Cuando llevaron a Tom a la casa en un coche de cuatro asientos, Emily viajó detrás de su padre, ardiendo de mortificación. ¡No podía creer en su torpeza!
En cuanto a Edwin, guiaba mientras repasaba los hechos para sus adentros, atravesado por sentimientos ambivalentes, hasta un poco amilanado al recordar su propio estallido. Al llegar a casa de Tom lanzó a Emily una mirada de reproche, al ver que observaba, ansiosa, cómo se apeaba el herido. Tom se movía con cuidado, sosteniéndose las costillas cuando pisó el estribo del coche y se bajó. Cuando llegó al suelo, Emily se levantó como para seguirlo, pero Edwin le ordenó:
– Quédate donde estás. Vendrás a casa con nosotros.
– Pero papá, Tom necesita…
– Se las arreglará bien.
Emily se puso furiosa y le replicó:
– ¡Puedo decidir por mí misma, papá!
Puso los brazos en jarras y lo miró, enfadada.
Tom levantó la vista y creyó conveniente aconsejarle:
– Tiene razón, Emily. Vete a tu casa. Yo estaré bien. Gracias por su ayuda, Edwin… y a ti, Fannie.
– Sí -dijo Edwin, desganado, para ocultar el fastidio que sentía consigo mismo por su falta de discreción-. ¡Arre!
Hizo chasquear las riendas con tal brusquedad que Emily cayó sobre el asiento.
– ¡Papá! -protestó, furiosa, sujetándose al borde del asiento.
Siguió guiando sin volverse.
– ¡Nada de papá! ¡Yo sé lo que es mejor para ti!
– ¡Has sido increíblemente grosero! ¡Jamás imaginé que llegaría a ver el día en que te mostraras autoritario!
– Estás de luto -le respondió, terco.
– ¡Ah, claro, como estoy de duelo, tengo que tolerar tu aspereza durante un año!
– ¡Emily, soy tu padre! ¡Y no soy áspero!
– ¡Lo eres! ¿No es rudo, Fannie? ¡Díselo!
Fannie tenía sus propias opiniones, pero prefirió reservarlas para cuando estuviese a solas con Edwin. No tenía intención de hacer el papel de abogado del diablo ante la hija de Edwin. Con un ademán indicó claramente: A mí no me metáis en esto.
– ¡No sólo se ha comportado con rudeza sino que ha sido grosero con mi novio!
– ¡Tu novio, ja!
Ceñudo, clavó la vista en las grupas de los caballos que trotaban adelante.
– Esta noche, cuando fue a casa a buscarme, te pareció de lo más agradable. ¡Si se te iluminó la cara cuando viste que era él!
– ¡Tienes todo un año de noviazgo por delante, jovencita, y no aceptaré que vayas a arroparlo en la cama!
– ¡Arroparlo… oh, papá!
Avergonzada, Emily intentó contener las lágrimas.
– Edwin -lo recriminó Fannie, rompiendo la promesa de guardar silencio-. Eso ha sido innecesario.
– ¡Bueno, Fannie, maldita sea! -explotó-. ¡Charles es como un hijo para mí!
– Lo sabemos, Edwin, y sería conveniente que no lo repitieses tan a menudo. Ahora hay que considerar a otro novio, que también tiene sentimientos.
Hicieron el resto del camino en medio de un incómodo silencio. Edwin tiró de las riendas con la vista fija adelante, mientras que Emily se apeaba de un salto y entraba en la casa, colérica. Fannie apretó en silencio el brazo de Edwin antes de entrar.
Emily se paseaba, turbulenta, y giró con brusquedad hacia Fannie en cuanto esta entró.
– ¡Cómo ha podido hacer semejante cosa!
Sin alterarse, Fannie encendió una lámpara y se sacó el abrigo.
– Dale un par de días para que se haga a la idea de que estés con Tom. Terminará aceptándolo.
– ¡Pero, mira que apuntarle con el dedo y darle órdenes, como si fuese… como si no fuese un caballero! ¡Me sentí muy mortificada! ¡Y ese comentario acerca de arroparlo en la cama ha sido imperdonable! ¡Quería morirme! -Le brotaron lágrimas de indignación-. ¡Fannie, no hemos hecho nada de lo que tengamos que avergonzarnos, nada!
– Yo lo sé, querida, lo sé. -Tomó a Emily en los brazos y la abrazó-. Pero debes recordar que no es una época fácil para tu padre. Todo su universo está cambiando. Perdió a tu madre y ahora siente que también pierde a Charles. Tú planeas casarte y abandonar el nido. Es natural que esté perturbado, y si a veces lo manifiesta con poco tacto, debes tener paciencia con él.
– Pero no lo entiendo, Fannie. -Se apartó, demasiado agitada para quedarse quieta-. Siempre estuvo de mi lado y siempre sostuvo que lo más importante en la vida es ser feliz. Y ahora que yo… que voy a ser feliz, cuando Tom y yo nos casemos… Supuse que papá pensaría en eso, querría eso para mí y no que me case con alguien a quien no amo. Los comentarios que ha hecho son completamente impropios de él. Habría esperado que mi madre dijese algo así, pero no papá. Jamás papá.
Fannie observó a la joven y sonrió con benevolencia. Por unos segundos, sopesó si sería prudente o no decirle lo que pensaba. ¿Sería justo para con Edwin que ella especulase con los motivos reales de su estallido? Quizá no, pero por lo menos ayudaría a Emily a entender parte de la presión que estaba soportando el padre.
