Capítulo 20

Cuando salió Edwin, Emily cerró la puerta y se quedó mirándola con fijeza. Le parecía que el dormitorio estaba a kilómetros de distancia. Le dolían los hombros, le ardían los ojos, sentía la garganta reseca e inflamada, pero se obligó a mover los pies. Se detuvo en la entrada del dormitorio de Tom, contemplando la figura inmóvil sobre la cama, conteniendo el aliento para escuchar su respiración. Cuando inhalaba, le silbaba en la garganta un viento invisible. Cuando exhalaba, el aliento salía acompañado por un resuello estrepitoso.

Se acercó al lado de la cama y lo observó, desalentada, con ganas de llorar, pero comprendió que eso no serviría de nada. ¡Si hubiese alguna forma de ayudarlo…! Pero el doctor Steele había dicho:

– No se puede hacer nada por sus pulmones: o se curan o no. Límpielo bien. Manténgalo caliente. Cierre las ventanas, porque el pueblo está lleno de humo. Si se despierta, dele comida ligera. Un cuerpo en reposo no necesita mucho alimento, pues vive de su propia grasa.

Límpielo bien, manténgalo caliente. Parecía hacer muy poco por alguien a quien amaba tanto y al que había rechazado la última vez que hablaron.

Se arrodilló y posó los labios en la mano derecha sucia. No te mueras, Tom Jeffcoat, ¿me oyes? Si mueres, jamás te lo perdonaré.

Después de agotar otra oleada de sentimentalismo, se puso de pie con esfuerzo, fue a la cocina, encendió el fuego y sacó agua caliente del tanque. Con una palangana, volvió al dormitorio a lavar a Tom.

Lo hizo con amor, sin que le pesara la menor sensación de impropiedad. Al contrario, se sentía con derecho, pues lo amaba íntegramente y, si vivía, cuidaría de su bienestar por el resto de sus vidas. Le lavó la cara, con los párpados inmóviles y las pobres facciones magulladas, como catalogándolas, rogando poder ver esa cara en la almohada, junto a ella, todas las mañanas de su vida, poder ver cómo se cargaba de años, de arrugas, de carácter, a medida que envejecían juntos.

Lavó las manos callosas, laxas, de dedos largos, que la conocerían de todas las maneras, que le rozarían la piel a impulsos de la pasión y le frotarían la espalda cuando estuviese fatigada, algún día cargarían a sus hijos y que, con el yunque de los antepasados y los ocho caballos que le quedaban, los proveería en los años futuros.

Le lavó los brazos y el pecho… pecho ancho, brazos vigorosos, sobre el borde del sucio yeso, y detuvo la mano sobre el corazón que latía lento y regular, y lo besó ahí por primera vez.

Le lavó las largas piernas, los pies, que lo llevarían por un corredor hacia ella, a trasponer un umbral, y al interior de ese mismo dormitorio, un día cercano, el venturoso día de la boda.

Lo lograrán, oh, lo lograrán.

Cuando estuvo limpio, lo tapó hasta el cuello, luego arrastró la enorme mecedora de la cocina hasta el cuarto, se dejó caer pesadamente en ella y se desplomó hacia adelante, a la altura de la cadera de Tom.

Así la encontró Edwin cuando volvió con ropa limpia: exhausta, demacrada y sucia, y no tuvo ánimo para despertarla. Le dejó la ropa cerca y salió de puntillas de la casa, con el corazón pesado, rezando por que Tom saliera de su inconsciencia.

Más tarde, Emily se despertó al notar que Tom se removía. Se levantó de un salto y se inclinó sobre él, mirando los ojos desenfocados:

– Te vas a poner bien, Tom -murmuró, tomándole la mano.

– ¿Emily? -pronunció con dificultad.

Movió los talones sobre las sábanas y buscó la fuente de la que provenía la voz.

– Sí, Tom, estoy aquí.

Los ojos inyectados en sangre la miraron. Dejó el dedo índice de la mano izquierda enganchado en el borde del yeso, como si tratara de convencer al resto de la mano de que se levantase. Sólo logró pronunciar dos palabras, en el mismo susurro ronco:

– Ella mintió.

– Tom -dijo Emily, ansiosa, acercándose más aún-. ¿Tom?

Pero ya se había deslizado otra vez en la inconsciencia, sin darle oportunidad de pedirle perdón ni tranquilizarlo. Desilusionada y preocupada, se encaramó en la silla, sujetándole la mano inerte. Había pasado por el infierno. Luchó contra un incendio que creía provocado por su mejor amigo. Había perdido el cobertizo, parte del ganado y su medio de vida. Sufrió un shock y el daño físico suficiente para quedar desmayado. Y pese a todo, su principal preocupación fue la posibilidad de perderla a ella a causa de las mentiras de Tarsy.

Sin querer, Emily comenzó a llorar de nuevo y las lágrimas le ardieron como si le arrojaran queroseno en los ojos maltratados.

Lamento haberle creído, Tom. Debí saber que Tarsy emplearía cualquier medio que tuviese a su alcance para lograr una satisfacción… fuese honesto o no. Por favor, cúrate, así podremos casarnos y dejar atrás todo este conflicto.


En la casa de Edwin Walcott, el herido fue metido en cama, el más pequeño dormía y reinaba una bienaventurada quietud. Vestido con un camisón, Edwin salió del dormitorio, cruzó el pasillo y golpeó con suavidad la puerta del dormitorio de la hija.

