Capítulo 1

Territorio de Wyoming, 1888


Tom Jeffcoat cambió de posición en el duro asiento de la carreta, parpadeó dos veces y miró hacia el norte. Bajo el ala del polvoriento Stetson castaño, entrecerró los ojos hasta distinguir el contorno borroso de la ciudad. Sintió un espasmo en la boca del estómago: ¡por fin Sheridan, en el territorio de Wyoming! Y, con un mínimo de buena suerte, un baño, una cama verdadera y la primera cena caliente en dieciocho días.

Chasqueó la lengua azuzando a los caballos, que aceleraron el paso.

Desde unos kilómetros de distancia, el pueblo era apenas un lunar en la mandíbula del valle fértil y ancho, pero el asentamiento parecía tan bello como prometía el anuncio. Adornado de lozana hierba azul, típica de la zona, se acurrucaba en el punto en que los Big Horns se encontraban con el amplio valle de Goose Creek, donde se unían las corrientes del Big y el Little Goose. Las orillas de ambos arroyos estaban claramente delimitadas por una línea ondulante de sauces y álamos. Como el verano estaba empezando, estos últimos esparcían sus semillas en copos algodonosos que parecían una flotilla blanca sobre las aguas.

Pero eran las montañas las que aportaban grandeza: coronadas de nieve, veladas de azul, se elevaban como los nudillos de un puño apretado que contuviese a las Rocallosas en el oeste. Esas montañas se habían convertido en viejas amigas de Jeffcoat, siempre sobre su hombro izquierdo durante el largo viaje desde Rock Springs. Ya las amaba: las Big Horns, majestuosas gigantes vestidas allá en lo alto, con el telón de fondo azulado de los cedros de las Rocosas y que se resolvían en las laderas, en todos los matices concebibles de verde. Esas laderas ondulaban como una gigantesca falda fruncida y entre sus pliegues aterciopelados anidaba su nuevo hogar: Sheridan.

"Al Oeste de las preocupaciones", proclamaba el anuncio, "donde no hace calor, no hay polvo y las noches siempre son frescas."

Bueno, veremos.

A medida que se acercaba a la ciudad, iban cobrando forma los edificios, luego una calle… ¡no, por Dios, calles no! Un damero que se extendía recto y amplio, con los nombres en carteles de madera: Perkins, Whitney, Burkitt, Works, Loucks y la más ancha, Main, por la cual entró. En el corazón de la ciudad, los arroyos serpenteaban juntos cortando las calles en avenidas breves y oblicuas. En las laterales, vio casas, en su mayoría hechas de troncos pelados, con tejados en ángulo agudo para que la nieve se deslizara. Muchas parcelas estaban rodeadas de líneas demarcatorias: cercas de estacas puntiagudas, postes, dependencias en los lindes traseros de las propiedades, huertas recién plantadas y setos de flores. Al entrar en el distrito comercial, aminoró la marcha de los caballos para inspeccionar tranquilo los alrededores. Debía de haber unas cincuenta construcciones; las aceras de madera tenían la antigüedad suficiente para estar gastadas pero no combadas y vio una buena cantidad de negocios establecidos: un hotel, carnicería, barbería, botica, un bufete de abogados, varias tiendas, la oficina de un periódico y los inevitables saloons que atendían a los vaqueros que llegaban trayendo el ganado por Bozeman Trail, en el mismo trayecto que él acababa de recorrer. Estaban el Star, el Mint y uno llamado Silver Spur, junto al cual había un corral con media docena de alces salvajes. Unos cuantos vaqueros estaban practicando con lazos y las carcajadas de los hombres mezclados con los mugidos de las bestias hizo sonreír a Jeffcoat.

Más adelante, pasó ante otras señales de progreso: un edificio cuyas puertas dobles estaban abiertas de, par en par y mostraban una bomba para incendios, con resplandecientes abrazaderas de bronce; una casa en la que se veía el siguiente anuncio: L. D. Steele, Médico; una escuela (sin duda, habiendo una escuela irían colonos a establecerse); y una tienda de arneses y zapatos a la que Jeffcoat prestó especial atención.

En un momento dado, llegó a un arroyo sin puente, hinchado con los deshielos de primavera, donde un individuo delgado, de pantalones abombados y botas a la rodilla llenaba de agua la carreta con un cubo al extremo de un palo largo. A un costado del tambor de hojalata estaba pintado el siguiente anuncio: Agua fresca. Se entrega todos los días. 25 centavos el barril, 5 barriles por $1, Servicio de Agua burbujeante de Andrew Dehart.

– ¡Eh, hola! -gritó Jeffcoat, tirando de las riendas.

El hombre interrumpió la tarea y se volvió:

– ¡Hola!

Tenía barba hirsuta y nariz ganchuda que sonó sin ayuda de ningún pañuelo, arrojando el producto a la hierba, primero a la izquierda, luego a la derecha.

– ¿Qué arroyo es este, Big Goose o Little Goose?