– Ven aquí, siéntate. -La tomó de las manos, la llevó hasta una silla de la cocina, tomó otra para sí y sostuvo las manos de la muchacha encima de la mesa-. Emily, ya tienes diecinueve años, eres toda una mujer. -Hablaba con placidez, con una voz que la comprensión y la sabiduría hacían elocuente-. Sin duda, tienes edad suficiente para haber estado expuesta a las tentaciones que acarrea enamorarse. Son naturales. Nos enamoramos y deseamos consumar ese amor. Bueno, lo que sucede con tu padre y conmigo no es muy diferente. Tal vez ahora entiendas que la advertencia que Edwin le hizo a Tom, sin que lo advirtiese en realidad, estaba dirigida hacia sí mismo.
Emily se despojó de la ira como de un vestido y ese sentimiento fue reemplazado por una incredulidad que le hizo abrir mucho los ojos.
– Oh, quieres decir que… -farfulló, interrumpiéndose, con expresión perpleja. Repitió en tono más sereno-: Oh.
– ¿Te he escandalizado, querida? No quise hacerlo. -Sin dejar de sonreír, Fannie le soltó las manos-. Pero somos dos mujeres, las dos estamos enamoradas y atrapadas en esta convención execrable, estúpida, que llaman duelo. Quizá nosotras podamos tolerarla un poco mejor que los hombres. Tal vez esa sea nuestra fortaleza.
Emily miró fijo a Fannie, demasiado asombrada para hablar.
– Y ahora, querida, es tarde -observó Fannie, concluyendo la sorprendente revelación con su gracia habitual-. ¿No convendría que te fueras a la cama?
Dos horas después, acostada, Emily estaba completamente despierta pensando en la sorprendente revelación que Fannie le había hecho en la cocina. ¡Incluso a su edad, a Papá y a Fannie aún los conmovía la carnalidad! Comprenderlo, alivió buena parte del rencor hacia su padre.
Aunque era algo que se preguntaba a menudo, no era un tema acerca del cual se le pregunta a un padre. ¡Al menos no a sus padres! Acostada al lado de Fannie dormida, oyendo su respiración regular, Emily absorbió esa verdad que le había revelado con tanta franqueza y sobre la cual toda novia inminente se preguntaría: lo que ella y Tom sentían uno por el otro podía durar y era casi seguro que duraría mucho más tiempo del que habría imaginado.
El último tiempo, desde que recibió los primeros besos y las primeras caricias de Tom, Emily dedicó muchas horas de insomnio a reflexionar sobre ese mismo tema. La sensualidad. Era maravillosa, desbordante, intimidatoria. Y antes del matrimonio, era responsabilidad de la mujer combatirla tanto en ella como en el hombre.
Evocó la imagen de Tom, sus lánguidos ojos azules, su sonrisa, sus labios, sus besos, sus manos. Con las mantas apretadas fuertemente bajo los brazos y las manos apoyadas sobre la pelvis, percibió un latido que palpitaba ahí, muy adentro. Con él, una calidez, imágenes evanescentes, provocadas por las pocas veces que Tom la había abrazado y acariciado.
La hizo reflexionar sobre el acto marital. Había varias palabras que lo nombraban: cópula, conjunción, consumación, acoplamiento, relación sexual, correría juvenil (esta la hizo sonreír)… hacer el amor (se puso seria).
Sí, hacer el amor. Esa era la expresión que más le gustaba.
¿Cómo sería? ¿Cómo empezaría? ¿A oscuras? ¿Con luz? ¿Entre sábanas o sobre las mantas, como aquella noche, en la casa de Tom? ¿Sería incierto o espontáneo? ¿Qué diría él? ¿Qué haría? Y ella, ¿cómo tenía que reaccionar? Y después, ¿se sentirían incómodos, avergonzados? ¿O acaso el matrimonio crearía una intimidad mágica y perdurable?
El acto marital. Otra frase, que a veces no era verdadera. A veces ocurría fuera del matrimonio: Tarsy se lo había enseñado. Era probable que Tom ya lo hubiese hecho con alguna otra, alguien que conoció antes, más experimentada en las maneras apropiadas de hacerlo. ¿La novia anterior? ¿Tarsy?
Emily abrió los ojos y contempló un rayo de luna que adoptaba la forma de un rincón del cuarto. Supongamos que, a fin de cuentas, lo hubiese hecho con Tarsy. Se esforzaba por creer que no era así, pero en ocasiones dudaba.
Tarsy, que le contaba cuan íntimos se habían vuelto.
Que, además, admitió que a veces pensaba en "atraparlo" para que se casara con ella.
Que había cambiado tanto en los últimos meses porque amaba a Tom Jeffcoat.
Mañana tengo que decírselo a Tarsy. Mañana, antes de que se entere por cualquier otra vía.
A las cinco y media de la mañana siguiente, Emily dejó una nota sobre la mesa de la cocina: Voy a dar de comer a los caballos de Tom. Vuelvo en una hora. Emily.
Primero, fue a la casa de Tom. Como estaba todo oscuro, dio la vuelta y golpeó en la ventana del dormitorio, retrocedió y esperó, pero no hubo respuesta. Golpeó otra vez, más fuerte, y se lo imaginó rodando de la cama, gimiendo, enyesado. Pasó un minuto completo hasta que se abrió la persiana y apareció la cara como un manchón blanco en la penumbra, distorsionado por el cristal de la ventana.
– ¿Tom? -Se puso de puntillas y acercó la boca a la ventana-. Soy Emily.