– Pasa -respondió Fannie en voz queda.

Edwin abrió la puerta y se quedó quieto en el marco. Fannie estaba sentada a la mesa del tocador y lo miraba sobre el hombro. Llevaba una bata azul claro, salpicada de violetas, atada en la cintura. El cabello húmedo le caía por la espalda y en la mano suspendida en el aire tenía un peine de carey.

– Entra, Edwin -repitió, girando para mirarlo y dejando caer la mano sobre el regazo.

– He venido a darte las buenas noches y a agradecerte que hayas mantenido caliente el agua del baño. Ha sido maravilloso.

– Sí, ¿no es cierto? Pero no hace falta que me lo agradezcas.

Sonrió con serenidad, demorando la mirada en el pelo húmedo, todavía surcado por las huellas del peine, la frente luminosa y la barba cepillada que seguía resultándole tan atractiva que la sorprendía cada vez que la veía. Era el marco perfecto para los labios, pues realzaba el color y la suavidad en contraste con esa barba negra e hirsuta. También armonizaba con esos queridos ojos oscuros.

– Debes de estar muy cansado.

– Sí. -Sonrió con ternura-. ¿Y tú?

– No. Estaba pensando.

– ¿En qué?

– En los chicos: Tom y Emily. Le diste a Emily permiso para quedarse allí, ¿no?

Por discreción, Edwin dejó la puerta abierta y entró. Mientras hablaba, tocaba los objetos que veía: un cuadro colgado, el respaldo de una silla, el pomo de la cómoda.

– Me pareció ridículo no dárselo. De todos modos se habría quedado.

– Está muy enamorada de él, Edwin.

– Sí, lo sé. Dice que se casará en cuanto él pueda tenerse en pie.

– ¿También le diste tu consentimiento para eso?

– No me lo pidió. Ya es una mujer. Supongo que ya es hora de que la trate como tal.

– Sí, por supuesto que tienes razón. Y después de lo que han tenido que pasar, ¿quién en Sheridan osaría señalarlos con el dedo?

Edwin dejó de lado las distracciones y contempló a Fannie desde cierta distancia, esperando que lo mismo pasara con respecto a ellos dos. A la luz de la lámpara, el cabello húmedo resplandecía como cobre líquido. Le pareció que podía olerlo desde el otro extremo de la habitación, como también el perfume del jabón de lilas con que se había bañado. El escote de la bata mostraba una estrecha franja de cuello desnudo y cuando la mujer echó atrás un mechón, la manga se subió, descubriendo un brazo esbelto y blanco, salpicado de pecas. Era adorable, tibia, y todo lo que siempre había deseado. Pero aunque contuvo el ansia de acercarse, no pudo resistirse a seguir conversando, a quedarse… sólo un poco más.

– También estabas pensando en nosotros dos, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Qué piensas acerca de nosotros?

Lo pensó un momento, bajando la vista mientras dejaba el peine en el tocador que estaba detrás de ella, alzaba la vista hacia él y metía las manos entre las rodillas.

– Pensé qué haría si te perdía.

– Pero no me perdiste. Todavía estoy bien vivo e ileso.

– Sí -respondió, en el más dulce de los tonos, dejando flotar la palabra antes de añadir-. Ya veo.

Contempló sin vacilar a ese hombre que amaba: limpio, brillante, masculino y bastante poco decente con esa camisa de dormir y descalzo. Si había ido a tentarla, tenía éxito con muy poco esfuerzo. Ya no podría rechazarlo más de lo que hubiese podido impedir el incendio.

– ¿Siempre duermes así?

– No. No siempre. -La prenda de rayas le llegaba a mitad de la pantorrilla-. Pero mi ropa interior se ensució y se mojó. La dejé en la bañera, abajo.

– No recuerdo haberla lavado nunca hasta ahora.

Recorrió con la mirada hasta los pies desnudos y luego otra vez hacia arriba. Aun desde lejos, le pareció ver que las mejillas se ruborizaban sobre el borde oscuro e hirsuto de la barba.

Cuando volvió a hablar, en la voz serena no había rastros de coquetería, sólo la certeza de que lo iba a sugerir estaba bien y era merecido.

– ¿Por qué no cierras la puerta, Edwin?

Vio cómo ocultaba con cuidado la sorpresa. Las miradas se tocaron y el mundo se vació de toda criatura, excepto ellos dos. Cerró la puerta sin prisa, sin ruido… y se dio la vuelta, alzando sus ojos hacia ella mientras atravesaba la habitación. Fannie lo siguió con la mirada, elevando el rostro cuando Edwin se acercó y se detuvo ante ella. Por unos momentos se quedó quieto, hundiendo su mirada en la de ella. Por fin, extendió la mano para apartarle de la cara el cabello húmedo, que levantó en un ángulo agudo.

– Entonces, ¿será esta noche? -preguntó con sencillez.

– Sí, querido, esta noche.

Se inclinó y besó la boca amada, con un beso fugaz; del mismo modo, el párpado izquierdo, el derecho, cada mejilla. El corazón de Edwin repetía una cadencia que conocía desde hacía años, cuando los dos eran jóvenes e impacientes, pero contuvieron sus ansias como se les enseñaba a hacer a todos los niños bien educados. Tantos años atrás. Tantos errores atrás. Se irguió y preguntó con suavidad:

– ¿Porque estuviste a punto de perderme?

