La boda fue discreta, en una capilla lateral de la iglesia. No hubo lujoso vestido de novia ni damas de honor, ni montones de invitados, música de órgano o interés de la prensa.
Con los testigos esenciales, dos personas que en secreto tenían miedo una de otra y de sí mismas, se juraron amarse y honrarse el resto de su vida.
Para complacer a su madre, Vincente inició la noche de bodas en el dormitorio de Elise.
– Cuando ella se acueste, me iré y te dejaré en paz.
– Gracias.
– ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.
– Estoy bien. El médico dice que he recuperado las fuerzas y podré traer al mundo a un Farnese.
– Me preocupo por ti, no sólo por ser la madre de mi hijo. Pero supongo que no me crees.
– Creeré cualquier cosa que me digas -contestó ella con calma. Él deseó gritarle que lo mirase, que discutiera, que despertara del horrible trance en el que se había sumergido. Estaba fuera de su alcance.
– Buenas noches a los dos -dijo su madre al otro lado de la puerta-. Tranquilos, no voy a entrar.
– Gracias, Mamma -dijo él-. Buenas noches.
El tacto de la anciana empeoró las cosas. Obviamente imaginaba a los novios desnudándose lentamente antes de hacer el amor apasionadamente.
Elise fue hacia el balcón.
– Están celebrándolo -murmuró. Los sirvientes habían improvisado una fiesta en el jardín.
– Claro. Una boda siempre es buena noticia…
Se oyó un grito de alegría. Algunos de los presentes miraron hacia la ventana y alzaron las copas.
– Nos han visto -dijo él, abriendo la puerta-. Quieren saludarte -tomó su mano y la hizo salir con él. Los recibieron risas, vítores y felicitaciones. Elise captó las palabras signora y bambino.
– Supongo que todo el mundo lo sabe -dijo.
– No, pero lo sospechan y tienen esperanzas.
Ella esbozó una sonrisa y saludó con la mano.
– Bambino? Si? -preguntó un hombre.
Elise se puso la mano sobre el vientre, sonrió y asintió. Eso provocó una explosión de vítores. Vincente le puso una mano sobre el hombro.
– Mírame -le dijo. Elise obedeció y la audiencia se exaltó aún más cuando la besó. Ella aceptó el beso como parte de la representación.
Pensó que estaba preparada para sentir sus labios, pero él puso la mano en su nuca, en ese punto tan sensible y que tanto la excitaba. Supuso que él lo hacía a propósito, para demostrar su poder.
– Creo que deberíamos entrar ya -susurró ella.
Él asintió, saludó con la mano y entraron.
– Te adoran -dijo Vincente-. Lo has hecho muy bien. Gracias.
– De nada. Tengo experiencia. Años con Ben me enseñaron a ocultar la hostilidad tras una sonrisa.
– ¿Hostilidad? ¿Hacia ellos?
– No hacia ellos.
– Elise…
– ¿Qué esperabas? ¿Has olvidado la última noche que nos vimos antes de que te marcharas? Te esforzaste en demostrar quién llevaba las riendas. Y lo hiciste. Felicidades. Ahora tienes a tu esposa y a tu hijo bajo tu techo. Pero escúchame, Vincente. No creas que voy a dejar que me pisotees. Si presionas demasiado descubrirás que tu poder tiene limites.
– Tal vez no sólo desee poder.
– Temo que es lo único que tienes. Pero no te preocupes. Sonreiré y seré agradable con la gente adecuada. Como he dicho, practiqué mucho con Ben.
– Yo no soy Ben -gritó él.
– Pensaba que no eras como él. Pero me temo que no soy tan buen juez del carácter como creía ser. Será mejor que te vayas ya.
Él la miró un momento. Luego se fue.
Elise adivinó que no era coincidencia que se fuera de viaje unos días. Agradeció su tacto. Le daba tiempo para pensar. Sola, en el silencio de la noche, admitió que se había enamorado de él. Había intentado negarlo, pero eso ya no servía de nada.
Había entregado su corazón a un hombre que la había odiado y despreciado desde el principio, que sólo pretendía destrozarla y humillarla. Él no tenía ni idea de hasta qué punto había tenido éxito. Nunca debía saber que había sido lo bastante tonta como para enamorarse de él, eso culminaría su venganza.
Se dijo que sería fácil matar ese amor. Sólo tenía que recordar lo que él había hecho. Tardaría un tiempo, por lo conseguiría. Y él ayudaría. No tenía esperanzas de que fuera a serle fiel; suponía que empezaría a pasar más noches en su piso de soltero.
