Capítulo 5

Encontró un pequeño café, se sentó en la terraza y bebió una botella de agua mineral mientras consideraba la situación. Pero su cerebro parecía atascado. Había tenido la esperanza de encontrar a alguien que recordara a Angelo y pudiera decirle cómo y cuándo había muerto.

Sacó el móvil, preguntándose si Vincente habría llamado. Sólo tenía un mensaje de texto de un tal señor Baltoni, pidiéndole que lo llamara. Lo hizo y descubrió que era el abogado que había mencionado Vincente, y que quería verla lo antes posible. Concertaron una cita para esa tarde.

– Me he tomado la libertad de solicitar un pequeño préstamo bancario en su nombre -le dijo. Era un hombre mayor, con aspecto de abuelo sonriente-. No es mucho, pero servirá para mantenerla mientras decide qué quiere hacer.

La asombraron la cuantía y el bajo tipo de interés.

– ¿Cómo es posible que lo hayan concedido con unas condiciones tan favorables? -le preguntó.

– Los bancos tratan bien a los buenos clientes.

– Pero yo soy una desconocida para ellos.

– Sí… bueno… ejem.

– Alguien ha dado garantías por mí, ¿verdad? -lo miró con suspicacia-. ¿O no debería preguntar?

– No debería preguntar -afirmó él con alivio.

Podía enfrentarse con Vincente o quedarse callada y dejar que las cosas siguieran su curso. En realidad no tenía opción; debía decirle que no podía aceptar.

Le llegó la brisa de la ventana. Se levantó y fue a contemplar las vistas, estaban en el cuarto piso. En la distancia se veía el brillo del río y San Pedro.

– De acuerdo. No preguntaré.

Él sonrió y después todo fue como la seda. Cuando salió de allí, sabía que tenía medios suficientes para mantener un nivel de vida acorde con el barrio en el que vivía. Y también que había cruzado un límite invisible y accedido a quedarse en Roma, al menos por un tiempo.

Siguiendo la sugerencia del señor Baltoni, fue a la pequeña agencia de limpieza que había en el sótano de su edificio y les contrató a tiempo parcial para que se ocuparan del mantenimiento del enorme piso.

Ya en casa, se permitió pensar en ropa. Necesitaba más y podía permitírsela.

Vincente se pondría pronto en contacto y pasarían juntos la velada, y tal vez la noche. Sólo tenía un vestido adecuado, al día siguiente iría de compras. Lo sacó y comprobó que tendría que plancharlo.

Vincente llamó un segundo después.

– ¿Fue bien tu reunión con Baltoni?

– Muy bien, gracias.

– ¿Me darás problemas por haber interferido?

– Creo que no -rió ella.

– Bien. Quiero convencerte de que Roma es un lugar agradable. A mi regreso intentaré persuadirte.

– ¿Regreso?

– Sí, los negocios. Debo ir a Sicilia unos días. Pero antes dime, ¿va todo bien?

– Sí, todo va bien.

– Te llamaré cuando regrese, pero no antes. Sé que me consideras dominante así que te dejaré en paz hasta mi vuelta. Adiós.

– Adiós -Elise colgó lentamente.


Elise se negó a añorar a Vincente. Sería darle demasiada importancia. Tenía trabajo, registros públicos que consultar, en busca del certificado de defunción de Angelo.

Pero varios días de pesquisas no revelaron a ningún Caroni que hubiera muerto en esas fechas. Desesperada, se preguntó si lo habría soñado todo.

Decidió perfeccionar su italiano, observando la televisión durante horas y leyendo cuanto caía en sus manos. Compraba el periódico a diario y lo leía tomando café en un pequeño restaurante con jardín, cercano a su casa. Pronto estuvo en condiciones de leer publicaciones financieras sin problemas.

Tal y como le había dicho Vincente, la corporación Farnese era enorme. Fundada por su abuelo y mantenida en pie por su padre, el crecimiento real se había producido cuando Vincente tomó las riendas. Artículo tras artículo, Elise descubrió que Vincente era despiadado y un genio de los negocios.