– Porque estuve a punto de perderte. Y porque la vida es preciosa y ya desperdiciamos mucho de las nuestras.

Una vez más, Edwin posó su boca en la de ella y le levantó la cara tomándola de la barbilla, en un tierno redescubrimiento. En un momento dado, la instó a separar los labios y la probó plenamente, sin soltarle las mandíbulas, pues tocarla en cualquier otro punto habría sido precipitar esta dulce reunión que esperaron tanto tiempo. Casi sin levantar la cabeza, murmuró:

– Tenemos un huésped en la casa.

– Está dormido.

– Y Frankie.

– Él también está dormido, pero creo que no me importaría si cualquiera de los dos abriese la puerta en este momento y entrara. Oh, Edwin, mi corazón ha sido tuyo mucho tiempo sin que nadie lo supiera.

– Te amo, Fannie Cooper. Te he amado mucho más tiempo que a cualquier otro ser humano sobre la tierra.

– Y yo te amo a ti, Edwin Walcott… tanto como podría amar a cualquier marido, a cualquier padre de mis hijos, cosa que siempre fuiste en mi corazón. Te amo de manera incondicional… desvergonzada.

– Oh, Fannie, Fannie. -En su voz ardió la pasión, y derramó besos febriles en la cara y el cuello de la mujer-. Tendríamos que haber hecho esto hace años.

– Lo sé.

Puso las manos a los lados de los pechos, que llenaron sus manos, mientras la besaba otra vez al sentir, por fin, que la represión de toda una vida quedaba de lado. Mientras las lenguas se unían, encontró el lazo del cinturón y lo soltó sin demora, metió las manos dentro y la acarició a través del fino camisón de muselina: los pechos, las nalgas, la espalda; luego la atrajo hacia sus caderas y descubrió que los cuerpos se amoldaban tal como lo recordaba. Se apartó repentinamente.

– Déjame quitarte. -Las manos de ella se alzaron al mismo tiempo que las de él y le quitó las prendas con un solo movimiento fluido, dejándolas en un montón, a los pies de ella-. Ohh… Fannie. -La mirada fue bajando de la sonrisa plácida a sus propias manos grandes que levantaban los pechos, mientras los pulgares acariciaban sus cimas. Apoyó una palma sobre el abdomen plano, examinó con los dedos el nido de rizos femeninos del color del sol poniente-. Sabía que eras así. Pequeña… blanca… pecosa… Adoro tus pecas.

– Oh, Edwin, a nadie le gustan las pecas.

– A mí sí, porque son tuyas.

Besó las que cubrían los lugares más íntimos, mientras la mujer le miraba la cabeza desde arriba y adoraba ese cuadro del hombre postrado ante ella. Hasta que lo instó a levantarse.

– Estoy impaciente… quiero verte a ti, Edwin. -Él se puso de pie, levantó los brazos y Fannie le quitó el camisón, que fue a parar junto con su propia ropa, con tanto cuidado como una semilla arrojada al viento-. Oh, Dios… -lo elogió, extendiendo una mano sobre el pecho hirsuto, bajándolo por el vientre, y más, tocándolo por primera vez con los nudillos-. Eres magnífico -exhaló, contemplando sus propios dedos que recorrían la carne caliente.

Edwin lanzó una carcajada honda y afectuosa.

– ¡En verdad eres desvergonzada, Fannie!

– Totalmente.

Sonrió, ofreciendo su cara al beso, mientras lo aferraba con la mano sin el menor indicio de timidez.

Al primer contacto, un estremecimiento lo recorrió.

– Fannie… -susurró, con voz ronca y quebrada.

La tocó de la misma manera, sin cohibirse, en su interior cálido y húmedo, haciéndola estremecerse, acurrucarse un poco y aspirar el aliento. La estimuló hasta que se arqueó murmurando:

– Oh, Edwin… por fin… y es tan bueno…

En pocos segundos, la ansiedad los dominó y les causó pesadez en los miembros. Edwin la alzó, la llevó a la cama y se dejó caer al lado, besándole los pechos y el vientre, murmurando frases contra la piel, mientras le acariciaba el cabello con las manos.

Fannie estaba totalmente despojada de falso recato y le facilitó el acceso donde Edwin buscaba, tocaba, exploraba. Siempre fue una mujer que supo lo que quería y, cuando estaba decidida, como en ese momento, se sentía libre.

– Ahora me toca a mí -susurró, poniéndolo de espaldas y tomándose las mismas libertades que había permitido.

Donde él la había tocado, lo tocaba ella. Donde la besó, también lo besaba, hasta que cada uno conoció los sabores y las texturas del otro, tanto tiempo negadas. Sólo cuando quedó satisfecha le permitió dominar otra vez.

Tendida de espaldas, Fannie se estiró como una gata, sonriendo primero para sí y luego para él, mientras Edwin la acariciaba y la veía arquearse sin ocultar su placer. Así, estirada boca arriba, con los brazos hacia arriba, experimentó un orgasmo grandioso, que la hizo alzarse y estremecerse con inesperada velocidad bajo las manos de Edwin. En medio de sus últimos espasmos, le besó el pecho y le dijo con la boca pegada a la piel:

– También sabía que serías así. Fannie, eres maravillosa.

– Mmm… -murmuró, con los ojos cerrados, los labios esbozando un gesto de franco deleite-. Ven…

Y con las manos pequeñas lo incitó, lo guió, lo acomodó donde tendría que haber estado desde que tenían diecisiete años, totalmente encima de su cuerpo expectante que le daba la bienvenida.