– ¿Em? -La voz llegó amortiguada a través de la pared-. ¿Qué pasa?
– Nada. Quédate en la cama. Voy a atender a tus animales. Tú descansa.
– No, tú… yo me…
– ¡Vuelve a la cama!
– ¡No, Emily, espera! -Apoyó una mano contra la ventana-. ¡Acércate a la puerta!
Dejó caer la persiana y Emily se quedó mirándola, y volvió a escuchar la regañina del padre acerca de arroparlo en la cama. Antes de que pudiese ejercitar la prudencia y alejarse, la luz de la lámpara doró la persiana desde adentro y luego se extinguió cuando el dueño de casa la llevó desde el cuarto hacia el frente de la casa.
Cinco y media de la mañana. La hora en sí tenía un aura de intimidad, el hecho mismo de que hubiese estado durmiendo. Con la vista fija en la persiana, Emily se creyó completamente decidida a irse sin posar un pie en el porche.
Desde la otra parte de la casa, escuchó llamar:
– ¿Em?
En voz queda, casi un susurro.
Afirmó su resolución, rodeó la casa hacia la fachada, subió dos escalones del porche y luego se quedó inmóvil.
Por la puerta asomaron la cabeza y un hombro desnudo de Tom.
– ¡Entra, que hace frío!
El aliento formó una nubécula blanca en el aire helado previo al amanecer.
– Mejor, no.
– ¡Maldición, Emily, ven aquí! ¡Hace mucho frío!
Terminó de subir los peldaños y entró, sin sacar las manos de los bolsillos ni quitar la vista del suelo. Tom cerró la puerta y se frotó los brazos para calentárselos. Sin mirarlo, sabía que estaba descalzo, que tenía el pecho descubierto y que no tenía puestos más que los pantalones y las vendas blancas en el torso. Se preguntó una vez más qué diría su padre.
– Lamento haberte despertado.
– No importa.
– No quería que te levantaras de la cama. Sólo pensaba golpearte la ventana, decirte lo que haría y marcharme.
Miró por encima de sus hombros y se apresuró a bajar la vista.
– ¿Qué hora es?
– Cinco y media.
– ¿Nada más? -Gimió y se flexionó con vivacidad-. Dios mío, anoche no pude dormir. Me dolían las costillas.
– ¿Cómo te sientes esta mañana?
– Como si me hubiesen hecho pasar por el ojo de la cerradura. -Posó una mano sobre los vendajes, luego se tocó los incisivos y agregó-: Creo que se me han aflojado algunos dientes.
– Por no hablar de tus huesos. No tienes por qué acarrear heno con las costillas fracturadas. Hoy, yo me encargaré de tu establo.
– Preferiría decirte que no, pero tal como me siento es más prudente agradecértelo. En verdad lo aprecio, Emily.
La muchacha se encogió de hombros.
– No me molesta hacerlo y además conozco a tus caballos por su nombre.
Tom recorrió afectuosamente con la mirada el rostro y el atuendo de muchachito.
– Además -comentó con ternura-, algún día también serán tuyos.
Emily tragó saliva y sintió que se ruborizaba, volviendo a tomar conciencia de que estaban en la casa, en la más absoluta intimidad, y que el atuendo de Tom no tenía nada de decente. Para recordárselo, abordó el tema que no podían seguir eludiendo.
– Lamento lo que dijo mi padre anoche.
Sintió que los ojos de Tom la sondeaban, le miró los pies desnudos y los imaginó pegados a los suyos, los dos acurrucados juntos bajo las sábanas.
– Emily, ¿por eso tienes miedo de mirarme, por lo que dijo tu padre?
Sintió que se sonrojaba y tragó saliva.
– Sí.
– Te aseguro que me agradaría que lo hicieras.
– Tengo puesta mi ropa de trabajo.
– Y yo no me quejo.
Emily alzó lentamente la cabeza, abrió la boca y en sus ojos apareció una expresión de horror:
– Oh, Thomas…
Tenía el rostro hinchado y descolorido. El cabello erizado en mechones como los de un viejo búfalo después de un invierno riguroso. El ojo izquierdo no se abría más que unos milímetros y el derecho guiñaba, involuntariamente. Debajo, la piel hinchada se había tornado morada y azul. La hermosa boca y la mandíbula eran los de un extraño mutilado.
– Mírate -dijo, acongojada.
– Debo de tener un aspecto espantoso.
– Cuánto debe de dolerte…
– Tanto como para no besarte como me gustaría -admitió, tomándola de los codos y haciéndole perder el equilibrio.
Emily se resistió un poco y dijo:
– Tom, tengo que hablar contigo.
Había temas sobre los que necesitaban hablar y era preferible hacerlo con un mínimo de intimidad.
– Parece grave -bromeó.
– Sí, lo es.
Tom se puso serio.
– De acuerdo… hablemos.
Aspiró una honda bocanada y comenzó:
– Detesté verte pelear por mí. Me sentí impotente… y furiosa.
La sondeó con la mirada, con cierto matiz rebelde en la curva de las cejas, pero tras un momento de silencio, dijo:
– Lo siento.
– Odio verte así, desfigurado.
– Ya lo sé.
– No imaginé que fueses agresivo.
– Nunca lo fui… antes.
– No me gustaría que lo hicieras después de que nos casemos.
Los dos reconocieron que ese momento no era un simple ajuste de cuentas sino un modo de definir el futuro de ambos. La respuesta de Tom, la única que Emily esperaba, indicaba con cuánta deferencia consideraría sus deseos cuando fuesen marido y mujer.
