Capítulo 7

Al día siguiente, domingo, Tarsy estaba esperando para saltar sobre Emily a la salida de Coffeen Hall, antes todavía de que comenzara el servicio religioso. Aferró el brazo de su amiga y la apartó, casi sin saludarla.

– ¡Emily, espera que te cuente! ¡No lo creerás! Pero ahora no es el momento. ¡Dile a Charles que me acompañarás a casa y entonces te contaré todo!

Resultó que quien acompañó a Tarsy a casa fue Tom Jeffcoat, pero encontró a Emily esa tarde, en el establo.

– Em, ¿estás aquí?

– ¡Aquí arriba! -contestó Emily desde el henil.

Tarsy fue hasta el pie de la escalera y miró hacia arriba.

– ¿Qué estás haciendo ahí?

La amiga asomó la cabeza.

– Estudiando. Sube.

– Con el vestido, no puedo subir la escalera.

– Claro que puedes. Yo tengo puesto el mío. Puedes levantarlo hasta la cintura.

– Pero, Emily…

– Aquí arriba está agradable. Es uno de mis lugares preferidos, en especial los domingos, cuando no hay nadie por aquí. Ven.

Tarsy se alzó la falda y subió. La inmensa puerta en forma de flecha del granero estaba abierta y dejaba pasar un chorro de sol que iluminaba el heno. Las golondrinas entraban y salían volando, anidaban en las vigas y, más allá de la puerta abierta, se extendía una vista panorámica del pueblo, la salida sur al valle y las azules Big Horns al Suroeste. Tarsy no vio nada de eso. Se dejó caer de espaldas, se estiró y cerró los ojos.

– Oh, qué cansada estoy.

Sentada cerca, Emily vio un batallón de motas de polvo que se elevaban y sintió la fragancia del heno revuelto.

– Terminó tarde, anoche -dijo.

– Pero me divertí mucho. Gracias, Emily. -Abrió los ojos a las golondrinas y las vigas, estiró un mechón de pelo y murmuró, soñadora-: Creo que estoy enamorada.

Emily le dirigió una mirada envidiosa.

– ¿De Tom Jeffcoat?

– ¿Qué otro?

– Qué rápido.

– Él es maravilloso. -Tarsy sonrió, satisfecha, y enroscó un rizo en un dedo, hasta el cuero cabelludo-. Anoche me acompañó caminando a casa y nos sentamos a conversar en los escalones del porche, casi hasta las tres de la madrugada. ¡Me contó toda su vida… toda! -La fatiga de Tarsy se desvaneció en un parpadeo y se incorporó con los ojos brillantes-. Tiene veintiséis años y vivió en Springfield, Missouri, toda la vida, con su madre, su padre, un hermano y tres hermanas, que todavía viven allí. Su abuela le prestó el dinero para venir aquí e iniciar su negocio. Pero dice que piensa devolvérselo dentro de cinco años, y sabe que puede hacerlo pues está seguro de que este pueblo crecerá y no le teme al trabajo duro. ¡Pero escucha esto! -Se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó adelante con expresión ávida-. Hace un año, se comprometió con una mujer llamada Julia March, pero a los nueve meses lo abandonó por un banquero rico llamado James, Jones, o algo así. ¡Imagínate! Todo ese tiempo, mientras bailaba y ponía expresión alegre en tu fiesta, estaba ocultando un corazón destrozado porque era el día de la boda de su antigua novia. Lo vi muy triste cuando me lo contaba y luego me abrazó, apoyó el mentón en mi cabeza y poco después me besó.

¿Cómo fue? La pregunta saltó en la mente de Emily antes de que pudiese impedirlo y Tarsy respondió, sin saberlo:

– Oh, Emily… -Suspiró y se tendió de espaldas en el heno, como embriagada-. Fue delicioso. Fue como deslizarse por el arco iris. Como si sobre mis labios danzaran ángeles. Fue…

– No hace más que una semana que lo conoces.

Tarsy abrió los ojos.

– ¿Y qué? Estoy enamorada. Y es mucho más maduro que Jerome. Cuando Jerome me besa, no pasa nada. Tiene los labios duros. Los de Tom son blandos. Y los abrió, y yo creí que moriría de éxtasis.

Emily se sintió irritada. Nunca había sido así con Charles. ¿Deslizarse por el arco iris? Qué absurdo. Y qué indiscreto por parte de Tarsy revelar detalles tan íntimos. Lo que hizo con Jeffcoat tendría que haber quedado en la más estricta confidencia. Escucharlo incomodó a Emily como si se hubiese ocultado a observarlos.


Desde ese día, cada vez que Emily veía a Tom Jeffcoat recordaba el embelesado relato de Tarsy, se lo imaginaba y especulaba sobre cuál habría sido la reacción de él. Si fuese por su voluntad, lo habría eludido, pero Tom pasaba varias veces al día cuando iba y venía de su propio establo. A menudo Charles estaba con él pues los dos comían casi siempre juntos en el hotel y trabajaban todos los días codo con codo en la construcción. En ocasiones, Charles pasaba por el establo de Walcott para saludar o decirle a Emily si iría a la casa por la noche y Jeffcoat se quedaba en el fondo sin interferir, aunque la muchacha siempre tenía una aguda conciencia de su presencia. Mientras ella y Charles hablaban, Tom se apoyaba contra un tablón masticando una brizna de heno, con el sombrero echado atrás y el pulgar en la cintura de los indecentes pantalones ajustados. Cuando se iban, saludaba con el sombrero y hablaba por primera vez:

– Buenos días, señorita Walcott.

A lo que Emily respondió con sequedad, sin mirarlo. No podía entender por qué la irritaba tanto, pero así era. ¡Su sola presencia en el establo de su padre le provocaba deseos de darle una patada en el trasero y hacerlo salir volando!

Evitaba ir a la construcción de Tom con sumo cuidado, aun cuando Charles trabajaba allí. A veces, de pie en la puerta del grano de su propio establo, escuchaba los martillos, veía crecer la construcción y deseaba que cayese un rayo del cielo y dejara el terreno liso.

Y a veces se preguntaba si los labios de ese hombre serían suaves.