Cuando la penetró, Fannie dejó los ojos abiertos, los pies contra la cama, las caderas elevadas para recibirlo. Se hundió a fondo… la primera vez, a fondo.

– Ah… -suspiró, cuando se apoderaron de lo que les pertenecía.

Fannie sonrió contemplando cómo se mezclaban los rizos negros con los rojizos de ella.

– Juntos somos hermosos, ¿no?

– Hermosos -admitió Edwin.

Cuando se movió, ella se movió al unísono, hechizada por la maravilla de sus cuerpos, que expresaban lo que habían sentido tanto tiempo. En un momento, Fannie echó la cabeza atrás, la barbilla alta, meciéndose contra él. Cuando Edwin tembló, lo miró y pensó en lo hermoso que era ese rostro, atrapado en las agonías del orgasmo. Miró hasta el fin, gozando de contemplar esos ojos cerrados, los brazos temblorosos del hombre que esperaba la última oleada de sensaciones.

Cuando esta pasó, abrió los ojos.

Se sonrieron con una ternura recién descubierta. Durante muchos años, creyeron que no era posible amar más, pero descubrieron, asombrados, la fuerza de sus propios sentimientos ahora que se habían compartido físicamente.

– Edwin… -Le encerró entre las manos la mandíbula sedosa y la acarició-. Mi bienamado Edwin. Ven más cerca. Déjame tenerte como siempre soñé con tenerte… después.

Se relajó sobre ella, entibiándole el cuello con el aliento, humedeciéndolo con un suavísimo beso. El de un hombre cansado.

– Estoy muy cansado -admitió, con palabras casi ininteligibles pronunciadas contra la piel de Fannie.

– Y tan hermoso.

Sonrió, casi exhausto.

– Te casarás conmigo, Fannie… -murmuró, ya adormilándose-, pronto, ¿verdad?

La mujer sonrió hacia el techo, pasando los dedos por el cabello limpio y húmedo.

– No lo dudes, Edwin -respondió, serena-. Pronto.


Llegó el amanecer, cruzó la cama de ellos y otra, en otra parte del pueblo.

Tom Jeffcoat flexionó las piernas e hizo una mueca con los ojos cerrados. Los abrió y vio franjas de sol oblicuas en el techo… el oro intenso de las primeras horas del día. Afuera, lejos, ladró un perro. En los aleros, piaron los gorriones. Sentía frío en los hombros desnudos y captó en el cuarto un olor que le recordaba al carbón. Tragó, sintiendo la garganta seca, ardiente y recordó: el fuego, el establo… los caballos… Emily… Charles.

Desconsolado, cerró los ojos.

Oh, Dios, no me ha quedado nada.

El colchón se sacudió apenas. Giró la cabeza y allí estaba Emily, sucia, floja, dormida sobre la mecedora, con los pies calzados con medias sucias apoyados en el colchón.

Emily, pobrecilla, ¿cuánto hace que estás aquí?

La observó sin moverse, sintiendo que lo aplastaba la depresión, preguntándose cómo iba a mantenerla, cuántos caballos habría perdido, si habrían salvado a la yegua, quién más estaba en la casa, si ya habían apresado a Charles, cómo iba a devolverle el dinero a su abuela, cuánto tiempo tendría que esperar ahora para casarse.

Cerró los ojos y se entregó a la desesperación. "Tengo tanta sed… estoy tan cansado… quebrado… quemado. Charles, maldito seas… ¿por qué tenías que hacer algo así? Y tú, Tarsy. Creí que erais mis amigos."

Abrió los ojos y quiso mantenerlos secos. ¡Pero dolía, maldición, dolía pensar que se hubiesen vuelto contra él de ese modo! Sintió la garganta como si se hubiese tragado un pedazo de su propio edificio incendiado. Mientras intentaba tragarlo, Emily suspiró en sueños, giró la cabeza y abrió los ojos. Vio cómo asomaba a su rostro la conciencia en rápida sucesión de emociones: miedo, alivio, compasión, tras lo cual se arrodillaba junto a la cama, le aferraba la mano y se la llevaba a los labios.

– Te amo -dijo de inmediato, dirigiéndole una mirada rebosante-. Y lamento haber creído a Tarsy.

En un gesto de perdón, le acarició los nudillos con el pulgar. Las miradas de ambos se encontraron y los pensamientos de Tom se tiñeron de emociones demasiado profundas para expresarlas con palabras. Giró un poco, la atrajo hacia él tomándola por la parte posterior de esa cabeza despeinada y apoyó la cara en ella. La retuvo así, aspirando el olor a humo de su pelo, sintiendo que se le acumulaban lágrimas en la garganta y fue separando los asuntos sin importancia de los que tenían peso real. La vida. La felicidad. El amor. Esos eran los que en realidad importaban. Mientras llegaba a esa conclusión, Emily habló con voz ahogada por las mantas:

– Tenía mucho miedo de que no te despertaras y no pudiese decírtelo. Pensé que tal vez morirías. -Estrechó la mano contra el hueco de su pecho con tal fuerza que le clavó las uñas-. Oh, Tom, estaba muy asustada.

– Estoy bien -logró decir, en un susurro ronco-. Y lo de Tarsy no tiene importancia.

– Sí importa. Debí confiar en ti. Tendría que haberte creído.

