Elise, bajo la ducha, pensó en el futuro. En unos días su hija de tres meses sería bautizada en la iglesia en la que ella se había casado, pero sería una gran celebración, con la iglesia llena de gente.
Mamma había insistido en que la llamaran Olivia, que era el segundo nombre de Elise. La niña había satisfecho las expectativas de todos, dando nueva vida a Mamma y suavizando a Vincente. Adoraba a su hija y pasaba con ella tanto tiempo como podía.
Entre Elise y Vincente había un trato cordial, pero aún distante. Ambos esperaban que ocurriera algo. Ella había recuperado la figura y la fuerza, y cada vez era más consciente de cuánto tiempo había pasado desde que hicieron el amor por última vez.
A veces pillaba a Vincente observándola en silencio, como si se preguntara a dónde les llevaría el futuro. Estaba segura de que en cualquier momento le diría que quería volver a su cama. Pero no ocurría nada. Si sus ojos se encontraban, él desviaba la vista. No cerraba la puerta de su dormitorio, pero él no había vuelto a ir a verla. La estremecía pensar que quizá estaba contento así y ya no la deseaba.
Salió de la ducha y se miró en el espejo. Recordó que había hecho lo mismo cuando llegó a Roma, preguntándose qué veía Vincente al mirarla.
Entonces, su figura había sido elegante, casi infantil. El parto la había redondeado, dándole una voluptuosidad que sabía que a Vincente le gustaría.
Se pregunto si él le estaba siendo fiel. Intentó recordar alguna ausencia injustificada, pero no había ninguna. Siempre regresaba a casa temprano. Se dijo que eso no quería decir nada, podía hacer lo que quisiera durante el día y ella no se enteraría.
Pero lo dudaba. Tenía la impresión de que estaba esperando, igual que ella.
Iba a agarrar la toalla cuando la puerta se abrió a su espalda. Giró y lo vio allí admirando su desnudez. Se miraron un momento sin moverse.
– Perdona. No sabía que estabas aquí -Vincente salió rápidamente y cerró la puerta.
Sólo habían sido unos segundos pero devastadores. Había visto en su rostro cuanto quería ver: anhelo, soledad y, por encima de todo, un deseo tan intenso que parecía a punto de tomarla allí mismo.
Pero se había controlado, demostrándole que era más fuerte que la tentación. Aunque fuera la mujer más bella y sensual del mundo, él se resistiría porque había tomado esa decisión.
Elise no tenía más remedio que aceptarlo y contestarle de la misma manera. La batalla que libraban había pasado a otra fase, pero no había concluido.
Pero estaba resentida por cómo vibraba su cuerpo con los pensamientos y sensaciones que él había provocado y se negaba a satisfacer. Había vivido cuatro años en el celibato, sin que le importara, pero era una mujer nueva, la que Vincente había devuelto a la vida, y su cuerpo clamaba por sus caricias.
Se envolvió en la toalla y volvió a su habitación.
Vincente abrió la ventana de su dormitorio para dejar que la brisa lo acariciara. Era fresca, pero no lo bastante para apagar su ardor. Nada lo conseguiría.
La luz de la luna iluminaba levemente una parte de la habitación y el resto era oscuridad. Se quitó la ropa y se tumbó en la cama, mirando al techo.
El sonido de la puerta fue tan leve que no estuvo seguro de haberlo oído. Pero oyó cómo se cerraba y giró la cabeza en la almohada.
Había una mujer desnuda entre las sombras. Apenas distinguía su silueta, pero la habría reconocido en cualquier sitio. Transfigurado, vio cómo Elise se acercaba sin hacer ruido y lo miraba.
Se quedó parada y él se preguntó qué la detenía. No podía tener ninguna duda de que era bienvenida. Su erección era visible a la luz de la luna, pero ella parecía querer asegurarse, porque extendió la mano y acarició su miembro levemente.
– No empieces si no pretendes seguir -dijo él con la voz ronca de deseo.
Ella, en silencio, se dejó caer en la cama, a su lado, y su mano lo acarició aquí y allá. Él intentó acercarla más, pero ella movió la cabeza negativamente.
Sintió que ponía un dedo en sus labios y comprendió. Lo que ocurriera esa noche sería cosa de ella. Si la desobedecía podría desaparecer para siempre, dejando atrás sólo la respetable esposa y madre en que él la había convertido. Él quería más que eso, quería a la ninfa traviesa que ocultaba en su interior, y quería poseerla por completo, al menos hasta que desapareciera hasta la próxima vez.