– Big Goose. Por aquí le decimos, simplemente, Goose. ¿Es nuevo en el pueblo?

– Sí, señor. He llegado hace cinco minutos.

– Bien, ¿cómo está? Me llamo Andrew Dehart.

Hizo un gesto hacia el letrero de la carreta de agua.

– Y yo, Tom Jeffcoat.

– Si necesita agua, yo soy el hombre al que tiene que ver. ¿Se quedará?

– Sí, señor, esa es mi intención.

– ¿Tiene alojamiento?

– Todavía no.

– Bien, ha pasado usted ante el único hotel, el Windsor, por allá. Y Ed Walcott tiene el establo. Dé la vuelta en Grinnell.

– Gracias, señor Dehart.

Dehart lo saludó con la mano y, al tiempo que se daba la vuelta para continuar el trabajo, le dijo en voz alta:

– ¡Aquí siempre es bienvenida la sangre nueva!

Al parecer, ese arroyo marcaba el final de la zona comercial. Más allá, casi todo eran casas, de modo que Jeffcoat cambió de dirección y regresó por donde había llegado.

Encontró Grinnell sin ningún problema y un gran cobertizo sin pintar con el tejado en forma de tienda de campaña, las puertas abiertas de par en par y un notable cartel colgado alto, encima de la portilla del heno, donde decía: Establo Walcott. Alojamiento diurno y nocturno de caballos. Se alquilan arreos. Dobló por Grinnell para echar un vistazo.

En un corral al costado del edificio, media docena de caballos de aspecto saludable dormitaban al sol de las dos de la tarde, con los hocicos rozando la pared. En un extremo alejado había un pozo con herraduras desechadas rodeado de una fila de álamos torcidos, que proyectaban un retazo de sombra sobre la calle, por encima de la barra de atar las cabalgaduras. El cobertizo mismo era una construcción inmensa, abierto, construido con tablas verticales gastadas por el tiempo y con puertas dobles corredizas en ambos extremos, que permanecían abiertas.

Jeffcoat prefirió el riel de atar sombreado a la derecha, en lugar del soleado, a la izquierda, y pasó por la puerta abierta, distinguiendo la silueta de un hombre que trabajaba herrando a un caballo, enmarcado con claridad en la construcción abierta.

Su competidor.

Se detuvo en la sombra, enrolló las riendas en torno del asa del freno, se apeó y, con los puños sobre las orejas, flexionó la cintura. Sentía la piel tensa como el cuero de un tambor. Soltó una gran bocanada de aire y saltó de lado. Se detuvo junto a la gran puerta sur del establo y escudriñó el interior. Era como un túnel de ferrocarril, oscuro y fresco por dentro, e iluminado en los extremos. En el más alejado, el sujeto seguía trabajando, de cara a la puerta contraria, con el casco de un gran potro zaino sobre el regazo.

Mientras se acercaba, Jeffcoat observó al caballo y al hombre. El animal tenía hocico corto, pecho ancho y era alto. Al examinarlo más de cerca, vio que el hombre no era tal sino un muchacho flaco y menudo vestido con gastados pantalones azules, una camisa roja desteñida, tirantes negros, un delantal de cuero hasta los tobillos y una gorra blanda de lana marrón, con un botón en la coronilla.

Al acercarse Jeffcoat, el zaino relinchó, bajó la pata delantera y topeteó al muchacho con la barriga, torciéndole la gorra.

– ¡Maldito seas, Sergeant, saco de huesos, pedazo de mocoso! ¡Quédate quieto! -El muchacho le dio un golpe al animal en el hombro y se enderezó la gorra de un manotazo-. ¡Si vuelves a hacer eso, dejaré que te cures tú solo esta miserable grieta!

Atrapó con una mano la pata delantera, la colocó sobre su regazo y volvió a tomar el punzón para tratar el casco.

Jeffcoat sonrió, pues el animal sobrepasaba el peso del muchacho en unos cientos de kilos. Pero, pese a su juventud, el chico sabía lo que estaba haciendo. Las grietas de miembros de animales no podían tomarse a broma.

– Muchacho, ¿tú estás a cargo aquí?

Emily Walcott dejó caer el casco de Sergeant y se dio la vuelta, indignada. Paseó la mirada de expresión disgustada sobre el joven moreno, al que le hacía falta un afeitado y las mangas de la camisa: alguien se las había arrancado de los hombros. Examinó los brazos desnudos, los pantalones polvorientos, la cara con patillas con mirada socarrona y contestó, sardónica:

– Sí, señora, seguro.

Jeffcoat se quitó el sombrero:

– Oh… me he equivocado. Pensé que…

– ¡No importa lo que pensó! Puedo pasar sin oírlo otra vez. ¡Y, después de eso, no se moleste en quitarse el sombrero!

Era delgada como un látigo y más o menos de la misma forma, de unos diecisiete años, toda ojos azules, labios apretados y mejillas encendidas de indignación. Jeffcoat, que nunca había visto a una mujer en pantalones, se quedó atónito.