– Shhh.

– Pero…

– Olvidémonos de Tarsy.

– Te amo. -Alzó el rostro, con los ojos desbordantes de lágrimas-. Te amo -repitió, como temerosa de que no le creyese.

– Yo también te amo, Emily. -Le tocó la cara sucia con los nudillos lastimados y compuso una sonrisa débil-. ¿Podrías conseguirme un poco de agua? Siento la garganta como debe verse mi cobertizo.

– Oh, Tom, discúlpame… -Se levantó de un salto, corrió a la cocina y volvió con un vaso grande lleno de agua de maravilloso aspecto-. Toma.

Se incorporó con esfuerzo, mientras Emily hacía inútiles intentos por ayudarlo y, apoyado en una mano, bebió todo el vaso bajo la mirada de la muchacha.

– Otro, por favor.

Bebió otro del mismo modo y se recostó sobre las almohadas, que Emily le colocó tras la espalda.

– ¿Cómo te sientes? ¿Te duele cuando respiras?

En vez de contestar, le hizo otra pregunta:

– ¿Sacaron a la yegua?

La expresión pesarosa de Emily le respondió antes que las palabras.

– Lo siento, Tom.

– ¿Cuántos perdí?

– Sólo dos: Patty y Liza.

– Liza también -repitió, pensando que era una de los dos animales que había traído consigo desde Rock Springs, su primera yunta-. ¿Queda algo?

– No -respondió, casi en un susurro-, se quemó hasta los cimientos.

Tom cerró los ojos, dejó caer la cabeza atrás y tragó saliva.

Viéndolo luchar contra la desesperación, repentinamente, para Emily el cuarto soleado se tornó lúgubre y le tocó a ella desear que no se le cayeran las lágrimas mientras buscaba palabras de consuelo. Pero no existían y se limitó a quedarse allí, tomándolo de la mano.

– ¿Y qué hay de Charles? -preguntó, aún con los ojos cerrados.

– Charles está en mi casa. Tiene quemado el dorso de las manos, pero nada más.

Tom se quedó inmóvil, sin dar el menor indicio de su reacción, pero Emily sabía lo que estaba pensando.

– Charles no prendió fuego a tu cobertizo, Tom.

Tom levantó la cabeza y fijó en ella una expresión condenatoria.

– Ah, ¿no?

– No.

– Entonces, ¿quién fue?

– No lo sé. Tal vez fuese un rayo.

– ¿En febrero?

Por supuesto, tenía razón y los dos lo sabían. Odiaba sugerirlo, pero dijo:

– ¿No podría haber sido Tarsy?

– No, yo estaba de pie en uno de los escalones del porche de su casa intercambiando insultos con ella cuando oímos las campanadas de incendio.

– ¿Quién puede asegurar, pues, que alguien lo haya empezado? ¿No pudo ser accidental?

Pero él era cuidadoso, apagaba las lámparas antes de cerrar. Y, contra la creencia popular, una fragua era una de las construcciones anti incendio más seguras, porque si no estuviese hecha y aislada con sumo cuidado, resultaría una amenaza permanente.

Tom exhaló un hondo suspiro:

– Dios, no lo sé.

Echó la cabeza atrás y Emily se sintió inútil, compadecida por él. Tenía un aspecto derrotado, fatigado y afligido.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó, pensando que era un ofrecimiento mezquino, pero el único que podía hacerle.

– No.

– Tienes los labios resecos. ¿Quieres que te ponga un poco de vaselina?

Tom levantó la cabeza, la observó largo rato en silencio y respondió en tono suave:

– Sí.

Sacó un frasco ancho y bajo de ungüento, y se sentó en el borde de la cama para aplicárselo. El contacto sobre la boca sanaba mucho más que los labios cuarteados. Empezó a aliviar el dolor infinito de su corazón.

– Te has quedado toda la noche.

Lo dijo en voz queda.

– Sí.

Tapó el frasco y fijó la vista en el regazo.

– Vendrá tu padre y me arrancará el resto del pellejo -especuló.

– No. Mi padre y yo llegamos a un acuerdo.

– ¿Acerca de qué?

Dejó el frasco y dijo, mirando hacia la pared soleada:

– Le dije que pensaba quedarme aquí a cuidarte hasta que estuvieses en condiciones de levantarte otra vez. -Miró sobre el hombro y se encontró con su mirada directa-. También le dije que, cuando eso ocurriese, pensaba convertirme en tu esposa.

Tom se quedó imperturbable, contemplándola largo rato, hasta que Emily vio cómo lo ganaba de nuevo la desesperanza. Lanzó un suspiro y resopló, como reservándose el pesimismo para sí.

– ¿Qué sucede? -preguntó Emily.

– Todo.

– ¿Qué?

– Escúchame, Emily. -Le tomó la mano y le frotó los nudillos con el pulgar-. Tengo dos costillas fracturadas. ¿Quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que pueda trabajar otra vez? Mi establo ha ardido hasta los cimientos y no tengo dinero para pagar, siquiera, lo que quedó reducido a cenizas y mucho menos para reconstruir. Acabas de decirme que perdí los coches ¿y quieres casarte conmigo?

– Sanarás y reconstruiremos todo -afirmó, terca, levantándose de la cama y colocando la mecedora en un rincón del cuarto.

Se sentó, con gesto decidido.

– ¿Con qué? -dijo Tom, a la espalda de Emily-. No tengo seguro contra incendios, ni heno, nada.

