pero tenía una buena razón para arriesgarse.
Los almacenes Dalton eran considerados por todos los alumnos del colegio Patrick Henry como el santuario de Santa Claus. Desde el Día de Acción de Gracias hasta Nochebuena, riadas de niños subían a la segunda planta para sentarse en sus rodillas.
Raymond decía que el Santa Claus de los almacenes Dalton era mucho mejor que cualquier otro en Nueva York. Los otros, según él, solo eran ayudantes. Aquel era el verdadero y podía hacer que los sueños se convirtiesen en realidad. Kenny incluso conocía a un niño que había conseguido un viaje a Florida.
Eric metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó su carta. Después de escribirla con sumo cuidado a rotulador, la guardó en un sobre de color verde hierba. Y luego le puso unas cuantas pegatinas para asegurarse de que llamaba la atención entre todas las demás.
Aquella era la carta más importante que había escrito en toda su vida y haría lo que fuera necesario para que llegase a manos de Santa Claus.
Vio entonces que una niña con un abrigo de lana azul echaba su carta en el buzón. Era un sobre blanco escrito con muy mala letra. Eric sonrió. Su carta era más llamativa. Cerrando los ojos frotó su penique de la suerte, que llevaba en el bolsillo.
Todo iba a salir bien.
La fila de niños se movía y Eric tocó la carta de nuevo. Primero le explicaría su caso a Santa Claus y, si tenía oportunidad, le metería la carta en el bolsillo. Imaginaba al anciano de barba blanca encontrándola a la hora de cenar… estaba seguro de que la leería inmediatamente.
Entonces arrugó el ceño. Si quería hacer las cosas bien debía ir todos los días con una carta nueva… por sí acaso. Santa Claus se daría cuenta de lo importante que era aquello para él. Incluso cabía la posibilidad de que se hicieran amigos. Santa Claus lo invitaría a visitar el Polo Norte y él podría llevarlo al colegio para presentárselo a sus compañeros. La antipática de Eleanor Winchell se moriría de envidia.
Por supuesto, Eleanor había leído su carta en clase de la señorita Green, un recital de todo lo que necesitaba para pasarlo bien en Navidad: vestiditos, cuentos, muñecas… Y también informó a toda la clase que pensaba ser la primera en la cola en cuanto los almacenes Dalton recibieran a Santa Claus.
Secretamente, Eric esperaba que esa carta se perdiera entre todas las demás. O que Eleanor se cayera al río Hudson y la corriente se la llevara a miles de kilómetros para atormentar a otros niños. ¡Era mala y envidiosa y, si Santa Claus no podía verlo por su carta, no se merecía tener un trineo mágico!
Eric no había pedido un solo juguete. Y su regalo de Navidad no era nada egoísta porque servía tanto para su padre como para él.
Habían pasado dos años desde que su madre se marchó. Entonces tenía cinco y medio, casi seis. Ya habían puesto el árbol de Navidad en el salón… y entonces se marchó. Y después todo fue tristeza.
Las primeras navidades sin ella fueron difíciles, sobre todo porque Eric esperaba que volviese. Pero las últimas fueron peores. Su padre ni siquiera se molestó en poner el árbol. Dejaron a Thurston, su labrador negro, en una residencia canina y se fueron a Colorado a esquiar. Los regalos de Navidad ni siquiera estaban envueltos y sospechaba que Santa Claus no había pasado por allí porque estaban en un dúplex con una chimenea muy estrecha.
– Niño, tú eres el siguiente.
Una de las ayudantes de Santa Claus, vestida con una casaca de lunares rojos y mallas verdes, había abierto la verja y lo miraba con gesto de impaciencia. En la casaca llevaba una etiqueta con su nombre: Twinkie.
Él dio un paso adelante, tan nervioso que apenas recordaba lo que tenía que decir.
– ¿Qué vas a pedirle a Santa Claus? -le preguntó Twinkie.
Eric la miró, receloso.
– Eso es un secreto entre él y yo.
La ayudante soltó una risita.
– Ah, el viejo acuerdo de confidencialidad entre Santa Claus y los niños.
– ¿Eh?
– Nada, nada.
– ¿Tú lo conoces bien?
– Como todos sus ayudantes.
