Vincente llegaba pronto al trabajo y se iba tarde, siempre con expresión tormentosa. Parecía impaciente y pendiente del teléfono. Llevaba así cuatro días.
Había dado órdenes a su secretaria para que filtrara ciertas llamadas y aceptara otras. Una de las que esperaba no llegaba. Vincente había decidido ser paciente, estaba seguro de que lo llamaría. Había demasiadas cosas sin resolver entre ellos.
Se aferraba a que había conseguido ocultar sus verdaderos sentimientos. Tras el impacto que supuso verla en casa de su madre, había mantenido sus defensas bien altas.
Su plan de buscarla y vengarse empezó a fallar el día que la conoció. No era la ramera barata que había esperado y que lo rechazara esa primera noche lo frustró, pero también le satisfizo.
Había impedido la venta de su piso para conseguir que fuera a Roma. Aunque se decía que era para vengarse, en realidad había encontrado a una mujer a quien no podía olvidar. Lo atraía física y mentalmente. Había habido demasiadas mujeres en su vida; lo perseguían por su dinero y su atractivo y le consentían todo. Pero Elise lo retaba, discutía y lo insultaba. Y él volvía en busca de más.
Desde que había llegado a Roma sólo pensaba en estar con ella. A veces casi había olvidado a Angelo. Importaba menos que el brillo de sus ojos, que el tacto de su cuerpo y sus gritos de placer.
Pero lo que más le había afectado no había sido el sexo sino el tiempo que habían pasado juntos sin poder tener relaciones sexuales. Cuando ella lo había cuidado y habían pasado largas horas charlando y empezando a entenderse.
Todo había cambiado cuando supo cómo la había chantajeado Ben. Eso implicaba que era inocente, y se había alegrado. Se encontró atrapado. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más ridículo le parecía su plan de venganza. Estaba seguro de que conseguiría deshacer el entuerto, decirle la verdad y aclarar las cosas sin llegar a contarle todas sus maquinaciones.
Pero ella lo había descubierto de la peor manera posible y él no había sabido cómo reaccionar. Después lo había atacado con saña, diciéndole que sólo había buscado sexo. Él le había devuelto crueldad por crueldad. Le remordía las entrañas haberla acusado de la muerte de Angelo, cuando lo cierto era que ambos habían sido víctimas de Ben.
Se preguntó por qué diablos no lo llamaba. Él no podía hacerlo, sería como dejarle ganar la partida.
Decidió llamarla por negocios; hacerle saber que no sabotearía la venta del piso para que pudiera marcharse si quería. Al menos así oiría su voz.
Llamó a su teléfono móvil, pero estaba apagado. Probó el de casa, pero no contestó nadie. Volvió a intentarlo media hora después, sin éxito. Y una hora más tarde. Pensó que tal vez se había ido del país.
– Cancela todas mis citas -le dijo a su secretaria-. Estaré fuera el resto del día.
– Pero tiene una reunión con el ministro de…
– Cancélala -ordenó el, saliendo.
Veinte minutos después llegó al piso y pulsó el timbre con impaciencia. No contestaron y clavó el dedo en el botón, temiendo lo peor.
– Está perdiendo el tiempo -le dijo una mujer que había en el pasillo-. No está.
– ¿Sabe dónde está?
– En el hospital desde ayer. Un camión la atropello.
El médico miró al hombre que corría por el pasillo como si se lo llevaran los demonios.
– Vengo a ver a la signora Carlton.
– ¿Es usted pariente suyo?
– No, ¿importa eso?
– ¿No es usted su esposo?
– Su esposo ha fallecido. Soy Vincente Farnese.
La mayoría de la gente reaccionaba al nombre, con admiración o miedo. Él médico ni se inmutó.
– Entiendo. Ella no ha dicho mucho. Se debate entre la consciencia y la inconsciencia.
– ¡Santo Dios! ¿Qué le hizo ese camión?
– Nada, signore. No llegó a golpearla. Ella tuvo un colapso en la carretera, por suerte el conductor frenó a tiempo y pudo evitarla.
– ¿Un colapso? ¿Qué quiere decir?
– Parece estar bajo el efecto de un gran trauma, además de no haber comido nada en varios días.