– ¿Nada? -Se dio la vuelta y lo atacó con las armas del sentido común-: Por supuesto que tienes algo. Tienes esta casa y un gran solar con una ubicación inmejorable en un pueblo que crece todos los años, un yunque que perteneció a tu bisabuelo, ocho caballos sanos en el corral de mi padre. -Obstinada, juntó las manos sobre el estómago-. Y me tienes a mí: la mejor veterinaria y moza de establo del condado de Johnson. ¿Cómo puedes decir que no tienes nada?

Aunque detestaba hacer de abogado del diablo, estaba convencido de que no tenía otra alternativa:

– Emily, sé sensata.

Emily se acercó a la cama y lo miró con expresión decidida:

– Soy sensata. Ya gasté toda mi estupidez anoche, sentada en esa silla, preocupándome y gimiendo, comportándome como una perfecta tonta. Luego, llegué a la conclusión de que es estúpido afligirse. Nadie tuvo éxito, jamás, preocupándose. Es un desperdicio de energías. Lo que sí tiene éxito es el trabajo duro y estoy dispuesta hacerlo si tú lo estás, pero creo que el primer paso es que nos casemos legalmente y quitemos ese obstáculo del camino.

– ¿Y qué me dices del período de luto?

– Que el período de duelo se vaya al infierno -sentenció, dejándose caer en la cama y tomándole otra vez la mano, para proseguir en voz, suave y sincera-: Si hubieses muerto en el incendio, jamás me habría perdonado por haber desperdiciado en el luto las pocas semanas felices que habría vivido contigo. Te amo, Thomas Jeffcoat, y quiero ser tu esposa. Las convenciones y los cobertizos incendiados no importan tanto como nuestra felicidad.

Se quedó observándola, la comparó con Tarsy, con Julia, con las otras mujeres que había conocido. Ninguna tenía ese ánimo, ese impulso, ese optimismo. Ninguna lo respaldaría con tanta fuerza, en vista de las pérdidas que acababa de sufrir. Pero estaba dispuesta a seguir adelante, aceptarlo a él y a su ardua perspectiva financiera, y un futuro que sólo parecía traer consigo trabajo pesado y preocupaciones. Y estaba seguro de que, si alguien alzaba una ceja por el hecho de que se hubiese quedado a cuidarlo toda la noche en la intimidad de su propia casa antes de que estuviesen casados, también soportaría eso.

– Ven aquí -le ordenó en voz queda.

Se acercó, se acurrucó en el hueco de su brazo, con la cabeza en el hombro. El sol dorado se derramaba sobre la cama y les iluminaba las caras. Escucharon a los gorriones en los aleros. Escucharon su propia respiración y los ruidos del pueblo que despertaba, en la mañana del sábado. Entrelazaron los dedos encima de las costillas enyesadas y contemplaron las estrías de sol que sesgaban las paredes.

Emily apoyó la yema del pulgar en la de Tom y dijo, pensativa:

– ¿Thomas?

– ¿Qué?

– Charles no inició el incendio del cobertizo. No es capaz de hacer semejante cosa. Él fue quien que te sacó y te salvó la vida. Yo lo sé porque estaba ahí. Cuando creyó que tal vez morirías… -Hizo una pausa y admitió-:… lloró. Créeme, Tom, por favor.

Le besó el cabello y cerró los ojos largo rato, tratando de convencerse. Queriendo creerlo.

– Todavía lo amas, ¿no es así? -le preguntó, con la boca contra el cabello.

Emily se sentó y lo miró, tranquila.

– Claro que lo amo -admitió-. Pero no como te amo a ti. Si hubiese sentido eso por él, me habría casado cuando tuve la oportunidad. Si puedo creerte en relación con Tarsy, tú debes creerme con respecto a Charles. Por favor, Tom. Él jamás destruiría algo tuyo, pues al dañarte a ti me dañaría a mí, ¿no lo entiendes?

Tom reflexionó acerca de los tres y de ese increíble triángulo amoroso.

– ¿En verdad crees que podremos convivir los tres… en este mismo pueblo?

– No lo sé -respondió, sincera.

Se quedaron pensativos y afligidos, largo rato, hasta que Tom preguntó:

– ¿Irías conmigo al Este?

Ante la perspectiva de dejar a su padre, a Fannie y a Frankie, sintió que la atenazaba la nostalgia, pero había sólo una respuesta posible:

– Sí, si esa fuese tu decisión.

Al comprender el sacrificio emocional que significaba esa respuesta, su respeto y su amor hacia ella se multiplicaron. Todavía estaban así, con las manos unidas, con decenas de preguntas sin responder, cuando llamaron a la puerta. Emily se incorporó y fue a atender.

Al ver esos dos rostros familiares en el porche de Tom, se reanimó:

– Hola, papá, Fannie… no esperaba veros a los dos aquí.

– ¿Cómo está él? -preguntó Fannie, al entrar.

– Despierto, cansado, sintiéndose como un trozo de carne demasiado ahumada, pero bien vivo, y así seguirá. Oh, Fannie, estoy tan aliviada…

Se abrazaron y Edwin dijo:

– Queremos hablar con los dos.

– Papá, no creo que pueda hablar mucho. Está ronco y le duele la garganta.

– No llevará mucho tiempo. -Pasó junto a la hija y abrió la marcha hacia el dormitorio, comentando en tono jovial al entrar-: ¡Así que lo has logrado, Jeffcoat!