– Pues podrías echarme una mano -dijo Eric entonces, sacando el sobre del bolsillo. Si Santa Claus no recordaba quién era, a lo mejor Twinkie podría recordárselo-. Necesito que lea mi carta. Es muy, muy, muy importante -añadió, sacando un paquete de chicles del bolsillo-. ¿Tú crees que él…?
Twinkie observó el sobre.
– Eric Marrin, ¿eh? Lo siento, pero Santa Claus no acepta sobornos.
– Pero yo…
– Vamos, te toca -dijo ella entonces, empujándolo.
Eric repasó mentalmente todo lo que iba a decir mientras se sentaba sobre la rodilla de Santa Claus, respirando profundamente para darse valor.
Olía a menta y a tabaco de pipa y tenía la barriga muy blandita, así que se apoyó en ella y lo miró a los ojos. Al contrario que su antipática ayudante, Eric vio que aquel hombre era paciente y amable.
– ¿Eres Santa Claus de verdad?
Algunos niños del colegio decían que Santa Claus no era real, pero aquel señor parecía muy real.
El anciano sonrió.
– Claro que sí, jovencito. ¿Cómo te llamas y qué puedo hacer por ti? ¿Qué juguetes quieres para Navidad?
– Me llamo Eric Marrin y no quiero juguetes -contestó él, muy serio.
– ¿No quieres juguetes? Pero todos los niños quieren juguetes en Navidad.
– Yo no. Quiero otra cosa. Algo mucho más importante.
Santa Claus tomó su cara entre las manos.
– ¿Y qué es?
– Yo… quiero un árbol de Navidad con muchas luces. Y quiero decorar mi casa con renos de plástico y espumillón. Quiero galletas de Navidad y villancicos. Y en Nochebuena quiero dormirme delante de la chimenea y que mi padre me suba en brazos a la cama… Y el día de Navidad quiero un pavo y pastel de chocolate…
– Para, para, respira un poco -rió Santa Claus.
Eric tragó saliva, sabiendo que quizá estaba pidiendo un imposible.
– Quiero que sea como cuando mi mamá vivía con nosotros. Con ella la Navidad siempre era especial.
El anciano se quedó callado un momento y Eric pensó que iba a echarlo a empujones de su casita por pedir demasiado. Conseguir juguetes era algo muy fácil para alguien que tiene una fábrica, aunque sea en el Polo Norte, pero su deseo era mucho más complicado.
Pero si Raymond decía la verdad, el Santa Claus de los almacenes Dalton era la única oportunidad de hacer realidad sus sueños.
– ¿Dónde está tu mamá?
– Nos dejó en Navidad, hace dos años. Y mi papá no sabe cómo hacer las cosas… el año pasado ni siquiera teníamos árbol. Y quiere que nos vayamos a esquiar otra vez a Colorado, pero si no estamos en casa no podremos tener una Navidad de verdad. Puede ayudarme, ¿no?
– ¿Quieres que tu madre vuelva por Navidad?
– No -murmuró Eric-. Sé que no puede volver. Es actriz y viaja mucho. Ahora está en Londres haciendo una obra de teatro muy importante. La veo en verano durante dos semanas y me envía postales de todos los sitios a los que va. Y sé que usted no puede traerme una nueva mamá porque no puede hacer personas en su fábrica de juguetes.
– Ah, ya veo que eres un niño muy listo -sonrió Santa Claus.
– Me gustaría tener una nueva mamá, pero sé que no cabría en el trineo con todos los juguetes que tiene que traer a Schuyler Falls.
– No, es cierto.
– Además, tampoco cabría por la chimenea. Y a lo mejor a mi padre no le gusta y…
– ¿Qué es lo que quieres exactamente? -preguntó Santa Claus cuando Eric paró para tomar aliento.
– ¡Las mejores navidades del mundo! Una Navidad como cuando mi mamá vivía con nosotros.
– Eso es un poco complicado.
Eric se miró las botas de goma.
– Lo sé. Pero si no puede hacerlo usted, ¿quién va a hacerlo?
– ¿Tienes una carta para mí, jovencito? -sonrió el anciano.
– Sí, claro. Iba a echarla al buzón.