Ese fue su último pensamiento coherente. Después, todo fue sensación. La mano continuó acariciándolo con aire ausente, como si ella pensara en otra cosa. Después se irguió. Él veía su cabello suelto, pero su rostro estaba sumido en las sombras.
– No me hagas esperar -suplicó.
Ella contesto colocando una pierna sobre él y montándolo. Él esperó a que se inclinara hacia él, pero siguió sentada, orgullosa, disfrutando de haberlo sometido. Vio su boca y la sonrisa traviesa que la curvaba. Una sonrisa que decía «Eres mío y voy a asegurarme de que lo sepas».
Sus caderas se alzaban y descendían con fuerza, sin piedad. Él emitió un largo gruñido. Arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás; entonces ella se echó sobre él, reclamando su boca, aún controlando pero ofreciéndole al fin el resto de su cuerpo para que lo abrazara, con la generosidad del vencedor.
Él aceptó dejarla ganar. Le daría cualquier cosa por que siguiera haciendo que su corazón y su cuerpo sintieran como con ninguna otra mujer.
Ella parecía tener una fuerza inagotable, y ambos subieron a la cima hasta tres veces. Cuando se tumbó a su lado, intentó abrazarla, pero ella se escapó. Sólo sintió un breve roce de sus labios y ella desapareció en la oscuridad.
Se quedó tumbado, jubiloso por lo ocurrido, intentando creerlo. Un nuevo camino se había abierto para ellos, uno que podría darles paz y felicidad.
Pero para que Elise fuera completamente feliz, tenía que curar el dolor que atenazaba su corazón. Deseó con toda su alma poder hacerle ese regalo a cambio de lo que ella le había dado, pero no sabía si podría, ni cuándo ocurriría.
Sonó el teléfono y contestó.
– Soy yo -dijo la voz de Razzini-. Tengo lo que quería.
Vincente y Elise desayunaron juntos, pero en presencia de Mamma, y ninguno hizo referencia a lo ocurrido la noche anterior.
Viendo la alarmante tranquilidad de Elise, Vincente se preguntó si habría tenido una alucinación, pero su cuerpo le dijo que no era así.
Se marchó enseguida. Ese día tener que hacer algo vital, que podría transformar sus vidas. No regresó por la tarde y seguía sin haber rastro de él cuando Elise se acostó. Lo oyó llegar de madrugada, aunque hizo el menor ruido posible.
Ella sintió un pinchazo de ira. Por lo visto quería jugar con ella. Se dio la vuelta y se durmió, furiosa.
– Quiero llevarte a un sitio -le dijo él a la mañana siguiente.
– ¿Adónde?
– Confía en mí -le pidió él.
– ¿No es este el camino que va a la iglesia? -preguntó ella, ya en el coche.
– Sí. Quiero que conozcas a alguien.
Cuando llegaron, la condujo hacia la tumba de Angelo. Para sorpresa de Elise, allí había dos hombres, uno enclenque de mediana edad y un joven desastrado que estaba sentado, con la cabeza apoyada en la lápida, sin afeitar y despeinado. Mientras se acercaban, dio una calada a algo que estaba fumando. Parecía ausente del mundo.
– ¿Qué hace aquí? -exigió Elise indignada-. ¿Quién es él y quién es ese horrible hombrecillo?
– El hombrecillo es Razzini, el mejor detective privado que existe.
– ¿Detective? ¿Es el que contrataste para que me buscara?
– Sí, ya te he dicho que es el mejor. ¡No! -agarró su brazo al ver que intentaba irse-. No te vayas.
– ¿A qué estás jugando? ¿Cómo te atreves a hacerme esto?
– Elise, por favor, no te vayas. Esto es importante. Más que ninguna otra cosa. Debes hablar con él.
– Dime por qué.
– No puedo. Tendrás que oírlo de ese joven. Elise, te suplico que confíes en mí.
Ella vio algo en sus ojos que le impidió negarse. Habían llegado a la encrucijada que esperaba, pero era él quien había elegido el camino a seguir.
– Te juro que moriría antes de volver a hacerte daño. ¡Confía en mí!
– De acuerdo -susurró ella-. Confiaré en ti.
Él la condujo por el camino, hablándole.
– Tenía la esperanza de que esto ocurriera antes, pero Razzini ha tardado meses en encontrar a ese joven.
