Encontrar un hotel pequeño fue fácil. Elise no quería ver a la gente con la que se había relacionado durante su matrimonio. Eran conocidos, no amigos.
Encontró trabajo en una tienda. Durante el día vendía flores, por la noche paseaba sin preocuparse de dónde iba. Era maravilloso estar sola y en paz.
Pero también estaba paralizada, no podía tomar decisiones hasta que se vendiera el piso de Roma. Y eso ya debería haber ocurrido.
– La Via Vittorio Véneto está en la zona más lujosa de Roma -le había dicho el agente-. Todo se vende rápidamente allí.
Pero se había equivocado. Habían pasado tres meses y no había ofertas.
– Mucha gente lo ha visto -decía el agente-. Dicen que les gusta, pero luego dan marcha atrás. Un hombre estaba muy interesado. Telefoneé, pero no la localicé y, cuando lo hice, había retirado la oferta.
– No lo entiendo.
– Tal vez debería vivir aquí un tiempo. Si el piso está habitado, quizá a la gente le guste más.
– Lo pensaré -había dicho ella-. Pero confío en que se venda pronto.
No había sido así y se acercaba el día en que tendría que ir a Roma. Elise no quería volver a ver esa ciudad, donde el recuerdo de Angelo estaría en todas partes, torturándola con lo que podría haber sido.
Había ido allí a estudiar con el fin de huir del dominante Ben Carlton y había creído conseguirlo.
Angelo había sido tan apasionado y joven como ella. Habían sido como dos adolescentes disfrutando de su primer gran amor. Se ponían motes. Él la llamaba Peri y ella a él Derry. Él vivía en un piso de dos habitaciones en Trastevere, la zona más colorida y económica de la ciudad. Se fue a vivir con él.
Pero entonces Benjamín apareció con la prueba que podía enviar a su padre a la cárcel. Le telefoneó, desesperada, pero él admitió que era verdad. Al oírlo llorar, sus lágrimas se secaron. Ella sería la fuerte.
Le dijo a Angelo que todo había acabado y mantuvieron una violenta discusión. Él se marchó y no lo vio en dos días. Un día llamaron a la puerta: era Ben, que se había cansado de esperar e iba a reclamarla.
Ni siquiera entonces había adivinado él cuanto le desagradaba. Se había comportado como el héroe de una película de serie B, arrastrándola a la ventana y cubriéndola de besos, para que el mundo lo viera.
Quien lo vio fue Angelo, que volvía a suplicarle y alzó la vista a la ventana.
– Me ha elegido a mí. ¡Mira! -le gritó Ben, radiante de alegría.
Ella nunca había olvidado el grito de Angelo antes de desaparecer entre las sombras. No había vuelto a verlo. Ben la había llevado a Inglaterra esa misma noche.
Sabía que todo el mundo pensaría que abandonaba a un joven y encantador amante para disfrutar de una vida más lujosa con un hombre mayor. Le daba igual la gente, pero le rompía el corazón que Angelo la despreciara.
Se casaron poco después. En su horrible luna de miel había escrito una larga y apasionada carta a Angelo, diciéndole que siempre lo amaría y dándole el número de su móvil. Pero él no llamó.
Dos semanas después, Elise llamó a su móvil, pero no contestó él. «Angelo e morte… morte…» gimió una llorosa voz de mujer y luego colgó.
Angelo había muerto.
Elise, frenética, llamó de nuevo, pero el teléfono comunicaba, una y otra vez.
Con el celoso Ben pendiente de ella, no tuvo oportunidad de averiguar más. Angelo llevaba años muerto y ella seguía sin saber cómo había sucedido. Tras la muerte de Ben, al revisar sus pertenencias, la había horrorizado descubrir la carta que escribió tantos años antes. Él había conseguido robarla. Angelo había muerto sin leer su apasionado y contrito mensaje de amor eterno.
Eso le rompió el corazón otra vez. Lo había amado con todo su corazón. Él estaba muerto y ella tenía el corazón helado.
Lo sensato habría sido ir a Roma, pero se sentía incapaz de hacerlo. Con la venta del piso rompería su último vínculo con esa bella ciudad y Angelo Caroni y Vincente Farnese se borrarían de su vida.
Decidió buscar información sobre Vincente Farnese en Internet. Farnese Internationale era un consorcio de empresas, con sucursales en varios países, pero todas con sede en Viale Dei Panoli, Roma.
Al frente de todo estaba Vincente Farnese, el accionista mayoritario, casi con poder absoluto. Era nieto de un nombre que había empezado desde cero y creado un imperio financiero gracias a su genio.