Su casa, el Palazzo Marino, estaba en las afueras de Roma. Había pertenecido a unos aristócratas que ya no podían mantenerlo. Su abuelo lo compró, pero había sido Vincente quien lo restauró.

Vincente llevaba fuera una semana y había mantenido su promesa de no molestarla. Ella pensó que tal vez fuera su forma de mantenerse un paso por delante en el juego, de demostrarle que había olvidado su noche juntos. O su forma de simularlo.

Tal vez sabía que esa noche de sexo voraz no abandonaba su mente y que anhelaba su regreso. Pero ella no lo admitiría.


Elise se despertó una noche con el sonido del timbre, como si alguien estuviera apoyado en él. Se puso una bata y fue a abrir.

– Hola -dijo él.

Le hizo entrar, agarró su cabeza con ambas manos y capturó sus labios. Agresiva, introdujo la lengua en su boca y la asaltó deliciosamente. Llevaba días deseando eso y pensaba aprovecharlo al máximo.

Lo condujo al dormitorio sin soltarlo, por si pretendía escapar. Pero él la tumbó en la cama y le quitó bata y camisón mientras ella aún luchaba con sus botones. Por fin estuvieron desnudos y ella lo atrajo, abriendo las piernas para darle la bienvenida.

Gimió cuando la penetró. No hubo ternura, sino vigor y fuerza en sus embestidas. La reclamaba para sí una y otra vez. Eso era lo que ella deseaba. Gimió con cada movimiento, hasta que explotó con un sonoro grito. Pero no acabo ahí. Él se quedó sobre ella, en su interior, acariciando sus senos y sus pezones.

Era un hombre incansable que la llevaba al clímax una y otra vez, hasta que, finalmente, se tumbó de espaldas, jadeando.

Elise, con esfuerzo, se alzó para apoyar la cabeza en su pecho. No tuvo fuerzas para más. Un rato después, se taparon y se durmieron abrazados.

El sol ya había salido cuando ella se despertó. Se quedó inmóvil, rememorando la noche anterior. Cada nervio de su cuerpo estaba relajado y feliz. Miró su rostro y, sonriente de placer, pasó la mano por la sombra de barba que lo oscurecía.

Se libró de sus brazos, se puso la bata y fue a la cocina. Mientras hacía café encendió la radio, a tiempo para oír una noticia que la sorprendió. Regresó al dormitorio con una sonrisa en el rostro. Vincente estaba despierto, recostado en la almohada con las manos tras la cabeza.

– Acabo de escuchar una noticia fascinante -le dijo-. Por lo visto tus negociaciones en Sicilia sufrieron un bache. Te enfadaste tanto que saliste de la reunión y te encerraste en el hotel, donde estás incomunicado. No aceptas mensajes ni contestas al teléfono.

– Tonio lo está haciendo bien -sonrió él-. Es mi asistente y tiene órdenes de ocultar que no estoy allí.

– ¿Cómo conseguiste salir sin que te vieran? -le preguntó, consciente de que lo había hecho para estar con ella, y que él sabía que lo sabía.

– El hotel tiene un pasadizo subterráneo. El coche me llevó al aeropuerto donde esperaba mi avión. Esta noche volveré de la misma manera.

– Buen truco para el negocio. Muy inteligente.

– Sí que lo soy, ¿verdad? -dijo él con seriedad-. Con suerte, cuando regrese, la otra parte se habrá rendido, impresionada por mi negativa a negociar.

– Harías cualquier sacrificio por tu negocio, ¿eh?

– Ven aquí.

Elise llamó a la agencia de limpieza para que no fueran ese día y pasaron doce horas perfectas. No se había creído capaz de una pasión tan recurrente. Era como si un cuerpo nuevo hubiera reemplazado el vacío y desilusionado de antes. Por más veces que la buscara, siempre estaba lista para él. Vibrante.