– ¿Le pediste que lo buscara?
– Sí. Quería saber cómo murió Angelo. Sólo sabíamos que conducía su coche y lo encontraron muerto, todos hicimos suposiciones, pero no había testigos. Le pedí a Razzini que removiera cielo y tierra para encontrar a alguien que tuviera información. El joven es Franco Danzi, y lo sabe todo.
– Levántate -le dijo Vincente al joven cuando llegaron-. No hay por qué insultar a los muertos.
– Hago lo que puedo -contestó el joven-. Preferiría insultar a Angelo vivo. Arruinó mi vida y ni siquiera puedo darle su merecido -miró a Vincente con ojos nublados-. Nos conocemos, ¿verdad? Fuiste a verme a la prisión.
– Ayer. Tuvimos una larga charla.
– Ah, sí, lo recuerdo. Eres primo de Angelo y yo soy…
– Franco Danzi -apuntó Vincente con lástima.
– Sí. Pero da igual. ¿Por qué ibas a recordar tú mi nombre? En la cárcel lo saben. Esta mañana me soltaron y dijeron que no volviera. Pero volveré, no tengo otro sitio donde ir, por culpa suya -señaló la lápida-. Creí que éramos amigos, pero él me hizo adicto a esto -agitó lo mano en el aire. Por su olor, lo que fumaba no era un cigarrillo normal.
– Mentira -protestó Elise-. Angelo no se drogaba.
– Eso es verdad. Era peor que eso. Él se mantenía limpio, pero hacía que otros se engancharan para ganar dinero. Su familia era rica, pero decía que quería conseguirlo él mismo y ser independiente.
– Estás mintiendo -dijo Elise con amargura. Miró a Vincente indignada-. ¿No habrás creído eso?
– Al principio no. No cuadraba con mi imagen de Angelo. Pero lo he pensado y ahora sí lo creo. Explica algunas cosas que me extrañaban entonces. A veces tenía montones de dinero y decía que lo había ganado apostando. Pero ocurría demasiado a menudo. Trabajó en mi empresa, pero era vago e indulgente consigo mismo; se fue justo antes de que lo despidiera. Creo que eso le amargó.
– ¿Amargarlo? Lo enfureció -intervino Franco-. Empezó a traficar y dijo que era lo primero en lo que realmente tenía éxito. Enganchó a todos sus amigos. Pensó que sería fácil, pero a Gianni no le gustó.
– ¿Gianni? -repitió Elise.
– Era el mayor traficante de la zona. Advirtió a Angelo que no le pisara el terreno, pero Angelo no le hizo caso. Así que Gianni lo mató.
– Pero él… se suicidó -dijo Elise.
– No me digas que tú también creíste esa historia de que vio a su novia en brazos de otro hombre y, con el corazón roto, decidió acabar con todo. Sí que la vio, yo estaba con él. Y no digo que no le doliera, pero no era un suicida. Sólo quería emborracharse.
Franco soltó una carcajada burlona.
– Fue a su coche maldiciendo y tuve que correr para alcanzarlo. Subí cuando arrancaba y vi que otro coche empezaba a seguirnos. Incluso en la oscuridad supe que era Gianni, conducía un deportivo inconfundible. Angelo empezó a acelerar y acelerar, intentando librarse de él, sin éxito. Imaginé como iba a acabar aquello y salté del coche. Por suerte ya estábamos en el campo y caí en la hierba. Me di un golpe y tardé horas en despertar. Luego me enteré de que Angelo había muerto. Encontraron su coche destrozado. Pero fue Gianni quien lo sacó de la carretera para darle un escarmiento; no era la primera vez que hacía algo así. Todos lo sabíamos.
– ¿Y nunca lo contaste? -Elise había palidecido.
– ¿Para que Gianni fuera a por mí? ¿Estás loca? Estaba aterrorizado. Me escondí y durante semanas me metí todas las drogas que encontré. Me convertí en un adicto sin esperanza de limpiarme.
– ¿Gianni se libró sin pagar por su crimen?
– No por mucho tiempo. Tres años después, alguien le hizo lo mismo que él le había hecho a Angelo, sólo que mucho peor.
– Me alegro -musitó Elise.
Vincente la miró con admiración.
– Has hecho un buen trabajo -le entregó un grueso sobre a Razzini-. Toma esto y llámame si alguna vez necesitas algo. Te debo una y te ayudaré.
