Esas treinta y seis horas fueron frustrantes para Tom Jeffcoat. Si hubiese tenido que repetirlo, sería más astuto y se mantendría a no menos de dos pasos de distancia de Emily Walcott.
En el yunque, golpeó un trozo de metal caliente como si fuese su propia cabeza que, admitía, era tan dura como el hierro y necesitaba recibir cierto sentido común.
Tenías que besarla, ¿no, Jeffcoat? Tenías que tantear en ese armario oscuro y poner las manos donde no correspondía. Tenías que saber. Bueno, ahora ya sabes, ¿y de qué te ha servido, además de hacerte desdichado? Para sentirte inseguro. Es esa mujer que tienes atragantada, que no puedes tragar ni librarte de ella. ¿Qué demonios piensas hacer al respecto?
Golpeó el hierro hasta que le resonó en los brazos y en los codos. Aunque se enfrió demasiado para cambiarle la forma, siguió golpeándolo.
Emily Walcott. ¿Qué podía hacer un hombre con ella? A veces, quería estrangularla. Cristo, ¿de dónde había sacado ese temperamento? Al parecer, atravesaba la vida en un perpetuo desafío. ¿A qué? ¡No tenía nada que desafiar!
Pero admiraba su coraje y su impulso, más grandes que los de la mayoría de los hombres.
Intentó imaginar que la llevaba a Springfield y la presentaba como esposa… ¿su esposa?… esa, la de la gorra de muchacho y los pantalones, la que en lugar de tener hijos, prefería atender animales enfermos por un tiempo. ¡A su madre se le saltarían los ojos de las órbitas! Más aún después de Julia, la perfecta, correcta, embarazada Julia. Y su padre lo llevaría aparte y le diría: "Hijo, ¿estás seguro de lo que vas a hacer?".
La respuesta era no. Desde el instante en que posó sus labios en los de ella, en aquel armario, no sabía lo que hacía. Estaba ahí, como un tonto, golpeando un trozo de hierro frío. Ahogó un juramento, dejó el martillo y se quedó con la vista fija, melancólico, echándola de menos, deseándola.
Ella vino, se reunió conmigo, se acostó a mi lado y nos besamos. Y había algo entre los dos. No sólo pasión sino también sentimientos. ¡Y la vez siguiente que traté de verla, me dijo: "Déjame en paz."!
Exasperado, se mesó el cabello y recorrió los confines de la herrería levantando herramientas y luego dejándolas.
Entonces, ¿qué esperas de ella, que te eche los brazos al cuello y te bese en plena calle Grinnell, aunque está comprometida con Charles?
Sabía que Emily Walcott no era una coqueta. No estaba jugando con él como algunas mujeres harían. Para ser sincero consigo mismo, debía admitir que estaba, sencillamente, asustada. Temerosa del aluvión emocional que los atacó a ambos por sorpresa. De la intensidad. De las consecuencias que podrían surgir y de la cantidad de personas que resultarían lastimadas si se dejaban llevar por los sentimientos.
¿Y tú? ¿Tú no estás asustado?
Dejando escapar un suspiro irritado, se desplomó sobre un taburete bajo, con los hombros caídos y los brazos sobre las rodillas separadas. Sacó la hebilla de Emily del bolsillo de la camisa, la frotó con las yemas de los dedos… una y otra vez… la mirada perdida, y la recordó en varias actitudes: mirándolo desde el otro extremo de la pista de baile… haciendo bocina con las manos para lanzar el agudo grito vasco… acercándose a él sobre la plataforma giratoria. Volvió a oír su voz en la negrura del armario, rogándole: "No, Tom. Oh, Dios, por favor, no", porque mucho antes de que la besara ella también reconoció la fascinación que bullía bajo la antipatía aparente. El recuerdo de ese primer beso evocó los otros: en la oficina de Edwin, sobre la nieve recién caída, en su propia cama.
Se cubrió la cara con las manos.
Muy bien, yo también estoy asustado. De herir a Charles. De resultar herido yo mismo. De elegir mal o de no ver la alternativa correcta. Alzó la cabeza y se quedó con la vista fija en el resplandor anaranjado de la fragua.
La pregunta es: ¿tú la amas?
Sí, que Dios me ampare.
¿Y entonces, qué?
¿Quieres casarte con ella?
Tragó saliva, pero el nudo no se deshizo.
¿No sería mejor que se lo dijeras a ella también?
Con ese debate en la mente, oyó pasos en el suelo del corredor principal. Al pasar, alguien dio un empujón a la plataforma, haciéndola retumbar quedamente. Segundos después aparecía Charles en la puerta de la herrería.
– ¡Así no terminarás nunca el trabajo! -bromeó.
Tom le devolvió la sonrisa, desgarrado entre distintas lealtades, feliz de ver a su amigo al mismo tiempo que deseaba no haberlo conocido jamás.
– Sí, bueno, tú tampoco. -Haciendo fuerza en las rodillas, se levantó del taburete-. ¿Qué haces aquí, en mitad de la jornada? ¿No tienes que clavar unos clavos?
Charles se adelantó, se detuvo apenas traspuesta la entrada y mostró una amplia sonrisa.
– He venido a invitarte a mi boda.
– A tu b…
– El viernes a la una en punto de la tarde.
Tom estuvo a punto de caer sobre el banco.
– ¿El viernes? ¿Este viernes?
– Sí.
– ¡Pero es pasado mañana!