– Le ruego que me disculpe, señora.

– Soy señorita y no se moleste en pedirme disculpas. -Arrojó a un lado el punzón-. ¿En qué puedo servirlo?

– Ahí afuera tengo una yunta de animales hambrientos que necesitan hospedaje.

En ese preciso momento, a Sergeant se le ocurrió estirar el cuello, capturar la gorra de la señorita Walcott y comenzar a mordisquearla.

– ¡Maldito sea tu pellejo, Sergeant, dame eso! -Se la quitó de un tirón, la secó en los pantalones y la revisó, malhumorada, mientras el cabello negro le caía en mechones, sostenido a medias por peinetas-. ¡Mira lo que has hecho, maldito! ¡Lo has agujereado!

Jeffcoat se esforzó mucho por ocultar una sonrisa.

– Tendría que amarrarlo con dos cuerdas cortas, en vez de una, para que no pueda hacer eso.

Emily lo miró con malicia mientras se encasquetaba la gorra, metía el cabello dentro y la inclinaba hacia la oreja izquierda de modo que la breve visera caía en ángulo sobre las cejas negras de expresión enfadada. Con la gorra puesta, cubierta hasta el cuello por el sucio delantal de cuero, tenía más aspecto de muchacho que nunca.

– Gracias, lo recordaré -respondió, sarcástica, enfilando hacia la calle, con el delantal golpeándole los talones a cada paso que daba-. ¿Qué quiere, alojarlos solamente? Eso cuesta un dólar por noche, incluyendo el heno. El postre es aparte. Dos monedas por una ración extra de avena. Almohazarlos, otras dos. Si los guarda afuera, en el corral, se ahorrará diez centavos. -Llegó junto a la yunta y se volvió, pero Jeffcoat no la había seguido-. ¡Eh, señor, vociferó, tengo cosas que hacer! -Puso los brazos en jarras y tamborileó, impaciente, con los dedos sobre el delantal de cuero-. ¿Dónde quiere dejarlos? ¿Adentro o afuera? -Como no obtuvo respuesta, asomó la cabeza por la puerta y gritó a voz en cuello-: ¡Eh! ¿Qué diablos está haciendo? -y entró a zancadas con los puños balanceándose a los lados como badajos de campanas.

– Esta no es una grieta, es una fisura -dijo el aludido, examinando la pata de Sergeant como si fuese el dueño del lugar-. Necesitaría una herradura de tres cuartos, o quizás hasta una placa de cobre para que presione la horquilla y las paredes del casco, si no quiere que quede cojo para siempre. Tal vez serviría un remache.

– Yo atenderé a mis propios caballos, si no le importa -replicó con acritud, desatando la cuerda de Sergeant y conduciéndolo a un pesebre.

¿Quién diablos se creerá que es, que puede venir aquí a darme consejos? No es más que un sucio vaquero sin mangas siquiera, metiéndose en un establo ajeno y barbotando como un geiser, y yo sé todo lo que hay que saber sobre el cuidado de cascos. ¡Todo!

Pero Emily Walcott ardía de indignación porque sabía que el extraño tenía razón: tendría que haber utilizado dos trozos de cuerda, pero tenía demasiada prisa.

Al salir del pesebre, no dedicó al desconocido más que una mirada fugaz y lo dejó atrás.

– Aquí alojamos caballos. Los alimentamos, los almohazamos, les damos agua y los enjaezamos, y alquilamos arreos de montar. ¡Pero lo que no hacemos es permitir que un mozo de cuadra de poca monta quiera hacer su aprendizaje con nuestros animales!

Para azoramiento de Emily, cuando pasó junto al hombre este estalló en carcajadas. Se dio la vuelta con mirada asesina y las comisuras de la boca caídas como si estuviesen atadas a sus zapatos.

– Señor, no tengo tiempo para perderlo con usted. Tal vez con sus caballos, si habla rápido. Y bien, ¿los deja adentro o afuera? ¿Heno o avena?

– ¿Mozo de cuadra de poca monta? -logró decir, todavía riendo.

– Está bien, como quiera. -Obstinada, cambió de dirección dirigiéndose hacia una compuerta que daba al henil y pasó junto al hombre con expresión hostil-. Lo siento, estamos completos -le advirtió con sequedad-. Pruebe en Rock Springs. Está a unos pocos kilómetros, en esa dirección. -Hizo un ademán con el pulgar hacia el sur.

Rock Springs estaba a más de quinientos sesenta kilómetros y había tardado dieciocho días en cubrirlos. La muchacha comenzó a subir la escalera hasta que una mano aferró una de sus gastadas botas de vaquero que olían a caballo.

– ¡Eh, espere un minuto!

La bota se salió y quedó en la mano de Jeffcoat.