Pero en eso se equivocó. Aunque a veces regresaba tarde, nunca pasaba la noche fuera a no ser que estuviera de viaje. La trataba con solicitud y cortesía, igual que su madre, cuya salud era frágil.
Elise pronto mejoró y recuperó las fuerzas. Empezó a sentirte con ánimo para todo, incluso la fiesta que estaban planificando para celebrar la boda.
– Toda Roma quiere verte -le dijo Mamma.
– Seguro que no -rió Elise.
– Puede que toda Roma sea una exageración -admitió Vincente-, pero has despertado mucho interés entre mis amigos y socios.
Dijo dos nombres. Uno, el del presidente del banco más importante de Italia. Elise reconoció el otro.
– ¿Attilo Vansini? -repitió, atónita-. Pero es…
Era una figura de inmenso poder político, siempre cercano al presidente del país, quienquiera que fuera. Elección tras elección Vansini mantenía su influencia gracias a una mezcla de riqueza, astucia y corrupción. El escándalo lo seguía como los perros a un rastro.
– Me dijo que no olvidara invitarlo a la fiesta -le dijo Vincente-. Yo aún no había pensado en celebrarla, ése fue su modo de decir que contaba con ella.
– Menotti diseñará tu vestido -dijo Mamma, nombrando al modisto más exclusivo de Roma.
Elise habría preferido diseñarlo ella misma, pero sabía que no tenía bastante experiencia, y permitió que la llevaran a la Via dei Condotti. Allí entraron en un establecimiento diminuto y discreto por fuera.
Pero dentro era muy distinto. Luisa Menotti era la mejor y todo su salón susurraba elegancia discreta. Atendió a Elise personalmente. Admiró su cuerpo aún delgado y el tono de su piel.
– Negro. No puede ser otro color.
El vestido elegido era de seda negra, escotado pero dentro de los límites de la modestia, se ajustaba a sus caderas y rozaba el suelo.
Elise había dado muchas fiestas lujosas para Ben, y estaba dispuesta a tomar parte en los preparativos de la del palazzo, pero pronto comprendió que haría mejor dejándolo todo en manos de otros.
Más de cien sirvientes se movilizaron para limpiar cada centímetro del edificio. Múltiples jardineros pusieron a punto los extensos jardines, porque los invitados también saldrían fuera. Colgaron lamparillas de los árboles, creando un misterioso sendero resplandeciente que se perdía en la distancia.
El palazzo contaba con tres cocinas, de las que sólo se utilizaba una. Pero durante los días anteriores a la fiesta todas estuvieron a pleno rendimiento.
Todos los invitados recibirían un regalo y Elise se asombró de su valor. Fue a ver a Vincente al despacho que utilizaba cuando trabajaba en casa.
– ¿Por qué no? -preguntó Vincente, cuando le mencionó si era prudente gastar tanto.
– Sé que es importante impresionar a la gente. Ben solía… -empezó ella.
– Olvida a Ben. Éste es un mundo muy distinto al suyo.
– Sólo en el sentido de que es más grande -replicó ella-. Cuando aparezcamos juntos, estarás exhibiendo tu trofeo, exactamente igual que hacía él. Y bajaré los escalones de mármol despacio para que todo el mundo admire tu última adquisición e intente calcular si has hecho o no un buen negocio.
– Que piensen lo que quieran. Yo sabré si ha sido un buen negocio, no necesito la opinión de nadie.
– ¿Y qué opinas de momento? -lo retó ella-. ¿He valido la pena?
– Aún no -dijo él, tras mirarla de arriba abajo, con ojos fríos-. Pero pretendo que llegues a hacerlo.
– De todas las…
– Tú empezaste la conversación. Si así es como quieres ver nuestro matrimonio, adelante, te seguiré el juego. De vez en cuando te diré si tu valor ha subido. Si ha bajado te diré por qué y esperaré que rectifiques sin demora. No toleraré parecer un tonto ante gente cuyo respeto necesito. ¿Ha quedado claro?
– Eres un bastardo -susurró ella.
– Tú has elegido el juego. Quiero lo mejor de ti, sobre todo cuando exhiba mi adquisición.
– Claro, sería una pena que pensaran que estás perdiendo carisma -dijo ella con sarcasmo.
– Exacto. Me alegra que lo entiendas. Mamma dice que el vestido es perfecto, sólo necesitas acompañarlo de las joyas adecuadas.
– Iré de compras mañana.
– No hará falta. Las tengo aquí -Vincente fue hacia la caja de seguridad, tecleó la combinación, sacó varias cajas y las puso sobre el escritorio.