– Ya lo sé. -Dio una palmada y se frotó las manos-. Esa muchacha terca al fin me dio el sí.
El nudo en la garganta de Tom duplicó su tamaño.
– Pero… tan pronto…
Charles contuvo su entusiasmo y avanzó al interior de la herrería.
– Es por su madre. Ahora, la señora Walcott está muy mal. Emily cree que no le queda mucho tiempo de vida y quiere que nos casemos de inmediato. Será una pequeña ceremonia en el cuarto mismo de la señora Walcott, para que ella pueda verlo. -La felicidad de Charles brilló otra vez en su expresión-. ¿Puedes créelo, Tom? ¡En verdad, Emily está impaciente!
"O huyendo", pensó Tom.
– Creí que quería obtener primero el diploma de veterinaria.
– Dijo que abandona. -La sonrisa de Charles se ensanchó-. Dice que, como estará ocupada criando a mis hijos, no tendrá tiempo para nada más.
La otra noche me dijo que todavía no estaba preparada para tener hijos.
– Bueno… maldición. -Tratando de ocultar su sorpresa, Tom se pasó la mano por el cabello-. Es… bueno, es… felicidades, Charles… -Compuso un entrecejo dubitativo, como habría hecho antes de enamorarse de Emily-. Creo.
Charles rió y le palmeó el hombro.
– Yo creo que te gusta más de lo que das a entender.
– Es buena persona. Sólo que un poco peleadora.
– Me alegra de que, al fin, la hayas aceptado, pues tengo que pedirte un favor.
– Pide.
– Quiero que seas mi testigo.
El nudo amenazó con extenderse al estómago. ¿Ser testigo? ¿Y quedarme callado cuando Vasseler pregunte si alguien conoce algún motivo para que ese matrimonio no se realice? ¿Y pasarle a Charles la sortija para que se lo ponga en el dedo a Emily? ¿Y después, besarla en la mejilla y desearle una vida feliz con otro hombre?
¡Dulce Jesús, no podía hacerlo!
Sintió en el rostro primero calor y luego frío, y dio gracias a Dios por la penumbra del lugar. Parpadeó, tragó saliva y tendió la mano a Charles.
– Desde luego.
El amigo la encerró entre las suyas ásperas.
– Bien. Y Tarsy lo será de Emily. En este momento, está pidiéndoselo. No veo motivo para que diga que no, como no lo has hecho tú. -Charles apretó con más fuerza la mano de Tom y dijo en tono ronco y sincero-: Soy tan feliz, amigo, no sabes lo feliz que soy.
Tom no sabía dónde esconderse. Temeroso de que la fragua iluminara el abatimiento de su expresión, dobló el codo y pasó el brazo por el cuello de Charles, atrayéndolo hacia él.
– Que siempre sea así, Charles. Que sea así para siempre, porque lo mereces.
El amigo le palmeó la espalda.
Se separaron.
– Bueno… -Tom se pasó los nudillos bajo la nariz, sorbió y metió las manos en los bolsillos del pantalón-. Esta conversación está volviéndose un tanto sensiblera.
Rieron al unísono, cohibidos.
– Sí, y yo tengo que ir a clavar unos clavos.
– Y yo tengo que doblar un hierro.
– ¿Y?
– Y entonces, sal de aquí.
– ¡Está bien, me voy!
Cuando se fue y Tom quedó solo en la herrería, explotó la reacción que estaba conteniendo, un pánico visceral, como si una boa estuviese preparándose para comérselo.
¡Lo hará! ¡Esa tonta cree que así resolverá todo, que precipitándose a pronunciar esos votos estará a salvo de sus propios sentimientos! ¡No creo que sea por otra cosa que lo hace!
Entonces, ¿la detendrás o no?
Con toda seguridad que lo intentaré.
¡Buen amigo eres!
¡Maldición, déjame en paz!
Cargó la carreta con estiércol para el corral, la única excusa válida que se le ocurrió en la prisa del momento, y enganchó a Liza y a Rex para sacarla. Conteniéndose, fue por la calle Main hasta la esquina con Burkitt, desde donde podía verla salir de la casa de Tarsy, mirando colina arriba. Tanto si cruzaba la calle para ir a la casa o se dirigía hacia el pueblo, de cualquier modo la vería.
– ¡So! -gritó, tirando de las riendas.
Los caballos quedaron enfilados hacia la esquina. Con tanta lentitud como prudencia, se apeó, pasó ante la yunta y les revisó las patas. Alzó la delantera derecha de Liza, examinó la herradura, la horquilla del casco, le pasó el pulgar por encima, mirando de soslayo colina arriba. El casco estaba perfecto. La horquilla, limpia. Soltó la pata de Liza y revisó una de las de Rex. Luego, metiéndose entre los dos, los hizo caminar paso a paso, como si buscara una posible cojera.
Otro vistazo a la colina: no se veía un alma.
Enderezó una correa torcida que no lo necesitaba, miró hacia Burkitt Street Hill entrecerrando los ojos y allí estaba, con un abrigo marrón y una falda escocesa, cruzando Burkitt en dirección a su casa. Era un día de una luminosidad cegadora y la nieve hería los ojos bajo el sol de las dos de la tarde. Contra el fondo blanco, parecía oscura como una mancha de tinta sobre un secante nuevo.
