– ¿Quién es? ¿Por qué ha venido este desconocido al funeral de mi marido y por qué me mira?
– Polvo al polvo, cenizas a las cenizas…
En un rincón del cementerio londinense, el predicador entonaba las palabras sobre la tumba, mientras los asistentes tiritaban bajo la fría llovizna de febrero y la viuda deseaba que todo acabara pronto.
Cenizas. Una descripción perfecta de su matrimonio.
Elise miró a su alrededor y vio rostros inexpresivos. Ben Carlton había tenido socios, pero no amigos. Su vida había sido un cúmulo de tratos sucios y malas relaciones. Incluida la de ellos. Un mal matrimonio, por malas razones, con un mal final.
Mucha gente le era desconocida. A algunos los había conocido en las lujosas cenas que a Ben tanto le habían gustado y recordaba vagamente sus rostros. Todos le parecían iguales excepto un hombre.
Estaba al otro lado de la tumba y sus ojos duros la observaban en un rostro inexpresivo. No miraba el féretro, sólo a ella, con fijeza, como si así pretendiera encontrar la respuesta a un interrogante.
Debía tener treinta y muchos años, era alto, moreno y con un aire autoritario que hacía que todos los demás pareciesen insignificantes. Le dijo algo a una señora y Elise captó su acento continental. Se preguntó si pertenecía a Farnese Internationale, la empresa italiana que había contratado recientemente a Ben.
Elise no sabía mucho de los negocios de su marido, pero sospechaba que todos le consideraban un inútil. Por eso la sorprendió que una multinacional lo contratara. Ben se lo había contado con orgullo, porque sabía la pobre opinión que tenía de él.
– Espera a que estemos viviendo en Roma a todo lujo -se había vanagloriado-. En un piso increíble.
Así descubrió que había comprado el piso, sin consultarla, y, peor aún, había vendido su casa de Londres.
– No quiero volver a Roma -había dicho airada-. Me asombra que tú sí. ¿Crees que he olvidado…?
– No digas tonterías. Eso fue hace mucho. Es un buen trabajo, con mucha vida social. Deberías alegrarte. Podrás practicar italiano. Hablabas muy bien.
– Como has dicho, eso fue hace mucho.
– Voy a necesitarte -había atajado él-. No sé hablar el maldito idioma, no me lo pongas difícil.
– Además, has sacado nuestro dinero del país sin consultarme.
– Por si pensabas en divorciarte -había replicado él-. Sé lo que se te pasa por la cabeza.
– Puede que decida vivir por mi cuenta.
Él se había echado a reír al oírlo.
– ¿Tú? ¿Después de tantos años de buena vida. ¡Jamás! Te has ablandado.
Elise, acostumbrada a su grosería, había ignorado el comentario, aunque tal vez él tuviera razón.
Se habían trasladado al Ritz hasta el día de la partida. Pero Ben había muerto de un infarto mientras disfrutaba, en otro hotel, con una mujer que llamó a una ambulancia y desapareció antes de que llegara.
Elise se estremeció. Había oscurecido, pero percibía que el extraño seguía mirándola. Finalmente, el funeral acabó y la gente empezó a moverse.
– Espero que asistan a la recepción -repitió una y otra vez-. A Ben le habría gustado mucho.
– Espero que su invitación me incluya -dijo el hombre-. No me conoce, pero me entusiasmaba la idea de que su marido se uniera a nuestra empresa. Me llamo Vincente Farnese.
Ella reconoció el nombre de inmediato. Según Ben, era uno de los hombres más poderosos de Italia, influyente, rico, metido en política… Además, le había ofrecido una fortuna para que trabajara para él.
Elise no comprendía que alguien pudiera querer contratarlo, y menos aún pagarle bien. Miró a Vincente Farnese, buscando alguna pista que resolviera el misterio. No la encontró. Era un hombre de aspecto sensato, en lo mejor de la vida. Inexplicable.
– Mi esposo me habló de usted -dijo-. Ha sido muy amable viniendo al funeral. Por supuesto que será bienvenido a la recepción.
– Es muy amable -replicó él.
Elise no entendía qué hacía allí. No tenía nada que ganar ya que Ben estaba muerto. Daba igual, sólo deseaba que todo acabara. Cerró los ojos y se tambaleó, pero una fuerte mano la estabilizó.