Elise se quedó atónita ante los diamantes más magníficos que había visto en su vida. Había una tiara fabulosa, un collar, una pulsera y pendientes largos. Cada piedra era deslumbrante.
– Espero que te parezca un regalo de boda adecuado -dijo Vincente con voz suave-. Te las habría dado antes, pero han llegado hoy. Date la vuelta.
Elise obedeció y él le puso el collar alrededor del cuello. Ella se estremeció al sentir sus dedos en el punto exacto que le daba tanto placer. Vincente no pareció darse cuenta; eso la alivió e irritó a la vez.
– He elegido bien. Te queda perfecto.
– ¿Cuándo elegiste todo esto?
– La semana pasada. Expliqué lo que quería y los joyeros han hecho un buen trabajo.
– ¿Tú lo explicaste? ¿Y qué hay de mi opinión?
– ¿Estás diciendo que no te gustan?
– No, son bellísimas, pero me habría gustado opinar.
– Sé lo que encaja con tu estilo y lo que mi esposa debería lucir en una ocasión así. Estás magnífica -hizo una pausa-. Será mejor que las dejes aquí, en la caja fuerte. Después de la fiesta irán a la caja de seguridad del banco… todas menos ésta. Tu anillo de compromiso -tomó su mano izquierda y se lo puso-. No puedes aparecer en público sin él.
– No las quiero -dijo ella, de repente.
– ¿Qué has dicho?
– No quiero las joyas. Dicen que son un regalo de boda, pero sólo son una transacción de negocios.
– Un negocio no tiene nada de malo, si es honesto.
– ¿Somos honestos? -lo miró a los ojos-. ¿Lo fuimos alguna vez? -empezó a quitarse el collar.
– Ten cuidado -apartó sus manos y se hizo cargo él-. Es muy valioso. ¿Quieres romperlo?
– Será mejor que lo devuelvas todo. No voy a ponerme esos diamantes.
– Te los pondrás porque son lo adecuado para mi esposa. ¿Ha quedado claro?
– Muy claro -soltó una risa cruel-. Ni el mismo Ben lo habría dejado más claro.
Salió como una tromba y Vincente contuvo la tentación de dar un puñetazo a la pared. Había previsto una escena distinta: él le regalaría diamantes y ella se sentiría complacida. En cambio, había hecho que perdiera el genio y la había tratado con desprecio, justificando todo lo malo que ella pensaba de él.
Se preguntó si ella disfrutaba sacando lo peor de él. Tenía la horrible sensación de que así era.
Mientras se duchaba y vestía, Elise oyó a la orquesta empezar a tocar en el gran salón de baile donde se celebraría la fiesta. Lucía un sofisticado recogido y maquillaje discretamente provocativo.
Pensó que había cambiado. Ya no era la mujer que había llegado a Roma unos meses antes. El rostro que veía en el espejo había aprendido muchas lecciones: de éxtasis y amargura. Buenas o malas, seguirían con ella para siempre.
– Adelante -dijo al oír un golpe en la puerta.
Vincente entró, tan guapo y elegante que tuvo que cerrar los ojos para no desearlo.
– Te he traído los diamantes -dijo.
– Muy bien -le sonrió-. Pónmelos pero antes sube la cremallera del vestido, por favor -se dio la vuelta y lo miró por encima del hombro para captar su reacción. La cremallera era larga y acababa debajo de las caderas, dejando claro un detalle.
– No llevas nada bajo el vestido -dijo Vincente, con voz tensa.
– No puedo arriesgarme a que se vean marcas. ¿No querrías que pareciera poco sofisticada, ¿verdad?
– Querría que parecieras decente -escupió él.
– Cuando subas la cremallera, no se verá nada. Y el corpiño está reforzado, estaré muy decente. Date prisa, la gente empezará a llegar enseguida.
Como si la conversación la aburriera volvió la cabeza. Él, irritado, subió la cremallera. Tal y como ella había dicho, su desnudez no se detectaba.
Pero era imposible olvidarla. Ocupó su mente mientras le ponía tiara, pendientes, pulsera, collar y anillo. Cuando acabó, puso las manos en sus hombros y sus ojos se encontraron en el espejo.
Ella sonrió, haciéndole saber que era consciente de que estaba recordando la primera noche que salieron juntos. Entonces tampoco había llevado nada bajo el vestido y él la había acusado de incitarlo.
Estaba repitiendo la estrategia, pero para subrayar cuánto habían cambiado las cosas. No había promesa, excitación ni esperanza. Sólo cinismo para torturarlo.