Vincente cerró los ojos pero los abrió como platos al oír las siguientes palabras del médico.
– Estamos haciendo lo posible para salvar al bebé, pero le advierto que tal vez no lo consigamos.
– ¿Al bebé? -musitó él.
– ¿No lo sabía, signore?
– No tenía ni idea.
– Bueno, es pronto. Ella tampoco lo sabía hasta que se lo dije. Pero temo que ya sea demasiado tarde.
– Quiero verla -exigió Vincente.
– No creo que eso sea posible.
– ¿Qué quiere decir? -protestó-. El bebé es mío…
– Pero no es su marido. Hay normas. No puedo dejarlo entrar sin el consentimiento de ella.
– Por favor, pídaselo -dijo, controlando sus nervios y su mal genio-. Suplíquele si hace falta.
El médico asintió comprensivo y se alejó. Vincente comprendió que, por primera vez, no tenía el control de la situación. Iba a ser padre y tenía que enfrentarse al hecho de que Elise podía negarse a verlo, que podía perder al bebé, que incluso podía negar su paternidad si lo odiaba lo suficiente.
Y tendría derecho. La había engañado y había sido deshonesto con ella. Eso justificaba el desdén que había visto en sus ojos la última vez. Y su odio sería mayor si su comportamiento le había hecho tanto daño como para que perdiera a su hijo. Se sentía impotente y deseaba aullar de frustración. Oyó pasos.
– ¿Ha aceptado verme? -le preguntó al médico.
– No se ha negado -replicó él con cautela-. No ha dicho nada -lo miró con piedad-. Creo que está justificado aceptar ese silencio como consentimiento.
Vincente lo siguió por el pasillo. Tenía miedo, no sabía cómo tratarla, qué decirle.
– Volvió a dormirse en cuanto se fue, doctor -dijo una enfermera cuando llegaron a la habitación.
– ¿Qué son todos esos tubos? -preguntó Vincente.
– Este es una transfusión de sangre, aquél es suero salino -explicó el doctor-. Le darán fuerzas.
– ¿Y el bebé?
– Las constantes vitales están bien -contestó el médico, mirando un monitor.
– Permita que me quede. Avisaré si ocurre algo.
– De acuerdo, pero déjela dormir.
Cuando médico y enfermera salieron, Vincente se sentó junto a la cama, contemplando a Elise. Ella le había dicho cosas que deberían haberle hecho odiarla, pero en realidad sabía que no era más que su forma de autodefensa. Elise lo veía como una amenaza y él tenía toda la culpa.
Ella se movió en la cama pero no abrió los ojos. Puso una mano sobre la suya, evitando los tubos.
– Elise -murmuró-, estoy aquí.
Ella se puso rígida, como si fuera lo peor que podría haber oído. No quería saber nada de él.
– ¿Puedes oírme?
– Sí -gimió ella con un hilo de voz.
– He venido en cuanto me enteré. Quería decirte que lo siento. Te dije cosas terribles que no creía. Elise, lo siento muchísimo, por favor, créeme.
Ella abrió los ojos, pero lo miró inexpresiva.
– Lo siento -repitió-. Yo dije que lo sentía… a Angelo… el día que llegué. Fui a la Fontana de Trevi… estuvimos allí juntos. Lancé una moneda y deseé volver a Roma… y volví, ¿verdad?
Él se sujetó la cabeza con las manos.
– Quería estar con él para siempre… pero murió. No sabía que murió así, fue culpa mía…
– No es verdad -refutó él.
– Sí. Le escribí una carta cuando llegué a Inglaterra, contándole lo ocurrido, diciéndole que lo amaba y siempre lo amaría. Nunca olvidé verlo bajo la ventana, gritando. Pensé que si sabía la verdad, que no lo había traicionado, lo soportaría mejor.
– No creo que la carta llegara -dijo Vincente.
– No. La encontré entre las cosas de Ben cuando murió. No sé cómo la robó, pero lo hizo. Si Angelo murió esa misma noche…
– No la habría recibido.
– No supo que lo sentía, que lo amaba de todo corazón. Ya nunca lo sabrá -Elise calló, como si hablar la hubiera agotado.