– ¿Por qué no me la das? La leeré después de cenar.
Ilusionado, Eric metió la mano en el bolsillo para darle la carta. ¿Santa Claus iba a convertir su sueño en realidad?
– Aquí está. Me llamo Eric Marrin, calle Hawthorne, número 731, Schuyler Falls, Nueva York. Es una granja y delante de la puerta hay un buzón donde dice Alex Marrin. Ese es mi papá.
– Ah, sí… Creo que he pasado por tu casa otras veces -sonrió el amable anciano-. Eres un niño muy bueno.
Eric sonrió.
– Lo intento. Pero si se entera de que mi papá me ha castigado por venir a verlo, no se enfade. Es que he venido en el autobús… Mi papá está muy ocupado trabajando y no podía pedirle que me trajese.
– Entiendo, no te preocupes. ¿Sabes cómo volver a tu casa?
Eric asintió con la cabeza. El autobús lo dejaría cerca de la granja y tendría que ir corriendo para llegar a la hora de la cena sin despertar sospechas.
Le había dicho a su abuelo que la madre de Raymond lo llevaría a casa, de modo que tendría que entrar sin que lo vieran. Afortunadamente, su padre solía ocuparse de los establos a esa hora y el abuelo estaría haciendo la cena mientras veía un programa de cocina en la televisión.
Eric se despidió de Santa Claus y comprobó emocionado, que se guardaba la carta en el bolsillo de la casaca roja.
– Algunos niños del colegio dicen que Santa Claus no existe, pero yo siempre creeré en usted.
Después de eso, salió corriendo a la calle. Había empezado a nevar otra vez y el suelo estaba muy resbaladizo. Cuando llegó a la parada del autobús había una larga cola, pero eso no lo preocupó. Estaba demasiado contento. ¿Y qué si llegaba un poco tarde a casa? ¿Y qué si su padre se enteraba de que había ido a los almacenes Dalton? Eso le daba igual.
Lo único que le importaba era que iba a conseguir el regalo de Navidad más maravilloso del mundo.
Santa Claus haría realidad su sueño.
– No me gusta esto. Algo huele a podrido en Dinamarca.
Holly Bennett miró a su ayudante, Meghan O’Malley.
– Y la semana pasada, el conserje de la oficina era un agente del FBI. Y el conserje de mi casa, un terrorista internacional -suspiró Holly-. Meg, tienes que dejar esa obsesión por las noticias. ¡Leer diez periódicos al día te está convirtiendo en una paranoica!
Mientras hablaba, su aliento se convertía en una nube frente a ella. Apretando el abrigo contra el pecho. Holly observó la pintoresca plaza del pueblo.
Desde luego, la situación era un poco rara, pero… ¿peligro en Schuyler Falls, Nueva York? Si casi podía creer que Santa Claus estaba a punto de aparecer por allí en su trineo.
– Me gusta estar bien informada -replicó Meghan, su brillante pelo rojo como una aureola alrededor de la cara-. Y tú eres demasiado confiada. Llevas cinco años en Nueva York, ya es hora de que te espabiles -suspiró entonces-. Quizá es la mafia… ¡Lo sabía! Vamos a trabajar para la mafia.
– Estamos a doscientos kilómetros de Nueva York -replicó Holly-. Y esto no parece un pueblo de mafiosos. Mira alrededor. Estamos en medio de la América más clásica.
Holly miró los copos de nieve, las farolas, el enorme árbol de Navidad en medio de la plaza… Nunca había visto nada tan encantador. Era como una escena de Qué bello es vivir.
A un lado estaban los almacenes Dalton, un elegante edificio de principios de siglo iluminado con alegres luces navideñas. Pequeñas tiendas y restaurantes ocupaban el resto de la plaza, todas ellas adornadas con muérdago y flores de Pascua.
Meg miró alrededor, recelosa.
– Eso es lo que quieren que pensemos. Pero están vigilándonos. Es como una de esas películas en la que el pueblo parece perfecto a primera vista, pero después…
– ¡Por favor! ¿Quién está vigilándonos?