Tan sorprendido como ella, se quedó mirando con la boca abierta el pie descalzo, con el tobillo sucio y briznas de heno pegadas a la piel, y pensando que era la presentación más extraña que había tenido con un miembro del sexo opuesto. En el lugar del que provenía, las damas usaban vestidos de algodón con enaguas de trencillas y delantales blancos almidonados, en vez de los de cuero, y sombreros de paja en vez de gorras de muchacho, y delicados zapatos abotonados pero no botas de vaquero con estiércol pegado. Y medias largas… delicadas medias de hilo de Escocia que ningún caballero veía jamás. Sin embargo, ahí estaba, contemplando fijamente el pie descalzo.

– Oh, lo… lo siento, señorita, lo siento mucho.

La vio bajar y volverse, rígida, con un rostro tan encendido como un amanecer de verano.

– ¿Le ha dicho alguien que es usted un dolor brutal, infernal en el trasero?

Le arrebató la bota, volcó un balde esmaltado y se sentó sobre él para calzarse. Antes de que pudiese hacerlo, el hombre se la quitó de la mano y se apoyó sobre una rodilla para hacer los honores.

– Permítame, señorita. Y para responder a su pregunta sí, mi madre, mi abuela, mi novia y mis maestras. Al parecer, toda mi vida he tenido la virtud de irritar a las mujeres, aunque nunca he sabido por qué. Nunca he hecho algo como esto, ¿y usted?

Sostuvo la bota en posición.

Emily sintió que todo su cuerpo se sonrojaba, desde los pies sucios hasta la gorra del hermano. Le quitó la bota y se la calzó ella misma.

Sonriente, sin dejar de observarla, Jeffcoat respondió, a destiempo:

– Avena, por favor, y albérguelos adentro y cepíllelos, también. ¿Tengo que pagar por adelantado?

– ¡He dicho que estamos completos! -Se levantó de un salto, lo eludió con un giro cargado de rabia y subió al altillo-. ¡Vaya a resolver su asunto en cualquier otro lado!

El hombre miró hacia arriba, pero no vio otra cosa que vigas y motas de polvo.

– Lo siento, señora. En verdad lo lamento.

Un montón de heno le aterrizó en la cabeza. Se dobló hacia adelante, resoplando y estornudando.

– ¡Eh, mire lo que hace! -Oyó las pistolas que golpeaban en lo alto y el arrastrar de las botas por el suelo del desván. Apareció otra horquilla con heno y retrocedió, al tiempo que gritaba-: ¿Puedo dejar los caballos o no?

– ¡No!

– ¡Pero este es el único establo del pueblo!

– ¡He dicho que no hay más lugar!

– ¡No es cierto!

– ¡Sí, lo es!

– Si es por el pie descalzo, ya le he dicho que lo lamento. Y ahora, baje aquí, así podré pagarle.

– ¡Le repito que estamos completos! ¡Váyase!

Desde el extremo opuesto del cobertizo, Edwin escuchó la discusión con interés creciente. Vio al extraño con heno en el sombrero y en los hombros, vio que otra carga de la horquilla llovía desde la compuerta, oyó la mentira evidente de su hija y decidió que era hora de intervenir.

– ¿Qué está pasando aquí?

Se hizo silencio, sólo quebrado por el martillo de un herrero, en otro punto de la calle.

Jeffcoat se dio la vuelta y encontró a un hombre robusto enmarcado en la entrada, con los brazos en jarras, poderosos, asomando por las mangas enrolladas y el pelo del pecho por el cuello abierto de la camisa de franela roja desvaída. Los pantalones negros estaban metidos en unas botas a media pierna y unos tirantes a rayas enfatizaban su figura musculosa. Tenía el cabello negro revuelto, veteado de gris, un espeso bigote negro, ojos azules y una boca parecida a la de la muchacha.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor…?

Jeffcoat se sacudió el heno de los hombros y golpeó el sombrero contra el muslo. Se adelantó y extendió una mano:

– Tom Jeffcoat es mi nombre. Sí, hay algo en que puede ayudarme. Me gustaría dejar mis caballos unos días, si puedo.

– Me llamo Edwin Walcott. ¿Existe algún motivo por el que no debería dejarlos?

– No, que yo sepa, señor.

– ¿Qué es eso acerca de usted y el pie descalzo de mi hija?

– Ella estaba subiendo la escalera y yo, de manera accidental, tratando de detenerla, le quité una bota.

– ¡Emily! -Walcott torció la cabeza hacia el henil-. ¿Es eso cierto?

– Sí -exclamó, en tono obstinado.

– ¿Este sujeto intentó hacer algo que quieras contarme?

Emily dio un puntapié a un montón de heno y lo hizo revolotear, pero no respondió.

– ¿Emily?

Mortificada, fijó la vista en el heno, apretó la boca más fuerte que un nudo marinero y manoseó el pulido mango del tridente como si estuviese aplicando linimento a la pata de un caballo. Por fin, fue a zancadas hasta la compuerta del henil. Con los pies separados y rascando con los dientes del tridente en el suelo de pino, afrontó la mirada del padre vuelta hacia arriba.