– No lo haré, te lo prometo. Yo no quería pelear con él, tú lo sabes.
– Sí, lo sé.
Con la mirada fija en esos ojos amoratados, se sintió invadida por una extraña mezcla de emociones: pesar por haber tenido que decírselo, compasión por ese cuerpo maltratado, deseo por ese mismo cuerpo, a pesar del aspecto que tenía. Ansiaba acercarse, acariciar, apoyar la cara en el cuello desnudo, tocarle los hombros. Una idea súbita la sobresaltó: Lo quiero tanto que papá tiene razón. No tengo nada que hacer aquí en su casa, aunque esté con ropa de trabajo.
Guiada por el instinto, hizo ademán de irse pero, al llegar a la puerta, se volvió.
– Esta mañana se lo diré a Tarsy. No bien haya dado de comer a tus caballos, iré a su casa y terminaré con esto. Quería que lo supieras.
– ¿Quieres que te acompañe?
– No, creo que es preferible que vaya sola. Lo más probable es que no sea más comprensiva que Charles. Una vez que esté enterada, tú y ella querréis hablar a solas. Lo entiendo y prometo que no me pondré celosa.
– Emily…
Se le acercó.
– Tengo que irme.
Se apresuró a abrir la puerta.
– Espera.
– Ya sabes lo que dijo papá.
– Sí, lo sé, pero ahora papá no está aquí.
Avanzó, cerró de golpe y se interpuso entre la puerta y Emily. Le rodeó el cuello con el brazo y la acercó con suavidad a él, apoyando la mejilla magullada sobre la blanda gorra de lana. Dijo en voz ronca:
– Creo que es muy conveniente que yo esté tan golpeado pues, de lo contrario, nos meteríamos en un montón de problemas.
Oh, el olor de él. Un poco almizclado, un poco desaliñado, un poco a varón, la fragancia natural de la piel añejada durante la noche. Para sus adentros, dio gracias a Dios por los guantes, uno de los cuales apoyaba sobre las vendas blancas, a milímetros del pecho desnudo. No deseaba otra cosa que tocar toda la piel descubierta de Tom, conocer su textura con las yemas de los dedos. Al tiempo que se contenía con firmeza, Tom metía la mano dentro de la chaqueta, por la espalda, y la atraía un poco más hacia sí, acariciándole lánguidamente la zona de la columna vertebral sobre la áspera camisa de franela. La exploró con lentitud, subiendo la mano como si contara cada vértebra, atrayéndola con suavidad. Una mano cálida, dura, una mano viril… qué fácil sería sucumbir a ella.
Se le aceleraron los latidos del corazón y sintió los pechos pesados.
– Thomas… -murmuró, en tono de advertencia.
– No te vayas -rogó en voz queda-. Es la primera vez sin que Charles se interponga entre nosotros. No te vayas.
También Emily percibía la desaparición de ese peso sobre sus conciencias desde que había roto formalmente el compromiso. Pero la represión adoptaba otras formas y se apartó a desgana.
– No puedo venir más aquí, a tu casa. Tenemos que esperar casi diez meses y eso es mucho tiempo. Tengo que irme -repitió, alejándose de él.
Vio que retrocedía hasta que sus hombros chocaron con la puerta. Se miraron con el deseo frustrado claramente impreso en sus rostros.
Se acercó lentamente a ella y Emily sintió los latidos del corazón en la garganta. Pero Tom sólo se acercó a tomar el picaporte, abrió la puerta y le dijo con suavidad:
– Hazme saber cómo te ha ido con Tarsy.
– Lo haré.
Esa misma mañana, a las diez, Tarsy en persona atendió la puerta, con un vestido de corpiño adornado, de rayas rosadas, con favorecedoras pinzas que iban de los hombros al ombligo y subrayaban lo diminuto de la cintura, y una falda de generosa amplitud que exageraba la redondez de las caderas.
Emily llevaba la misma ropa con la que había alimentado a los caballos de Tom y limpiado el establo: una chaqueta de lana, pantalones y botas de cuero sucias.
El cabello de Tarsy estaba recién rizado y sujeto en la nuca con una cinta del mismo color que el vestido.
El de Emily estaba embutido dentro de la gorra de lana del hermano.
Tarsy olía a jabón de lavanda.
Emily, a estiércol de caballo.
La amiga desvió la linda nariz.
– ¡Puf!
Con aire de disculpa, Emily dejó las botas fuera y entró en medias. Apareció la señora Fields desde la cocina, con las manos cubiertas de harina.
– Bueno, Emily, por el amor de Dios, qué sorpresa. Últimamente casi no te vemos.
Era una mujer rolliza, de cabello rubio ondulado, peinado en un moño a la francesa, la única que Emily conocía que llevaba las mejillas pintadas en la cocina y se perfumaba a esa hora. El perfume a madreselva de la colonia flotó hasta ella, encubriendo el olor a levadura que tenía en los dedos.
– Hola, señora Fields.
– ¿Cómo está tu padre?
– Bien.
– ¿Y la señorita Cooper?
– También.
– ¿Volverá pronto al Este?
Como detectó cierto matiz de curiosidad, tuvo el placer de replicar:
– No, señora. Se queda.
– Ah.
La señora Fields arqueó la ceja izquierda.
– No tiene ningún pariente allá. ¿Para qué volvería?
