En realidad no le extrañó demasiado verlo allí. Pero habría dado cualquier cosa por entender la expresión de sus ojos. Era una intrigante mezcla de inquietud, cálculo y deseo.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó.
– Sólo unos minutos. Llamé a la puerta y, como no abriste, utilicé la llave de nuevo. La dejaré aquí.
– ¿Qué hora es?
– Poco más de las siete.
– ¿Tanto he dormido? -se sorprendió ella.
– Debías necesitarlo. No quería despertarte.
Ella subió la sábana, consciente de que debajo estaba desnuda. Pensar que él sólo tendría que dar un tirón para verla le provocó un cosquilleo.
– No te escondas de mí -susurró él-. No puedes.
– ¿Eso no debería decidirlo yo? -se rebeló ella.
Él no intentó quitarle la sábana, pero pasó los dedos por encima de sus senos y luego los deslizó hacia su cintura. Ella comprendió que era astuto como el diablo. La sábana no la protegía en absoluto. Sintió los dedos en el estómago y esperó a que siguieran bajando, mientras se le desbocaba el corazón.
Se preguntó por qué no apartaba la sábana y supo que esperaba a que lo hiciera ella, a que fuera la más débil. Era una batalla de voluntades y no tenía intención de dejarle ganar, aunque le costaba resistirse.
Justo cuando su voluntad empezaba a debilitarse, el rescate llegó; llamaron a la puerta. Él apartó la mano y salió, mascullando algo incomprensible.
Elise se quedó inmóvil, temblando de pies a cabeza, atónita por lo que había estado a punto de hacer. Saltó de la cama y buscó algo que ponerse.
Optó por unos elegantes pantalones negros y una blusa blanca. Luego se cepilló el pelo con vigor y se lo dejó suelto. No iba a darle la satisfacción de arreglarse demasiado por él. Salió del dormitorio.
Se oían voces en la cocina. Allí encontró a Vincente y a un joven colocando envases de comida sobre la mesa. Cuando acabaron, Vincente firmó un papel y el joven se marchó.
– Veo que eres un gran cocinero -bromeó ella-. Todo comida preparada.
– No seas injusta. Sólo es el acompañamiento, yo cocinaré la carne.
Ella lo dudó, pero era verdad. Preparó Abacchio alla Romana; trozos de cordero lechal asados en una salsa de ajo, romero, vinagre y anchoas. Y no permitió que lo ayudara.
– Si quieres ser útil, pon la mesa -le dijo.
La vajilla era de porcelana pintada a mano, los cubiertos, de plata y las copas, de fino cristal.
– Te he traído un teléfono móvil. Te hará falta -dijo él, justo antes de empezar a comer.
– Ya tengo uno.
– Éste es italiano -dijo él, como si eso lo explicara todo. Era de última generación, con varios números ya grabados para ella-. Ésos son mis números de casa y de la oficina -indicó-. Éste es de un abogado a quien he solicitado que haga algunos trámites para ti. Espero que no te moleste, te será muy útil.
– Gracias. Prometo no molestarte en el trabajo.
– Espero que me llames si necesitas algo.
Elise aceptó porque habría sido grosero no hacerlo. Además, era un teléfono precioso y tenía debilidad por los juguetes de alta tecnología.
Él sirvió la cena y los vinos, uno distinto para cada plato, y perfectamente elegidos.
Durante la cena, él le habló de su empresa y de sus sucursales en países diversos. Cuando Elise le preguntó por el Palazzo Marini, hizo una mueca.
– Mi abuelo lo compró para demostrar lo lejos que había llegado partiendo de la nada. Mi padre se machacó intentando seguir su ritmo, por eso murió tan joven. Después me tocó a mí. Por suerte, me parezco más a mi abuelo que a él.
– ¿Lo admirabas?
– Era un gran hombre. Muy centrado en el trabajo, a costa de la gente, pero hizo mucho por Italia.
Vincente se levantó a por más vino y cuando regresó ella estaba junto a la ventana, contemplando Roma. Él le llevó una copa de vino.
– ¿Reconoces algún sitio? -preguntó.
– Muchos, pero parecen diferentes.
– Todo ha cambiado, incluso en estos últimos meses. Me he preguntado a menudo si has pensado en mí como yo he pensado en ti.
– ¿Esperas que conteste o ya sabes la respuesta?
– Estás preguntándome si soy lo bastante engreído para creer que lo sé. Y no, no estoy seguro. No sabré la respuesta hasta que te haga el amor.