– Esta mañana hemos recibido una misteriosa carta con un cheque firmado por un cliente fantasma. Nos han dado un par de horas para hacer la maleta, tomar un tren con destino a un pueblo desconocido y… sin saber para quién trabajamos. ¿Te parece poco? Quizá sea la CÍA. Ellos también celebran la Navidad, ¿no?
Holly miró a Meg y después puso su atención en la carta que tenía en las manos. Había llegado aquella misma mañana a su oficina en Manhattan, cuando acababa de descubrir que, de nuevo, terminaría el año contable con números rojos.
Había abierto la empresa cinco años antes y aquella Navidad era el momento definitivo. Tenía casi veintisiete años y solo trescientos dólares en su cuenta corriente. Si la empresa no obtenía beneficios, se vería obligada a cerrar y probar con otra cosa. Quizá volver a la profesión que había estudiado y en la que fracasó: diseñadora de interiores.
Sin embargo, aunque tenía mucha competencia, nadie en el negocio de la Navidad trabajaba más y de forma más original que Holly Bennett.
Era consultora de decoración, compradora personal de objetos de Navidad y cualquier otra cosa que quisieran los clientes. Cuando se lo pedían, incluso hacía galletas con dibujos navideños o preparaba menús especiales hasta para doscientos invitados.
Había empezado decorando casas en barrios residenciales y sus diseños eran famosos por su originalidad. Como el árbol de mariposas que hizo para la señora Wellington. O lo que hizo para Big Lou, el rey de los coches usados, combinando repuestos de coche pintados de purpurina y con bolas de colores.
Durante aquellos años había trabajado también para empresas, tiendas en Long Island y alguna boutique de Manhattan. La demanda de sus servicios requirió que contratase una ayudante.
Y, sin embargo, seguía en números rojos.
Pero a Holly le encantaban las navidades. Siempre le habían gustado, desde que era una niña. Quizá porque el día de Navidad era su cumpleaños.
De pequeña, en cuanto pasaba el día de Acción de Gracias, sacaba los adornos navideños del ático en su casa de Siracusa. Después, Holly y su padre cortaban un abeto y la fiebre de cocinar, decorar y comprar no terminaba hasta el día dos de enero.
Era el momento del año en el que se sentía más especial, como una princesa en lugar de la chica tímida y cortada que siempre había sido.
Hacía todo lo posible porque esas fiestas fueran maravillosas, obsesionada con los pequeños detalles, buscando la perfección. Su madre fue quien sugirió que usara su título de decoradora de interiores para especializarse en eso.
Al principio, Holly estaba emocionada con el extraño rumbo que había tomado su carrera y lo ponía todo en los diseños para sus clientes. Pero últimamente la Navidad se había convertido en sinónimo de negocio, beneficios y pérdidas, borrando así los felices recuerdos de la infancia.
Cuando sus padres se mudaron a Florida, empezó a pasar las vacaciones trabajando y, sin su familia, poco a poco perdió el espíritu navideño. Era imposible desplazarse hasta Florida y llevar el negocio a la vez.
De modo que las navidades se habían convertido en algo que empezó a aborrecer. Holly dejó escapar un suspiro. Lo que daría por unas navidades familiares, como antaño…
– ¡Ya lo tengo! -exclamó Meg-. El tipo para el que vamos a trabajar es un testigo protegido por el gobierno y ha dejado atrás a su familia para no cargarlos con sus problemas…
– ¡Ya está bien! -la interrumpió Holly-. Admito que esto es un poco raro, pero mira el lado bueno, Meg. Ahora que hemos terminado todos los encargos, no nos quedaba mucho que hacer.
Desde luego, podía encontrar tiempo para decorar la casa de un cliente que le pagaba quince mil dólares por un trabajo de dos semanas, aunque fuese un testigo protegido por el gobierno.
– ¿Que no nos quedaba mucho que hacer? Tenemos seis escaparates con renos mecánicos que mantener y ya sabes lo temperamentales que son esos renos. Y hay que vigilar el árbol que decoramos en Park Avenue, porque si no todos los adornos acabarán en el río. Además, tenemos que comprar un montón de regalos de empresa…
– No podemos rechazar este encargo, Meg. ¡Me he gastado la herencia intentando mantener el negocio a flote y mis padres ni siquiera han muerto!
