Capítulo 7

Cuando sonó el timbre la tarde siguiente, Elise abrió la puerta a la última persona que esperaba ver en el mundo: Mary Connish-Fontain. Desde el día del funeral de Ben, Elise no había vuelto a pensar en ella.

– ¿No vas a invitarme a entrar? -exigió Mary, mientras Elise la miraba, atónita. Le cedió el paso y Mary miró a su alrededor.

– Bonito. Muy bonito. Y dijiste que no tenías dinero. Ah, ¿tú también estás aquí? -dijo al ver a Vincente tumbado en el sofá.

– ¿Qué quieres?

– Ya lo sabes. La parte que me corresponde.

– ¿No ibas a hacer una prueba de paternidad? ¿Cuál es el resultado?

– Pruebas… ¿qué demuestran? -rió Mary.

– Todo, si son positivas -comentó Vincente-. La tuya no lo habría sido, por eso no lo hiciste.

– ¡Prueba! ¡Prueba! ¿A quién le importa eso? Ben siempre dijo que se ocuparía de mí. Sólo vengo a recibir justicia -su voz se volvió gazmoña-. Ambas hemos sufrido por culpa de Ben. Ambas somos mujeres, deberíamos encontrar la forma de ayudarnos.

A Elise empezaba a írsele la cabeza. La conversación estaba adquiriendo tonos surrealistas.

– ¿Ayudarnos? ¿Nos imaginas siendo amigas?

– No todas hemos tenido tu suerte -exclamó Mary-. Has seguido el dinero hasta el fin, y has acabado aquí. ¿Pero y yo? Ben prometió casarse conmigo.

– Eso habría sido difícil -observó Vincente.

– Es fácil ver de qué lado estás tú -le escupió Mary-. No le costó mucho atraparte, ¿verdad? Así es con los hombres.

– Desde luego, así fue conmigo -corroboró Vincente; hizo un guiño travieso a Elise y ella estuvo a punto de soltar una carcajada-. Creo que deberías irte -añadió-. Y no vuelvas a molestar a esta dama.

– Tengo mis derechos -gritó Mary-. Debería haberse divorciado de él.

– Lo habría hecho con placer si él lo hubiera permitido -le dijo Elise-. Ben te falló como a mucha otra gente. Nada de lo que digas puede afectarme.

– ¿Y si lo publicara una revista? Tengo ofertas…

– Pues acéptalas. Gana dinero y di lo que quieras. ¡A mí me da igual!

– Te importará cuando cuente lo que solía decir de ti: que eras una fría pécora y que harías daño a cualquiera para conseguir lo que querías.

– Tenía razón -afirmó Elise-. Soy una fría pécora, y por eso no me convencerás. Más vale que te vayas.

– Ben me contó más de lo que crees; todo lo del joven italiano al que supuestamente amabas y a quien abandonaste en cuanto oliste el dinero de Ben. Él te gritó que no lo traicionaras cuando estabas en la ventana y te reíste. Lo usaste para dar celos a Ben y no te importaba lo que le ocurriese… -calló al ver el destello de ira en los ojos de Elise.

– Sal de aquí -dijo ella-. Sal, ahora.

Mary salió corriendo. Elise se abrazó a sí misma. Vincente intentó tocarla y lo rechazó.

– Estás temblando -dijo él-. Háblame.

Ella negó con la cabeza. Quería hablarle de Angelo, pero no podía. Era un tema sagrado que no podía compartir con el hombre a quien había entregado el corazón que había sido de su amor de juventud.

– No es nada… nada.

– Tiene que ser grave para afectarte así. ¿Quién era ese joven que ha mencionado?

– No puedo…

– Ojalá confiaras en mí -musitó él, sombrío.

Ella anheló hacerlo. Él la besó con suavidad.

– ¿Es tan terrible para no poder hablar de ello?

– Nunca podré hablar de ello -afirmó ella.

– ¿Ni siquiera conmigo? ¿Es que entre nosotros no hay más que lo que hacemos en la cama?

– No me regañes. Hay cosas que no puedo contarle a nadie -al ver la tristeza de su mirada, le dolió el corazón-. Nunca he hablado de ellas -se justificó.

– ¿Lo amabas mucho? -insistió él-. ¿Debería estar celoso?

– Fue hace mucho tiempo. Yo era otra persona. A los dieciocho se quiere de otra manera, con todo el ser. Aún no se sabe de la cautela.

– Y nunca volverás a amar así. ¿Eso es lo que me estás diciendo?

– Supongo. Amaba a Angelo más que a mi vida, y él me amaba a mí. Queríamos estar juntos para siempre, pero tuve que abandonarlo por Ben. Sólo pasamos tres meses juntos. Desde entonces he oído su voz en mi cabeza, suplicándome que no lo dejara.