– Así parece.

– Tienes aspecto de estar bastante arruinado.

Tom rió y se incorporó sobre las almohadas:

– Me lo imagino.

Edwin rió, de un talante mucho más expansivo que de costumbre, tomó la mano de Fannie y la llevó junto a él, hasta la cama. Le ordenó a la hija:

– Ven aquí, Emily, siéntate. Tenemos que daros una noticia a los dos.

Emily y Tom intercambiaron miradas intrigadas mientras ella se encaramaba a su lado, Fannie junto a las rodillas del herido y Edwin, de pie junto a la cama.

– Primero, han arrestado a Pinnick por haber iniciado el incendio de tu cobertizo. Se pescó una buena borrachera anoche, en el Mint, y cuando lo encontraron esta mañana, acurrucado en la acera aún medio ebrio, se agarraba de una botella de whisky y farfullaba cuánto lo sentía, que sólo tenía la intención de retrasarte un poco, para poder volver él al negocio en las condiciones que perdió cuando te instalaste en el pueblo.

– ¿Pinnick? -repitió Tom, perplejo.

– ¡Pinnick! -se regocijó Emily, aplaudiendo y luego tomando una de las manos de Tom.

Edwin continuó:

– Y esta mañana, yo acababa de ponerme los pantalones cuando Charles bajó a tropezones las escaleras, entró en la cocina abotonándose la chaqueta, lanzando una retahíla de maldiciones sobre ese Jeffcoat, que era un verdadero fastidio. Según lo recuerdo, dijo: "¿Cuántos edificios tiene que construir uno para él, a fin de cuentas?" Luego, anuncia que se dirige a ver a Vasseler por un asunto de construir un cobertizo y que, por Dios, es el último que va a hacer para Jeffcoat. Por lo tanto, ahora mismo Vasseler y Charles están reuniendo un grupo de trabajo para empezar en cuanto se enfríen los rescoldos. Además, Fannie y yo…

– Yo diré esa parte -interrumpió Fannie y lo hizo callar con un pequeño apretón en el brazo.

Se interrumpió en mitad de una palabra, miró a su futura esposa y cerró la boca, indicándole con un ademán que hablase:

Cuando reanudó el anuncio, Fannie se veía feliz, como iluminada:

– Al parecer, la otra noche fui muy indiscreta cuando le arrojé a tu padre los brazos al cuello y lo besé en medio de la conmoción, mientras todos los vecinos miraban. Como ahora todos saben la verdad, Edwin y yo hemos decidido que sería más expeditivo si nos casábamos a toda prisa. Nos preguntamos si a vosotros os gustaría que planifiquemos una boda doble para fines de la semana próxima.

Antes de que la expresión atónita se borrase de las caras de Tom y Emily, continuó:

– Claro que, si preferís bodas separadas, estad seguros de que lo comprenderemos.

En el alboroto que estalló, todos hablaron y se abrazaron y se estrecharon las manos al mismo tiempo, y las risas llenaron el cuarto. Las felicitaciones rebotaron contra las paredes y la sensación de buenos deseos se multiplicó entre los cuatro. Como conspiradores concertando una inocente travesura, estuvieron de acuerdo con Fannie, que dijo:

– ¡Lo que es bueno para un padre, sin duda es bueno para una hija! ¡Ahora, que cualquiera del pueblo mueva la lengua!

Cuando Fannie y Edwin se fueron, Emily y Tom se miraron, más divertidos que antes, y estallaron en carcajadas.

– ¡Qué increíble! ¡Dentro de dos semanas!

– Ven aquí -le ordenó Tom, como antes, pero esta vez con una expresión mucho más animosa.

Emily se recostó junto a él, dobló las rodillas contra su cadera y lo abrazó del cuello con avidez. Se besaron para celebrarlo y él le dijo en el oído:

– Y ahora, no aceptaré ningún argumento de tu parte. Recogerás tu ropa y te irás a tu hogar, como corresponde.

– Pero…

Se echó atrás.

– Nada de peros. Puedo cuidarme solo y no toleraré más que una noche en mi casa, que ya es suficiente mancha para tu reputación. La próxima vez que entres en este dormitorio, será como esposa. Y ahora, vete, así podré levantarme. Tengo que ir a ver a cierto carpintero.

– ¡Pero, Tom…!

– ¡Fuera, digo! Pero si te hace sentirte mejor, puedes bombear un poco de agua para mí y ponerla a calentar antes de irte. Sugiero que vuelvas a tu casa y hagas lo mismo. Hueles como una escoba de chimenea.

La muchacha rió y se levantó, mientras Tom se arrimaba al borde y se sentaba con la sábana sobre los muslos. Feliz, esperanzada y súbitamente alegre, Emily se volvió hacia él y le rodeó el cuello con los brazos.

– ¿Sabes una cosa? -le preguntó con picardía.

– ¿Qué? -repitió, nariz con nariz.

– Anoche te bañé.

– ¡No me digas!

– Y tienes unas rodillas muy feas.

Tom rió y le puso las manos en los costados de los pechos.

– Señorita Walcott, si no sales de aquí, te pondré sobre esas feas rodillas y seguramente forzaré mis pobres pulmones ahumados y moriré… ¿cómo te sentirías, entonces?

– ¡Qué vergüenza, Thomas Jeffcoat! -le regañó.