– ¿Y cómo vamos a saber con quién debemos encontrarnos? Podría ser un psicópata…
– No seas ridícula. El cheque era de una fundación. Y la carta dice que llevará una ramita de muérdago en la solapa.
En ese momento, Holly vio a un hombre alto que se acercaba a ellas con la susodicha ramita de muérdago.
– No hagas más bromas sobre la mafia -le dijo a Meg en voz baja.
– Si salimos corriendo, podríamos tomar el tren antes de que nos mande a sus matones…
– Cállate.
El hombre llegó a su lado y Holly se fijó en el caro abrigo de cachemir y los suaves guantes de piel. Y cuando miró su rostro, se quedó sorprendida. Si aquel hombre era un mafioso, era el mafioso más guapo que había visto en su vida. Tenía el pelo oscuro, despeinado por el viento, y su perfil patricio parecía esculpido en mármol bajo la luz de las farolas.
– Encantado de conocerla, señorita Bennett -la saludó estrechando su mano-. Señorita O'Malley… gracias a las dos por venir.
– De nada, señor… lo siento, no me ha dicho su nombre -sonrió Holly.
– Mi nombre no es importante.
– ¿Cómo nos ha localizado? -preguntó Meg, suspicaz.
– Solo tengo unos minutos para hablar, así que será mejor que vayamos directos al grano -dijo él, sacando un sobre grande del bolsillo-. Toda la información está aquí. El contrato es por veinticinco mil dólares. Quince mil por su trabajo y diez mil para los gastos. Personalmente, creo que veinticinco mil dólares es demasiado, pero no ha sido decisión mía. Por supuesto, tendrán que quedarse en Schuyler Falls hasta el día después de Navidad. Eso no es un problema, ¿verdad?
Sorprendida, Holly no sabía cómo contestar. ¿De quién había sido la decisión y de qué decisión estaba hablando?
– Normalmente, soy yo quien sugiere un presupuesto y, una vez que ha sido aprobado, me pongo a trabajar. Yo… no sé lo que quiere ni cómo lo quiere y tengo una agenda muy apretada.
– El folleto de su empresa dice «Creamos la Navidad perfecta». Eso es todo lo que él quiere, unas navidades perfectas.
– ¿Quién?
– El niño. Su nombre es Eric Marrin. Todo está en el archivo, señorita Bennett. Y ahora, si me perdona, tengo que irme. Ese coche que está aparcado al otro lado de la plaza las llevará a su destino. Si tiene algún problema con el contrato, puede llamar al teléfono que aparece en el archivo y buscaremos a otra persona para que haga el trabajo.
– Pero…
– Señorita Bennett, señorita O'Malley, que pasen unas felices navidades.
Después de eso, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud de gente que salía de los almacenes, dejando a Holly y Meg con la boca abierta.
– Guapísimo -murmuró Meg.
– Es un cliente -la regañó Holly.
– Sí, pero también es un hombre.
– Ya, bueno… tú sabes que estoy prometida.
Meg levantó los ojos al cielo.
– Rompiste con Stephan hace casi un año y no has vuelto a verlo. Ni siquiera te ha llamado. Eso no es un prometido.
– No hemos roto -replicó Holly, acercándose al coche que las esperaba al otro lado de la plaza-. Me dijo que me tomara el tiempo que quisiera para decidir. Y sí se ha puesto en contacto conmigo. El otro día me dejó un mensaje en el contestador. Me dijo que llamaría después de las navidades y que tenía algo muy importante que decirme.
– No estás enamorada de él, Holly. Es estirado, cursi y egoísta. Y no es nada apasionado.
– Pero podría amarlo -se defendió ella-. Y ahora que el negocio empieza a no perder tanto dinero, tendré cierta independencia…
Meg lanzó un gruñido.
– Mira, no quería decirte esto… especialmente antes de las navidades. Pero el mes pasado leí una cosa en el periódico…
– Si es otra historia sobre el mundo de la mafia…
– Stephan está comprometido -dijo su ayudante entonces-. Seguramente esa era la noticia importante que quería darte. Se ha comprometido con la hija de un millonario. Se casan en el mes de junio, en Hampton. No debería habértelo dicho así, pero tienes que olvidarte de Stephan. Se ha terminado, Holly.