La ceja de la señora volvió a su nivel de costumbre y parpadeó dos veces, como asombrada por la inmediata defensa de Fannie que asumió Emily.
– Bueno… como tu madre ya no está, que en paz descanse, pensé que ya no necesitaban los servicios de la señorita Cooper.
– Al contrario, todos la necesitamos mucho y le rogamos que se quedara. Al final, decidí continuar mis estudios de veterinaria y trabajar… en los establos por tiempo indefinido, por eso dejé casi todas las tareas domésticas en manos de Fannie, ¿sabe? Ya no sé qué haríamos sin ella.
La boca de la señora Fields se estiró como si fuese a recoger una moneda con los labios.
– Entiendo. -Lanzó una mirada a Tarsy y agregó-: Bueno, saluda de mi parte a tu familia -y volvió a la cocina.
Cuando se fue, Tarsy tomó a Emily del brazo y la hizo girar hacia la escalera.
– Ven arriba y te mostraré la última pieza de organdí que mamá usará para hacerme un vestido de primavera. Se llama pistacho… ¡quién sabe lo que significa!, y nos decidimos por un modelo impactante de la última edición de Graham's. Mamá aceptó dejarme hacer una soirée aquí… ¿no te encanta esa palabra?… soirée… -Al llegar arriba, se alzó la falda con dos dedos y ejecutó un giro hacia la puerta de su dormitorio. Entró como una exhalación, tomó una pieza de tela verde de un taburete tapizado que estaba junto al tocador. La palpó y se la arrojó a Emily-. ¿No es deliciosa?
Obediente, Emily tocó el organdí con un nudillo que no había lavado desde que estuvo manejando la horquilla de heno, contemplándolo con una expresión que la amiga interpretó como anhelo.
– Oh, pobre Emily, no sé cómo puedes tolerar vestirte de negro un año entero. Creo que yo, en tu lugar, me marchitaría y moriría. ¡Quizás un día de estos puedas escabullirte aquí y probarte mi vestido pistacho, después que esté hecho!
Emily permaneció seria.
– Es muy bonito, Tarsy, pero tengo que hablarte de algo importante.
– ¿Importante?
Frunció el entrecejo: ¿qué podía ser más importante que un vestido nuevo de organdí color pistacho para una soirée?
– Sí.
– De acuerdo.
Obediente, Tarsy dejó la tela y se sentó a los pies de la cama, en medio de un revuelo de faldas rosadas, las manos perdidas entre los pliegues.
Emily se sentó en el taburete tapizado, frente a su amiga, y pensó por dónde empezar.
– He decidido no casarme con Charles.
– Que no… -Tarsy abrió la boca y se le dilataron los ojos-. ¡Pero, Emily, tú y Charles sois… bueno, caramba! ¡Vosotros vais juntos… como el jamón y los huevos! ¡Los melocotones y la crema!
– En realidad, no.
– Querrá morirse cuando se lo digas.
– Ya lo sabe.
– ¿Sí?
– Sí.
– ¿Qué dijo?
– Estaba muy enfadado… y dolido.
– Me lo imagino. -Manoseó los pliegues de la falda-. Caramba, os conocéis de toda la vida. ¿Qué motivo le diste?
– El único verdadero: que lo amo más como a un hermano que como a un marido.
Tarsy lo pensó y luego dijo en un murmullo conspirativo:
– Pero, Emily, ¿cómo lo sabes si tú nunca…? Es decir… -Se encogió de hombros y le dirigió una mirada ingenua-. Tú nunca… -Proyectó la cabeza hacia adelante-. ¿Lo hiciste…?
Emily se ruborizó, pero respondió:
– No.
– Bueno, pues en ese caso te sentirías de otro modo. -Se apresuró a añadir-: Después de casarte, quiero decir.
– No, estoy segura de que no.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque… -Metió las manos entre las rodillas y prosiguió-: Porque sé cómo es cuando en verdad amas a alguien.
El rostro de Tarsy se iluminó como una lámpara de gas. Alzó las cejas con expresión ávida y se echó hacia adelante.
– Oh, Emily… ¿quién?
Era irónico enfrentarse a una mujer de la pulcritud de Tarsy: el patito feo diciéndole al cisne que había conquistado al macho. Irónico y atemorizante. Emily se sintió como si el corazón se le saliera del pecho cuando respondió sin rodeos:
– Tom.
– ¿Tom? -repitió Tarsy en voz desmayada.
Se le apagó el semblante y se irguió cautelosamente, como con renuencia a asimilar la verdad.
– Sí, Tom.
– ¿Tom Jeffcoat?
La hermosa boca se contorsionó.
– Sí.
– Pero él es…
Se interrumpió antes de concluir: mío. Con todo, la palabra flotó en el aire, entre las dos mujeres. De repente, la tensión hormigueó dentro de Emily al presenciar la lucha de Tarsy para entender. Por su rostro pasó toda una gama de emociones: incredulidad, duda y, por último, diversión. Alzando los brazos, se tiró de espaldas en la cama, con lo que los pechos se descubrieron: esta mujer no creía que una veterinaria de pecho plano, tan poco femenina, que no sabía nada de encantos, provocación ni coquetería, no era competencia para ella. ¿Qué hombre elegiría a una mujer que admitía detestar el trabajo doméstico y desdeñaba la maternidad? No era que Tarsy estuviese demasiado ansiosa por encarar ninguna de las dos cosas, pero Tom jamás lo sabría hasta que ella estuviese confortablemente instalada en su cama por las noches.