– Vino aquí y se puso a parlotear sobre los caballos, y de cómo tendría que haber amarrado a Sergeant: se tomó la libertad de examinarle el casco y darme consejos sobre cómo curarlo. Me puso furiosa, eso es todo.

– ¿Y por eso has rechazado la transacción?

El orgullo la obligó a guardar silencio.

– No tuve intención de faltarle al respeto -interrumpió Jeffcoat, apaciguador-. Pero debo admitir que estuve provocándola, y cuando entré, cometí el error de creer que era un muchacho. Me parece que eso la irritó, señor.

Walcott se volvió y se mordió la parte interna del labio para no sonreír.

– Entre en la oficina. Ahí es donde hacemos negocios. ¿Cuántos días dejará a su yunta aquí?

En vez de seguirlo de inmediato, Jeffcoat se paró bajo la escalera y alzó la vista hacia la muchacha que lo miraba ceñuda, desde arriba.

– Seguro, una semana, quizá más.

Sabía, sin lugar a dudas, que la chica debía de tener ganas de lanzarle la horquilla a la cabeza. Pero permaneció quieta, aferrando el mango con ambas manos y mirándolo con odio silencioso.

– Buenas tardes, señorita Walcott -dijo con calma y, tras alzar el sombrero en señal de saludo, siguió al padre.

Walcott lo guió por una puerta hasta un cubículo adosado al costado este del cobertizo, un cuarto pequeño con suelo de hormigón irregular y ventanas con cuatro pequeños paneles de cristal, dos que daban a la calle y, las otras dos, al solar vacío. Al atardecer, la oficina debía ser luminosa pero en ese momento, a mitad de la tarde, estaba fresca y sombreada. Había un escritorio lleno de cicatrices al que le faltaba la cortina corrediza, con los compartimientos desbordantes de papeles sobre la tapa polvorienta, atestada de anillos de bridas, frenos acodados, clavos de herraduras, martillos para tachuelas, linimento de caballo y un plato blanco con unos guisantes verdes y un mendrugo de pan seco pegado en un charco de salsa coagulada. La silla estaba inclinada sobre sus ruedas, y el barniz se había saltado en el respaldo y los brazos. Contra la pared norte se desplomaba un sofá metálico con los resortes al aire, cubierto por una colchoneta de confección casera hecha de arpillera rellena, encima de la cual estaba tendida una manta de retazos de diversos colores, sobre la que dormía un gato de color miel. A la derecha de la puerta, una pequeña estufa panzona. De las paredes colgaba un sinfín de rarezas: trampas para castores, un programa de teatro, tarjetas de medicamentos, un anuncio del espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill Cody, una colección de llaves de colleras de yugo, el programa del verano anterior del club profesional de béisbol de Philadelphia, un antiguo reloj de péndulo que marcaba lentamente las horas. La habitación olía a salsa de cebollas, linimento aromático, cereal y cáñamo. Este último provenía tal vez de una fila de bolsas de arpillera apoyadas contra la pared, a la izquierda de la puerta.

– Es comprensible que mi hija sea un poco susceptible cuando se la critica en relación con los caballos -comentó Walcott, sentándose y haciendo rodar la silla hacia el escritorio. Chocó con alguna irregularidad del suelo como una carreta sin resortes andando sobre un camino helado-. Ha estado con ellos toda su vida e intercambia correspondencia con un hombre de Cleveland llamado Barnum, que le enseña medicina veterinaria.

– ¿Una muchacha… médica veterinaria?

– Aquí hay muchos animales. Le resultará muy útil.

– ¿O sea que está estudiando por correspondencia? -preguntó, maravillado.

– Así es -confirmó Walcott, mientras tomaba una libreta de recibos y una pluma-. Ahora, llega con bastante regularidad, cinco veces por semana, casi todas las semanas, a caballo. Aquí tiene.

Giró en la silla y entregó a Jeffcoat un recibo por dos bayos con manchas blancas y una carreta de caja doble verde, bordeada de rojo. Walcott era un hombre prevenido: con los registros que llevaba, jamás lo acusarían de robar un caballo.

– ¿Le molestaría si le pregunto qué está haciendo en el pueblo, señor Jeffcoat?

Mientras guardaba el recibo en el bolsillo, respondió:

– En absoluto. Un hombre llamado J. D. Loucks puso un anuncio en el periódico de Springfield referido a este pueblo, y a lo que podía ofrecer a un hombre joven y emprendedor. Me pareció un sitio en el que me agradaría vivir, de modo que tomé el tren a Rock Springs, me aprovisioné allí e hice el resto del trayecto en carreta, y aquí estoy.

– Y aquí está, ¿para hacer qué?

– Pienso establecer un negocio y mi hogar aquí, en cuanto compre algo de tierra para hacerlo.