– Ya queda poco -dijo Vincente-. No se rinda ahora.
– No iba a… -abrió los ojos y lo encontró a su lado, sujetándola.
– Lo sé -dijo él. La guió hasta el coche y le abrió la puerta él mismo. Antes de subir, Elise vio a otra persona que le había llamado la atención junto a la tumba. Una mujer de treinta y algún años, atractiva, con ropa negra, cara y llamativa.
Elise pensó que esa desconocida también la había observado de forma extraña, casi beligerante.
– ¿Quién ese esa señora? -preguntó él, sentándose a su lado.
– No lo sé. Nunca la había visto antes.
– Parece conocerla, por cómo la mira.
El Ritz no estaba muy lejos, y en la grandiosa suite que Ben había insistido en ocupar, había preparado un lujoso bufé. Elise habría preferido algo discreto, pero cierto sentido de culpabilidad la había llevado a celebrar el funeral por todo lo alto. Aunque no lloraría su muerte, al menos le daría la despedida que él habría deseado, la de un hombre rico e importante, a pesar de que sólo lo era en sus fantasías.
Cuando entró en la habitación, el espejo le confirmó que estaba perfecta en su papel de viuda elegante, con su ajustado vestido y el sombrerito negro sobre el cabello rubio, peinado con severidad. Era una experta en el arte de las apariencias, porque una vez había soñado con ser diseñadora de ropa.
Elise sabía que era guapa. Durante los últimos ocho años su función había sido ser encantadora, elegante y sexy, porque era lo que Ben había querido. Era su propiedad y él esperaba la perfección. Su vida se había convertido en una rutina de gimnasios y salones de belleza.
La naturaleza había sido generosa: guapa, buen tipo sin tendencia a engordar, pelo rubio y enormes ojos de un azul profundo. Peluqueras y masajistas la habían convertido en una mujer objeto perfecta.
Era lo que el mundo esperaba: gentil, a la moda y siempre con la palabra perfecta en los labios. Sólo ella conocía su vacío interior. Pero le daba igual.
Hacía tiempo que había olvidado las emociones, el deseo y la pasión. Las había encerrado al casarse con Ben y había perdido la llave.
Elise comprobó que todo el mundo tenía suficiente comida, bebida y atención. Pronto sería libre.
El señor Farnese hablaba con los invitados, supuso que buscando nuevos negocios, como Ben. Pero Ben siempre buscaba impresionar. Vincente Farnese era lo contrario. Todos sabían quién era y buscaban su atención. Él la daba a su placer; si no le interesaban los despedía con un movimiento de la cabeza, cortés pero terminante.
Era cuanto Ben había deseado ser: un hombre guapo y saludable, con un rostro inteligente y de expresión peligrosa. Tenía los ojos negros, pero una luz emergía de sus profundidades. Parecía ser un dueño del mundo que pretendiera seguir siéndolo. Como el león dominante de la manada.
No bebía alcohol. Llevaba dos horas con la misma copa de vino en la mano, y tampoco había comido. En cambio, la mujer en quien se había fijado Elise, comía y bebía con gusto. Al igual que él, parecía estar esperando algo.
– Lo siento no nos han presentado. Ha sido muy amable al… -dijo Elise a la desconocida, cuando la gente empezó a despedirse.
– No pierda tiempo con cortesías -interrumpió la mujer con grosería-. ¿No sabe quién soy?
– Me temo que no. ¿Era amiga de mi esposo?
– ¿Amiga? ¡Ja! Podría decirse así.
– Entiendo.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Tal vez estaba con él cuando sufrió el infarto.
La mujer soltó una carcajada chillona.
– No, no era yo. Reconozco que esto se le da bien. Fría y sofisticada ante toda esta gente, aún sabiendo lo que todos pensaban.
– Lo importante es que ninguno sabía lo que pensaba yo -replicó Elise.
– ¡Bien por usted! Es dura como el diamante, ¿no?
– Cuando tengo que serlo. Debería tener cuidado -advirtió Elise. Los camareros empezaron a recoger-. ¿Quién es usted?
– Mary Connish-Fontain -contestó la mujer.
– ¿El nombre debería decirme algo?