La mañana del viernes, después de la fiesta, estaba sola en la oficina memorizando recetas de ungüentos, con los pies apoyados sobre el escritorio, de espaldas a la puerta, cuando una voz dijo, detrás de ella:

– Hola, marimacho.

Salió disparada de la silla como impulsada por pólvora negra. Cuando se dio la vuelta, el libro cayó al suelo. Ahí, apoyado en el marco de la puerta con su sonrisa ladeada, estaba ese canalla de Jeffcoat.

– Un poco asustadiza, ¿no?

– ¿Qué está haciendo usted aquí? -le dijo, fastidiada.

– ¿Así se saluda a un amigo? -Se apartó del marco, levantó el libro y se lo entregó-. Tome, se le ha caído algo.

Los labios del hombre, ¡malditos! tenían una apariencia como para que los ángeles danzaran sobre ellos. Le arrebató el libro con brusquedad y lo dejó de un golpe sobre el escritorio:

– ¿Qué quiere?

– ¿Podemos hablar?

– ¿De qué?

Sin responderle, se dirigió al diván donde el gato color caramelo dormía, en su lugar de costumbre, lo levantó y, de espaldas a Emily, nariz con nariz con el animal lo sostuvo en el aire:

– Tú sí que te das la gran vida. Cada vez que vengo estás enroscado durmiendo. ¿Cómo te llamas, eh?

– Taffy -respondió Emily, indignada-. ¿A eso he venido, a averiguar el nombre de mi gato?

Jeffcoat le dirigió una semisonrisa sobre el hombro y volvió la atención al gato.

– Taffy -repitió, rascándole bajo la barbilla. Sin darse la menor prisa, se sentó en el diván sin dejar al gato, haciéndolo ronronear-. Necesito comprar ganado para mi establo -le anunció, con la vista clavada en el gato-. ¿Me ayudará?

– ¡Yo! -La sorpresa hizo que Emily se sentara otra vez-. ¿Por qué yo?

Por fin, Jeffcoat la miró:

– Porque Charles dice que usted sabe de caballos más que la mayoría de los hombres.

– ¿Eso no es un poco presuntuoso, señor Jeffcoat…?

– Tom.

– ¿… pedirme a mí, que para empezar, no quiero que esté aquí, que lo ayude a iniciar su negocio?

– Puede ser. Pero usted vive aquí desde hace más tiempo, conoce a los granjeros, sabe quién es honesto, quién no, cuál tiene los mejores caballos, dónde viven. Le agradecería que me ayudara.

Emily tomó aire, contuvo el aliento y se preparó para una perorata, pero en vez de eso el aire salió en una inesperada carcajada.

– Usted me asombra, ¿sabe?

– ¿Qué es lo asombroso?

– Su temeridad.

Tom sopló en la cara del gato y sugirió:

– Podríamos ir esta tarde. O el lunes. -El gato estornudó y sacudió la cabeza. Jeffcoat rió y la miró-. Necesito asegurarme unos doce caballos y encontrar un granjero que me venda el heno. A fines de la semana que viene tendré la plataforma giratoria instalada, pero todavía no tengo caballos ni carretas. ¿Qué dice, me ayudará?

Por un momento, se sintió tentada. Después de todo, ese sujeto abriría sus puertas y no tenía modo de impedírselo. Por otra parte, su amistad con Charles parecía sólida y sería duro para él si ella, como esposa, seguía desalentándolo.

Pero mientras pensaba, posó la vista en los labios de Jeffcoat y, de pronto, recordó la descripción de Tarsy del beso.

– Lo siento, Jeffcoat. -Se levantó de un salto y fue hacia la puerta-. Tendrá que buscar a otra persona para que lo ayude. Estoy ocupada.

Como era lógico, Charles se enteró de que se había negado a ayudar a su amigo y esa noche la regañó con gentileza:

– Puedes ser un poco más amable con él, ¿no? Para él es duro estar solo aquí.

– No me gusta. ¿Por qué tengo que ayudarle?

– Porque sería una actitud de buena vecina.

– Él asegura que se ocupa de caballos de toda la vida. Deja que los encuentre solo.

A la mañana siguiente, Emily estaba limpiando los pesebres cuando oyó una carreta que se acercaba. Unos pasos apresurados se dirigieron a la oficina de su padre y, un momento después, oyó a dos hombres hablando. Edwin salió a buscarla.

– ¡Emily!

– Estoy aquí atrás, papá.

El hombre se detuvo a la entrada del pesebre, seguido por un hombre más bajo, de semblante preocupado.

– Bueno, pequeña doctora. -Le sonrió con indulgencia a la hija-. Querías tener oportunidad de practicar y aquí está. Conoces a August, ¿verdad?

– Hola, señor Jagush.

August Jagush era un polaco fornido, recién llegado del Viejo Mundo. Tenía una cara redonda, rubicunda, bigotes y las manos anchas como platos de sopa. Llevaba una camisa roja escocesa abotonada hasta el cuello y, en la cabeza, una gorra de lana de visera plana traída de Polonia. Jagush se la quitó e hizo una reverencia servil.

Ja, hola, señorita -dijo con fuerte acento.

Edwin actuó de intérprete.

– August tiene una cerda preñada que está de parto, pero hace dieciséis horas que empezó y no pasó nada. Tiene miedo de que los lechones mueran y, quizá, también la marrana si no sucede algo pronto. ¿Irías a echar un vistazo?

– Por supuesto. -Ya se apresuraba a cruzar el establo. Sabía que los lechones podrían sobrevivir en el canal de parto, a lo sumo, dos horas más, y tal vez le llevara todo ese tiempo llegar a la granja de Jagush-. Necesitaré un caballo ensillado y mi maleta.

– Ensillaré a Sagebrush -ofreció Edwin.

Jagush dijo:

– La señorita me manda una lista, yo puedo ir a la ferretería de Loucks antes de volver.

– En su granja, ¿tendrá un poco de cerveza? -preguntó Emily, saliendo de la oficina.

– ¿Cerveza?, ja, ¿qué polaco no tiene cerveza?

– Está bien, porque necesitaré un poco.

Si esperaba a Jagush, perdería un tiempo precioso. Sin duda, el animal debía de estar sufriendo y Emily no quería prolongar ese sufrimiento más de lo imprescindible.