– Pero si estamos prometidos -murmuró ella, atónita-. Por fin he tomado una decisión y…
– Y es absurdo. ¿Tú crees que uno puede tardar un año en decidir algo así? Es que no lo quieres. Algún día conocerás a un hombre que te volverá loca, pero ese hombre no era Stephan -dijo Meg entonces, dándole un golpecito en la espalda-. Así que vamos a concentrarnos en el trabajo, ¿eh? Acaban de ofrecernos quince mil dólares. Abre ese sobre y vamos a ver lo que tenemos que hacer.
Atónita, Holly abrió el sobre. En su corazón sabía que Meg estaba en lo cierto. No quería a Stephan, nunca lo había querido. Solo aceptó salir con él porque nadie más se lo había pedido.
Pero la noticia dolía de todas formas. Ser rechazada por un hombre… incluso un hombre al que no amaba, era humillante.
Nerviosa, respiró profundamente. Pasaría aquellas navidades sola, sin familia, sin prometido, con nada más que el trabajo para ocupar su tiempo. Sola.
Entonces sacó unos papeles del sobre. El primero era una carta, escrita aparentemente por un niño…
– Ay, Dios mío. Mira esto, Meg.
Su ayudante le quitó la carta y empezó a leer:
Querido Santa Claus:
Mi nombre es Eric Marrin y casi tengo ocho años y solo quiero pedir una cosa de regalo. Quiero pasar unas navidades tan bonitas como cuando mi mamá vivía con mi papá y conmigo. Ella hacía que las navidades fueran…
Meg dudó un momento.
– ¿Qué pone aquí, existenciales?
– Especiales -suspiró Holly.
Después miró el resto de los papeles. Era una larga lista de sugerencias para regalos, adornos, cenas y actividades navideñas, todo pagado por un benefactor anónimo.
– Tienes que aceptar el encargo, Holly. No podemos decepcionar a este niño. Eso es lo más importante de la Navidad -dijo Meg, mirando alrededor-. Los almacenes Dalton… El año pasado leí algo sobre esos almacenes en un periódico. El artículo decía que su Santa Claus hace realidad los sueños de los niños, pero nadie sabe de dónde sale el dinero. ¿Tú crees que ese hombre era…?
Holly volvió a guardar los papeles en el sobre.
– A mí me da igual de dónde salga el dinero. Tenemos un trabajo que hacer y vamos a hacerlo.
– ¿Y nuestros clientes de Nueva York?
– Tú volverás esta noche para encargarte de todo. Yo me quedaré aquí.
Su ayudante sonrió de oreja a oreja.
– La verdad, creo que es muy buena idea. Así no tendrás tiempo para sentirte sola, ni para pensar en el imbécil de Stephan. Tienes un presupuesto casi ilimitado para organizar unas navidades perfectas… Es como si te hubiese tocado la lotería.
Quizá era aquello lo que necesitaba para redescubrir el espíritu de la Navidad, pensó Holly. En Nueva York simplemente habría mirado caer la nieve desde su ventana. Pero allí, en Schuyler Falls, se sentía transportada a otro mundo, donde el mercantilismo de las fiestas no parecía haber llegado todavía.
La gente sonreía mientras caminaba por la calle y los villancicos de las tiendas se mezclaban con los cascabeles del coche de caballos que daba vueltas a la plaza.
– Es perfecto -murmuró. Pasar las navidades en Schuyler Falls era mucho mejor que celebrarlas enterrada en libros de cuentas-. Feliz Navidad, Meg.
– Feliz Navidad, Holly.
El antiguo Rolls Royce se apartó de la carretera general cuando Holly terminaba de leer el contrato.
El viaje desde el centro de Schuyler Falls había sido incluso más pintoresco que el viaje desde Nueva York, si eso era posible. Aquel sitio era una especie de enorme zona residencial para neoyorquinos ricos que querían disfrutar de las aguas termales del cercano Saratoga, con mansiones construidas a mediados de siglo.
El río Hudson corría paralelo a la carretera, el mismo río que veía desde su apartamento en Manhattan. Pero allí era diferente, más limpio, añadiendo un toque de magia al ambiente.