– El médico dice que vamos a tener un bebé.
– ¿Nosotros?
– Estás embarazada. Dijo que te había informado.
– Sí… pero creí que era un mal sueño.
Él movió la cabeza, incapaz de hablar. Deseó que ella comprendiera que eso lo cambiaba todo.
– Yo estoy contento si tú lo estás -dijo-. Creo que deberíamos casarnos lo antes posible.
Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Nosotros? ¿Casarnos? -rió débilmente-. ¡Cielos! Y yo pensaba que no tenías sentido del humor. ¡Casarnos!
– Por favor no hagas eso -pidió él-. Podríamos olvidar el pasado…
– Nunca se olvida el pasado. Ahora lo sé y tú deberías saberlo. Sólo tendremos paz si nos distanciamos. Quiero paz. Es lo más importante del mundo.
– ¿Más importante que el amor? -deseó no haber dicho eso al ver su mirada de amargura y desdén.
– No sabes nada del amor. Sólo sabes de adquirir cosas y hacer que la gente baile al son que tocas. Obtienes lo que quieres, incluso la venganza. Alguien debería haberse enfrentado a ti hace mucho tiempo.
– Tú lo hiciste -le recordó él-. Eres la única persona que no ha hecho lo que yo quería.
– Ni lo haré. Vete y un vuelvas más.
– No puedo dejarte a ti y a nuestro bebé.
– No quiero volver a verte. Que tenga un bebé o no es algo que no te incumbe.
– No hagas esto.
Ella iba a contestar, pero se le nubló la vista. Él la miró horrorizada y pidió ayuda, angustiado. Un momento después la habitación se llenó de enfermeros que la conectaban a nuevos aparatos y estudiaban los gráficos. Elise temió por el bebé, no quería perderlo.
Era el último vínculo que la unía a Vincente.
Cuando Elise abrió los ojos era de noche y Vincente estaba junto a la ventana, inmóvil.
– ¿He perdido al bebé? -preguntó ella, ronca.
Él se acercó y se sentó junto a la cama.
– No -contestó él rápidamente-. Te hicieron otra transfusión y tus constantes mejoraron. Nuestro bebe está vivo y seguirá así. A partir de ahora cuidaré de los dos. No discutas. Nos casaremos.
– De acuerdo -sonó casi como un suspiro.
– Nuestro hijo nacerá dentro del matrimonio.
– Sí… claro.
Él se preguntó si algún hombre había sido aceptado alguna vez con tan poco entusiasmo. Era como si cediera por resignación, sin esperanza alguna.
Lo que más le impactó fue que accediera sin más. Ella, que siempre se había enfrentado a él y hacía unas horas lo había enviado al infierno, cedía. Siempre había sido un hombre dominante, exigiendo obediencia por derecho. Pero no quería eso de ella.
Aun así, decidió aprovechar su estado de ánimo y hacer otra proposición.
– El médico dice que pronto te dará el alta, y quiero llevarte a casa conmigo.
– ¿A casa?
– Al Palazzo Marini. No debes vivir sola. Es demasiado peligroso para ti.
– ¿Pretendes que viva allí? -era donde ella había descubierto su engaño y su mundo se había derrumbado-. No. Quiero ir a mi casa y estar sola.
– No lo permitiré -dijo él. Rectificó de inmediato-. Es decir, sería mejor hacer lo que yo sugiero.
– Acertaste la primera vez -dijo ella con ironía-. Sigue dando órdenes. Es lo que mejor se te da y así todos sabemos cómo están las cosas.
– Elise… -susurró él, apabullado por su amargura.
– No puedo vivir con tu madre. Ella no soportaría ver a diario a la mujer que destruyó a Angelo.
– No sabe nada. No discutimos delante de ella y yo no se lo he dicho.
– Claro, ¡es más fácil engañarla! -rió ella-. ¿Cómo no se me había ocurrido?
– Ha sufrido demasiado. La muerte de Angelo la afectó mucho y no le digo nada que pueda herirla.
– ¿Vas a arriesgarte a dejarme a solas con ella? ¿Y si se lo digo?