– Lo hará, cuando acabe. He venido a pedir justicia para mi hijo. ¡El hijo de Ben!
Por el rabillo del ojo, Elise notó que Vincente Farnese se tensaba, aunque no se movió.
– ¿Tenía un hijo de mi esposo?
– Se llama Jerry. Tiene seis años.
Seis. Elise había sido esposa de Ben durante ocho. Pero no le sorprendía la noticia.
– ¿Está diciendo que Ben la mantenía? -preguntó Elise-. No lo creo. He revisado su contabilidad y no hay nada sobre una mujer y un niño.
– No podría haberlo. Rompimos antes de que naciera Jerry. Él… no quería hacerle daño.
Si Elise la había creído antes, dejó de hacerlo. A Ben le daba igual hacerle daño.
– Me casé con otro hombre -dijo Marie-. Pero ahora hemos roto.
– ¿Cómo se llama? -preguntó el señor Farnese, acercándose de repente.
– Alaric Connish-Fontain -contestó Marie-. ¿Por?
– Es un apellido poco habitual. Lo reconocí de inmediato. La bancarrota de su marido fue espectacular. No me extraña que ande buscando dinero.
– ¿Cómo se atreve?
– Disculpe. Su motivación está clara como el agua.
– ¿Qué opinaba Alaric del hijo de Ben? -preguntó Elise.
– Creía que era suyo -Mary se encogió de hombros.
– Pero cuando perdió su dinero, de repente Jerry se convirtió en hijo de Ben -dijo Elise con desdén-. No me tome por idiota.
– Diga lo que quiera -rezongó Mary-. Quiero lo justo para mi hijo. Debería ser heredero de Ben y me ocuparé de que lo sea. Tiene una casa lujosa, véndala y déme la mitad. ¿De qué se ríe? -gritó-.Venda la casa -repitió, furiosa.
– No hay casa. Por eso estoy viviendo en un hotel. Ben la vendió. Para obligarme a acompañarlo a Italia.
– Entonces tendrá el dinero. Conozco las leyes…
– Eso no me sorprende -murmuró el moreno italiano-. Una mujer como usted se habrá informado.
– Para defender mis intereses. Marido y esposa son copropietarios del hogar familiar…
– Cierto -corroboró Elise-. Por eso Ben hipotecó la casa al máximo, falsificando mi firma. Después compró una en Italia. Cuando me enteré era demasiado tarde. El dinero había salido del país.
– No me venga con ésas -escupió Mary-. Se casó con Ben por dinero y ha tenido ocho años para ir guardando parte para usted.
Elise estuvo a punto de decir la verdad: que el dinero de Ben le daba igual y que se había casado con él porque tenía pruebas que habrían llevado a su adorado padre a la cárcel. Pero se obligó a callar. Su horrible matrimonio le había enseñado autocontrol.
– No hay dinero. Lo crea o no.
– Hay bastante para vivir aquí -Mary miró el lujoso entorno que los rodeaba.
– No. Me trasladaré a un sitio más económico lo antes posible.
– Vaya donde vaya, le seguiré la pista.
El rostro de Vincente Farnese se transfiguró, parecía poseído por el diablo. Una sonrisa malvada curvó sus labios. Debía de ser un diablo con humor.
– Yo no lo haría si fuera usted -le advirtió a Mary-. Ella tiene corazón de piedra y cerebro de hielo. Le ganará la partida cada vez.
– Hace que suene como una zorra sin sentimientos -rió ella-. Debe conocerla muy bien.
– Tiene razón. Sé lo despiadada que puede ser.
Elise lo miró intrigada.
– ¿También lo tiene atrapado en sus garras? -preguntó Mary, malinterpretándolo, tal y como él había pretendido-. Ben me dijo que lo persiguió por su dinero y que le fue infiel.
– ¡Eso es mentira! -estalló Elise-. Nunca perseguí a Ben. Fue él quien me siguió, hasta Roma…
– Como usted pretendía. Lo engatusó -señaló con un dedo a Vincente-. Y usted… estoy segura de que su esposa no sabe que está aquí.
– No estoy casado -replicó él-. El matrimonio nunca me tentó, y me alegro.
– Ella se ha hartado de usted, ¿eh? -rió Mary-. Y ahora a ella no le importa herirle. Nunca le importó.