Vio fotos del Palazzo Marini; ruinoso cuando él lo compró y espléndido después de que él gastara una fortuna en restaurarlo. Era impresionantemente bello.
Pero Vincente había pagado un precio al heredar el imperio con poco más de veinte años. Desde entonces había dedicado cada momento a preservarlo y ampliarlo, sin dedicar tiempo a buscar esposa, aunque había estado vinculado con muchas bellezas.
Un clic del ratón le mostró a una colección de mujeres glamurosas, a veces solas, a veces colgadas del brazo de él. Todas parecían más interesadas en él que él en ellas. Lo acariciaban con los ojos, admirándolo.
Exasperada consigo misma, salió de la página web. Se preguntó por qué se molestaba en rastrear su vida. Apagó el ordenador.
Su trabajo, que al principio había sido agradable, empezó a cansarla. Jane, la propietaria, se comprometió con Ivor, un vago que pretendía vivir de ella. Tras conocer a Elise, adquirió la costumbre de aparecer en la tienda cuando sabía que la encontraría sola. Pronto tuvo que empezar a apartar sus manos.
– No puedo evitarlo -se excusaba él-. Eres deslumbrante, ¿lo sabías?
– No estoy disponible.
– No me vengas con eso -sonrió con superioridad-. Algunas mujeres están disponibles incluso cuando no lo están, ya me entiendes.
Ella lo entendía bien. Ben había dicho lo mismo.
– Infernalmente sexy, pero una dama -dijo Ivor-. Eso vuelve locos a los hombres.
– ¡Fuera! -le gritó, harta de aguantarlo.
– No lo dices en serio.
– Desde luego que sí.
– Te brillan los ojos cuando te enfadas. Ven aquí. ¡Ay! -Ivor dio un salto hacia atrás, frotándose la mejilla en la que había recibido un bofetón. Ella agarró su oreja y tiró de él hasta sacarlo de la tienda.
– No vuelvas -le dijo.
– Oye, mira…
– Largo -ordenó Vincente Farnese.
Ivor lo miró y salió casi corriendo.
– Buenas tardes -la saludó Vincente.
La había pillado por sorpresa y no pudo evitar esbozar una sonrisa de placer, cosa que la irritó.
– Cada vez que te veo estás librándote de algún enemigo con una eficacia que me pone nervioso. ¿Quién era esta vez?
– El prometido de mi jefa.
– Son casi las seis -dijo él-. ¿Acabas pronto?
– Sí. Estoy cerrando la tienda.
– Entonces, vamos a tomar un café.
Ella recogió su abrigo, echó el cierre y lo condujo a una cafetería barata.
– Algo modesta para ti, me temo -le dijo-. ¿Esto es un encuentro fortuito?
– Nunca dejo nada al azar -dijo él-. Pedí tu dirección en el hotel, que la tenía para reenviarte el correo. Vengo de tu nueva dirección.
– ¡Vaya! -dijo ella, intentando imaginárselo en el modesto hotelucho-. ¿Qué te pareció?
– No me imagino qué estás haciendo ahí.
– Es cuanto puedo permitirme. No dejo de recibir facturas a nombre de Ben, y trabajo para pagarlas.
– Necesitas escapar.
– Lo haré cuando venda el piso.
– ¿Cómo va eso?
– Tú eres quien no deja nada al azar -lo miró con cinismo-. Te sería fácil descubrir que sigue en venta.
– Cierto. En realidad quería saber por qué sigue en venta.
– Dímelo tú -suspiró-. Todo el mundo dice que está bien ubicado, pero o la gente no puede pagarlo o al final retira la oferta.
– Mi consejo es que vayas a venderlo tú misma. Haz que parezca un hogar.
– Eso mismo dice mi agente.
– Es un buen profesional. Deberías hacerle caso.
– Tal vez lo haga -soltó una risita-. Es muy posible que me haya quedado sin trabajo.
– Bien. Nos iremos mañana.
– No tan rápido…
– ¿Qué te retiene aquí?
– Nada -admitió ella, la cruda realidad era que él tenía razón-. Iré contigo.
– Excelente. ¿Dónde cenamos?
– Yo no saldré. Tengo cabos sueltos que atar. Te estaré esperando mañana por la mañana.
– ¿De veras? -la miró con curiosidad-. ¿O habrás desaparecido como un fantasma cuando llegue?
Ella estuvo a punto de decirle que la última vez había sido él quien desapareció, pero su instinto la previno. Era un hombre guapo y peligroso; mejor no admitir que le había importado.
– Si digo que estaré allí, estaré -habló con tono frío y distante. Así se sentía más segura.
Él la acompañó al hotel, donde esperaba la jefa de Elise, furiosa.