– ¿Qué le ocurrió?

– Murió. No sé cómo, pero cuando telefoneé una mujer contestó y gritó que había muerto. No pude averiguar más.

– ¿Por qué no querías volver a Roma entonces?

– No podía enfrentarme a él -contestó.

– ¿Enfrentarte? Pero está muerto.

– No para mí. A veces es como si no hubiera muerto y me estuviera esperando en algún sitio. Supongo que en parte se debe a que no conozco los detalles. Es como si su muerte no fuera real.

– ¿Intentabas mantenerlo vivo?

– Puede. Pero cuando fui a la casa donde había vivido con él en el Trastevere y vi que ya no existía, una mujer me dijo que ese pasado había desaparecido para siempre y supe que era verdad. Fui a comprobar los certificados de defunción de esa época, pero no había ninguno con el nombre de Angelo Caroni, y no lo entiendo. ¿Vincente?

A él le había ocurrido algo extraño. Seguía abrazándola pero parecía haberse convertido en piedra.

– Puede que no buscaras en el lugar correcto -dijo él, como si regresara de un sueño.

– Tal vez no existe el sitio correcto -sonrió débilmente-. Tal vez no exista un hombre como el Angelo que yo recuerdo.

– Entonces deberías dejarlo marchar.

– Lo intento, pero es como si estuviera esperando que sucediera algo. No se qué, pero lo sabré cuando ocurra -lo besó-. Gracias por escucharme. Debería habértelo contado antes.

– Es tarde. Deberíamos irnos a la cama.

Una vez allí, la abrazó y dio un beso suave, pero no intentó hacerle el amor. Elise se preguntó si la historia le habría puesto celoso.

Él se alegraba de que no pudiera ver su rostro en ese momento. Elise le había contado el secreto que la atormentaba, pero su propio secreto empezaba a ser demasiado penoso.


Al día siguiente Vincente regresó a su casa. Tras pasar media hora sintiéndose sola, Elise salió a la calle y volvió varias horas después con los brazos llenos de carpetas. Vincente había dejado el mensaje de que la recogería a las ocho, si no le parecía mal.

– Pensé que estarías vestida y lista para salir -dijo, sorprendido, cuando llegó al piso.

– Perdona. Empecé a leer y se me pasó el tiempo.

– Estarías leyendo algo fascinante.

– Sí. Mira -le enseñó las carpetas-. Son de donde estudiaba moda cuando estuve aquí. Voy a volver.

– ¿Quieres decir a estudiar?

– Sí. El trimestre acaba la semana que viene, pero me permitirán asistir a las clases para ver si encajo. Me matricularé oficialmente el próximo curso.

Vincente echó un vistazo a los papeles mientras ella se vestía. No comentó nada hasta que estuvieron en el restaurante, a una calle de allí.

– No necesitas estudiar ahora -dijo él.

– Quiero hacerlo. Necesito estar ocupada. Voy a ir a la agencia inmobiliaria e insistir en que se esfuercen en vender el piso para buscar algo más pequeño. Entonces tendré una vida propia.

– ¿Tendrás tiempo para mí? -preguntó, sarcástico.

– Haré tiempo -bromeó ella-. Si eres bueno.

– ¿Bueno? Anda, come y calla, malvada.

Regresaron paseando y él se detuvo en el portal.

– Supongo que ahora me toca ser bueno, darte un beso de despedida e irme a casa.

– Si haces eso, estás muerto.

Subieron juntos, riendo. Hicieron el amor pero ella tuvo la impresión de que él estaba inquieto.

– ¿Por qué me miras así? -preguntó.

– Me pregunto en qué piensas. Si en mí o en tu nueva carrera.

– Se diría que estás celoso.

– Digamos que soy posesivo. Te quiero para mí. No intentes alejarme de tu vida.

– ¿Crees que voy a hacerlo?

– Podrías hacer la tontería de intentarlo. Y yo no lo permitiría.

– Supongamos que quisiera dejarte. Sería mi decisión -aventuró ella.

– No, cara. Cuándo y dónde acabemos es algo que decidiré yo. No lo olvides nunca -aunque su voz sonó suave, tenía un tinte de amenaza.

– ¿Estás diciendo que me forzarías?

– Más bien que haría que cambiaras de opinión.

– Dios mío, estás demasiado seguro de ti mismo -soltó ella-. ¿Y si un día las cosas no van como tú quieres?