– No estés tan seguro de que vas a hacérmelo.
– Lo haré. Necesito tenerte en mi cama, para ver si es igual que cuando ha ocurrido en mis sueños.
Elise no pudo contestar. Ella también había tenido sueños eróticos en los que su cuerpos se unían.
– Estuvimos muy cerca -murmuró él-. ¿Recuerdas la noche que estuvimos a punto de hacer el amor?
– No habría sido hacer el amor.
– Cierto, pero si hubiera dicho «practicar el sexo» no te habría gustado.
– «Sexo» se acerca más a la verdad.
– Sí. Seamos sinceros. Cuando te abracé, tuve que luchar contra la tentación de arrancarte la ropa y comprobar si tu cuerpo era tan bello como me decían mis sentidos. Era lo que pretendías. Por eso te pusiste ese vestido sin nada debajo.
– Era demasiado ajustado para llevar ropa interior, y tú dijiste que me lo pusiera.
– ¿Y siempre obedeces a los hombres? Lo dudo. Te lo pusiste sabiendo que me afectaría y así fue. Jugaste conmigo -dijo con una sonrisa.
– No del todo -Elise tomó un sorbo de vino y dejó la copa-. No te incité con el fin de rechazarte después, si es lo que insinúas… -hizo un gesto de impotencia-. De repente, me pareció algo terrible.
– ¿Terrible buscar tu satisfacción? ¿O no querías satisfacerme a mí?
– Tal vez me dio miedo. Hacía tanto tiempo…
– Eso es importante. Necesitas el hombre adecuado, uno que te dé placer con sutileza.
– ¿Sugieres que estoy haciendo una lista de candidatos? -ella soltó una risita.
– No haría falta. Ya hacen cola. Los vi en el funeral de Ben, observándote y preguntándose si tendrían opción. Dudo que Ivor fuera un caso aislado. Incluso el joven que trajo la comida me miró con envidia.
Vincente estaba diciéndole que había llegado el momento. La desconcertó descubrir que podía desear a un hombre sólo por el sexo, pero así era.
– No fue la única razón de mi rechazo -dijo ella-. Hablaste de libertad y que sólo yo sabía qué significaba para mí. Fui prisionera de Ben durante ocho años, controló mi vida con sus egoístas exigencias. Ahora estoy libre de él, pero hay otras prisiones…
– No quiero ser tu carcelero -dijo él-, sólo que encontremos una nueva libertad juntos. Confía en mí.
Le impidió contestar posando sus labios en los de ella. Tentadores, juguetones, sin exigencias. Ella habría podido resistirse a la arrogancia, pero su gentileza la rindió y respondió al beso.
Sintió que sus brazos la rodeaban, haciendo que apoyara la cabeza en su hombro. La respuesta natural fue llevar las manos a su cuello y acariciar su nuca. Cuando la lengua de él invadió su boca con destreza, tuvo la sensación de que lo sabía todo sobre ella.
Igual que en el club, le pareció un diablo. Si no, no habría sabido que la caricia de su lengua en ese punto exacto la estremecería de placer. Era su última oportunidad de escapar, una vez que la poseyera sería irrevocablemente suya. Todos sus instintos le advertían que huyera mientras aún estuviera a tiempo.
Pero era demasiado tarde ya. Él tomó su mano y la condujo al dormitorio. Sintió sus dedos desabrochando la sencilla blusa blanca. Poco después, su mano le acariciaba un pecho y sus labios le quemaban el cuello. Poco después, ambos estaban desnudos.
Verlo así le hizo comprender cuánto había pensado en él desde que lo conoció. No era como había esperado, sino más delgado y fibroso, pero aún con un aura de poder que nada tenía que ver con los músculos. Y su excitación era patente.
Vincente la atrajo hacia él con gentileza.
– Confía en mí -murmuró de nuevo, conduciéndola a la cama. Se tumbaron.
Elise buscó su miembro y lo sintió duro y ardiente en su mano. Pero él se tomó su tiempo, besando primero sus senos y después el resto de su cuerpo. Ella se entregó al fuego que la consumía.
Le había prometido placer sutil y cumplía su palabra. Sus labios y dedos eran gentiles, nada agresivos. Pero ella era una criatura contradictoria y, en vez de apreciar su control, se sentía como si estuviera torturándola. Deseaba mucho más que eso y él le hacía esperar. Intentó hacerle subir el ritmo, incitándolo con las manos.