– Ivor me ha dicho que has intentado seducirlo -le lanzó-. ¿Qué tienes que decir a eso?
– «Adiós» me parece la palabra adecuada. Sobre todo si se la dices a Ivor -repuso Elise-. Toma la llave de la tienda. Líbrate de él, Jane. Te mereces algo mejor. Cualquiera merece algo mejor que Ivor.
Jane se marchó con expresión de furia.
– ¡Espléndido! Fin de tu vieja vida -dijo Vincente.
– Hasta que regrese a iniciar otra -le recordó ella-. Buenas noches, te veré mañana. ¿Qué hay del vuelo?
– Yo me ocuparé de eso.
– ¿A qué hora saldremos?
– Tú estáte preparada.
Vincente regresó a las nueve de la mañana. En recepción, había un joven con pinta aburrida.
– Por favor, avise a la señora Carlton.
El joven alzó el teléfono y llamó a la habitación.
– Hola, Vi. ¿Está la señora Carlton? Es temprano para que se haya marchado, ¿no? Ah, pagó anoche.
– ¿Dónde está? -exigió Vincente.
– Se ha ido. Están limpiando su habitación.
– Pero, ¿dónde ha ido?
– No sé. Mi turno acaba de empezar.
Vincente comprendió que había ocurrido lo peor. Había confiado en ella y se había escapado. Se volvió hacia la puerta con expresión tormentosa.
– Ah, has llegado.
Perdido en sus pensamientos, casi no la oyó.
– ¿Dónde diablos estabas? -preguntó, agarrando su muñeca.
– ¿Disculpa?
Lo dijo tan airada que él la soltó.
– No vuelvas a hablarme así. No tengo por qué darte razones de mis actos.
– Me han dicho que pagaste anoche.
– Y así es. No quería perder tiempo esta mañana. Mi equipaje está en consigna. He salido a decirle adiós a una persona.
Él comprendió que se refería a su padre. Deseó preguntar por él, pero se controló. Podía esperar hasta que estuvieran en Italia y él pudiera hacer las cosas a su manera. Nada lo detendría. Había esperado demasiado tiempo.
– Creí que te habías ido.
– Dije que estaría aquí. ¿Por qué te comportas como si fuera el fin del mundo?
– Tengo un sentido muy estricto del tiempo -se disculpó él con una sonrisa.
– Pues no perdamos más. Vámonos.
El chófer de Vincente se ocupó de recoger el equipaje y meterlo en el coche.
– ¿Sólo dos maletas? -preguntó Vincente, de camino al aeropuerto-. Pensé que serían más.
– ¿Te refieres a mis armarios llenos de ropa elegante? Vendí casi toda.
– ¿Tan mal has estado de dinero?
– Sí, pero no fue la única razón. No quería recuerdos de mi matrimonio. Ahora es como si fuera otra persona.
– ¿Te gustaba vivir en ese hotelucho?
– Era tranquilo -dijo ella.
– ¿Pero no te resulta dura la pobreza?
– Tengo para pagar mi billete de avión -replicó ella a la defensiva.
– No hará falta. Iremos en mi avión privado.
En el aeropuerto les esperaba un jet con los motores en marcha. Por dentro parecía un hotel de lujo. Había cinturones de seguridad, pero los asientos eran cómodos sillones tapizados en terciopelo gris. Tras el despegue, una azafata apareció con copas de champán, y miró a Elise con curiosidad. Elise se preguntó cuántas mujeres habían sido invitadas al avión y cómo quedaba en comparación con ellas.
– Por tu nueva vida -brindó él-. Y tu libertad.
– Has dicho «libertad» de forma extraña, como si tuviera otro significado.
– Y lo tiene. La libertad es algo distinto para cada persona. Sólo tú sabes lo que significa para ti. Pero creo que Roma te ofrecerá cosas en las que nunca habías pensado -dijo él, con expresión inescrutable.
En el aeropuerto de Roma, esperaba una limusina para llevarles a la ciudad. Elise buscaba con la mirada sitios conocidos. Pasaron por Trastevere, donde Angelo y ella habían vivido tan felices. Allí él la vio en brazos de Ben, y había muerto.
– ¿Qué ocurre? -Vincente la miró preocupado.
– Nada -contestó ella.
– Has cerrado los ojos, como si sintieras dolor.
– Dolor de cabeza. Anoche no dormí -eso último era verdad.
– Pronto llegaremos al piso y podrás descansar.
Poco después, llegaron a la bonita Via Vittorio Véneto, una amplia avenida arbolada, donde los pisos de lujo costaban millones. Elise había tragado saliva al saber cuánto había pagado Ben, pero cuando vio el piso admitió que el precio era justo.