– No lo harías. Sería cruel y malvado, y tú no eres así. Desde que me dijiste lo que hizo Ben…
– ¿Cómo sabes que te dije la verdad? -preguntó ella con sarcasmo-. Una traidora como yo…
– Te prohibo que hables así -dijo él.
– De acuerdo. Cree lo que te parezca.
– Olvidas que conocía a Ben. Es fácil creer que se comportara así.
– Sí, conocías a Ben. Antes pensaba que me conocías a mí… -giró la cabeza para no verlo.
Vincente se preguntó si siempre sería así entre ellos. Si ella le perdonaría por lo que había hecho.
En cuanto Elise estuvo mejor, Vincente llevó a su madre a visitarla. La signora Farnese casi lloraba de júbilo al hablar de la boda y de su primer nieto.
– Sabía que ocurriría esto -dijo-. Cuando os vi juntos por primera vez, lo supe. Hay algo especial entre vosotros, que sólo se ve en los enamorados.
Vincente y Elise no fueron capaces de mirarse.
Unos días después, Elise se instaló en el dormitorio destinado a la señora del Palazzo Marino. La enorme cama tenía dosel y cortinas de brocado. El dormitorio de Vincente era aún más grandioso y se unía al de ella a través de un estrecho pasillo, que también se comunicaba con el cuarto de baño.
– Es horrible -dijo la signora-. Siempre odié esta suite y Vincente siempre ha dormido en una habitación más pequeña, al otro extremo de la casa. Pero no ocuparla ofendería a los fantasmas de los Marini.
Adoraba a Elise, e insistió en que la llamara Mamma. Elise aceptó, agradeciendo su bondad.
Se sentía perdida en tierra de nadie. Había querido alejarse de Vincente, pero el miedo a perder el bebé había hecho que cambiara de opinión. Le daría a su hijo cuanto pudiera, incluido un padre. Por eso había aceptado casarse con él.
La boda iba a celebrarse en Santa Navona, la magnífica iglesia donde la familia celebraba bodas y enterraba a sus muertos.
– ¿Quieres decir que Angelo está allí? -le preguntó Elise a Vincente.
– Sí. ¿Quieres que te enseñe dónde?
– No. Sólo dime dónde está.
– Si no te importa, prefiero llevarte yo.
Era obvio que a ella le importaba. Quería estar a solas con Angelo, pero Vincente había insistido atenazado por los celos. Ella se encogió de hombros, como si nada importara ya. Eso le dolió más que nada.
– Antes de visitar la tumba, tengo que decirte algo. Cuando me hablaste de Angelo, dijiste que se apellidaba Caroni. No es verdad. Se apellidaba Valetti, Caroni era el apellido de su madre.
– Pero, ¿por qué…?
– Supongo que así afirmaba su independencia, la ilusión de ser un estudiante sin medios económicos.
La condujo hasta la tumba, que estaba bajo unos árboles. En una losa de mármol estaba grabado el nombre Angelo Valetti, y las fechas de nacimiento y muerte.
– Así que ni siquiera él me dijo la verdad -musitó ella-. ¿Se puede confiar en alguno de vosotros?
– No lo juzgues mal. Para él era un juego.
– Por eso no encontré su certificado de defunción. Quería saber cuándo y cómo murió. Pero no buscaba el nombre correcto. ¿Puedes dejarme, por favor? Quiero estar a solas con Angelo.
Él se alejó, a su pesar.
Elise miró largo rato la fecha de defunción de Angelo. El mismo día que la vio en brazos de Ben. Después contempló la fotografía encastrada en la lápida. Un joven sonriente y lleno de vida, resplandeciente de amor. Una vez había sido suyo. Se arrodilló y pasó los dedos por el rostro, como había hecho muchas veces antes.
– Ni siquiera tú eras quien decías ser -susurró-. Lo siento. Intenté decírtelo… te escribí una carta. Ojalá estuvieras aquí para hablar contigo. No quería casarme con Ben ni con Vincente, sino contigo. Pero ahora… -se puso la mano sobre el vientre.
Vincente la observaba desde lejos. Pensó que suplicaba perdón por estar embarazada de él, y que habría deseado que el hijo fuera de Angelo. Se dio la vuelta con un sabor amargo en la boca.
Condujeron de vuelta a casa en silencio.