– ¿Tú? Oh, Emily… -Tarsy rió, de cara al techo, hasta que el colchón comenzó a sacudirse. Se apoyó en un codo y el mentón en el hombro. La melena rubia se derramaba sobre un brazo y los ojos hechiceros adquirieron un brillo confiado-. Emily, si quieres que un hombre como Tom Jeffcoat se fije en ti, tendrás que cambiar esas botas malolientes por zapatos abotonados, y aprender a rizarte el cabello y a usar vestidos en lugar de esos malhadados pantalones. -Se apoyó en ambos codos y los pechos volvieron a sobresalir. Balanceando las piernas, decidió ser generosa con los consejos-. Y no te vendría nada mal usar un corsé que… bueno, ya sabes… ayudaría a darte un poco de forma aquí. En lo que se refiere a confesar que no te gustan las tareas domésticas y que no quieres tener…
– Voy a casarme con él, Tarsy.
Las piernas dejaron de balancearse. Cerró los labios con fuerza y palideció. En el cuarto se hizo un silencio confuso, hasta que Emily continuó con la mayor suavidad posible.
– Quería ser yo quien te lo dijera, antes de que te enterases por otra persona, seguramente ibas a saberlo en cuanto salieras de tu casa.
– ¡Tú… casarte con Tom! -Se incorporó de golpe, pálida-. ¡No seas absurda! ¡Si vosotros dos no podríais ni recitar el Juramento de Lealtad sin discutir!
– Me lo pidió y acepté. Se lo dijimos juntos a Charles, anoche, y ellos dos tuvieron una terrible pelea a puñetazos, de lo que también vas a enterarte. En realidad, lo siento, Tarsy. No quisimos…
– ¡Tú, perra traicionera de dos caras! -chilló Tarsy, saltando de la cama-. ¡Cómo te atreves! -Con todas sus fuerzas, le dio a Emily un bofetón tan fuerte que la hizo ladearse, bamboleando el taburete del tocador.
El corazón de Emily se contrajo de impresión y miedo. Perpleja, se enderezó y vio que el rostro de Tarsy adquiría un desagradable rubor.
– ¡Yo lo quería y tú lo sabías! ¡Sabías que pensaba casarme con él y te propusiste apartarlo de mí todo el tiempo! ¡Me sonsacaste información personal privilegiada! -Rabiosa, empezó a pasearse por el cuarto, mientras Emily, que nunca había sido testigo de una ira femenina de semejante magnitud, se sentía demasiado atónita para moverse-. ¡Aaaah! ¡Vil… astuta…! -Giró abruptamente, y se enfrentó a Emily, haciéndola echarse atrás-. Dejaste que te contara cosas quejamos le habría contado a nadie. ¡Jamás! -De pronto, retrocedió, emitió un resoplido malévolo y puso los brazos en jarras-. ¡Bueno, veamos qué te parece esto como información privilegiada, señorita Judas Walcott! Lo que te hice creer hace unos meses es mentira. ¡Tal vez tú seas virgen, pero yo no! ¡Lo hice! ¡Con tu precioso Tom Jeffcoat, que no pudo aceptar una negativa! ¡Llévate eso a tu lecho nupcial y duerme con ello! -Disfrutando de su malevolencia, echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada desdeñosa-. ¡Adelante, cásate con él, por lo que me importa! Si Tom Jeffcoat quiere a un monstruo que se viste de hombre y huele a estiércol de caballo, puede quedarse contigo. ¡Eres exactamente lo que él merece! ¡Ja! ¡Quizá no tengas, siquiera, el equipo apto para engendrar niños! -La expresión fue de odio-. ¡Y ahora, vete!… ¡Vete!
Aferró a Emily de la chaqueta, la hizo poner violentamente de pie y la arrojó por la puerta.
– ¡Niñas, niñas, niñas! -La señora Fields llegó resoplando a lo alto de la escalera-. ¿Qué son esos gritos?
– ¡Fuera! -vociferó Tarsy, empujando a Emily más allá de la madre, haciéndola chocar contra la baranda y bajar dos peldaños.
Emily se agarró de la baranda para no caer hasta abajo.
– Tarsy, no eres justa. Quería que lo habláramos y…
– ¡No vuelvas a hablarme nunca más! ¡Y puedes decirle a ese cerdo repelente de Tom Jeffcoat que no le arrojaré ni un mendrugo aunque se muera de hambre sentado a tu mesa, cosa que le sucederá muy pronto, pues no sabes un comino de cocina! ¡Pero pronto lo descubrirá, además del hecho que lo único que te importa son esos estúpidos animales! ¡Bueno, vete! Qué esperas, parada ahí como una retrasada, con la boca abierta. ¡Sal de mi casa!
Emily huyó, desmoralizada. Mientras corría por el patio de Tarsy, se tragaba las lágrimas masticando réplicas tardías, conteniendo el dolor hasta que pudiese encontrar un sitio privado donde llorar a solas. Pero, ¿dónde? Fannie estaba en la casa. Su padre, en el establo.
Fue al establo de Tom y entró en el edificio en cuya puerta colgaba un cartel que decía: "Hoy, cerrado". La recibieron los olores familiares a heno y a caballos, a linimento y cuero. Subió al altillo y se derrumbó sobre el heno. Al principio, estoica como una india, se sentó flexionando las rodillas contra el pecho y abrazándoselas con fuerza, intentando aliviar esa especie de banda de desdicha que le oprimía las costillas como si fuese a rompérselas. Se balanceó con impulsos cortos y suaves, los ojos secos, sintiendo que el dolor le tironeaba de las cuerdas vocales y le hacía arder la nariz y la garganta. Muy adentro, le sacudieron las entrañas unos temblores diminutos y los muslos se le pusieron tensos. Los apretó más contra el pecho y, cuando la avalancha de pena cedió, apoyó la frente en las rodillas.