Se preguntó qué había sido de las creencias que le habían inculcado: que el sexo era una bonita parte del amor y que había que conocerse para disfrutarlo.

Sentía algo muy intenso por Vincente, pero no era amor. El amor era el sentimiento dulce y tierno que había conocido años atrás y que no se repetiría. Se planteó iniciar una conversación para que sus mentes se encontraran, pero cada vez que la tocaba olvidaba todo menos el placer que sabía proporcionarle.

No era amor pero sí una nueva vida, de momento, con eso le bastaba.

Finalmente, llegó la hora de su partida. Ella se quedó escuchando la radio que informó del momento en que el «conocido empresario Vincente Farnese había accedido a reiniciar las negociaciones».

Tres días después, telefoneó para decirle que había regresado y preguntar si podía ir a visitarla.

Una vez más, la sorprendió apareciendo con el equipaje. Obviamente, llegaba directamente del aeropuerto.

Elise hizo que se sentara a la mesa, había preparado cena. Él comió despacio, haciendo comentarios sobre su estancia en Sicilia. Todo parecía ser largas reuniones, desayunos de trabajo, jornadas interminables y algunos minutos de sueño robados aquí y allá.

– Soy así -dijo, cuando ella lo mencionó-. Aguanto durmiendo poco y a ratos. Bueno para el negocio.

– Hum. Pues tienes un aspecto horrible -le dijo.

– Gracias.

– De nada.

– Pero sigo siendo capaz de hacer lo importante. Deja que te lo demuestre.

La tomó de la mano y la llevó al dormitorio. Se desnudaron sin preámbulos y se tumbaron. Elise no esperaba que fuera tan fantástico como otras veces, para eso tendría que ser un superhombre.

Pero se esperanzó al sentir sus caricias. Cuando él apoyó la cabeza en su pecho y sus manos dejaron de moverse, sintió una punzada de decepción.

– Vincente -dijo, moviéndolo un poco-. Vincente.

Consiguió ver su rostro y comprendió que sus temores se habían hecho realidad. Estaba dormido.

Al principio deseó gritar de frustración, pero al ver sus rasgos relajados, la invadió la ternura y lo abrazó. Una vocecita en su cabeza le advirtió que eso era peligroso. Podía con el sexo, pero la ternura se parecía demasiado a lo que había sentido con Angelo y se había prometido no volver a sentir nunca. Era una debilidad a la que no se rendiría.

Mientras ambos estuvieran de acuerdo en ese punto, todo iría bien.

Él durmió tres horas, mientras a ella se le derretía el corazón al contemplarlo. Elise se quedó adormilada y despertó cuando él retomó la situación en el punto exacto donde la había dejado. Se miraron y sonrieron, para luego rendirse a la pasión.

– Hora de volver al mundo real -suspiró Vincente, largo rato después.

– Y a esa reunión de accionistas que celebrarás pronto -comentó ella.

– ¿Cómo sabes eso?

– He estado leyendo los periódicos financieros, para mejorar mi italiano, ya sabes. Parece que te enfrentarás a una gran batalla.

– Sin duda. Pero he descubierto muchas cosas útiles en Sicilia. Cuando las procese, estaré listo. Hasta entonces casi viviré en la oficina.

– Entonces te veré de nuevo después de la reunión… si tengo tiempo disponible.

– Creo que lo encontrarás -dijo él, moviendo la mano entre sus piernas.

Ella no discutió. No merecía la pena. Sabía que la necesidad de estar juntos era mutua y que aguantar sin sexo hasta que concluyera su reunión sería un reto para su paciencia.

Por eso le provocó un placer especial que él se rindiera antes. La llamó por teléfono.

– ¿Sabes montar a caballo? -preguntó.

– Sí, me encanta, pero no tengo equipo.

– Hay una tienda en la Via dei Condotti -él le dio el nombre y añadió-: Allí tienen lo mejor. ¿Qué tal se te da?