– Señor Jagush, si está de acuerdo, no le esperaré. Sé dónde vive.

Ja, dese prisa, señorita.

A Emily se le ocurrió que Jagush vivía camino del rancho Lucky L. Tom Jeffcoat quería comprar caballos. Y Charles la fastidiaba para que le ayudase. Cal Liberty tenía fama de criar los caballos de silla norteamericanos más sanos y fuertes, y de estar tan orgulloso de ellos como para no vender nada inferior. Emily tomó una decisión repentina.

– Papá -llamó.

– ¿Qué?

– Ensilla también a Gunpowder. Llevaré a Jeffcoat conmigo.

El estómago le bailoteaba de excitación. Por fin, una verdadera llamada. Pocos granjeros habían pedido su asistencia. Por instinto, dudaban de su aptitud por ser una mujer y porque aún no había obtenido el certificado de Barnum. Y aunque lo recibiera, no era lo mismo que el diploma de una universidad de medicina veterinaria. Si no fuese porque esas universidades estaban en el Este, Emily estaría asistiendo a una de ellas. Pero quería a los animales y tenía lo que su padre llamaba un instinto natural para atenderlos. Pasaría tiempo hasta que los granjeros más grandes confiasen en ella. Entretanto, podría ayudar a los más pequeños, como Jagush, cada vez que fuese posible, y esperar que se consolidara su reputación.

En la oficina, abrió el maletín de cuero negro y pasó revista al instrumental: pinzas, bocado y sonda esofágica; fórceps de dos medidas; cucharas especiales para dar comprimidos a los animales; unas tijeras curvas, tijeras de mano, un cortador de remaches; embudos, cánulas; cuchillo gancho de herrero; y una variedad de herramientas comunes: un escoplo de acero, un par de alicates y un martillo de orejas. Sí, tenía todo. Y también botellas y frascos, pulcramente adosados a los costados del maletín, sujetos por una banda de cuero.

Satisfecha lo cerró, lo envolvió en un delantal negro de goma, lo sujetó a la montura y montó.

– Deséame suerte, papá -dijo en voz alta, mientras Edwin le pasaba las riendas de Gunpowder.

– ¡Sácalos vivos, preciosa! -le gritó, cuando espoleó los flancos de Sage y salió al trote por la puerta doble.

Medio minuto después, tiraba de las riendas ante la gran puerta norte del establo de Jeffcoat, llevando a la reata al otro animal.

– ¿Jeffcoat? -gritó. Dentro, cesaron los golpes rítmicos de un par de martillos-. Jeffcoat, ¿está ahí?

Escudriñó en las profundidades del edificio, al que se acercaba por primera vez. Era más grande que el de su padre y prometía ser mucho más aprovechable, con suelo de ladrillo, escalones verdaderos para el altillo en lugar de una escalera de albañil, medias puertas en los pesebres y el cabrestante para la plataforma ya colocado. Las ventanas estaban instaladas, la puerta corrediza colgada y en ese momento abierta para dejar pasar la luz en los dos extremos del cobertizo. Los pesebres de la izquierda estaban casi terminados y desde uno emergió Jeffcoat. Hasta por el contorno Emily supo que era él y no Charles, por el contorno del sombrero de vaquero y el largo de las piernas.

– ¿Es usted, marimacho?

– Soy yo. ¿Quiere ir a ver caballos para comprar o no?

– ¡Eh, Charles! -Tom dejó caer el martillo-. ¿Podrás trabajar sin mí un par de horas? Aquí hay alguien que dice que me llevará a comprar caballos.

Apareció Charles detrás de Tom y juntos recorrieron el largo del cobertizo.

– Emily, qué sorpresa. -Se detuvo junto a Sagebrush, se quitó los guantes de trabajo y le sonrió a su novia-. ¿Por qué no entras a ver la construcción? Realmente, va tomando forma.

– Lo siento, pero no tengo tiempo. Voy a la granja de August Jagush a ver a una cerda preñada que tiene dificultades para parir.

– ¿Llevarás a Tom allá? -preguntó, sorprendido.

– No, a Lucky L cuando termine… está cerca y supongo que Cal Liberty lo tratará bien. Jeffcoat, si va a venir, dése prisa.

– ¿Estás seguro de que no te molesta, Charles? -se detuvo a preguntar Jeffcoat.

– En absoluto. Ve con ella.

Mientras Tom tomaba las riendas que le pasaba Emily y montaba, Charles le apretó la pantorrilla a su novia y dijo en voz queda:

– Gracias, Emily. Tom estaba preocupado por la compra de esos caballos.

– Nos veremos esta noche -respondió, espoleando a Sagebrush.

Habría hecho falta alargar los estribos para Tom, pero Emily salió al trote del animal y lo dejó torcido de lado en la montura.

– Eh, espere un minuto.

– ¡Puede alcanzarme! -le gritó, sin aminorar el paso.

Mientras Charles lo ayudaba a ajustar las correas de los estribos, Tom echó una mirada a la novia de su amigo y preguntó:

– ¿Siempre es así de temperamental?

– Ya se acostumbrará a ti. Dale tiempo.

– Tiene el temperamento de un búfalo herido. Diablos, no sé siquiera el nombre del caballo.

– Gunpowder, Pólvora.

– Gunpowder, ¿eh? -Y le dijo al caballo-: Bueno, será mejor que tengas un poco, pues tendremos que esforzarnos para alcanzarla. -Una vez ajustados los estribos, dijo-: Gracias, Charles. Nos veremos cuando vuelva, si queda tiempo. Si no, en casa de Tarsy.

Salió al medio galope, mirando ceñudo al jinete que lo precedía. La muchacha cabalgaba mejor de lo que la mayoría de las mujeres caminaban, con un bamboleo y un equilibrio naturales, la espalda erguida, las riendas en una mano, la otra apoyada sobre el muslo. Otra vez usaba la gorra del hermano pero estaba tan bien sentada en la montura que ni se movía. A medida que se acercaba, por el flanco, advirtió lo ajustado de los pantalones sobre el muslo, la vista fija en el horizonte, los labios apretados. Ese día estaba totalmente carente de calidez, sólo manifestaba valor y decisión. Aun así, lo fascinaba.