Dio la vuelta, subió al carro, condujo colina arriba tomando derecho por Jefferson y se mantuvo detrás, viendo cómo revoloteaban las faldas a cada paso, y sintiendo cómo su propio pulso se enloquecía con sólo verla, con una mano cruzada sobre el pecho, la barbilla baja, sujetando las puntas de la bufanda roja. Caminaba como hacía muchas cosas: con vivacidad y eficiencia. Lo supiera o no, sería una esposa magnífica. Llevaría adelante un hogar y criaría a sus hijos con el mismo fervor que dedicaba al establo y a los animales. Porque así era ella. Tom lo sabía con tanta certeza como sabía que quería un hogar y una familia propios.
Cuando Emily estaba a una manzana de la casa de Tarsy, se le acercó.
– Hola, Emily.
Giró como si la apuntasen con una pistola. Los ojos frenéticos se posaron en él y apretó contra el pecho la mano que sujetaba la bufanda.
– Estás un poco pálida -comentó, serio.
– Te dije que me dejaras en paz.
Dio una brusca media vuelta y siguió caminando, con Tom atrás junto a su hombro derecho, que llevaba a la yunta a paso lento.
– Sí, ya lo oí.
– Entonces, hazlo.
Lo pensó… una fracción de segundo.
– Hace un momento vino a verme Charles para contarme la noticia. -Emily siguió caminando decidida, con la falda revoloteando a cada paso-. Me perdonarás si no te felicito -agregó con sequedad.
– Vete.
– No me voy nada. Estoy aquí para quedarme, marimacho, así que te aconsejaría que te hagas a la idea. ¿Qué dijo Tarsy?
– Que sí.
– ¿Y esperas que los dos estemos ahí, ante el Señor y el reverendo Vasseler, y os demos nuestras bendiciones?
– No fue eso lo que pensé.
– Oh, es un alivio.
– Por favor, ¿podrías seguir a otra persona? Todo el pueblo podría vernos.
– Ven a dar un paseo conmigo.
Le disparó una mirada helada.
– En tu carreta de estiércol.
– Bastará que digas una palabra y volveré con un coche antes de que llegues a tu casa.
La muchacha se detuvo y le dirigió una mirada cargada de sufrimiento.
– Voy a casarme con él, ¿no lo entiendes?
– Sí. Pero, ¿tú lo entiendes? Estás huyendo asustada, Emily.
– Estoy haciendo lo más sensato.
Aminoró el paso, como resignada. Tom dejó que los caballos se retrasaran y la vio alejarse, huir de él, de sus propios sentimientos, de la verdad innegable. Cuando se convenció de que estaba resuelta a dejarlo atrás, tiró de las riendas, la dejó alejarse unos metros y, por fin, gritó:
– Eh, Emily, me olvidé de decirte una cosa. -Esperó, pero la muchacha no se detuvo ni se dio la vuelta. Aunque había casas a ambos lados de la calle, se puso de pie en la carreta y gritó-: ¡Te amo!
Se dio la vuelta, con expresión de franca sorpresa. Hasta el idiota del pueblo podría haber detectado el magnetismo de esos dos que se enfrentaban en la luminosa tarde nevada, ella a unos metros él, de pie sobre una carreta cargada de estiércol. Tom continuó en voz más baja:
– Me pareció que debías saberlo antes de casarte con él.
Atónita, lo miró con la boca abierta.
– Olvidé otra cosa: quiero casarme contigo.
Dejó que las palabras se asentaran unos instantes, luego se sentó, agitó las riendas y la dejó, de pie en el borde de la calle Jefferson, con el aliento atrapado en la garganta, una mano apretada sobre el corazón y el rostro sonrosado como un albaricoque.
Emily pasó el día en la casa y el atardecer con Charles, y aunque Tom lo supo y le dolió, no tuvo más remedio que mantenerse apartado. Esa noche, en su casa, se paseó preocupado, yendo de una ventana a otra con la esperanza de verla llegar cruzando su propio patio. Pero el patio permaneció vacío y lo atacó el pánico. A medianoche se fue a la cama y se quedó despierto trazando planes extravagantes para disuadirla, casi todos imposibles de concretar. A las dos de la madrugada llegó a la conclusión de que esta era una situación desesperada y, como tal, requería medidas desesperadas. A juzgar por la hora a la que Emily o Edwin abrían el establo, debían de levantarse todas las mañanas alrededor de las seis.
A las cinco y media estaba esperándola en el patio trasero.
Era invierno y hacía frío, tanto que se le formaron carámbanos que le taparon las fosas nasales. Se levantó el cuello de la gruesa chaqueta de cuero de oveja, se tapó las orejas con las manos enguantadas y apoyó un hombro contra la trasera del cobertizo, espiando la esquina, vigilando el camino que venía desde la puerta de la cocina. Sus propias huellas se veían enormes, desde el camino hasta su escondite, pero el cielo aún estaba negro y la luna baja y delgada sobre el horizonte. Más aún: cualquiera que saliese tendría demasiada prisa para observar la nieve y ver pisadas extrañas.
Arriba, en las montañas, aulló un coyote, seguido por el coro de los demás. En la casa se cerró una puerta y unos pasos precipitados hicieron crujir la nieve endurecida del sendero con un ruido que parecía el cuero de la silla bajo el cuerpo de un jinete. Tom espió por la esquina: era Edwin, que corría con la cabeza baja hacia el retrete. Cuando la puerta se cerró tras él, Tom se escabulló al otro lado del cobertizo para esperar. Vio que la luna se ocultaba tras las montañas, oyó a Edwin volver a la casa y, un minuto después, salió otra persona. Cuando esa persona llegó a la mitad del camino, Tom espió y vio una silueta femenina de cabellos claros: Fannie.