– Prefiero un caballo tranquilo.

– Bien. Te recogeré mañana temprano -colgó.

Fue a la tienda y era cierto que era muy buena. Encontró todas las prendas que necesitaba.

– ¿No cree que el pantalón me queda algo ajustado? -preguntó al dependiente con cautela.

– Es ajustado, pero la signora puede permitirse lucir lo que otras no podrían -contestó él. Una forma cortés de decirle que le quedaba provocativo.

– Me lo llevo todo -dijo ella.

Vincente conducía él coche cuando fue a recogerla. La había avisado de que esperara abajo.

– Perfecto -dijo al verla-. Casi no he tenido que parar. El policía de tráfico se habría enfadado.

– ¿Contigo? ¡Tonterías! No se habría atrevido.

Él no contestó, pero ella vio que sonreía.

– Me extraña que hayas encontrado el tiempo -comentó mientras salían a la campiña-. ¿No se suponía que ibas a vivir en la oficina?

– Sería mala política. El enemigo pensaría que estoy preocupado.

– Ya -asintió ella-. Seguro que hay un fotógrafo esperando en los establos, para captar tu indiferencia.

– Eso no se me había ocurrido, vaya.

– Creía que te enorgullecías de pensar en todo.

– Ahí me has pillado -dijo él-. Espero que sepas que no te sometería a un fotógrafo sin avisarte antes. Aunque no lo creas, tengo ciertos modales.

– Tienes razón. No lo creo -bromeó ella.

– No soy tan malo -soltó una carcajada-. Cambiaras de opinión al ver la yegua que he elegido para ti.

Minutos después tomaron un camino que conducía a unos establos. Un mozo sacó a una elegante yegua moteada y la presentó como Dorabella.

– Pero la llamamos Dora -apuntó-. Lo prefiere. Es muy amigable. El señor Farnese dijo que sería perfecta para usted.

Y lo era. Vincente montaría un magnífico semental llamado Garibaldi, con ojos de fuego y paso impaciente. Salieron a la vez, pero Elise pronto notó que Vincente y su caballo deseaban galopar.

– ¿Por qué no lo cansas un poco? -sugirió-. Yo os seguiré más despacio.

Partieron rápidos como el viento, y ella condujo a Dora a un repecho para observarlo. Garibaldi saltaba y galopaba con vigor equiparable al de su jinete. Los perdió de vista, pero volvió a verlos diez minutos después, a lo lejos, galopando sin descanso.

– Me alegro de haber evitado eso -le dijo a Dora, acariciando su cuello-. ¿Por qué no…? ¡Oh, no!

Garibaldi había saltado un tronco de árbol, tropezado y lanzando a Vincente al suelo, antes de caer él. Por un momento creyó que el animal caería sobre Vincente, aplastándolo. Pero él consiguió apartarse de la trayectoria del animal.

Elise galopó hacia él. Estaba tumbado boca abajo, inmóvil. Saltó de la yegua y se arrodilló a su lado.

– ¡Vincente! -gritó con frenesí.

Él emitió un gemido pero después, para alivio de ella, empezó a maldecir e intentó levantarse. Pero tuvo que rendirse; se dejó caer de espaldas.

– Estás malherido -dijo ella, preocupada-. Llamaré a una ambulancia.

– Nada de ambulancia. No quiero que nadie me vea así. ¿Dónde están los caballos?

– Allí -señaló ella. Garibaldi no había sufrido daño alguno y mordisqueaba la hierba, junto a Dora.

– Llévalos de vuelta a los establos -jadeó Vincente-, y trae el coche aquí -apenas podía moverse pero alzó una mano y la agarró antes de que se levantara-. Nada de ambulancia -repitió-. Prométeme que no se lo dirás a nadie.

– Tengo que decirle que el caballo se ha caído. Podría necesitar tratamiento.

– Él, no yo. Promételo.

– Lo prometo… de momento.