Razzini aceptó el sobre, miró el contenido y gruñó con satisfacción.
– ¿Y éste? -Razzini señaló a Franco.
– Déjamelo a mí.
– Llama a la policía. No me iría mal una celda cómoda -masculló Franco, que se había dejado caer.
– ¿Qué tal una cama cómoda en un centro de rehabilitación para drogadictos? -sugirió Vincente.
– ¡No me aceptarían!
– Yo creo que sí -Vincente vio que el párroco se acercaba hacia ellos-. Padre, si encuentra sitio para él en uno de los centros de la iglesia, pagaré todos sus gastos.
– Ya ha hecho donaciones generosas…
– Será una más. Creo que mi familia le debe algo. Por favor, llévelo a un sitio seguro.
Dos curas jóvenes se apresuraron a llevarse a Franco. Elise se había quedado paralizada tras lo que había oído. Todo iba a cambiar. Le habían quitado un enorme peso de encima y sabía que pronto sentiría un gran alivio.
No sólo alivio. Libertad. Había hecho daño a Angelo, pero no lo había matado. Vincente la había librado de una vida de sufrimiento.
– Elise -Vincente puso las manos en sus hombros. Ella abrió los ojos lentamente.
– Libre -susurró-. Es verdad, ¿no?
– Tiene que serlo. Como he dicho, explica cosas que no entendí entonces.
– Entonces no fue culpa mía -musitó ella.
– No. Nada fue culpa tuya. Vamos a casa.
En el coche, Elise comprendió que un futuro mejor se abría ante ellos. Sintió un intenso júbilo que creció en su interior hasta desbordarse.
Al llegar a casa y ver a la frágil Mamma, se miraron y acordaron tácitamente no decirle nada. La verdad que liberaba a Elise sólo incrementaría su dolor.
Cuando se retiraron a dormir, Elise se detuvo ante la puerta y le ofreció la mano a Vincente. Él la siguió dentro, pero no la abrazó de inmediato.
– ¿Ocurrió de verdad? -murmuró Elise.
– Sí. Y nos da la oportunidad de resurgir de las sombras y encontrarnos el uno al otro.
– Me aplastaba el peso de la culpabilidad. No creí que pudieras perdonarme nunca de verdad.
– Eres tú quien tiene que perdonar -Vincente movió la cabeza-. Cuando pienso en lo que hice, en cómo te engañé, me avergüenzo. Mi ira y amargura eran tales que me decía que todo era justificable, porque mi causa era justa. Estaba obsesionado con la venganza. Pero tú… tú lo cambiaste todo. Supe ya esa primera noche que no eras como había pensado, pero no me permití creerlo. Ni siquiera cuando me hechizaste y busqué la manera de traerte aquí, porque necesitaba que me salvaras.
– ¿Salvarte?
– Entonces estaba muerto, indiferente a los sentimientos. Pero tú me despertaste y me devolviste a la vida, me enseñaste a amar de nuevo. Intenté no enamorarme de ti con todas mis fuerzas, pero era un sentimiento demasiado fuerte y, cuando me rendí a él, me sentí libre y tranquilo. Sabía que tenía que contártelo todo, pero temía que me condenaras, y la idea de perderte para siempre me resultaba insoportable. Por eso lo retrasé, intentando que te enamoraras de mí como yo lo estaba de ti.
– ¿Amor? -susurró ella.
– ¿No sabes que hace tiempo que te amo? -sonrió con ternura y acarició su mejilla-. ¿No era obvio?
– En otros tiempos te esforzabas para ocultarlo.
– Claro. Pensaba que eso te daría ventaja sobre mí y no quería arriesgarme. Tenía mucho que aprender.
– A mí me pasaba igual. Quería tener el control, por si acaso.
– Pero cuando el amor es verdadero no hay que resistirse al compromiso; hay que asumir el riesgo para que el amor dure. Ahora lo sé, pero entonces no. Cuando volvía de un viaje era como una criatura buscando su hogar. Mi cuerpo te necesitaba, pero mi corazón te necesitaba mil veces más. Me horrorizaba perderte. No puedo perderte, amor mío, o podría volver a ser el hombre que era. Y no quiero serlo nunca más.
– ¿Y quién eres ahora? -preguntó ella, tierna.
– El hombre que quieras que sea. No estoy muy seguro, pero tú me enseñarás.
– Pones demasiado poder en mis manos. Asusta.
– Yo no tengo miedo, siempre que esté en tus manos y no en las de otra persona.