No tardó mucho en el retrete. Cuando volvió adentro, la mañana ya era decididamente fría. Por Dios, nunca había temblado así. Siempre bajaba la temperatura después del amanecer, pero ese día parecía haber descendido más de seis grados. Se sonó la nariz y tuvo la sensación de que los dedos jamás se le descongelarían cuando se puso otra vez los guantes. Otra vez se le taparon las fosas nasales y se frotó para destaparlas. Con los brazos cruzados, golpeó el suelo con los pies y metió el mentón dentro del cuello del abrigo.
Quizás Emily ya hubiese ido al retrete y él no la vio. O tal vez se quedara durmiendo hasta tarde. De todos modos, era una ocurrencia estúpida. Se iría a su casa y la dejaría en paz. Quizá realmente amase a Charles y eso sería lo único correcto.
Pero estaba demasiado enamorado y se quedó.
Más de un cuarto de hora después, apareció Emily. Acababa de amanecer y a la luz tenue la vio hacer todo el trayecto desde la casa: calzada con algo que no hacía ruido, caminó con cuidado, sujetándose las solapas del abrigo sobre el camisón. Con la cabeza baja y los brazos cruzados, corrió, el cabello cayendo como una cascada negra sobre las mejillas y los hombros.
Mucho antes de que llegara al extremo del camino, Tom había rodeado el edificio para esperarla. Pero cuando Emily abrió la puerta del retrete y salió, él estaba de pie en medio del camino, con los pies separados y las manos juntas formando una esfera.
– Buenos días.
Se irguió, sorprendida.
– ¡Tom!
– Necesito hablar contigo.
– ¡Estás loco! ¡Son las seis de la mañana!
Se apretó el cuello del abrigo.
– No podía hacer esto anoche, a las seis, ¿verdad?
– ¡Pero aquí afuera hace mucho frío!
– Lo sé. Hace rato que estoy aquí, esperándote. Empezaba a pensar que no saldrías nunca.
– No puedo hablar contigo aquí. Estoy… -Miró al suelo-. Tengo los pies… en chinelas y camisón. Y pronto aclarará. Cualquiera podría vernos.
– ¡Maldición, Emily, no me importa! ¡Mañana te casarás con el hombre equivocado y no tengo tiempo para disuadirte!
Dio tres grandes zancadas y la alzó en los brazos.
– ¡Thomas Jeffcoat, bájame!
– Deja de patear y escúchame. -La llevó alzada hasta la parte de atrás del cobertizo, apoyó la espalda contra la pared fría y se acuclilló, hundiéndose en la nieve hasta las caderas-. Pon los pies aquí. Buen Dios, muchacha, ¿no tienes sentido común que sales así vestida?
Las chinelas estaban tejidas en hilo grueso negro. Tom le envolvió los dos pies con el camisón, acomodó a Emily en su regazo, la rodeó con los brazos y la miró a la cara, que estaba más alta.
– Emily, no le dejas a uno mucho tiempo. No habría hecho esto si hubiese tenido otra alternativa. Pero ya te dije que el hombre persigue y yo te persigo del único modo que sé, por loco que parezca.
– Loco sería un modo muy gentil de expresarlo. Lo que me hiciste ayer en la calle fue terrible.
– Sin embargo, te hizo detenerte y pensar.
– ¡Pero, no se… no se sigue a una chica en un carro de estiércol y se le ofrece matrimonio!
– Como lo sé, por eso vengo a pedírtelo otra vez.
– ¡Esta vez, detrás del retrete!
– El retrete está allá; este es el cobertizo.
Señaló con la cabeza.
– Thomas Jeffcoat, eres un lunático.
– Estoy enamorado. Por eso he venido a preguntártelo otra vez: ¿quieres casarte conmigo?
– No.
– ¿Me amas?
– ¡Cómo me preguntas una cosa semejante, sabiendo que mi boda está fijada para mañana!
Exasperada, forcejeó para soltarse, pero Tom la sujetó con más fuerza de los hombros y las rodillas.
– ¡No contestes mi pregunta con otra! ¿Me amas?
– Eso no tiene nada que ver con mi promesa de…
– ¿Me amas? -insistió, apretándole el cuello con una mano metida en el grueso guante, obligándola a volver el rostro hacia él.
– Te deseo. No sé si es lo mis…
Estampó su boca sobre la de ella con fuerza, infundiendo al beso todo el amor, la desesperación y la frustración que sentía. Cuando la soltó, tenía el aliento agitado y la expresión sincera:
– Yo también te deseo… no lo negaré. Te deseo tanto que me acostaría contigo aquí en la nieve. Pero es más que eso. Camino por mi casa vacía y te imagino conmigo. Te quiero en mi mesa del desayuno, aunque no sepas freír huevos. Por lo que a mí me importa, podemos comer tostadas quemadas… diablos, hasta estoy dispuesto a quemarlas yo mismo, pero te quiero ahí, Emily. Y en el establo: eres estupenda con los caballos. ¿No nos imaginas yendo hasta allí todos los días y trabajando juntos? ¡Qué equipo formaríamos para los negocios!
"¿Y qué me dices de los estudios? Charles me dijo que los abandonarás para tener hijos, inmediatamente después que tú me dijiste que aún no querías tenerlos. Eso no está bien, Emily. Y yo tampoco quiero hijos antes de que tú lo quieras. Por un tiempo, quisiera que sólo estemos tú y yo, vagando por esa gran casa en ropa interior. No sé cómo podríamos arreglárnoslas, al ver de qué modo el deseo nos importuna todo el tiempo, pero lo intentaríamos. Emily… -Esta vez lo pronunció con más ternura-. Te amo. No quiero perderte.