Lloró amargamente, dolida, degradada, desmoralizada.
Creí que eras mi amiga, Tarsy. Pero las amigas no se lastiman entre sí de esta forma, adrede.
Mientras sus sollozos desgarrados resonaban en el altillo y sacudían los hombros de la muchacha, volvía a oír una y otra vez las ofensas de Tarsy. Un monstruo de pecho plano que se viste como un hombre y huele a estiércol de caballo y que tal vez no tenga el equipo apto para engendrar hijos. Una retrasada.
A medida que las ofensas se amontonaban, comprendió que la amistad de Tarsy siempre había sido falsa. Ese día reveló sus auténticos sentimientos, pero, ¿cuántas veces se habría reído a sus espaldas, la habría ridiculizado, rebajado, hasta entre el grupo de amigos comunes?
Y como si esas afirmaciones vengativas no fuesen suficientes, le arrojó la última flecha envenenada y esta fue directo al corazón de Emily.
A fin de cuentas, ella y Tom habían sido amantes.
Lloró hasta que le dolió todo el cuerpo, hasta caer de lado y se enroscó en una bola apretada. Tarsy y Tom juntos. ¿Por qué dolería tanto saberlo? Pero dolía. ¡Cuánto dolía! Saber no era lo mismo que suponer. "Oh, Tarsy, ¿por qué me lo dijiste?"
Lloró hasta quedar aterida de dolor, hasta quedar con la cara hinchada, la mejilla irritada de frotarla contra el heno y los músculos del estómago le dolían con sólo tocarlos. Cuando pasó lo peor de la crisis, quedó apática, sacudida por los últimos sollozos, contemplando su propia mano laxa que estaba palma arriba sobre el heno. Cerró los ojos y los abrió de nuevo porque así le dolían menos. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? El suficiente para que la echaran de menos. Pero se quedó, aplastada por la apatía más grande que había sentido hasta entonces, contemplándose la mano, abriendo y cerrando los dedos sin motivo aparente.
Llegó el momento en que se le aclararon los pensamientos.
Quizás el método de los hombres fuese más civilizado. Una inmediata y limpia pelea a puñetazos sería preferible a este veneno insidioso y persistente que le había inoculado Tarsy con sus palabras. Ahora entendía por qué habían peleado los hombres. Si fuese posible, ella también lo haría; volvería a casa de Tarsy, recibiría diez golpes en la barbilla, una fractura de costillas y se iría a su propia casa a lamerse las heridas como ellos lo hacían en ese momento. En cambio, ella pasaría años sufriendo por sus deficiencias como mujer y porque Tom hubiese preferido a otra en lo que a sexo se refería. Suspiró, cerró los ojos y se puso de espaldas, con las manos sobre los oídos.
Tarsy y Tom fueron amantes.
Olvídalo.
¿Cómo?
No lo sé, pero si no lo logras, Tarsy habrá ganado.
Ya ha ganado, y ambos lo sabremos en mi noche de bodas.
Acudió con su angustia a Fannie, que estaba en la cocina preparando sopa de pollo con fideos.
– F-fannie, ¿puedo hablar contigo?
Fannie, que estaba echando fideos en una olla de caldo hirviendo, se dio la vuelta.
Por mucho que se esforzó, no pudo contener las lágrimas, que empezaron a brotarle, mientras se le crispaba el rostro.
– Querida, ¿qué te pasa?
Se limpió las manos y corrió hacia ella.
– Oh, Fannie… -Agradecida, Emily se precipitó en los brazos de la mujer-. Se trata de Tarsy. -Pasaron unos momentos antes de que pudiese continuar-. Vengo de su casa. Le conté que iba a casarme con Tom y… y se llenó de odio. Oh, Fannie, me ab-abofeteó y me dijo las cosas más espantosas. Creí que era mi a-amiga.
– Lo era. Lo es.
Emily sacudió la cabeza.
– No, ya no. Me dijo cosas terribles, a propósito para herirme.
El corazón de Fannie se oprimió de compasión. Abrazándola, la amó con maternal intensidad simplemente porque era de la sangre de Edwin. Se sintió privilegiada por compartir los hijos de Edwin, incluso en una situación dolorosa como esa.
– ¿Qué te dijo?
Emily descargó su corazón, sin reservarse nada. Cuando terminó, tenía otra vez la cara y los ojos hinchados de llorar.
– No entiendo cómo pudo haberse vuelto contra mí de ese modo. Sé que ama a Tom, lo sé, y lamenté tener que… lastimarla, pero lo que ella me dijo fueron cosas malévolas, con intención de infligir todo el daño posible.
– Ah, querida, es duro crecer, ¿verdad? -Fannie acunó y meció a la muchacha que, en otras circunstancias, habría sido su propia hija-. Ya pagaste un precio por tu amor y te preguntas si él lo vale. -La echó atrás con suavidad para mirarla a los ojos desbordantes de lágrimas-. ¿Lo vale?
– Así pensaba… hasta hoy.
– Querida, lo que tienes que hacer es pesar el hecho de haberlo ganado con la pérdida de Tarsy. Tú sabías que iba a dolerle, aun antes de decírselo.