– ¿Satisfecho? -le preguntó-. ¿Te sentirás orgulloso de mí? ¿Me mirará la gente y sabrá mi valía?
– Sabrán que tengo lo mejor.
– Lo mejor y más caro. No olvides lo importante.
– No hables así.
– ¿No podrías decirme cuánto ha subido mi valor esta noche? ¿O prefieres esperar a después, cuando sepas qué efecto he tenido?
– ¡Déjalo ya! -explotó él, apretando sus hombros.
– Cuidado, dejarás cardenales.
Él la soltó inmediatamente.
– Intentemos parecer amigables al menos esta noche -sugirió él, tenso.
– Por supuesto. Haré mi papel a la perfección.
Mientras iban hacia el salón, Elise captó su imagen en un espejo de cuerpo entero y pensó en la ironía de que hicieran una pareja tan espléndida. Ella estaba deslumbrante y dudaba que hubiera un solo hombre en el salón que fuera tan apuesto como él.
Bajaron un tramo de escalones para entrar al salón. Al verlos, la gente empezó a aplaudir.
Había casi setecientos invitados y Elise había leído sobre ellos para poder saludarlos. Supo desde el principio que estaba dando una buena impresión. Los hombres la miraban con admiración y las mujeres con envidia, aunque no sabía si por su belleza, por los diamantes, o por su marido. Supuso que una mezcla.
Había un número impresionante de ministros, así como de estrellas de cine. Una en concreto, una joven que acababa de obtener su primer gran éxito en Hollywood, sonrió a Vincente de una manera que hizo que Elise se preguntara si habían salido juntos. Pero se dijo que eso no le importaba.
Attilo Vansini cumplió sus expectativas. Tenía sesenta años, cabello pelirrojo y una actitud tan cordial que resultaba violenta. Besó su mano varias veces, le hizo una docena de cumplidos y exigió que bailara con él antes que con nadie.
– Antes lo hará conmigo -Vincente, posesivo, rodeó su cintura con un brazo-. Es mi esposa.
– Me rindo al amor -Vansini soltó una carcajada.
La orquesta empezó a tocar y la pareja nupcial inició el baile.
– Se rinde al amor. A sus ojos somos la perfecta pareja romántica -comentó Vincente.
– No me aprietes tanto.
– Quiero tenerte cerca. Quiero sentir el movimiento de tus piernas junto a las mías y soñar con tu aspecto debajo de ese vestido.
– Eso no te concierne.
– Tu desnudez concierne a todos los hombres presentes, mira sus expresiones. Todos te desean.
– Eso es lo que querías, que te envidiaran.
Él había creído que sí, pero en ese momento mataría a cualquiera que le pusiera las manos encima. Como una profecía maligna, recordó lo que había dicho ella… «Y habrá otros, no lo dudes… ¿Todos los hombres conocen tus trucos…? Da igual, me divertiré descubriéndolo».
– Ni en un millón de años -farfulló.
– ¿Qué has dicho?
– Nada. Recuerda que debes actuar con propiedad.
– Sí, haré lo posible para que seamos un matrimonio respetable -se rió en su cara, sabiendo que lo tenía en sus manos y que todos pensarían que los recién casados se adoraban.
Cuando acabó la pieza, Vansini los asaltó, agarró a Elise y se la llevó casi a la fuerza. La pista se llenó de parejas. Vansini le hizo cumplidos sin cesar al tiempo que se halagaba él mismo.
– Soy un amante magnífico -proclamó-. Ningún hombre es equiparable a mí, ni siquiera Vincente. Sólo tienes que decirlo y te lo demostraré.
– Claro. Cuando quieras que mi marido acabe con tu vida, házmelo saber -le replicó ella.
Él estalló en carcajadas y ella se le unió. Los que miraban murmuraron que Vincente era afortunado por tener una mujer que agradaba a un hombre tan útil. También adivinaron el tema de su conversación.
– ¡Mi hijo! -exclamó Vansini con orgullo al ver a un recién llegado-. Ven para que te lo presente.
La condujo hacia el joven más guapo que Elise había visto en su vida. Cario Vansini era alto y delgado, con un encanto que la cautivó. Bailó con él y, más tarde, charlaron junto al bufé.
Ella sabía que Vincente la observaba, pero le dio igual. Cario hablaba de algo que le interesaba mucho. Cuando se inclinó para decirle algo al oído, ella asintió como si le gustara la proposición.
– Debemos vernos de nuevo y hablarlo -dijo pensativamente.
– No puedo esperar -afirmó él con seriedad.
Ella rió, consciente de que Vincente la taladraba con la mirada y volvió con el resto de los invitados.