Encogida sobre sí misma, Emily se quedó entre sus brazos y dejó que la convenciera, que la nariz fría de Tom le rozara la mejilla tibia y recibió de buen grado sus labios en los suyos. Olvidó la boda inminente. Olvidó el frío. Olvidó negarse. Abrió la boca y respondió al beso… un beso arriesgado, ferviente, que sólo acarreaba más confusión, pero aun así participó, con el anhelo de alguien al que pronto le sería negado ese placer. Sabía tal como lo recordaba y la alarmó la familiaridad de su olor y su tacto, que resultaba una tentadora combinación de lo húmedo y lo suave, lo flexible y lo duro. Mientras la lengua de Tom la arrasaba, sentía explotar oleadas de calor en su interior. Inclinó la cabeza, la torció, sin interrumpir el beso, soltando una mano y apoyándola en la cara de él. La mejilla era tibia, erizada de la barba crecida durante la noche; el mentón, duro; el cuello cálido y aterciopelado. Tenía la cabeza echada atrás, apoyada contra la pared del cobertizo, y Emily interpuso la mano para protegerlo de la superficie dura y helada.
La danza de las lenguas cortejó el desastre, permitiendo que los sentimientos de ambos se expandieran. Las manos del hombre se movieron, una hacia el hombro, otra hacia una nalga redonda, donde el borde del pesado abrigo daba paso a la tela más fina del camisón… grueso sobre fino… cuero sobre algodón… trazando dibujos sobre la carne firme, fingiendo que su mano no estaba cubierta con el guante. Cuando los corazones y las respiraciones de los dos se tornaron agitados, dieron por acabado el beso, ambos con la misma frustración.
– Oh, Emily…
Fue un susurro angustiado.
– ¿Por qué no me lo pediste antes? -se desesperó, cerrando los ojos.
– Porque no lo supe hasta que te besé.
– Entonces, ¿por qué no me besaste antes?
– Tú sabes los motivos: Charles, Tarsy… hasta Julia. Creí que había terminado con las mujeres por mucho, mucho tiempo. Tenía miedo de que me hiriesen otra vez. Y ahora, esto duele más todavía. Emily, por favor… tienes que casarte conmigo.
Alzó la cara, pero ella impidió que volviese a besarla.
– Por favor, Thomas… la respuesta sigue siendo no.
– Pero, ¿por qué?
Acongojada, lo miró a los ojos y resolvió decirle la verdad, al mismo tiempo que la recordaba a sí misma.
– Te diré algo en la confianza de que no lo repetirás nunca. Te lo diré porque me parece lo único justo. -Soltó un suspiro tembloroso y comenzó-: La mañana después del día que fui a tu casa, entré en la cocina y encontré a mi padre besando a Fannie. Un beso de verdad. No te imaginas lo que fue, Tom. Me sentí… asqueada, traicionada… y más furiosa de lo que recuerdo haber estado jamás. Por mí, por mi hermano, pero, sobre todo, por mi madre, que no merece toda la desdicha y el dolor que la vida arroja sobre ella en este momento. No basta con que sufra tanto y esté muriéndose tan joven. ¡Su esposo la traiciona bajo sus propias narices! ¡Bajo el mismo techo! Eso me hizo pensar en mí misma, en lo que estaba haciéndole a Charles.
– Pero tu padre es…
– ¡No seré como él, Tom, te lo aseguro! Charles es una persona admirable, que no merece ser engañado por su novia y su mejor amigo. Presta atención: su novia y su mejor amigo. Eso es lo que somos, ¿sabes? Cuando estamos juntos solemos olvidarlo.
– ¿Así que te casas con Charles para compensar los pecados de tu padre? ¿Eso es lo que estás diciendo?
Era verdad y Emily se quedó sin respuesta.
– ¿Y qué me dices de lo que nosotros sentimos? -insistió Tom.
– Lo que yo siento podría ser pánico y creo que eso es lo que sienten todas las novias los últimos momentos antes de casarse. Pero ahora no puedo afrontar más de una crisis. Los últimos tres días han sido terribles. Cuando entro en el cuarto de mi madre, me siento culpable. Cuando miro a Charles, me siento culpable. Te veo a ti y me siento confundida. Papá y Fannie me provocan tal disgusto que casi no soporto estar en la misma casa. Lo que anhelo es la paz que creo que tendré con Charles. Me casaré con él, me mudaré a su casa e iniciaré mi propia vida. Eso es lo que voy a hacer.
– ¿Dejarás de lado lo que sientes por mí? ¿Lo que sentimos el uno por el otro?
– ¡Emily!
Era Fannie, que llamaba desde la casa.
Tras el cobertizo, se pusieron tensos y contuvieron el aliento.
– Emily, ¿estás ahí afuera?
– No le contestes.
Tom aferró las muñecas de la muchacha, reteniéndola, mientras los dos corazones latían tumultuosos.
– Tengo que entrar -murmuró, forcejeando para levantarse.
– ¡Espera!
– ¡Déjame levantarme! ¡Ella viene para aquí!
El aire punzante de la mañana transportó otra vez la voz de Fannie:
– ¡Emily!
La muchacha gritó:
– Estoy bien. ¡Iré en un minuto!