– Bueno -rió con suavidad el hombre mayor-. J. D. Loucks estará más que feliz de venderle cuantos terrenos quiera y en el pueblo hace falta más gente joven. ¿Cuál es su campo de trabajo?

Jeffcoat vaciló un instante antes de responder:

– Me dedico a la herrería. Me enseñó mi padre, en Springfield.

– ¿En Missouri o Illinois?

– Missouri.

– Missouri, ¿eh? Eso significa que debe de haber herrado muchos caballos que atravesaron este territorio de camino al Oregon Trail, ¿no es cierto?

– Sí, señor, así es.

– En este pueblo ya hay herrero, ¿sabe?

– Eso he visto. Anduve por las calles antes de detenerme aquí.

Edwin se levantó y abrió la marcha hacia la yunta, que aún esperaba afuera.

– Le diré algo que no es secreto para nadie en Sheridan. El viejo Pinnick podría hacer más y mejores trabajos. Pero pasa más tiempo en el Mint Saloon que en la forja, y si hubiese herrado bien a Sergeant, para empezar, no tendríamos que estar curándolo ahora.

– Con que Pinnick, ¿eh?

– Así se llama su competidor: Walter Pinnick. Es demasiado perezoso para colocar un cartel sobre la herrería y anunciarse. Se limita a dejar que el ruido del martillo atraiga a los clientes… cuando suena. -Afuera, en el sol, Walcott se interrumpió para escuchar y, por supuesto, el martilleo de antes había cesado-. El viejo Pinnick debe de haber tenido un ataque de sequedad en la garganta -concluyó en tono sarcástico, prosiguiendo luego hacia la yunta de animales.

Jeffcoat reflexionó un momento y llegó a la conclusión de que era mejor ser franco con ese hombre.

– Señor, quiero ser sincero con usted. Yo también he estado con caballos toda mi vida y pienso hacer algo más que herrar. Para decirle la verdad, tengo intenciones de abrir un establo para alojar caballos.

Walcott se detuvo con la mano en una brida y se volvió para mirar al joven. Dio la impresión de que el aire quedaba atrapado en su garganta y luego salía en un suave silbido.

– Bueno… -dijo, dejando caer la barbilla. Pensó un instante y luego alzó la vista riendo-. Me ha pillado por sorpresa, joven.

– Por lo que he visto y leído, creo que hay negocio suficiente para los dos en este pueblo. Pasan montones de vaqueros de Texas llevando rebaños o empezando con sus pequeños ranchos en la vecindad, ¿no es cierto? Y ahora que se otorga tierra para establecer colonos, están llegando inmigrantes también. Un valle como este tiene que atraerlos. Diablos, tiene más de ciento cincuenta kilómetros de ancho, por no hablar de la tierra apta para la cría de ovejas en las colinas que lo rodean. Creo que Loucks tiene razón. Pronto, este pueblo se convertirá en un centro comercial.

De nuevo, Walcott rió con amargura.

– Bueno, esperemos que así sea. Hasta ahora, el centro comercial de la zona parece ser Buffalo, pero estamos creciendo. -Se volvió hacia los caballos-. ¿Piensa dejar la carreta también?

– Si puedo…

– La pondré atrás, junto a la fosa de herraduras. Por la carga que lleva, parece que piensa construir de inmediato.

– En cuanto compre ese solar.

– Hallará la oficina de Loucks en la calle Smith. Pregunte a cualquiera y le indicarán.

– Gracias, señor Walcott.

– Llámame Edwin. Es un pueblo pequeño y solemos llamarnos por el nombre.

Jeffcoat le tendió la mano, aliviado de que hubiese reaccionado con calma ante las noticias.

– Gracias por su ayuda, Edwin, y puede llamarme Tom.

– De acuerdo, Tom. No sé si desearle buena suerte o no.

Al separarse, rieron, y Jeffcoat, sacando una bolsa de la carreta, alzó una mano en señal de saludo y le informó:

– Los caballos se llaman Liza y Rex.

Mientras veía alejarse a Tom Jeffcoat, Edwin sintió una fugaz punzada de envidia. Joven, no mayor de veinticinco años y aventurero, volando lejos, con toda la vida y las elecciones por delante en un territorio en el que la gente joven tenía garantizado el derecho de elegir por sí misma. Cuando él tenía esa edad, las cosas eran muy distintas. En aquella época, el futuro de un hombre con frecuencia estaba determinado por padres severos y autoritarios que planeaban su vida con la mejor de las intenciones, pero sin consultarlo. Lo planeaban todo, desde el modo en que se ganaría la vida hasta la mujer con quien se casaría, y Edwin había sido un hijo respetuoso y obediente. Se hizo palafrenero como su padre y se casó con la señorita Josephine Borley, con la que seguía respetuosamente casado. Pero había alguien a quien nunca había olvidado.