– ¡Eh, aminore un poco! De lo contrario, ese caballo se cubrirá de espuma.

– Puede soportarlo. ¿Y usted?

– Está bien, hermana, son esos caballos.

Cabalgaron en silencio casi una hora y media. Tom la dejó marcar el paso, disminuyendo la marcha casi al paso cuando disminuía, galopando cuando galopaba. Sólo habló una vez, cuando iban a tomar el sendero hacia su destino.

– Esta tierra no es apta para criar cerdos, pero Jagush es polaco y los polacos comen carne de cerdo. Habría hecho mejor en traer corderos cuando se estableció.

Una mujer baja y rolliza con un pañolón babushka en la cabeza salió de un cobertizo en el momento en que llegaron. Tenía el rostro redondo como una calabaza, contraído de preocupación.

– ¡Está aquí! -exclamó la señora Jagush, señalando el basto cobertizo de troncos-. Apresúrese.

Al desmontar, Emily le dijo a Jeffcoat:

– Si quiere, puede esperar aquí. El olor será mucho más agradable.

– Quizá necesite ayuda.

– Como quiera. Sólo le pido que no se me pegue.

Se volvió de lado en la montura, se deslizó al suelo, aterrizó con agilidad y dejó que Tom amarrase ambos caballos al poste de una cerca mientras ella tomaba el envoltorio de atrás de la montura. Fueron juntos hasta el cobertizo donde se encontraron con la señora Jagush, con el rostro marcado por muchas horas de ansiedad.

– Grracias por venirr. Mi Tina no está muy bien.

No, Tina no estaba muy bien. La marrana yacía de costado, sacudida por violentos temblores de fiebre. Al parecer, al percibir que se acercaba la hora, había juntado paja para formar un nido. Pero había estado ahí, tendida, removiéndose, la mayor parte del día, en algún momento rompió la bolsa de aguas, le empapó la cama y ahora estaba aplastada. Emily se puso el delantal de goma y, sin prestar atención al estado del corral, se arrodilló y tocó la barriga de la cerda que estaba de un rojo intenso en lugar del acostumbrado color rosado. También tenía las orejas escarlata, indicio seguro de dificultades.

– No te sientes muy bien, ¿eh, Tina? -Le habló en voz muy queda, y luego informó a la señora Jagush-: Necesito lavarme las manos. Y su esposo me dijo que tenía cerveza en la casa. ¿Podría traerme un cuarto?

Ja.

– Y tocino. Me bastará con media taza.

Cuando la señora Jagush salió, Jeffcoat se extrañó:

– ¿Cerveza?

– No es para mí, sino para Tina. A los cerdos les encanta la cerveza y los calma. Alcánceme esa horquilla, para poder levantarla.

Jeffcoat le obedeció, y miró cómo deslizaba las púas debajo de la marrana y la balanceaba con suavidad hacia el suelo. Molesta pero indemne, la marrana se puso de pie.

– Los cerdos son muy flexibles. Se levantan y se echan con naturalidad, incluso durante el parto, de modo que no le hará ningún daño empujarla un poco. Buena chica -la elogió, frotando el lomo del animal cuando estuvo levantada.

Tom observó que le hablaba a la marrana con más calidez de la que brindaba a la mayoría de las personas. Sin embargo, la preocupación por el animal le aflojó la lengua y le explicó:

– Las cerdas dan a luz de los dos costados, ¿sabía eso? Primero se tienden y paren la mitad de la cría de un lado, luego se levantan y los limpian antes de echarse otra vez del otro lado y hacer lo mismo. Nadie sabe por qué.

La señora Jagush había regresado con lo pedido: una palangana blanca, tocino y la cerveza en una lata abollada. Cuando la colocó delante de Tina, esta reaccionó como una verdadera puerca, bebió a lengüetazos hasta dejarla seca y se echó de costado con un gruñido.

Emily se lavó las manos, primero con jabón común y agua, después con una solución de ácido fénico, y cuando se las secó, prosiguió desinfectando la grasa y lubricándose la mano derecha.

Jeffcoat la observaba con creciente admiración. Había pasado toda la vida cerca de los animales y oyó multitud de historias relacionadas con negligencias y sabía que morían más animales por infecciones provocadas por las manos no suficientemente desinfectadas que de las complicaciones naturales del nacimiento.

Emily se engrasó más arriba de la muñeca y sólo entonces lo miró por primera vez desde que entraron al cobertizo.

– Si quiere ayudar, puede sujetarle la cabeza.

Sin hablar, Tom ocupó el lugar junto a la cabeza de Tina.

– Muy bien, Tina. -Hablando en voz baja y serena, la muchacha se arrodilló-. Veamos si podemos ayudarte un poco.

Tom observó, cada vez con más admiración, cómo Emily sujetaba la cola del cerdo, hacía pinza con los dedos y los metía dentro del animal. No debía haber otra tarea tan repugnante en todo lo referido a la atención de los animales, pero la ejecutó con la mente puesta en un solo objetivo. Los músculos de la marrana estaban tensos y no se separaban con facilidad; si no hubiera sido así, sin duda los cerditos ya habrían nacido y estarían mamando. Emily apretó la mandíbula, endureció la muñeca y maniobró con una agilidad que no muchos hombres podrían exhibir. Su mano desapareció hasta la muñeca y luego más. Tenía la vista fija, la concentración en las entrañas del animal. Tanteando, se mordió el labio inferior y murmuró:

– Aquí estás.

Cuando sacó la primera cría, la pestilencia los golpeó como una explosión fétida y revolvió el estómago de Tom con tal brusquedad que tragó saliva contra su voluntad. Emily se enjugó el rostro, inspiró con la cara vuelta hacia el hombro y se volvió para revisar al recién nacido.

– Está muerto -declaró-. Lléveselo, pues si no tratará de comérselo.

La señora Jagush se apresuró y, con una pala, se llevó al feto afuera. Emily apoyó la cara en el hombro para evitar el hedor mientras se llenaba otra vez los pulmones.

Cuando se irguió otra vez, dijo:

– Estén atentos. Aquí vamos otra vez.