– Sí, pero había cambiado tanto. Pensé que había madurado y se había convertido… se convirtió en… -Le resultaba difícil definir los cambios de Tarsy-. Cómo ayudó en el funeral, cómo dejó de dramatizar todo. Me gustaba la nueva Tarsy. Creí que tenía una amiga para toda la vida.
Fannie encontró un pañuelo y le secó las mejillas.
– Es una mujer rechazada. Las mujeres rechazadas son criaturas peligrosas. Por extraño que te parezca, aunque pensaste que había cambiado, a mí su reacción me parece muy de acuerdo con su carácter. Descargó su ira sobre ti, te insultó y te lastimó con insinuaciones referidas a ella misma y al hombre que amas. La cuestión es qué piensas hacer al respecto.
– ¿Qué hacer?
– Puedes creerle y dejar que te carcoma por dentro como un gusano en una manzana. O puedes razonarlo y aceptar el hecho de que, aunque a Tom le haya gustado, incluso la haya amado, si en verdad ahora te ama a ti, no te despoja de nada de ese amor. Nada.
Las miradas de ambas se encontraron y esas palabras resonaron en el corazón de Emily. ¿Quién sabría más que Fannie con respecto a un hombre que hubiese amado verdaderamente a dos mujeres?
– Quiero pedirte un favor -dijo Fannie, tomándole la mano-. Quiero que me prometas que, la próxima vez que veas a Tom no le espetarás esto, que te darás tiempo, quizás un día o dos para decidir, incluso, si se lo dices. ¿Me harás ese favor?
Casi en un susurro, Emily aceptó:
– Sí.
– Y quiero que hagas otra cosa.
– ¿Qué cosa?
– Ensilla un caballo y vete a cabalgar. En este momento, necesitas mucho más eso que la sopa de pollo con fideos.
Como quería evitar a su padre y las preguntas que, sin duda, provocarían sus ojos enrojecidos, fue otra vez al establo Jeffcoat y ensilló a Buck, el bayo claro de Tom. Lo sacó afuera, en ese mediodía que no se decidía entre ser soleado y nublado. Se abotonó la chaqueta hasta arriba, metió el pelo en la gorra de Frankie, se puso los manchados guantes de cuero y montó. Se encaminó en dirección opuesta al establo de Edwin, rodeó todo el pueblo y se dirigió hacia las tierras altas al paso de Buck.
Piensa en otras cosas. Mira alrededor… la vida sigue.
En el cielo, los cuervos giraban, graznaban y parecían regañar al caballo y al jinete mientras los acompañaban montaña arriba. Un par de armiños incautos salieron reptando de una trampa y luego salieron corriendo hacia abajo. Sobre un charco congelado, silbaban dos paros carboneros de cabeza negra, ladeando las cabezas. El ruido de los cascos de Buck que quebraban la capa de nieve resonaba como disparos de pistola en el día frío y quieto. El aire invernal refrescaba las mejillas ardientes de Emily y el sol le entibiaba los hombros. Unas matas de salvia se acurrucaban pegadas a la tierra, como encaje negro contra la nieve muy blanca. Debajo, un ciervo había apartado la nieve dejando grandes retazos de hierba al descubierto. Emergían en espiral las puntas de los tallos, conectados por la red de las huellas de ratones que parecían jeroglíficos sobre la nieve. Los cuervos se tornaron audaces y aletearon cerca, con las alas tan negras como el cabello de Tom.
Seguramente, Tarsy había pasado los dedos por él más de una vez.
¿Te acuerdas cuando se frotaba contra su pantalón, cuando jugaron a Pobre Gatita? ¿Cómo se besaron al pagar la prenda y las manos de él le acariciaron la espalda? ¿Cuánto tiempo fueron amantes? ¿Con qué frecuencia? Si yo no soy tan buena como ella… y no es posible que lo sea, ¿él se decepcionará y la buscará otra vez a ella?
Emily cabalgó con la cabeza colgando hasta que el tañido del viento la sacó de su abstracción.
¿El viento tañe?
Levantó la cabeza en el mismo momento en que Buck se detuvo y vio que estaba a la orilla de un prado, y que ante ella pastaban los restos de una manada de búfalos. Quedaban pocas de esas grandes bestias y se consideraba a los supervivientes como preciosas reliquias. Nunca las había visto de cerca y se quedó quieta, temerosa de ahuyentarlas. Pateando la nieve, saqueando lo que había debajo, estaban de grupa hasta que un macho viejo volvió la cabeza y la miró con un ojo negro de expresión cautelosa y advirtió a los otros. Como si fuesen uno solo, se lanzaron a correr, feos, peludos, gibosos, de caras desagradables, pelambre apelotonada e hirsuta. Pero, de pronto, se movieron concertadamente alejándose, levantando cientos de astillas de hielo chispeantes que les colgaban de los costados y tintineaban como una orquesta de tubos de carillón. El sol reverberó sobre ellos como si fuesen prismas y el sonido flotó sobre el prado nevado en un dulce eco.
Emily lo oyó y, por un momento, sus pesares se aliviaron al encontrarse con un cuadro de inesperada belleza en un sitio como ese.
Se quedó contemplando a los búfalos hasta que el tintineo se perdió a lo lejos y todo quedó en silencio.
Dejando escapar un pesado suspiro, sin saber a qué se enfrentaría la próxima vez que viera a Tom, taloneó los flancos tibios y dijo:
– Vamos, Buck, volvamos a casa.