Aunque sucedió veintidós años atrás, todavía pensaba en ella. Fannie. Con sus ojos brillantes y su espíritu valeroso. Fannie, la prima de Josephine, tan diferente de ella como las brasas del carbón. Fannie, que en lugar de preguntar por qué, siempre preguntaba por qué no. Que a los diecisiete años luchó por el sufragio femenino, montó a horcajadas y fumó a escondidas con él y luego le exigió: "Bésame y dime si tengo sabor a humo". Fannie, de la que había huido en cuanto se casó, pues quedarse cerca de ella resultaba peligroso. Fannie, que heredó la fortuna de sus padres cuando estos murieron y la empleó para viajar y experimentar cosas que a la mayoría de las mujeres les parecían estrafalarias, hasta impropias. La última carta, escrita en su habitual estilo animado, informaba que había comprado una bicicleta Monarch y se había unido al Club del Ciclismo de Damas de North Shore, que planeaba hacer una salida de cuatro días desde Malden a Gloucester, Massachusetts, pernoctando en el Pavilion y en Essex House, paradas más breves en Marblehead Neck y Nahant, y atracciones tales como un almuerzo al aire libre sobre las rocas de Pigeon Cove y visitas a Rafe's Chasm y Norman's Woe.

Fannie, extravagante Fannie… ¿qué aspecto tendría ahora? ¿Sería feliz? ¿Estaría enamorada? Su vida estaba llena de acontecimientos poco comunes, de actitudes progresistas, liberales, pero nunca tuvo un marido. ¿Por qué? En esos veintidós años, ¿hubo alguien especial? Las cartas jamás mencionaban a ningún hombre, excepto en relación con alguna de sus actividades sociales. Pero Edwin nunca dejó de preguntarse si habría algún hombre en particular y nunca dejaría de hacerlo.

Sabía que era por el recuerdo de Fannie por lo que nunca se opuso a los extravagantes deseos de Emily. Emily era tan parecida a la Fannie que él recordaba que la amaba de modo incondicional y siempre tuvo la secreta esperanza de que fuese como ella: en parte rebelde, en parte hada, pero siempre mujer. Cuando su hija comenzó a merodear el establo y pidió permiso para ayudar con los caballos, Edwin accedió encantado. Cuando arregló un par de pantalones del padre y empezó a usarlos para estar en el cobertizo, no hizo comentarios. Cuando leyó en el periódico el anuncio del doctor Barnum sobre el curso de correspondencia en medicina veterinaria y pidió permiso para inscribirse, lo pagó con todo gusto.

Como su propia vida fue aplastada por progenitores que le impusieron su propia voluntad, al convertirse en padre se prometió que nunca les haría lo mismo a sus hijos.

Y en el presente, Emily tenía dieciocho años y era muy parecida a la antigua Fannie: decidida, usaba pantalones, se interesaba en actividades masculinas y escandalizaba a muchos.

Al volver junto a ella después de que Tom Jeffcoat se marchara, Edwin la encontró muy apaciguada. Estaba esperando en el corredor, entre los pesebres; dos de los recipientes para heno ya estaban llenos y sostenía las cuatro cuerdas de los caballos de Jeffcoat que Edwin llevó adentro, para después detenerse ante ella.

– Oh, papá, lo siento.

Se acercó a él y le abrazó el pecho con el gesto de quien está habituado a hacerlo a menudo. Con las riendas en las manos, lo único que pudo hacer Edwin fue apoyar la mejilla, con afecto, sobre la áspera gorra de lana.

– No pasa nada. De todos modos, hemos conseguido el negocio.

La muchacha retrocedió para contemplar la cara de su padre y vio en ella la sonrisa de perdón que esperaba.

– Sin embargo, sí me hizo enfadar al llamarme muchacho. ¿Acaso te parece que tengo aspecto de muchacho?

– Eeeh… -Con una semisonrisa, observó la gorra, el delantal, las botas-. Ahora que lo dices…

Emily intentó contener la sonrisa, pero al final no lo logró.

– Para serte sincera, papá, a veces no sé por qué te quiero tanto. -Le dio un cariñoso puñetazo juguetón, y se puso seria-. ¿Cómo está mamá?

– Descansando. No hace falta que te des prisa. Antes, ayúdame a atender a los caballos.

Comprendió que prefería el trabajo en el establo en lugar del cuidado de la enferma y el trabajo doméstico, y trataba de no abrumarla injustamente con las tareas de la casa que parecían no tener fin, pues Josephine, enferma, cada vez tenía menos capacidad de ocuparse de ellas. Percibió el alivio inconsciente de su hija cuando tomó las riendas con ansiedad, miró los ojos castaños de la yegua y preguntó:

– ¿Cómo se llama?

– Liza.

– ¿Y él?

– Rex.

– Ven, Liza, vamos a desensillarte y a cepillarte.

Trabajaron juntos, en amable compañía, sujetando a los caballos en el centro del corredor, quitándoles los arneses, limpiándoles la piel con suaves cepilladas, haciendo ascender el fecundo olor del sudor de los animales. Mientras frotaba el tibio pellejo húmedo de Liza, Emily preguntó:

– ¿Cuánto tiempo se quedarán estos dos?