Sacó cinco crías y, con cada uno, la pestilencia aumentaba. Tom aplastaba con frecuencia la nariz contra el hombro y se preguntaba cómo podía ser que una persona, más todavía, una mujer, pudiese elegir una ocupación semejante. Cuando hubo salido el sexto cerdo muerto, dijo:

– ¿Por qué no hace una pausa y respira un poco de aire fresco?

– Cuando hayamos sacado todos -respondió estoica, sin aceptar más alivio que una rápida inspiración contra su propia manga.

Llegó un momento en que la manga también se ensució, humedecida por la transpiración de la propia Emily, y en algunos sitios, maloliente por las entrañas y las secreciones de los animales. A medida que la paja se humedecía y se pudría, el olor se hacía más malsano, pero Emily seguía arrodillada en ella sin quejarse. Al acercarse el final, tuvo arcadas, pero se esforzó para terminar.

Los últimos fetos los sacó August, que había llegado del pueblo a tiempo para ver que nacían muertos.

Finalmente, Emily le dijo a Tom:

– Ese era el último. Vamos, ahora podemos tomarnos un descanso.

Salieron de prisa afuera, al aire limpio y al sol, se derrumbaron contra la pared del cobertizo y aspiraron grandes bocanadas de aire, con los ojos cerrados, dejando caer las cabezas atrás, aliviados.

Cuando pudo hablar de nuevo, Tom murmuró:

– Jesús.

– Lo peor ha terminado. Gracias por su ayuda.

Mientras los Jagush enterraban a los nueve cerditos muertos, Tom y Emily compartieron el aire fresco. Al fin, Tom giró la cabeza para contemplar el perfil de Emily, la nariz elevada hacia el sol, la boca abierta dejando pasar la frescura.

– ¿Hace esto a menudo?

La muchacha volvió la cara hacia él y esbozó una sonrisa fatigada pero satisfecha de sí misma.

– Es la primera vez con cerdos.

El respeto de Tom hacia ella fue en aumento. Tenía que elogiarla. Las alabanzas cruzaron por su mente como cintas pero, a la larga, se limitó a sonreír y a decir con suavidad:

– Lo ha hecho bien, marimacho.

Para su sorpresa, repuso:

– Gracias, herrero, usted tampoco lo hizo tan mal. Y ahora, ¿qué le parece si nos lavamos las manos antes de terminar?

– ¿Hay más? -preguntó, abrumado.

– Así es.

Se apartó de la pared.

– Abra la marcha, doctor.

Se lavaron en el estanque del patio y cuando terminaron volvieron al cobertizo, donde Emily preparó una solución de tintura de acónito y se la dio a Tina para bajar la fiebre y después, un baño de ácido fénico para limpiar el útero de la marrana. Sacó del maletín un trozo de manguera con un embudo en una punta.

– ¿Podría sostener esto, por favor? -le pidió a Tom, dándole el embudo.

Descubrió que cada vez le agradaba más ayudarla, pues observarla no sólo era educativo sino que, además, empezaba a disfrutarlo. Emily se había despojado de toda su veta de frialdad y se transformó en una persona fuerte, decidida, tan cautivada por su trabajo como para olvidar el antagonismo contra Tom Jeffcoat. No pudo evitar admirar otra vez su tolerancia y calma cuando insertó la manguera en el cuerpo de Tina y le ordenó:

– Levante más alto el embudo -y echó en él la preparación.

Muy próximos en el cobertizo maloliente, oyeron gorgotear el líquido que la gravedad hacía descender lentamente. Lo que habían pasado los ligaba con una extraña y sensual intimidad que, si bien por momentos era repugnante, tenía la eterna fascinación de todo nacimiento. Ya tenían tiempo para pensar en lo sucedido la hora pasada y los cambios que había provocado en el respeto mutuo. Emily llenó otra vez el embudo y, mientras esperaban que se vaciara, se miraron. Tom esbozó una sonrisa vacilante, inquieta, y Emily la respondió. No era la sonrisa cansada que le dedicó cuando estaban apoyados, exhaustos, contra la pared del cobertizo. Esta era una sonrisa genuina, con ganas. Aunque bajó la vista en el instante mismo en que comprendió lo que acababa de hacer, ese intercambio derribó una barrera. Tom también lo comprendió y pensó: "Ten cuidado, Jeffcoat, o esta marimacho podría apoderarse de ti."

Una vez terminado el trabajo, los instrumentos ya limpios, salieron afuera, Tom detrás. Emily, bajo el sol de las últimas horas de la tarde, dio instrucciones a la señora Jagush.

– No la deje aparearse cada vez que esté en celo pues, si lo hace, ella se debilitará y las crías también. Dele un descanso entre uno y otro, y empiece a darle no más de treinta gramos por día de extracto de baya de espino negro, mezclado con el agua. Puede conseguirlo en la droguería y le ayudará a evitar abortos. ¿Alguna pregunta?

Ja -respondió August-. ¿Cuánto me costará esto?

Sonrió, mientras ataba sus cosas a la montura.

– ¿Sería demasiado un lechón? Si la próxima cría vive, me llevaré uno en la época del destete y lo criaré en el corral del establo.

– Tendrá una cría de cerdo, joven señorita, y gracias por venirr a ayudar a Tina. La señorrita estaba muy afligida esta mañana, ¿no es así, señorrita?

La señora Jagush asintió y sonrió, uniendo las manos en gesto de gratitud.

– Dios la bendiga, señorrita. Es una buena muchacha.

Emily y Tom montaron y saludaron con la mano al matrimonio, que los despedía desde el camino de salida.

El camino desde la granja de los Jagush torcía al Noroeste y, cuando lo tomaron, el sol ya les daba del lado izquierdo. Tom sacó un reloj del bolsillo y lo abrió:

– Ya son las cuatro y la fiesta de Tarsy comienza a las siete. Quizá debería dejar para otra vez el presentarme a Liberty.

– De todos modos, la fiesta de Tarsy será estúpida. Prefiero ir a lo de Liberty que jugar juegos de salón.

– Ah, de modo que jugaremos juegos de salón.

– Fannie le puso esas ideas en la cabeza. El baile de la silla, charadas y quién sabe qué otra cosa.

– Opino que no le vendría mal un poco de diversión después de una tarde como la que ha soportado.