Vincente no contestó con palabras. Dio la vuelta a su mano y posó los labios en la palma. Ella intentó soltarse, pero no pudo. Su aliento era puro fuego. Aunque su cuerpo respondió, comprendió que la situación tenía algo de alarmante. No era amor, ni deseo, sino una demostración de poder. Quería que supiera que era su prisionera, que dominaba su voluntad porque hacía que su cuerpo no obedeciera a su mente. Si podía hacer eso, era su dueño.

Diciéndose que debía escapar. Bajó de la cama y estiró la mano hacia la bata. Pero él agarró su muñeca y tiró la bata a un rincón.

– Suéltame -ordenó ella.

– Quiero hablar -dijo él-. Hay cosas que tenemos que dejar claras entre nosotros.

– He dicho que me sueltes.

Él la ignoró y tiró de ella, acercándola. Luego rodeó su cintura con el otro brazo e hizo que se sentara.

– No luches contra mí, Elise -murmuró-. Nunca. No podrías ganar. No lo permitiría.

– Eso no está en tus manos -rechinó ella.

– No te engañes. Cuanto ocurre depende de mí.

– No eres mi dueño -escupió ella- No puedes controlarme. Suéltame ahora mismo.

La tumbó en la cama. Apenas presionó, pero ella no pudo liberarse. Era puro acero. Elise pensó que era así en todo, determinado y calculador, ya fuera absorbiendo una empresa, silenciando a un enemigo o subyugando a una mujer.

Él bajó la mano desde su hombro hacia sus senos, siempre listos para él. Aunque lo negara, ella anhelaba sus caricias. La enfureció estar desnuda y no poder ocultar que jadeaba con deseo renovado.

Hacía sólo unos minutos se había sentido saciada, pero con sólo una mirada y una caricia, volvía a desearlo, a tensarse de frustración y a anhelar sentirlo en su interior. Y el maldito lo sabía, y muy bien.

Él bajó la cabeza y acarició su piel con los labios. Cuando sintió la caricia de su lengua gimió, a su pesar, y se arqueó. Él le dio la vuelta y empezó a acariciar su espalda con manos y boca, provocando un excitante y maravilloso cosquilleo. Descubrió un punto en su nuca que le hizo estremecerse de placer. Un buen rato después, la puso boca arriba y la contempló. Elise pensó que le daba igual que venciera él. Si la reclamaba, se entregaría.

Deseó gritar «Ahora, ya». Consiguió contenerse, pero su voluntad ya había cedido. Lo quería sobre ella, en su interior, llevándola al paraíso.

Él también estaba excitado, veía su erección. La satisfizo saber que, igual que ella, él había llegado a un punto en el que ya no existía el control. Abrió las piernas, esperando el momento de la penetración que los convertiría en iguales.

Pero él inclinó la cabeza y le dio un beso suave en los labios. Casto, casi reverente.

– Buenas noches. Que duermas bien -bajó de la cama, agarró su ropa y salió de la habitación.

Ella se quedó paralizada. Después de excitarla al máximo, se marchaba sin mirar atrás, dejándola insatisfecha y desesperada para demostrar su poder sobre ella.

– No -jadeó-. ¡No! -saltó de la cama y corrió hacia la puerta, pero oyó como la puerta de entrada se cerraba y los pasos de él alejándose.

Estuvo a punto de correr tras él y hacerlo volver a la fuerza pero, por suerte, algo la detuvo. Eso sería entregarle la victoria final en bandeja.

Volvió al dormitorio. Su cuerpo seguía palpitando de pasión, pero su corazón estaba poseído por el odio. Hizo lo primero que le pensó: lanzó un jarrón contra la pared. Después fue al cuarto de baño y se dio una ducha fría, que calmó su cuerpo, no su ira.

Vincente no llamó al día siguiente y su ira creció. Un día después, llamaron a la puerta. Era un chico con un enorme ramo de rosas rojas.

– ¿Señora Carlton?

Ella firmó, cerró la puerta y buscó la nota.

Tengo que ir a visitar unas fábricas. Te llamaré cuando regrese. Vincente.

– Al diablo con él -masculló. Le enviaba dos mensajes, uno con las flores y otro en la árida nota. Sabía cuál era el verdadero. Tiró las flores a la basura.

Se alegró de haber vuelto a la escuela de moda. Eso ocupaba su mente; iba a menudo, se llevaba trabajo a casa y lo hacía por la noche.

– Será maravilloso tenerla aquí de nuevo -le dijo el director cuando se matriculó-. Espero que esta vez acabe la carrera.

– Nada me detendrá -«ni nadie», pensó.

Cada dos días recibía un ramo de rosas rojas, pero no hubo más notas.