– Me pregunto qué habría ocurrido si no me hubiera enterado de la verdad como lo hice.
– No me recuerdes esa noche -pidió él-. No dije en serio todas esas cosas horribles. Reaccioné ante tu ira y quería herirte, pero me arrepentí amargamente.
– Creo que yo tampoco me callé.
– Parecías poseída por el diablo. Hablaste de los hombres que tendrías en el futuro y eso me volvió loco. Desde entonces he tenido unos celos infernales. Y disfrutaste atormentándome el día que vendiste el piso y me dejaste pensar que… -movió la cabeza.
– Claro que disfruté atormentándote -sonrió ella-. Y siempre lo haré. No te esperan años fáciles.
– Que sean como tú quieras. Pero dime que puedes amarme y perdonarme.
– Te perdoné hace tiempo -le aseguró ella-. Pero estábamos atrapados en un torbellino sin salida. Hasta que tú encontraste una. Si no hubieras buscado a Franco, esto habría dominado nuestra vida.
– Era el único modo de compensarte. No eras la única que se sentía culpable, pero en mi caso era merecido. Sabía que mientras sufrieras así, no podríamos ser felices. Y mi vida es tuya, Elise.
Ella lo abrazó y apoyó la cabeza en su hombro.
– ¿Sientes mucho lo de Angelo? -preguntó él.
– De no haber sido por Angelo, no nos habríamos conocido. Eso habría sido una tragedia, porque eres el único hombre al que quiero en mi corazón. Te amo, Vincente, y siempre te amaré.
– Siempre -repitió él-. Prométemelo.
– Siempre.
– Lucharé hasta el último aliento para que sigas siendo mía y mataré a quien quiera impedirlo.
– ¿Dónde está el nuevo hombre? Eso suena al Vincente de antes -rió ella.
– No he dicho que cambiaría para el resto del mundo, sólo para ti y para Olivia -sonrió jubiloso-. Aún no hemos ido a darle las buenas noches.
La habitación de la niña era la de al lado. Entraron y la niñera salió, dejándoles con su hija.
– Está dormida -murmuró Vincente, mirando a su hija con adoración. Se inclino y besó su frente.
– Buenas noches -musitó Elise.
Volvieron juntos al dormitorio de Elise.
– Envidio su paz de bebé. ¿Crees que tú y yo la encontraremos? ¿Podemos dejar el pasado atrás y olvidar lo ocurrido?
– No quiero olvidarlo todo -dijo ella-. Mucho fue bueno, y en los malos tiempos aprendimos a entendernos el uno al otro.
– Pero no tendremos que pelear, ¿verdad?
– Creo que tal vez sí. La batalla puede ser… interesante -dijo con voz seductora.
– Sí. He echado de menos esas batallas -dijo él, comprendiendo.
– Tampoco hace tanto -ella sonrió con malicia-. He oído decir que una desvergonzada pasó por aquí hace poco… pero tal vez no ocurrió.
– No estoy seguro de si ocurrió o no -musitó él-. No dejó su nombre.
– Entonces, ¿no la reconocerías?
– La reconocería en cualquier sitio. Es inolvidable.
– ¿Se parecía algo a mí?
– No -movió la cabeza-. No llevaba tanta ropa.
Ella ya estaba desabrochándose el vestido, un segundo después lo tiró a un lado.
– ¿Era más así?
– Eso está mejor -afirmó él. Le quitó el resto de la ropa él mismo. A ella se le desbocó el corazón al ver el brillo de sus ojos.
– Cuéntame qué ocurrió.
– Estaba tumbado en la cama…
– ¿Vestido?
– Yo… creo que no.
Ella empezó a desnudarlo y él la ayudó.
– Ya está -dijo él completamente desnudo.
– Estabas tumbado en la cama… ¿así?
– Sí. Ella entró y se tumbó a mi lado.
– ¡Desvergonzada!
– Sí, era una desvergonzada. Sabía todos los trucos para excitar a un hombre, y alguno que debió inventar ella, y los usó sin piedad.
– ¿Qué hizo exactamente?
– ¿Por qué no experimentas un poco y yo te diré cuándo aciertas? -Vincente rió suavemente.
Ella se unió a su risa y compartieron el júbilo que llenaba sus corazones hasta que ella lo silenció con un beso, enviándole un mensaje nuevo, de amor y felicidad, que duraría el resto de sus vidas.