Emily le lanzó una mirada de soslayo, acompañada por un atisbo de sonrisa.

– Si me diesen a elegir entre ir a ver los caballos y los juegos de salón, siempre preferiría los caballos.

Aunque estaba de acuerdo para sus adentros, Tom sintió la obligación de recordarle:

– Charles está ansioso por ir.

– Ya lo sé. Por eso iré, pero si yo me retraso, irá solo a casa de Tarsy. Vamos, cabalguemos.

Con un roce de los talones Sagebrush se lanzó al galope y Tom la siguió con Gunpowder. Galopando junto al flanco izquierdo, observó lo que podía ver del perfil de Emily: la barbilla obstinada, el labio inferior lleno, que se proyectaba apenas hacia afuera mientras su dueña se concentraba en el camino, las pestañas negras y la gorra torcida sobre la oreja izquierda, las riendas en una sola mano, los pechos, firmes, que no se balanceaban con los movimientos de la espalda que acompañaban el subir y bajar del ancho lomo que tenía debajo. Los ojos de Tom se demoraron en los pechos más tiempo del aconsejable y de pronto advirtió, con cierta alarma, qué era lo que estaba pensando.

¡Detente ahí, Jeffcoat, por Dios, detente!

Apartó la vista y se concentró en el paisaje.

Estaban realmente en tierra de granjas y el horizonte indefinido cambiaba a cada curva del camino. Era un paisaje de barrancos, colinas ondulantes, un cuadro calcinado por el sol y refrescado por las nubes. Las laderas de las colinas estaban salpicadas de manchones verde claro de los álamos, y por hileras más oscuras de otra variedad, donde arroyos saltarines bajaban precipitados desde la zona de las cimas, sobre la línea de vegetación Allá arriba la nieve era permanente y su blancura contrastaba con el púrpura de los picos. Más abajo aparecían otras líneas blancas: las flores recortadas contra las piedras por las que se ajetreaba el agua y que daban la impresión de manchones de nieve. Por todas partes crecía la salvia aromática, en matas aterciopeladas de un verde plateado, embellecidas con flores amarillas que esparcían su aroma de trementina por el aire estival. A lo lejos, los corrales de ovejas parecían trastabillar como fósforos caídos sobre las colinas verdes. Todo estaba cubierto de vegetación lozana y fértil.

Vieron a la distancia una carreta metida bajo un árbol y un minúsculo punto oscuro: un pastor que los observaba desde la falda de una colina cercana donde estaba sentado, rodeado de la majada pardo grisácea y de otras dos manchas negras que se movían: los perros.

Para sorpresa de Tom, Emily tiró de las riendas, se irguió en los estribos, saludó con la mano y gritó:

– ¡Hooola!

Se quedaron quietos, oyendo cómo el eco rebotaba de ida y vuelta en el valle. Al oírlo, el pastor se levantó, hizo bocina con las manos y segundos después les llegaba el saludo de respuesta, el característico grito vasco:

– ¡Ie-ie-ie-ie-ie! -ondulando por el valle como el aullido de un coyote.

– ¿Quién es? -preguntó Tom.

– No sé. Un vasco. Viven todo el año en esas pequeñas carretas con sus rebaños. En la primavera, llevan las ovejas montaña arriba y en el otoño, bajan. Lo único que poseen es la carreta, un rifle y un par de perros ovejeros. Siempre pensé que debían llevar una vida muy solitaria.

Siguieron cabalgando y Tom pensaba en Emily Walcott. ¿Sería esta de ese día su verdadera personalidad, por fin? Si era así, empezaba a gustarle. Los animales y los vascos le provocaban una reacción cálida y se preguntó qué otra cosa la provocaría.

Otra vez desvió sus pensamientos por rumbos más seguros. Observando las colinas, comentó:

– No esperaba ver tanto verde.

– Disfrútelo mientras dure pues, para mediados del verano, estará todo amarillo.

– ¿Cuándo comenzará el invierno?

Inclinando la cabeza, Emily miró hacia uno de los picos distantes, coronado de nieve.

– Los viejos tienen un dicho: que en Wyoming el invierno nunca termina, que cuando el verano baja de la montaña se encuentra con el invierno que está subiendo.

– ¿Cómo? ¿Es decir que no hay otoño?

– Oh, claro que tenemos otoño. Es mi estación favorita. Espere y verá los álamos a fines de septiembre. Papá los llama "el don de Midas", porque parecen racimos de monedas de oro.

En ese momento, llegaron a una elevación debajo de la cual se extendía el Rancho Lucky L, sobre un valle de forma irregular en la montaña Horseshoe. Lo cruzaba el río Little Tongue y tenía un perímetro claramente definido por una oscura muralla de pinos y abetos, que parecían protegerlo. Antes de que recorriesen todo el sendero, Jeffcoat supo que Lucky L era más que afortunado, como lo indicaba su nombre: era próspero. Los edificios estaban pintados, las cercas en buen estado y el ganado que vieron al pasar exhibía una salud impresionante. La casa y los almacenes tenían aspecto de haber sido planificados con cuidado, dispuestos en relación geométrica entre sí. Los cobertizos, los graneros y la barraca estaban pintados de blanco con bordes negros, pero la casa estaba hecha con la piedra arenisca de la región. Era de dos plantas, con gruesas vigas en el tejado que llegaban hasta debajo de los aleros, un porche profundo a todo lo ancho y una gran chimenea de piedra. Rodeada de olmos en tres de sus lados, la flanqueaban edificaciones accesorias a ambos lados.

Ante la casa había una fila de postes de amarre, rematados en una cabeza de caballo de hierro negro que sostenía un anillo de bronce entre los dientes.

– Parece que a Liberty le va muy bien -comentó Jeffcoat, mientras desmontaba.

– Le vende caballos al ejército, que no sólo paga el mejor precio sino que representa una demanda constante. Si el Ejército considera que los caballos de Lucky L son buenos, yo también.

Emily encabezó la marcha hacia la casa. Les abrió la puerta una mujer baja y gorda, con cofia y delantal blancos.

– El señor Liberty está detrás del cobertizo C. -Señaló-. Es aquel de allá.