Su conductor, George, le contó la historia del pueblo, pero se negaba a revelar la identidad de quien lo había contratado. Sin embargo, le contó que su lugar de destino, la granja Stony Creek, era uno de los pocos criaderos de caballos que quedaban en la localidad. Y que sus propietarios, la familia Marrin, llevaban más de un siglo residiendo en Schuyler Falls.
Holly miró por la ventanilla y vio dos enormes establos rodeados por una valla blanca. La casa no parecía tan espectacular como otras que había decorado, pero era grande y acogedora, con un amplio porche y persianas verdes de madera.
– Ya hemos llegado, señorita -dijo George-. La granja Stony Creek. Esperaré aquí, si le parece.
Holly asintió. Pero, una vez allí, no sabía muy bien cómo iba a explicar el asunto.
Su contrato prohibía expresamente mencionar quién la había contratado o quién pagaba las facturas… aunque tampoco ella lo sabía. Y a los Marrin les parecería una intrusa, quizá una loca.
Pero Eric Marrin y su padre no tendrían más remedio que invitarla a entrar. O eso esperaba.
Cuando salió del Rolls Royce comprobó que la casa no tenía adornos ni árbol de Navidad, nada. Pero… ¿cómo iba a presentarse?
– Hola, estoy aquí para hacer tu sueño realidad -murmuró-. Me llamo Holly Bennett y me envía Santa Claus.
Podía decir que la enviaba el anciano de barba blanca. Al menos, eso decía el contrato.
– Esto es una locura. Me echarán de aquí a patadas.
Pero la posibilidad de acabar el año con beneficios era demasiado irresistible. Quizá incluso podría darle una paga extra a Meg.
Armándose de valor, Holly llamó al timbre. Oyó el ladrido de un perro y, unos segundos después, un niño de pelo rubio y ojos castaños abrió la puerta. Tenía que ser Eric Marrin.
– Hola.
– Hola -sonrió ella, nerviosa.
– Mi padre está en el establo, pero vendrá enseguida.
– No he venido para ver a tu padre. ¿Tú eres Eric?
El niño asintió, mirándola con curiosidad.
– Yo soy… soy tu ángel de Navidad. Santa Claus me ha enviado para hacer realidad tus sueños.
Sabía que aquellas palabras sonaban ridículas, pero por la cara de Eric, al niño le habían sonado de maravilla. La miraba con tal expresión de alegría, que el perro empezó a mover la cola emocionado.
– ¡Espera un momento! -gritó, corriendo hacia el interior de la casa. Volvió unos segundos después con un abrigo y unas manoplas-. Sabía que vendrías -dijo entonces, tomando su mano.
– ¿Dónde vamos? -preguntó Holly, mientras bajaban los escalones del porche.
– A ver a mi padre. Tienes que decirle que no podemos ir a Colorado estas navidades. ¡A ti tendrá que escucharte porque eres un ángel!
Corrieron por un camino cubierto de nieve hacia el establo más cercano y los zapatos de Holly se empaparon. A un ángel de verdad no le importaría tener los zapatos mojados, pero…
Tendría que comprar ropa de invierno en Schuyler Falls si iba a trabajar en aquella casa.
– ¿Has hablado con Santa Claus? -preguntó Eric.
Holly dudó un momento y después decidió mantener la ilusión del crío.
– Sí, he hablado con él. Y me ha dicho personalmente que debes tener unas navidades perfectas.
Cuando llegaron al establo, el niño levantó la falleba, abrió las dos enormes puertas y prácticamente la empujó dentro.
– ¡Papá! ¡Papá, está aquí! -gritó, corriendo hacia el fondo-. ¡Mi ángel de Navidad está aquí!
Era un establo enorme, con un larguísimo pasillo flanqueado por docenas de cajones donde dormían los caballos.
Un hombre muy alto apareció entonces a su lado y Holly dio un salto, llevándose la mano al corazón. Había esperado alguien de mediana edad, pero Alex Marrin no debía tener ni treinta años.
Y tenía los ojos más azules que había visto en su vida, brillantes e intensos, la clase de ojos que podrían derretir el corazón de cualquier mujer. Era muy alto, más de un metro ochenta y cinco, de pelo castaño, hombros anchos y brazos de músculos bien formados. Llevaba vaqueros, botas de trabajo y una vieja camisa de franela con las mangas subidas hasta el codo.