Debatiéndose para levantarse, luchando torpemente por separarse, Emily cayó a medias sobre las piernas de Tom. Los tobillos y una muñeca se le hundieron en la nieve, que se le metió en las zapatillas en copos húmedos y helados, y por los puños del camisón, enfriándole las muñecas. Se pegó al borde de la chaqueta de Tom formando un anillo helado, que se derritió contra su trasero. Pero enzarzados como estaban en sus emociones, ninguno de los dos lo advirtió. La retuvo de la muñeca forcejeando para que no se fuera, mientras Emily forcejeaba para soltarse.
– No lo hagas, Emily.
– Debo hacerlo.
– ¡En ese caso, no esperes que me quede ahí, presenciándolo! ¡Aunque le haya dicho a Charles que sí, que me maten si lo haré!
– Tengo que entrar.
– ¡Estás tan ciega…!
– Déjame ir… por favor.
– Emily.
– Adiós, Thomas.
Corrió como si la persiguiera un incendio en una pradera.
Si bien Josephine Walcott estaba a las puertas de la muerte, todavía no estaba muerta. Todo lo contrario. En las últimas veinticuatro horas, su estado había dado un vuelco singular. Tosía menos, se sentía más fuerte y gozaba de una percepción especialmente aguda, cosa que, según sabía, solía ocurrir en las últimas horas de vida. Era lo bastante perspicaz para estar convencida de que algo muy malo sucedía en la casa.
Emily era brusca y fría con Fannie y Edwin. Este caminaba como sobre brasas. Y Charles no había ido a anunciar los planes para la boda. Era extraño, aunque a la luz de las últimas explosiones que se habían filtrado desde abajo, lo entendía.
Josephine se despertó mucho antes del alba el día anterior a la boda de Emily y escuchó los ruidos de la familia que se despertaba. Puertas que se abrían y cerraban, tapas de estufas que vibraban, la bomba gorgoteando, tocino friéndose, voces amortiguadas.
Llegó de abajo la voz de Fannie, que hablaba por lo bajo con Edwin.
Después, la voz más gruesa de Edwin que le respondía.
Luego, otra vez la voz de Fannie que llamaba a Emily, en tono preocupado. Dos veces. Tres.
¿Qué pasaba?
En la estufa rugió el fuego como si hubiese recibido una corriente de aire, se cerró de un golpe la puerta de atrás y Edwin preguntó:
– Emily, ¿estás bien?
La voz de Emily, brusca y airada, llegó con claridad desde abajo:
– No me sirváis el desayuno. Comeré con mi madre -seguido por el deslizarse de sus pasos que subían la escalera a todo vapor.
Quince minutos después, apareció con la bandeja del desayuno de Josephine, entró y cerró la puerta que, durante el día, quedaba abierta de par en par hasta dos días antes, en que Emily había comenzado a cerrarla con gesto perentorio.
– Buenos días, madre.
Cuando apoyó la bandeja en la cama, Josephine le tomó la mano. Le sonrió y se estiró para acariciar con los nudillos la mejilla enrojecida de Emily.
– ¿Estás enferma? -preguntó Josephine en un susurro.
– ¿Enferma? No, estoy… estoy bien.
– Oí que Fannie te llamaba. Tienes la mejilla fría.
– Estuve afuera. Esta mañana hace más de doce grados bajo cero.
– Y roja.
Emily se atareó con las cosas del desayuno, evitando mirar a su madre.
– Esta mañana tienes avena y huevos con tocino. A ver, deja que te acomode las almohadas. Espero que tengas apetito otra vez. Es muy grato verte comer como ayer. -Siguió parloteando de cosas superficiales, lo que no hizo más que evidenciar su nerviosismo. No podía dejar las manos quietas, que iban de una cosa a otra: el azúcar, la crema, la sal, la pimienta; exhibía un exceso de eficiencia para disimular la tensión-. Creo que hoy limpiaré tu cuarto y te lavaré el cabello. Podríamos colocar una tela encerada sobre el borde del colchón, para que te acuestes atravesada, ¿qué te parece? Y plancharé tu bata de cama preferida y mi vestido azul. Claro que también tengo que lavarme el cabello, empaquetar mis cosas para llevarlas a casa de Charles, y…
– Emily, ¿qué pasa?
– ¿Cómo qué pasa?
En los ojos de Emily apareció un atisbo de terror.
– No es necesario que me protejas de todo -murmuró Josephine-. Todavía estoy bien viva y quiero formar parte de la familia otra vez.
Vio cómo la hija luchaba contra un torbellino oculto en su interior. Por un momento, creyó que Emily se aplacaría y confiaría en ella, pero al final se levantó de un salto y se dio la vuelta, escondiendo cualquier secreto que hubiesen revelado sus ojos.
– Oh, madre, nunca dejaste de formar parte de esta familia, ya lo sabes. Pero, por favor, no te aflijas por mí. No es nada.
Pero casi no probó el desayuno y cuando Edwin entró, antes de irse para el establo, lo rechazó con frialdad y se puso a manosear las cosas que había sobre el tocador, sin siquiera saludarlo.
Poco después de que se fuera Edwin, apareció Fannie ofreciéndose a limpiar la habitación, pero Emily le informó que lo haría ella y que también se ocuparía de preparar a su madre para el día siguiente. Fannie miró desde los pies de la cama a Emily, percibió la evidente tensión reinante en el cuarto, y luego, resignada, se encaminó a la puerta.