Toda ella gritaba «Por favor», pero nada la llevaría a decirlo en voz alta. Enviaba el mensaje con cada caricia, con cada contacto.
Acariciando su espalda, bajó las manos hacia su trasero y lo atrajo hacia ella. Comprendiendo, él llevó la mano hacia sus muslos, pero ella se adelantó, abriéndose de piernas, dándole la bienvenida.
Notó como buscaba la entrada y la penetraba lenta y pausadamente, dándole tiempo. Poco a poco se convirtió en parte de ella, que estaba húmeda y lista para él. De repente se sintió volar.
Él estaba muy adentro y se retiraba un poco para volver a profundizar con más fuerza.
El momento final fue una revelación: su cuerpo estaba hecho para el de él. La violencia de su placer casi le dio miedo, y más aún su necesidad de rendirse a él. Años de control y cautela quedaron atrás, dejándola libre para ser la mujer que siempre había sido en lo más profundo de su corazón.
Elise lo aferró con fuerza, deseando sentirlo en lo más profundo, controlarlo hasta que se convirtiera en un instrumento de su placer. Cuando un hombre era tan fantástico, una mujer tenía derecho a utilizarlo. A exigir hasta quedar satisfecha. Y ella nunca lo estaría, sus movimientos sutiles le proporcionaban un placer inimaginable y necesidad de más.
Cuando alcanzó el clímax, su grito fue en parte de triunfo y en parte de desolación porque se acercaba el final. Se arqueó hacia él, con los brazos en su cuello y se embistieron mutuamente hasta que ambos llegaron a la cima del placer.
Él hizo que se tumbara de nuevo, contemplando su rostro. Jadeaba y en sus ojos había una expresión salvaje. Ella percibió que estaba asombrado. Fuera lo que fuera que había esperado encontrar en su cama, no había sido lo ocurrido.
Elise cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. De repente el mundo le parecía maravilloso. Cuando los abrió, él la contemplaba, apoyado sobre un codo.
– ¿Quién eres? -le preguntó él.
– No lo sé -se arqueó con deleite-. No lo sé y es maravilloso.
– Mientras sea maravilloso, esta bien.
– ¿Sabes tú quién soy?
– No. Ya no tengo ni idea.
– Ya no -repitió ella, riéndose-. Eso significa que creías tenerla pero te habías equivocado.
– Sí, me equivoqué -admitió él con voz queda.
Era de madrugada cuando Vincente bajó a la calle, subió a su coche y condujo hacía el río Tiber. Las luces del Vaticano parecían la promesa de una bendición en un mundo malvado.
Contemplando la bella escena, encontró una oscuridad interior de la que no podía librarse. Su carne parecía arder con la intensidad del deseo que habían compartido. Ella lo había satisfecho más que ninguna otra mujer, pero su mente era pura turbulencia.
– Buon giorno, signore.
Ensimismado, Vincente no había oído a nadie acercarse. Giró y vio a un hombre bajo, de aspecto malvado, con ojos duros y brillantes.
– ¿Lo conozco? -exigió.
– No creo -rió él-. Mucha gente que me contrata prefiere no conocerme después. Lo respeto, pero me gusta comprobar que mi trabajo ha sido satisfactorio.
– Ah, sí. Usted -dijo Vincente con desagrado-. Leo Razzini. Sí lo contraté, pero fue hace tiempo.
– Fue un trabajo largo y duro, pero lo hice bien, ¿no? Encontré a la dama y al idiota con quien estaba casada, y ayudé a atraerlo a Roma para que le ofreciera un trabajo. Una lástima que se muriera de repente. Aun así, veo que consiguió «convencerla» para que viniese aquí.
– Le aconsejo que calle y se vaya -dijo Vincente con voz dura.
– Ahora me desprecia, claro. Con el trabajo hecho y la dama en su poder, puede permitírselo. Pero al menos admita que mi trabajo fue satisfactorio.
– Si pretende chantajearme, no siga. Tengo suficientes amigos en la policía para conseguir que lo encierren durante años antes de que hable con ella.
– ¡Signore, por favor! -Razzini sonó dolido-. No practico el chantaje nunca. Muchos de mis clientes me han hecho amenazas mucho peores, y en serio.
– Entonces, ¿qué diablos quiere?
– Una palabra amable, quizá. Vivo gracias a las recomendaciones. No es un trabajo del que pueda hacer publicidad, ¿verdad? Si sabe de alguien que necesite mis servicios, mencióneme. Explique cuántos lo intentaron antes y que yo fui el único en conseguir resultados. Es lo único que pido.