– Sé lo que estás haciendo -dijo en voz alta-. Ésta es tu forma de mantenerme enganchada. Crees que estoy confusa y preocupada. Que te echo de menos y anhelo lanzarme a tus brazos. ¡Te equivocas!

Todos los días tiraba las rosas a la basura, pero según pasaron los días decidió quedarse con una.

Pasaba horas visitando las mejores boutiques de Roma. Antes había ido de compras, pero volvía como una estudiante, preparándose para el principio de curso.

Cuando no visitaba tiendas dibujaba ropa, retinando su técnica y probando ideas. Estaba absorta cuando una tarde sonó el teléfono. Supuso que sería Vincente, pero era un voz femenina y cortés.

– Soy la signora Farnese, madre de Vincente -dijo-. He oído hablar mucho de ti y estoy deseando conocerte. ¿Me concederías el placer de tu compañía para cenar? Vincente sigue de viaje, estaremos solas.

– Gracias, me agradaría.

– Mi coche te recogerá a las siete.

Elise se vistió cuidadosamente. Eligió un vestido de seda marfil bordada, con chaqueta a juego, y se hizo un peinado elegante y algo severo.

La limusina la llevó hacia la campiña que había al sur de la ciudad. Había caído el sol y las luces empezaban a encenderse. Cuando el Palazzo Marini apareció ante sus ojos, estaba iluminado y resultaba espectacular, mucho más que en las fotos de Internet.

La madre de Vincente era una mujer pequeña, de ojos brillantes, modales suaves y que se parecía mucho él. Se rió al ver la expresión de Elise.

– Sí, mi hijo se parece a mí, ¿verdad?

Signora -dijo Elise-, ¿cómo ha sabido quién era y dónde encontrarme?

– Tengo amigos por toda Roma -sonrió la mujer-. Algunos asistieron a la junta de accionistas. Otros… -se encogió de hombros.

– Otros estaban en todas partes -acabó Elise.

– Y son muy cotillas. Nunca había visto a mi hijo tan… entregado. Por eso decidí que debía conocerte.

Enseñó el Palazzo a Elise rápidamente.

– Ahí está mi apartamento. Subamos y pongámonos cómodas -señaló una escalera de mármol.

Las habitaciones eran pequeñas e íntimas.

– Aquí estoy mejor -dijo la signora con una sonrisa-. Me pierdo en ese enorme edificio. No nací rodeada de grandeza y no me acostumbro a ella.

La mesa para cenar estaba puesta en un balcón con vistas a los jardines, y Roma en la distancia.

La anfitriona tenía unos setenta años y parecía frágil, pero era encantadora. Le ofreció una cena deliciosa. Pareció congeniar con Elise de inmediato.

– Pensé que nunca tendría un hijo -le confió-. Los dos primeros nacieron muertos y cuando Vincente nació fue una bendición.

– ¿No tuvo más después de él? -preguntó Elise.

– No, pero tenía un sobrino, el hijo de mi hermana, que vino a vivir conmigo cuando ella falleció. Era…

En ese momento llegó la sirvienta con el postre y la signora cambió de tema. Le preguntó a Elise por su vida y ella le dio una versión resumida, y una aún más resumida de cómo había conocido a Vincente.

– Supongo que resulto muy obvia -dijo la signora-, pero anhelo tener nietos y estoy envejeciendo.

– No creo que podamos hablar de nietos -se apresuró a decir Elise-. Vincente y yo sólo estamos…

– Claro, claro. No pretendía… hablemos de otra cosa -dijo ella. Elise aceptó, aliviada.

Aunque se decía que lo odiaba por cómo la había tratado, lo echaba mucho de menos y pasaba del odio a la tristeza. Sabía que si aparecía le perdonaría todo.

Su madre había planteado la posibilidad del matrimonio, e hijos. No podía negar que anhelaba eso. Pero debía ser su secreto. Ellos aún estaban batallando. Él tenía las riendas de momento, pero aún podía luchar con él. Seguramente sería así toda su vida.

Se preguntó si eso era amor. Era violento y peligroso, muy distinto de lo que había compartido con Angelo. Pero podría ser amor.

– Disculpe -dijo. Su anfitriona le había dicho algo y, ensimismada, no lo entendió-. ¿Qué ha dicho?

– Empieza a hacer fresco. Entremos.

Una vez dentro, fue a la cocina a pedir más café y Elise paseó por la habitación, mirando los libros y los bonitos muebles.

De repente vio algo que le paralizó el corazón. Se acercó a la pared, incapaz de creer lo que veían sus ojos.

Era una acuarela de la Fontana de Trevi, con un joven sentado al lado. Tenía la mano en el agua y sonreía. Era Angelo.

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