Lo primero que Jeffcoat advirtió en Cal Liberty no fue su estatura impresionante, ni el pecho como un barril, ni el Stetson recién cepillado con una banda de cuero adornada con una turquesa engarzada en plata, sino el modo en que trató a Emily Walcott, como si fuese un fantasma y pudiera ver a través de ella. De inmediato le estrechó la mano a Tom, pero ignoró la que Emily le tendía. Al saber que Tom había ido a comprar caballos, el ranchero los invitó al cobertizo, donde estaba trabajando el capataz, pero le sugirió a Emily que fuese a la casa a beber café con su esposa.

Emily se encrespó y abrió la boca para replicar, pero Tom la interrumpió:

– La señorita Walcott ha venido para asesorarme en la elección de los caballos.

– Ah. -Liberty le lanzó una fugaz mirada despectiva-. Bueno, entonces puede acompañarnos.

Mientras seguían a Liberty, Tom sintió que Emily ardía de indignación. Le apretó el codo y le lanzó una mirada significativa, que decía: "Cállese, marimacho. Sólo por esta vez". Para su alivio, Emily se limitó a hacer una mueca y miró, ceñuda, la nuca de Liberty. Tom hizo lo mismo y pensó: "Asno pomposo… ¡Si la hubieses visto, hace una hora, sacando cerdos muertos de dentro de la madre…!"

Encontraron al capataz de Liberty, un vaquero curtido, de piel como pellejo de vaca y manos duras como una montura de cuero. Tenía los ojos jade claro, las piernas arqueadas como una U, y cuando sonreía, la bola de tabaco que tenía en la mejilla le daba la apariencia de alguien con una muela inflamada.

– Este es Trout Wills -lo presentó Liberty-. Trout, te presento a Tom Jeffcoat.

Se estrecharon las manos.

– Jeffcoat quiere ver…

– Y esta es la señorita Walcott -lo interrumpió Tom.

Trout se tocó el sombrero.

– Encantado, señorita Walcott.

Liberty reanudó la frase, girando el hombro para dejar a Emily fuera.

– Jeffcoat quiere mirar unos caballos. Vea qué podemos mostrarle.

Trout obedeció pero, de todos modos, Liberty se quedó cerca, vigilando. Tras la conducta fría del ranchero hacia Emily, Tom sintió un perverso placer creando todas las oportunidades posibles para que ella luciera sus conocimientos sobre caballos. Por tácito acuerdo, decidieron poner a Liberty en la picota.

Cuando tuvieron los caballos ante ellos, Tom preguntó en voz alta y clara:

– ¿Qué opina, Emily?

Ignoraron a Liberty, que se apoyaba en una cerca. Tom observó cómo Emily separaba a una yegua de dos años, conquistaba su confianza y realizaba una inspección minuciosa. Tom se mantuvo aparte, impresionado, viendo cómo revisaba media docena de animales sin olvidar ningún detalle. Se fijaba si la piel era suave y flexible, el pelo aplastado y sedoso, los ojos brillantes, la postura alerta. Les revisó las membranas de la nariz para cerciorase de que fuesen de un rosado salmón claro, palpó cada protuberancia en busca de posibles inflamaciones, cada tendón descartando hinchazones, retrajo los labios para inspeccionar molares y colmillos, levantó patas para examinar las paredes de los cascos y hasta les tomó el pulso bajo las mandíbulas.

Mientras revisaba a un alazán de aspecto saludable, Tom se acercó y le preguntó en voz baja:

– ¿Cuánto tendría que ser?

– Entre treinta y seis y cuarenta. Está ahí.

Cuando uno de los animales levantó la cola y soltó unas pepitas amarillentas, en vez de saltar hacia atrás como haría la mayoría de las mujeres, Emily removió el estiércol con la bota y comentó:

– Está bien: ni muy blando ni muy duro, justo como tiene que ser.

Cuando otro orinó, observó el proceso, imperturbable, y aprobó el color y el hecho de que no tuviese olor fuerte.

– En conjunto, son sanos -le dijo a Tom y añadió-: pero yo estaba más preocupada con la salud interna. Cualquiera que haya estado en contacto con caballos tanto tiempo como usted sabe qué hace que un animal sea sano y cuáles tienen huesos ligeros. Puede mirarlos usted y juzgar la estructura.

Se hizo a un lado y le tocó el turno de observar mientras Tom revisaba la manada, fijándose en la conformación de los animales. Observó cada movimiento y reconoció qué buscaba con cada uno: espacio entre los ojos; ojos en los que se viera poco blanco; cuellos largos y arqueados; hombros bien desarrollados; rodillas anchas, que se ahusaran de adelante atrás; tibias planas y espolones a cuarenta y cinco grados. Desechó uno por los pies en forma de campana, cosa que le ganó una mirada aprobadora de Emily, separó otro porque tenía canillas gruesas. Llevándolo de la brida, observó el movimiento de pata y pie, y lo condujo ante Emily.

– Este es una belleza.

La joven dio al enorme bayo una pasada con la mano y una ojeada, y le preguntó a Liberty, en voz fuerte:

– ¿Cómo se llama?

– Buck.

Era la primera palabra que dirigía a Emily. Esta apartó a Jeffcoat y le aconsejó, por lo bajo:

– Tiene razón, es una belleza, pero deje que el capataz lo ensille y lo cabalgue, primero. No porque sea hermoso tiene que ser dócil. Y con ese nombre… bueno, podría ser por el color, pero no tiene sentido correr riesgos. Si alguien resultara aplastado contra la cerca, o lanzado, es preferible que sea el capataz y no usted.

Jeffcoat sonrió y se inclinó ante la sagacidad de la muchacha.

Buck resultó ser un verdadero caballero. Se quedó tranquilo mientras Trout lo ensillaba y se comportó a la perfección cuando lo montó. Cuando lo hizo Jeffcoat y le ordenó ejecutar los distintos pasos, Emily lo observó otra vez, impresionada. Prudente, primero lo hizo andar al paso en vez de hacerlo galopar de inmediato, como habría hecho un novato. Lo hizo dar círculos, inclinarse, detenerse, seguir, observando las reacciones del animal al freno y al jinete desconocido.