Él la miró un momento y después se volvió para buscar a su hijo con la mirada.
– ¿Eric?
El niño corrió hacia ellos, emocionado.
– Está aquí, papá. Santa Claus me ha enviado un ángel de Navidad. Ángel, este es mi padre, Alex Marrin. Papá, te presento a mi ángel de Navidad.
Holly tuvo que toser para llevar algo de aire a los pulmones.
– Me envía… Santa Claus. Estoy aquí para hacer realidad todos sus sueños… Quiero decir, los sueños de Eric. Los sueños navideños de Eric.
Alex Marrin la miró de arriba abajo, con gesto receloso. La mirada hizo que sintiera un escalofrío, pero no pensaba dejarse intimidar.
De repente, él soltó una carcajada, un sonido que Holly encontró sospechosamente atractivo.
– Esto es una broma, ¿no? ¿Qué va a hacer? ¿Poner algo de música y quitarse la ropa? -preguntó, alargando la mano para tocar un botón de su abrigo-. ¿Qué lleva ahí debajo?
– ¡Oiga!
– ¿Quién la envía? ¿Los chicos del supermercado? -preguntó Alex Marrin entonces, mirando por encima de su hombro-. ¡Papá, ven aquí! ¿Tú me has pedido un ángel?
Un hombre de barba gris asomó la cabeza por encima de uno de los cajones.
– No, yo no.
– Es mi ángel -insistió Eric-. No es una señora del supermercado.
Su abuelo soltó una risita.
– Yo que tú no rechazaría el regalo. Aquí hace falta un ángel.
– Es mi abuelo -explicó el niño.
– ¿Quién la envía? -preguntó el antipático de su padre.
– Santa Claus -contestó Eric-. Fui a verlo a los almacenes Dalton y…
– ¿Has ido a los almacenes? ¿Cuándo?
El niño lo miró, contrito.
– El otro día, después del colegio. Tenía que ir, papá. Tenía que darle mi carta -contestó por fin, tomando a Holly de la mano-. Mi ángel ha venido para hacer que tengamos unas navidades como las de antes. Ya sabes, como cuando mamá…
La expresión de Alex Marrin se endureció.
– Vete a la casa, Eric. Y llévate a Thurston. Yo iré dentro de un momento.
– No la eches de aquí, papá -le rogó el niño.
Pero la severa mirada de su padre lo obligó a salir del establo, cabizbajo. El abuelo murmuró una maldición, pero Alex Marrin no parecía dispuesto a echarse atrás.
– Muy bien. ¿Quién es usted? ¿Y quién la ha enviado?
– Me llamo Holly Bennett -contestó ella, sacando una tarjeta del bolso-. ¿Ve? Soy una decoradora profesional y me han contratado para hacer realidad el sueño de su hijo. Voy a trabajar para ustedes hasta el día de Navidad.
– ¿Quién la ha contratado?
– Me temo que eso no puedo decirlo. Mi contrato lo prohíbe.
– ¿Qué es esto, caridad? ¿O algún cotilla del pueblo pretende hacer de Santa Claus para expiar sus pecados?
– ¡No! En absoluto -exclamó Holly, sacando la carta de Eric del bolsillo-. Quizá debería leer esto.
Después de leerla, Marrin se pasó una mano por el pelo, abrumado.
– Debe usted pensar que soy un padre terrible.
– Yo… no lo sé, señor Marrin -dijo ella, tocando su brazo.
Al rozar su piel sintió una especie de descarga eléctrica y tuvo que meterse la mano en el bolsillo del abrigo, nerviosa.
– ¿Quién la ha contratado?
– No puedo decírselo. Pero alguien me ha pagado un dineral por hacer este trabajo y, si me envía de vuelta a Nueva York, tendré que devolver el dinero.
Murmurando algo ininteligible, Alex Marrin tomó su mano y la llevó hasta la puerta del establo. ¿Iba a echarla a la calle o tenía tiempo de convencerlo? No por ella, sino por el niño.
– Papá, vuelvo dentro de un minuto. Tengo que solucionar un asunto con este ángel.