Las habitaciones eran grandes, de techos altos y enormes ventanales. Había tres dormitorios. El principal tenía una cama enorme y baño privado. Los suelos eran de mármol y los muebles antigüedades con incrustaciones de madera que formaban flores y animales. Las cortinas eran de terciopelo y satén.
Todo era lujoso y bello. Además, todo parecía recién limpiado. No había una mota de polvo.
– El agente ha hecho un buen mantenimiento.
– He de admitir que eso ha sido cosa mía -dijo Vincente-. Envié a un ejército de limpiadores.
– ¿Sería grosero preguntar cómo conseguiste las llaves de mi propiedad?
– Sí lo sería.
– Por supuesto, el agente obedeció tu voluntad -ella sonrió-. Conociéndote como te conozco, debería haberlo supuesto.
– ¿Tan bien me conoces?
– Bastó con ese breve encuentro hace unos meses. No niegues que tú también me analizaste. No sé por qué, a no ser que…
– A no ser que… -repitió él, tenso.
– Creo que analizas a todos. Una parte de ti siempre parece distante, calculadora.
– Es inevitable. Soy un hombre de negocios.
– Puede.
– Eso significa que sigues analizándome. ¿Cómo voy de momento? ¿Salgo bien parado?
– No del todo -contestó ella mirándolo a los ojos. Tuvo la sensación de haberlo pillado desprevenido y se alegró. No estaba acostumbrado a que lo juzgaran.
– ¿Te desagrado? -preguntó él con levedad.
– Hay mucho que me gusta, pero digamos que no estoy convencida del todo. Creo que tienes tus propios planes secretos.
– Siempre. Ya te he dicho que es parte de mi naturaleza -apuntó él.
– Pero, ¿por qué conmigo?
– Tal vez sólo desee conocerte mejor.
– ¿Nada más?
– No juguemos. Quiero conocerte mejor por muchas razones. Y algunas son obvias. No somos niños.
Sus ojos se encontraron y Elise vio en los de él un ataque directo que la sorprendió y excitó a la vez.
– No soy el monstruo calculador que crees -la tranquilizó él al ver que no hablaba-. Hice que limpiaran el piso para que te sintieras bienvenida.
– Gracias. No pretendía parecer desagradecida. No sé cuánto tiempo pasaré aquí, pero intentaré disfrutar.
– Bien, entonces debes permitir que te entretenga esta noche.
– ¿Otro club?
– No, cenaremos aquí.
– Pero aún no conozco la cocina -protestó ella.
– Déjalo todo en mis manos.
– ¿También cocinas?
– Espera y verás. Volveré esta tarde.
Cuando Vincente se marchó, ella recorrió el piso de nuevo, intentando convencerse de que era el que había comprado Ben. Incluso para él, era un piso demasiado grandioso y opulento.
Se sintió rara al sacar sus escasas pertenencias de las maletas. No encajaban en un sitio tan espléndido.
Vincente había hablado de nueva vida y libertad, pero ella no sentía que encajara allí. Bostezó y recordó que no había dormido la noche anterior. Había estado dando vueltas a su situación.
A primera hora de la mañana había ido al cementerio a visitar la tumba de su padre y a su regreso había encontrado a Vincente tenso y malhumorado. Habían empezado con mal pie, pero tal vez fuera mejor así.
Decidió darse una ducha. Una pared era de espejo y estudió su imagen críticamente. La chica que se había enamorado de un joven italiano y lo había abandonado quedaba muy lejos. Ella había sido regordeta, con un rostro bonito e inocente.
Ahora su rostro era más delgado y bello, sus ojos parecían más grandes. Tenía la cintura muy estrecha y el pecho generoso. Cualquier hombre diría que era una mujer hecha para el amor. Una ironía, considerando el poco que había habido en su vida.
Recordó las palabras de Vincente: «Quiero conocerte mejor por muchas razones. Y algunas son obvias. No somos niños».
Sí que eran obvias. Desde el principio había habido un misterioso vínculo entre ellos. Él la estaba obligando a enfrentarse a la atracción sexual que existía entre ellos. Advirtiéndole que su paciencia se estaba agotando. Eso, que debería haberla irritado, en cambio la excitaba.
Miró de nuevo su cuerpo, preguntándose si un hombre desearía esa piel suave y cremosa, esas largas piernas, trasero redondo y senos generosos. Supo por instinto que la respuesta era afirmativa.
Lo sería si ella decidía seducirlo. Se estremeció de anticipación; hacía tiempo que había decido hacerlo.
Se secó y se acostó en la grandiosa cama. Durmió varias horas. Cuando se despertó, Vincente estaba sentado en la cama, contemplándola.