– Adiós, Emily -le dijo, en tono de advertencia.

– Adiós, Thomas -murmuró, besándole la punta de la nariz-. Me echarás de menos cuando me vaya.

– Sí, si me das oportunidad.

– Yo te amo, a pesar de tus rodillas.

– Yo te amo, a pesar del olor a humo. Y ahora, ¿te vas?

– ¿Qué le dirás a Charles?

– No es asunto tuyo.

– Después de que nos casemos, alguna vez podría invitarlo a cenar.

– Se lo diré.

– Bueno.

– Bueno.

– Y también podría invitar a Tarsy.

La miró con ceño amenazador.

– Está bien, está bien, me voy. ¿Esta noche vendrás a cortejarme? -preguntó, audaz, desde la puerta.

Tom se levantó, exhibiendo fugazmente las rodillas feas y las pantorrillas desnudas y dijo:

– Que siempre estén en duda, ese es mi lema -y le cerró la puerta del dormitorio en la cara.


Media hora después, Tom encontró a Charles y a Edwin en el establo. Entró, y allí estaba el hombre que buscaba, enganchando un par de caballos de Tom a una calesa, con las manos vendadas.

Tom cerró la puerta y los dos se miraron, hasta que Charles se volvió a continuar con lo que estaba haciendo, inclinándose para enganchar una correa al travesaño del vehículo. Se acercó lentamente y sus pasos resonaron con nitidez en el cobertizo cavernoso. Se detuvo junto a Charles.

– Hola -dijo, mirando el gastado Stetson de Charles.

– Hola.

– ¿Adónde te llevas mis caballos?

– Al aserradero, a buscar una carga de madera para levantar el último maldito establo que construiré en mi vida para ti.

– ¿Necesitas ayuda?

Charles le dirigió una mirada sarcástica sobre el ala del sombrero.

– De un lisiado con dos costillas rotas, no.

– Miren quién habla: el que las rompió.

Charles dio la vuelta hasta el otro lado de la yunta y siguió enganchando las piezas del arnés.

– Supe que te quemaste las manos.

– Sólo los dorsos. Las palmas están bien. ¿Qué quieres?

– Vine a darte las gracias por haberme sacado anoche del cobertizo.

– Eres una peste, ¿sabes, Jeffcoat? Esta mañana pienso que ojalá te hubiese dejado ahí.

– No digas estupideces -repuso con cariño.

Desde el otro lado de los caballos llegó una carcajada amarga y luego, como un eco:

– Sí, estupideces.

Charles se puso en cuclillas y Tom le miró las botas, bajo las panzas de los animales.

– Me caso a finales de la semana próxima.

– ¿Qué día?

– No lo sé.

– ¿El sábado?

– No lo sé.

– Cásate el sábado, que yo tendré listo el maldito cobertizo el viernes. Si te casas el viernes, lo tendré el jueves.

– ¿Eso qué significa?

Tom rodeó a los caballos en el mismo momento en que Charles se incorporaba y las miradas de los dos se encontraron.

– No esperarás que me quede por aquí y sea tu padrino, ¿verdad? -Pasó junto a él e interpuso el hombro mientras pasaba las riendas por sus guías-. Me dedicaré a organizar ese equipo de construcción y luego me iré.

– ¿Te marchas?

– Sí.

Charles apretó los labios y fue hasta el otro lado.

– ¿Adónde?

– Creo que a Montana. Sí, a Montana. Ahí hay mucha tierra para asentarse y las grandes caravanas van hacia allí. Montones de granjeros ricos se establecen en Montana y todos necesitarán casas y establos… Tendré mucho trabajo de construcción y me haré rico en poco tiempo.

– ¿Se lo has dicho a Emily?

– Díselo tú.

– Creo que deberías decírselo tú.

Charles rió sin alegría y le lanzó una mirada cortante.

– ¡No me digas!

– Sabes que no tienes por qué irte.

– Claro, no tengo por qué. Me quedaré por aquí, y cuando seáis un viejo matrimonio y estéis criando una hornada de hijos, yo la tomaré un día, pase lo que pase. ¿No sería encantador?

– Charles, lo lamento.

– No me hagas reír.

– Me refiero a lo que dije la noche del incendio.

– Ah, bueno, no lo lamentes. Lo único que sucedió fue que Pinnick pensó más rápido que yo. Maldito viejo borracho… si yo mismo hubiese iniciado el incendio, ya estaría camino de Montana en lugar de perder otra semana levantando tu podrido cobertizo. -Los caballos ya estaban enganchados. Charles trepó al coche y tomó las riendas-. Y ahora, abre la puerta y podré salir, gangoso de poca monta.

Tom corrió las puertas y se quedó afuera con las manos en los bolsillos de la chaqueta, el sombrero encasquetado sobre los ojos y vio cómo Charles pasaba junto a él en el carro.

Aunque le daba la espalda, le gritó:

– ¡Cuida mis caballos, Bliss! ¡No puedes dejarlos tirados como un pedazo de roble viejo, sabes!

– ¡Y tú cuida a mi mujer, pues si me entero de que no es así, volveré y te sacaré a patadas en el trasero hasta el otro extremo de Bozeman Trail!

– ¡Mierda! -musitó Tom, viendo alejarse el vehículo.

Pero cuando se hubo ido, se quedó junto a la puerta abierta sintiéndose desdichado, pesaroso, echándolo de menos antes de que se hubiese marchado del pueblo.

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