– Una semana… quizá más.

– ¿Qué hará el dueño, entretanto?

Aunque había oído perfectamente el nombre de Jeffcoat, se negaba a pronunciarlo.

– Comprar un solar y construir.

Emily detuvo el movimiento.

– ¿Construir?

– Es herrero. Ha venido aquí a establecer su negocio.

– ¡Un herrero!

– En efecto, de modo que trata de llevarte bien con él, si puedes. Tal vez necesitemos de sus servicios más adelante, si resulta ser siquiera un cuarto más sobrio que Pinnick.

Volvió al cepillado, pero con más energía de la necesaria. Edwin echó un vistazo al semblante de su hija y lo vio ensombrecido por una expresión ceñuda mientras seguía empuñando el cepillo, que luego cambió por un peine de almohazar. Imaginando cómo reaccionaría ante el resto de las novedades, dijo con cautela:

– Eso no es todo.

Emily alzó con brusquedad la cabeza y las miradas de padre e hija se encontraron.

– ¿Qué más?

– Piensa herrar en su propio establo para alojar caballos.

Emily se quedó con la boca abierta.

– ¿Qué?

– Me has oído bien.

– Oh, papá…

El tono expresaba auténtico pesar. ¿Acaso no tenía su padre bastantes preocupaciones? Mamá enferma, todos esforzándose por reemplazarla en el hogar y trabajar doble aquí. ¡Y ahora esto! ¡Tuvo ganas de agarrar a J. D. Loucks, a su anuncio y al señor Tom Jeffcoat y tirarlos por un precipicio!

– Por lo menos ha sido honesto con eso -observó Edwin.

– ¿Qué remedio le quedaba si piensa construir algo tan grande como un establo?

– Este es un país libre y, por lo que sé, tal vez tenga razón. Es probable que haya suficiente negocio para los dos.

– ¿Dónde piensa construir? -preguntó, hostil.

– Yo sé tanto como tú.

Pero ninguno de los dos ignoraba que J. D. Loucks podría venderle el terreno que quisiera. El pueblo era suyo. Lo había comprado hacía siete años, demarcó una parcela de poco más de dieciséis hectáreas, dibujó un solar en un trozo de papel marrón de envolver y la Asamblea Territorial de Wyoming se lo adjudicó al año siguiente. Fue elegido alcalde, bautizó al pueblo en honor a su jefe en la Guerra Civil, el general Philip H. Sheridan, y se dedicó a tentar a personas jóvenes para que se instalaran allí.

Era un pueblo de hacendados. Loucks mismo lo hizo así, reconociendo el valor de las ricas tierras de pastoreo del valle y anticipándose a un próspero futuro que traerían los conductores de rebaños de ganado por el Bozeman Corridor, desde las agotadas tierras de Texas. El pueblo lo tenía todo: vastas extensiones de carbón blando a pocos kilómetros, los ondulantes Goose Creeks que surcaban el territorio de irregulares líneas oscuras, el segundo promedio de velocidad de viento más bajo de Estados Unidos y cientos de hectáreas vecinas de tierras indias que se abrieron al dominio público, pues habían concluido las guerras contra los indios.

Los tentadores anuncios que Loucks puso en los periódicos del este dieron resultados casi inmediatos. Como era de esperar, los primeros en venderse fueron los solares de la calle Main, la principal, que ya estaba llena de negocios, desde el hotel Windsor en el extremo sur, hasta el arroyo que la cortaba por el Norte. Todavía había terrenos disponibles en las calles laterales, como Grinnell.

– ¡Bueno, será mejor que se mantenga lejos de aquí! -refunfuñó Emily Walcott, mientras conducía al caballo de Jeffcoat a un pesebre-. No quisiera toparme con él más de lo imprescindible.

Pero resultó que se topó con él menos de una hora después. Se encaminaba hacia la casa para ver a su madre, mientras Jeffcoat y J. D. Loucks venían por la calle en el elegante coche Peerless de Loucks, evidentemente recorriendo el pueblo. Emily se detuvo en seco en mitad de la acera, al ver pasar a Loucks con su barba blanca, conduciendo su yunta de tordos. Con los labios apretados, echó una mirada furibunda al hombre que iba junto a él. Debió de haber ido al hotel a lavarse. Se había afeitado las patillas y llevaba una levita con mangas, el corbatín tenía un aspecto correcto sobre la pechera de la camisa blanca, limpia. ¡Pero la sonrisa del joven la hizo apretar los puños!

Jeffcoat se tocó el ala del sombrero y saludó a Emily con la cabeza, mientras esta sentía que se le coloreaban las mejillas. Dejó la vista clavada en ella hasta que el coche siguió adelante y pasó. Entonces, la muchacha reanudó sus zancadas furibundas y deseó haberle arrojado el tridente a la cabeza cuando tuvo ocasión.

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