– No tengo quejas de su trabajo.
– ¿Encontré a la dama correcta?
– Sí.
– Me alegro, porque no fue fácil. No me dio mucha información, pero hice cuanto pude. Como dice el refrán: «Bien está lo que bien acaba».
– ¡Cállese! -gritó Vincente-. Y si sabe lo que lo le conviene, desaparezca de mi vista para siempre.
Lo primero en lo que pensó al despertar fue en Vincente, como si siguiera con ella en la cama, poseyéndola. Abrió los ojos y descubrió que era de día y que estaba sola.
Recordaba vagamente que la había besado en la frente antes de irse, un gesto extrañamente formal tras lo que habían compartido.
Cuando Ben se la llevó de Roma, nunca habría imaginado cómo despertaría su primera mañana de vuelta allí, bostezando y estirándose con lujuria.
Llena de vigor, se levantó y fue a la ducha. Desayunó un café y se vistió. Volvía a pensar en Angelo y quería visitar los sitios en los que habían estado juntos, cuando aún creía en los finales felices.
Él tenía veinte años, era un joven guapo y «estudiante pobre», según él, aunque nunca parecía estudiar y siempre tenía dinero. Elise había sospechado que provenía de una buena familia que lo animaba a estudiar y le proporcionaba dinero.
Pero había estado demasiado enamorada para preocuparse por eso. Se amaban y el destartalado apartamento era un paraíso que no compartían con nadie.
Antes de salir de casa, apagó el móvil que le había dado Vincente. Aunque la había afectado, el día era de Angelo, y no quería que la molestaran.
Tenía una docena de sitios que visitar, pero sus pies se encaminaron solos hacia la gran Fontana de Trevi. Seguía siendo tan bella como entonces, un gran semicírculo dominado por la estatua de Neptuno. Allí, Angelo la había animado a lanzar una moneda y prometer que no lo abandonaría nunca. Y ella lo había prometido con todo su corazón.
Fue terrible enfrentarse al recuerdo de esa felicidad. El joven a quien había amado seguía allí, sentado junto al agua, riendo mientras ella lo dibujaba.
Le resultaba fácil captar un parecido y su dibujo había captado su esencia. No sólo su rostro sino su alegría despreocupada. Después transformó el boceto en una acuarela que a él le encantó.
– La enmarcaré y colgaré en un lugar de honor.
Después, la había llevado a la cama y se habían olvidado del mundo. Casi había sido la última vez que fueron felices. Una semana después, había llegado Ben. Elise se preguntó qué habría sido del retrato.
Cerca había una pareja lanzando monedas al agua, jurando volver a Roma y amarse eternamente.
– Para siempre -murmuró-. Si ellos supieran…
Cerró los ojos y le habló a Angelo mentalmente.
«Lo siento. Siento mucho lo que te hice. Nunca dejé de amarte».
De pronto, su mente se llenó de imágenes de la noche anterior, cuando sólo había existido Vincente, y sintió una oleada de calidez. Había amado a Angelo con pasión, pero había sido una joven ignorante, que desconocía el placer que podía llegar a proporcionarle un hombre. Comprendió que Angelo había sido un chico inexperto, pero ella no había buscado más. Pensó que era una traición hacia Angelo pensar en Vincente en ese momento.
«Te quiero. Pase lo que pase, siempre serás mi amor verdadero».
Dedicó las siguientes horas a pasear por los cafés donde habían estado juntos y la complació descubrir que muchos seguían funcionando. Finalmente, paró un taxi para ir a Trastevere.
Bajó a corta distancia del piso y recorrió las calles que le habían sido tan familiares. Estaban distintas. Algunas tiendas habían sido reformadas y no reconoció ningún rostro dentro.
La mayor sorpresa la esperaba cuando llegó a la calle donde había vivido. En lugar de los viejos edificios, había una gran obra, y muchos obreros trabajando.
– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó una mujer de mediana edad, con rostro risueño.
– Buscaba el edificio donde viví hace tiempo -dijo Elise-. Pero ya no está aquí.
– Sí. Ahora gastan dinero en el Trastevere, rehabilitan todo. No hay que ser sentimental respecto a los viejos tiempos.
– Supongo. ¿Y la gente que vivía en esta calle?
– Realojados. No volverán. Estos pisos serán muy caros cuando los acaben. Lo que había aquí ha desaparecido para siempre.
– Ya lo veo -musitó Elise. Se alejó de allí. No tenía sentido quedarse más.