Cuando lo puso al trote, Emily vio que dominaba las torpes sacudidas con una gracia poco común. Al trote, la mayoría de las mujeres parecían maíz al estallar, y los hombres, niños ansiosos tratando de alcanzar un frasco de dulces. Pero Jeffcoat iba erguido, en perfecto equilibrio, las manos firmes, las piernas relajadas, el cuerpo apenas inclinado hacia adelante y no volcado desde las caderas. El padre, que había enseñado a Emily a cabalgar, le comentó que pocas personas podían trotar con gracia y menos todavía con el cuerpo en la diagonal correcta.

Pero Jeffcoat lo hacía todo sin esfuerzo.

Así espoleó a Buck para lanzarlo a un medio galope, cambió las riendas para estar seguro de que el potro seguía comportándose correctamente cualquiera fuese la guía y, por último, lo hizo galopar. Al virar y estirarse regresando al galope hacia Emily, resultó un cuadro impresionante: las riendas cortas, el peso fuera de la montura, apoyado en la cara interna de muslos y rodillas, alzándose sobre los talones.

Maldito seas, Jeffcoat, pareces nacido sobre la montura y al verte siento algo raro por dentro.

Cuando frenó, lo hizo con mano leve: ya había aprendido mucho de Buck. Saltó a tierra antes de que se hubiese asentado el polvo, sonrió y le dijo a Emily:

– Este será mío.

No pudo evitar de bromear:

– Señor Jeffcoat, ¿no sabe que un jinete sabio no se deja seducir jamás por el primer animal que prueba?

– A menos que sea el apropiado -le replicó, sonriente.

Emily lo aplacó palmeando la ancha frente de Buck:

– Es una buena elección.

Tom le dijo a Liberty:

– Este lo compro. Necesito otros cuatro para montar.

– Con tres bastará -intervino Emily, con calma.

– ¿Tres?

– Ya verá que, en gran medida, alquilará coches a los vendedores de tierras que llevan a las familias de inmigrantes a elegir sus treinta y dos hectáreas. Sin duda, necesitará algunos de montar, pero la mayoría de su mercadería tienen que ser caballos de tiro.

Una vez más, Jeffcoat se inclinó ante la sabiduría de la muchacha, y siguió eligiendo hasta tener los cuatro caballos de silla y cerró el trato. Los animales de tiro quedarían para otra ocasión, pues estaba haciéndose tarde y si no emprendían el regreso los sorprendería el anochecer.

– Ha sido un placer tratar con usted, señor Liberty. Volveré un día de la semana que viene.

Tom le tendió la mano. Después que se la estrechó, Liberty se encontró con otra esperándolo.

– En líneas generales, su ganado es bueno -admitió Emily, poniendo la mano de tal modo que no la pudiese eludir.

– Gracias. ¿Podría repetirme su nombre, por favor?

– Emily Walcott. Soy hija de Edwin Walcott y estoy estudiando veterinaria. Creo que ese bayo de manchas negras que usted llama Gambler tiene una leve inflamación sinovial en el casco trasero exterior que sería conveniente atender. Mi opinión es que tal vez haya sufrido una pequeña luxación de la que usted ni se enteró. Aunque no es para preocuparse, en su lugar yo lo trataría con partes iguales de tintura de alcanfor y de yodo, y si llegara a aumentar de tal modo que la presión de un lado la hiciera sobresalir del otro, habría que drenar y vendar. En ese caso, tendré el mayor gusto en venir a hacerlo. Puede encontrarme en el establo de mi padre casi todos los días. Adiós, señor Liberty.

Emily y Tom montaron e hicieron trotar a sus animales por el camino particular, divertidos y satisfechos. En cuanto quedaron fuera del alcance de los oídos, el joven soltó la carcajada.

– ¡Ha visto la expresión que tenía!

Emily también rió.

– Sé que yo estaba alardeando, pero no pude resistirlo.

– Ese asno pomposo se lo merecía.

– Tendría que estar acostumbrada. Soy mujer y, a fin de cuentas, las mujeres son mejores para limpiar cocinas y aporrear la masa del pan, ¿no?

– Dudo de que Liberty siga opinando así.

Emily le lanzó una agradecida mirada de soslayo.

– Gracias, Jeffcoat, ha sido divertido.

– Sí, toda la tarde lo ha sido.

Durante algún tiempo cabalgaron en amistoso silencio, habituándose a cierto grado de asombro que les quedaba, después del comienzo turbulento. Era esa hermosa hora del día que impulsa a la amistad. Tras ellos, una candente bola anaranjada estaba sumergida a medias tras las cumbres. Delante, las sombras suyas y de los caballos eran caricaturas que se deslizaban sobre las hierbas a los lados del camino. Perturbaron a una gran bandada de cuervos que se alejaron aleteando hacia las montañas. Al pasar ante un estrecho arroyo, asustaron a una garza, que se fue volando hasta un grupo de peñascos. Pasaron ante un sitio donde el chamico en flor extendía como una sábana de color sus flores rosadas que el sol crepuscular tornaba doradas. Y más lejos, se volvieron a mirar una ardilla con pinchos inmóvil, tan erguida como su propia sombra. Una alondra gorjeaba desde una cerca al lado del camino y por el cielo pasó un azor lanzando su canto de caza.

La paz del crepúsculo invadió a los dos jinetes.

Oían el crujido de las monturas, el ritmo semejante a un vals de los cascos, los firmes resoplidos de la respiración de los caballos. Sentían el fresco del Este por delante y la tibieza del Oeste en las espaldas, y comprendieron que disfrutaban más de lo aconsejable de la presencia del otro cabalgando… separados sólo por el ancho de un caballo… la vista fija adelante… examinando el giro que su relación había tomado en un solo día. Algo indefinible había sucedido. Bueno, quizá no se pudiese calificar de indefinible… más bien inadmisible, algo que les daba miedo, los atraía y que estaba prohibido.

Siguieron andando, todo el camino cuesta abajo, hacia una fiesta a la que asistirían ambos, a un baile que, con toda probabilidad, compartirían, y una atracción que no debió haber comenzado jamás, y que les enseñó a mostrarse indiferentes por fuera pensando en Charles Bliss… amigo de él y prometido de ella.

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