– Eso es verdad. No sabe hasta qué punto.
– ¿Y qué hace aquí? ¿Espera ganar algo? ¿No ha aprendido la lección?
Vincente se encogió de hombros y contestó con un suspiro que Elise supuso tan falso como su tono abatido. Sin duda era un gran actor.
– Algunas mujeres tienen ese poder. Hacen que los hombres olviden lo malo y mantengan la esperanza.
– Pero yo no soy un hombre. No me rendiré hasta obtener lo que merezco -dijo Mary.
– Así no lo conseguirá -dijo él-. Vuelva con una prueba de paternidad y la señora Carlton no podrá negarle la razón.
– Él está muerto. Es demasiado tarde.
– El hospital donde murió tendrá muestras de sangre -señaló Elise-. Pueden utilizarlas para la prueba.
Eso no pareció tranquilizar a Mary.
– No hace falta -dijo-. Jerry es hijo de Ben, no hay duda. Podemos arreglarlo entre nosotras…
– Váyase ahora, si sabe lo que le conviene -escupió Elise-. No nací ayer. Si no se va…
– ¿Me está amenazando?
– Exactamente -repuso Elise con furia.
– Tendrá noticias de mi abogado…
– ¡Salga de aquí!
Mary, posiblemente asustada, fue hacia la puerta.
– Volveré -amenazó-. No se librará así…
– No -le aseguró Vincente-. Al final la justicia siempre gana, aunque tarde en hacerlo -salió de la habitación con ella.
– ¿Está bien? -le preguntó al regresar, mirando sus mejillas encarnadas y el brillo de sus ojos.
– De maravilla -afirmó Elise-. Hacía años que no disfrutaba tanto. Ella creía que me rendiría sin más.
– Muy ingenuo por su parte -admitió él, divertido.
– Un minuto más y habría perdido el control y hecho algo que ambas habríamos lamentado después.
– Fue impresionante cómo mantuvo el control. Puro acero. Admirable.
– Gracias. Pero seguro que no se ha ido sin más.
– Le he dicho cómo ponerse en contacto conmigo. Y aconsejado qué hacer -dijo él-. Tardará en volver a molestar.
– Supongo que su hijo podría ser de Ben.
– No. El año pasado publicaron un artículo sobre su esposo: financiero, entregado padre de familia, etcétera. Había una foto de él con su hijo, se parecen mucho. Lo ha intentado porque necesita dinero; olvídela.
Elise empezó a reírse con suavidad y luego estalló, sin poder controlarse más. Tras la tensión y estrés del día, que todo hubiera acabado era un gran alivio.
– Signora? -dijo él con voz suave. La alzó cuando pareció no oírle-. Signora!
– Estoy bien, en serio -consiguió decir ella, aunque su cuerpo aún se estremecía, de risa o de nervios.
– No es cierto. Dista de estar bien. Venga aquí -ordenó él con brusquedad, abrazándola con firmeza de hierro, infundiéndole un mensaje de seguridad y obligándola a relajarse.
Elise pensó que era una locura. No lo conocía y, sin embargo, tenía el poder de calmarla. Debería apartarlo, no seguir en sus brazos. Pero tenía la extraña sensación de que allí estaba su único refugio, que todo iría bien mientras la abrazara.
– Estaré bien cuando me haya calmado -dijo con voz temblorosa-. Tal vez debería irse.
– No la dejaré en este estado. No debería estar sola. Siéntese -la guió hacia una silla, la dejó allí y regresó segundos después con una copa-. Beba esto.
– Es champán -ella dejó escapar otra carcajada.
– Es lo único que he encontrado. Parece que ya han recogido todo lo demás.
– No puedo beber champán en el funeral de mi marido.
– ¿Por qué no? Él no le importaba nada, ¿verdad?
– No -contestó ella al ver que la miraba con expresión inescrutable-. No me importaba.
Aceptó la copa, bebió y él la llenó de nuevo.
– Entonces, me preguntó por qué ha llorado tanto.
– ¿Qué quiere decir? Hoy no he derramado ni una sola lágrima.
– Hoy no. Pero sí cuando estaba sola.