– ¡Fannie! -le espetó Emily.
– ¿Qué?
La mujer se volvió.
– No hará falta que prepares una comida de bodas, si es que lo pensaste. Cuando termine la ceremonia, Charles y yo nos iremos directamente a su casa.
Pasó el día igual que el anterior, ocupándose de su madre, ejecutando todas las tareas que planeó para esa jornada pero, a medida que avanzaba, su actividad cobraba una cualidad casi frenética. Inquieta, Josephine la observaba y se afligía.
El lavado del cabello comenzó a última hora de la tarde. Resultó un proceso dificultoso, pero esa misma condición y la inversión de los papeles acercaron a madre e hija más que nunca.
Una vez que Josephine estuvo otra vez sentada con la espalda en las almohadas, Emily le peinó con parsimonia el pelo y dijo:
– No tardará mucho en secarse.
– No, es cierto -admitió Josephine, triste-, ya no.
Las palabras estrujaron el corazón de Emily. Menos de un año atrás el cabello de su madre era oscuro, grueso y brillante, su más preciado tesoro, su orgullo. En el presente, pendía en mechones lacios, descolorido, el cuero cabelludo sonrosado asomando en algunas partes. Josephine misma lo cortó a la altura del cuello para que fuese más fácil mantenerlo durante la enfermedad. Las zonas desnudas de la cabeza parecían un último insulto al físico deteriorado de esa mujer que una vez fue robusta.
Percibió la tristeza de su hija, alzó la vista y vio que, en verdad, estaba abatida.
– Emily querida, escúchame. -Tomó la mano de la muchacha entre las suyas y la retuvo, con peine y todo, mientras hablaba en voz baja para no toser-. Ahora no importa cómo tengo el cabello. No importa que tu padre duerma en un catre aparte y que me vea como una manzana cada vez más seca. Nada de eso tiene importancia. Lo que importa es que tu padre y yo hemos vivido juntos veintidós años, sin perdernos el inmenso respeto que nos tenemos.
Con los ojos bajos, Emily mantuvo la vista fija en la mano marchita de su madre, en la que los dedos demasiado delgados ya no conservaban la marca de la sortija nupcial.
– Los últimos días, has estado angustiada y creo que sé por qué. Aunque aprecio tu lealtad, creo que está fuera de lugar. -Acarició con el pulgar el dedo anular de la hija, donde aún no había nada-. Estoy enferma, Emily, pero no ciega ni sorda. He visto tu súbita aversión a tu padre y a Fannie, y oí cosas… Cosas que tal vez no estaban destinadas a que las oyese.
Suspiró y guardó silencio, contemplando la expresión abatida de la muchacha.
– Nunca hemos estado muy unidas, ¿verdad, Emily? Tal vez sea culpa mía. -Siguió sosteniendo la mano de Emily, una familiaridad que jamás se había permitido en dieciocho años de maternidad. Y aunque incluso en ese momento parecía poco natural, se obligó a hacerlo, al admitir sus errores como madre-. Pero siempre estuviste prendada de tu padre, lo seguiste, lo imitaste. Veo que te duele mucho cada vez que lo rechazas… y también a Fannie. Te acercaste mucho a Fannie, ¿no?
Emily tragó saliva, pero no levantó la vista y aparecieron dos manchas de color en las mejillas.
– Creo que ha llegado el momento de decirte ciertas cosas. Quizá no te resulte agradable oírlas, pero confío en que entenderás. Eres una joven madura y estás a punto de embarcarte en el matrimonio. Si tienes edad suficiente para eso, también podrás entender lo que pasa entre tu padre y yo.
Los ojos azules de Emily, con expresión afligida, se alzaron:
– Mamá, yo…
– Shh. Me canso con facilidad y tengo que susurrar. Por favor, escúchame. -Por extraño que pareciera, Josephine no hablaba tanto tiempo seguido desde hacía meses y aun así no tosió, y prosiguió, como si un benefactor le hubiese prestado sus energías para hablar cuando más lo necesitaba-. Tu padre y yo crecimos conociéndonos desde la infancia, lo mismo que Charles y tú. Cuando teníamos catorce años, nuestros padres nos dijeron que habían acordado un pacto de matrimonio y que esperaban que los dos lo honrásemos. No tenía relación alguna con la pretensión de unir tierras ni negocios, cosa que me hizo preguntarme con frecuencia por qué estaban tan empecinados en que Edwin y yo nos casáramos. Tal vez, sólo porque eran amigos y sabían qué clase de hijos resultamos: hijos cristianos, honrados, que nos convertiríamos en padres cristianos y honrados, educados en el respeto al Cuarto Mandamiento.
"Se oficializó el compromiso cuando cumplimos los dieciséis años, la misma primavera que Fannie volvió después de dos años de estudiar en el extranjero. Sus padres dieron una fiesta poco después de su regreso y recuerdo esa noche con claridad. Las lilas estaban en flor. Fannie vestía de color marfil, que siempre le quedó magnífico, con ese llameante cabello anaranjado, como una vela de fiesta, pensaba yo. Creo que esa noche comprendí que a tu padre le gustaba. Bailaron juntos y los recuerdo girando con los brazos enlazados, contemplándose con el rostro sonrojado, sonriendo de un modo que nunca Edwin tuvo para mí. Sospecho que la llevó afuera y la besó en el jardín de hierbas aromáticas, porque cuando volvió le sentí olor a albahaca en la ropa.