Elise corrió hacia los caballos, montó a Dora y agarró las riendas de Garibaldi. En el establo, entregó los animales, dio una breve explicación y pocos minutos después conducía el coche de vuelta. Tenía miedo de que él hubiera perdido el conocimiento.

Lo encontró sentado en una roca, a la que debía haberse arrastrado con gran dolor. Se agarraba el costado y jadeaba, pero consiguió sonreír al verla.

– ¿Qué les has dicho? -preguntó.

– Eso da igual ahora. Agárrate a mi cuello y apóyate, sólo son un par de pasos -lo ayudó a llegar al coche y a tumbarse en el asiento trasero.

– ¿Qué les has dicho? -repitió él.

– Lo suficiente para que echaran un vistazo a Garibaldi. Dije que tú sólo tenías un par de cardenales.

– ¿Estás segura? -insistió él con suspicacia.

– Claro que estoy segura -gritó ella, airada-. Me preguntaron por qué no habías vuelto y les dije que eras un malhumorado antipático que no soportaba que nadie lo viera tras hacer el ridículo. Lo aceptaron sin dudarlo un segundo.

– Bien -gruñó él.

– Pronto estarás en casa.

– En la mía no. Vamos a la tuya. No quiero que me vea ningún conocido. Si esto se sabe, los chacales cerrarán filas para rodearme.

– De acuerdo.

Vincente no volvió a hablar hasta que llegaron a casa y se obligó a cojear hasta el ascensor, apoyándose sólo en la mano de ella. Temblaba y tenía la frente cubierta de sudor. Por suerte nadie los vio. Entraron al piso y él se dejó caer en el sofá.

– Necesitas un médico.

– Ya te he dicho que no.

– ¿A qué viene este ridículo secretismo?

– No es ridículo, sino esencial. La junta de accionistas es muy importante. Será una batalla que debo ganar. No puedo mostrar ninguna debilidad.

– ¡Eso es una estupidez! Escúchame, Vincente, no pienso discutir. Necesitas un médico y llamaré a uno o a una ambulancia. Tú eliges.

– Estás habiendo una montaña de un grano de arena.

– Lo creeré cuando me lo diga un médico. Dime el teléfono del tuyo.

– Elise…

– Eso o una ambulancia, tienes diez segundos: nueve, ocho…

– ¡De acuerdo! Llamaré yo mismo -gritó-, o harás que parezca que estoy moribundo.

– Diré lo que quiera cuando llegue.

Cañe dei to morti! -rugió él.

– Lo que tú digas -dijo ella, reconociendo la maldición. Era una de las favoritas de Angelo, un comentario muy grosero sobre los antepasados y dónde debían estar enterrados-. Ahora llama.

Él obedeció con gesto colérico.

– Vendrá enseguida -gruñó tras colgar.

– Te ayudaré a desvestirte y acostarte.

– Gracias -dijo él con voz más tranquila.

– ¿Por qué has dejado de ladrarme?

– Porque no tenía ningún efecto -admitió él.

– Has hecho bien. Agárrate a mí, te ayudaré a levantarte.

Vincente dejó que lo llevara al dormitorio, le quitase todo menos los calzoncillos y lo acostara.

– Siento haberte gritado. A veces soy un poco…

– Ya lo sé. Más que un poco. Quédate quieto.

El médico llegó diez minutos después. Vincente y él eran viejos amigos. Lo reconoció y luego rezongó.

– Has tenido suerte -dijo-. Un tobillo torcido y un par de músculos dislocados en la espalda que dolerán mucho, pero no es grave. Un par de días en la cama ayudarán. Enviaré a una enfermera.

– No -refutó Vincente-. No quiero desconocidos.

– Yo me ocuparé -dijo Elise.

– Gracias -dijo el médico-. Básicamente tendrá que hacer de criada para todo -miró a Vincente con sorna-. Si es capaz de soportarlo, signora.

– Puede que sea él quien lo pase mal conmigo -contestó ella, irónica. Vincente la miró con admiración.

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