Era verdad. En la oscuridad de la noche había llorado a mares, no por Ben, sino por su vida desolada, sus esperanzas frustradas y, sobre todo, por el risueño hombre joven que llegó y se fue tantos años antes. Ya sólo le quedaban de él recuerdos dolorosos.
Todo podría haber sido tan distinto. Si al menos… Pero, ¿cómo lo había sabido ese hombre?
– Se ve en su rostro -dijo él, contestando a la pregunta que no había llegado a formular-. El maquillaje ayuda, pero no hace milagros.
– Engañó a los demás.
– Pero no a mí -dijo él con suavidad.
En otro momento podría haberle sonado a advertencia, pero sólo sintió alivio por que la entendiera.
– Acábese la copa y la llevaré a cenar -dijo Vincente de repente. A ella la irritó que estuviera tan seguro de que seguiría sus órdenes.
– Gracias, pero prefiero quedarme aquí.
– No es cierto. No quiere quedarse sola en esta habitación vacía, demasiado grande para usted.
– Ben insistió en ocupar la suite más grande.
– Típico de él. Le gustaba impresionar, ¿no?
– Sí, pero no hablaré de él con usted. Ha muerto. Que ése sea el final.
– Pero la muerte nunca es el final -señaló él-. No para los que se quedan atrás. No se quede aquí. Venga conmigo y diga todo lo que no ha podido decirle a nadie. Se sentirá mejor después.
Ella sintió el anhelo de aceptar. Después de ese día no volvería a verlo, y eso le daba cierta libertad.
– De acuerdo. ¿Por qué no? Sí, le acompañaré.
– Será mejor que se quite ese vestido negro.
Elise había pensado hacerlo, pero que le diera órdenes de nuevo hizo que se rebelara.
– No me dé órdenes.
– No lo hago. Sólo sugiero lo que usted misma deseaba hacer -contestó él, con un aire tan razonable que resultó gracioso y molesto a un tiempo.
– ¿Ah, sí? ¿Y tiene alguna sugerencia sobre lo que debería ponerme?
– Algo descarado.
– No me va lo «descarado».
– Pues debería. Una mujer con su rostro y su cuerpo puede ser tan descarada como desee; su deber es exhibir sus gracias al mundo. Estoy seguro de que eso le habría gustado a Ben. Apostaría cualquier cosa a que en algún rincón de su armario hay un vestido provocativo que le gustaba que se pusiera para exhibirse con él -afirmó Vincente con confianza.
– Pero Ben no está. Y si salgo con usted la gente criticará que lleve algo así, después de su entierro.
– Deje que la tilden de escandalosa. ¿Le importa?
– Debería importarme -dijo ella, intentando ocultar lo tentadora que le parecía la idea.
– Pero no es así. Tal vez nunca le importó. No es momento para empezar a hacerlo ahora.
– Lo tiene todo pensado.
– Siempre planifico con antelación. Sirve para cubrir todos los ángulos.
– Tenga cuidado con eso de cubrir todos los ángulos. Suena sospechoso -dijo ella. La alegró ver que eso le causaba cierta incertidumbre.
– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó él.
– En otra época lo habrían acusado de brujo y quemado en la hoguera.
– En esta me llaman brujo y compran mis acciones. Basta de hablar. Dese prisa, no me haga esperar.
Elise fue al dormitorio, pensando que era raro que él hubiera adivinado que tenía un vestido provocativo. Colgaba al final del armario, un prenda de seda color miel, de gran escote, que brillaba con cada movimiento. Lo había elegido Ben.
– Puedes ponértelo para que me enorgullezca de ti -había declarado.
– Me lo pondría si quisiera que me tomaran por cierta clase de mujer -había protestado ella.
– ¡Bobadas! Si lo tienes, exhíbelo.
Ella se lo había puesto una vez. Era tan ajustado que era imposible llevar nada debajo y enfatizaba cada movimiento de sus caderas. El escote era tan profundo como permitía la decencia y la falda era más larga por detrás, creando una pequeña cola. Era imposible andar normalmente con un vestido así. Había que contonearse.
Elise se lo puso y observó sus provocativos movimientos en el espejo. La asombró disfrutar con ello. Pero esa noche era una persona diferente. Tomó aire, abrió la puerta y salió.
La habitación estaba vacía.