"En ese momento supe que tenía que liberarlo del compromiso, pero yo no era la chica más casadera de Boston, ni la más linda. No podía coquetear como Fannie, ni… ni recibir besos en el jardín de hierbas… o bromear como a los muchachos les agradaba que hicieran las chicas. Más aún, me habían educado en la creencia de que debía obedecer los deseos de mis padres.
Josephine exhaló un suspiro y se recostó, fijando la vista en el techo.
– Por desgracia, a Edwin le ocurría lo mismo. Yo sabía que se había enamorado de Fannie y percibí la presión que eso le creaba. Pero sospecho que sus padres lo disuadieron de que rompiese nuestro compromiso y, cuando llegó el momento, fue obediente y se casó conmigo.
"Quiero que lo entiendas, Emily… -Josie seguía sosteniendo flojamente la mano de su hija sobre la manta-. Nuestro matrimonio no fue intolerable… ni siquiera malo, pero no se asemeja a la unión espléndida que habría sido si compartiésemos los sentimientos que tu padre comparte con Fannie. Entendimos las limitaciones de nuestro amor. Llamémosle respeto, ese sería un término más preciso, porque siempre supe que era a Fannie a quien Edwin amaba en realidad. Oh, lo ocultó bien y nunca descubrió que yo lo sospechaba. Pero yo supe que nos fuimos de Massachusetts para poner distancia entre ellos, para alejar la tentación. Y aunque mi prima siempre dirigió las cartas a mí, yo sabía que estaban destinadas a que Edwin supiera cómo y dónde estaba, y que nunca lo olvidó.
"Emily, ¿sabías que yo hice venir a mi prima aquí contra los deseos de tu padre?"
Emily miró a su madre con expresión asombrada y la mujer continuó:
– Se enfadó mucho cuando yo le dije que vendría. Fue una de las raras veces en que me gritó, e insistió en que no, que no estaba dispuesto a recibir a Fannie aquí, cosa que no hizo más que confirmar mis sospechas: que su recuerdo no se había desvanecido con los años, que todavía la amaba intensamente. Pero, al ocultarle que Fannie estaba en camino, yo le quité la decisión de las manos.
Josephine sonrió, mirando las manos unidas, la de ella, fina y transparente como porcelana, la de Emily, fuerte y curtida por el trabajo.
– ¿Puede ser que me consideres un poco falta de escrúpulos por empujarlos así uno contra otro? -El susurro se hizo vehemente y apretó con fuerza la mano de Emily-. Oh, Emily, mira a Fannie, mírala. Es tan diferente de mí como el mar de la tierra. Es vivaz y animosa, sonriente, alegre, y en cambio yo soy seria y victoriana sin remedio. Nunca fui como ella, nunca fui como tu padre necesitaba. Y si bien tendría que haber estado con ella todos estos años, me fue fiel y cumplió las promesas conyugales que nos hicimos. Tendría que haber gozado de la calidez y el cariño demostrativo de una mujer como ella, pero se conformó conmigo. Y ahora Fannie está aquí y, a menos que me equivoque, los descubriste haciendo… ¿qué? ¿Besándose? ¿Abrazándose? ¿Es eso?
Al ver que Emily conservaba la mirada baja, supo que había adivinado.
– Bueno, puede ser que se hayan ganado el derecho.
– Madre, ¿cómo puedes decir eso? -Cuando alzó la cabeza, las lágrimas brillaban en los ojos de Emily-. ¡Todavía es tu marido!
Josephine soltó la mano de la hija y miró otra vez hacia arriba.
– Esto es muy difícil de decir para mí. -Dejó pasar unos momentos y siguió-: Yo… no puedo decir que alguna vez disfruté del acto marital y no puedo menos que preguntarme si no sería porque el respeto de tu padre tampoco me bastaba a mí.
En dieciocho años, Emily jamás había oído a su madre referirse a algo ni remotamente relacionado con lo carnal. En el presente, oírlo la cohibió tanto como a Josephine. Pasó un rato interminable, en el que ambas se debatieron con el pudor, hasta que Josephine continuó:
– Sólo quería que supieras que no toda la culpa fue de tu padre.
Las miradas se encontraron y se desviaron hacia objetos impersonales, hasta que la madre se sintió capaz de seguir:
– Otra cosa que quiero que recuerdes: en todo el tiempo en que ha estado aquí, Fannie jamás me ha molestado, ni una vez mencionó el hecho de que yo le había hecho un gran daño al casarme con el hombre que ella amaba. Ha sido la encarnación de la benevolencia: buena, amable y paciente. Y honesta a carta cabal, estoy segura. Con sólo estar aquí, ha hecho mis últimos días más tolerables, Emily.
El sobresalto de oír a su madre mencionar su propia muerte, la hizo exclamar:
– ¡Madre, tú no vas a morir, no digas eso!
– Sí, querida. Y pronto. Hoy estoy mejor, pero eso no durará. Y cuando me haya ido, quiero que estés preparada. Oh, sí, me llorarás, pero que no sea por mucho tiempo, Emily, por favor. Querida, dale a Edwin y a Fannie el derecho a ser felices. Estoy convencida de que si yo puedo hacerlo, tú también. Cuando se case con ella, y estoy segura de que lo hará, ¡debe hacerlo! Tienes que ser tan buena con Fannie como ella lo fue conmigo. Y en lo que respecta a tu padre, bueno, sin duda puedes imaginar la angustia que sufrió al estar casado toda la vida con la mujer equivocada. ¿No merece, acaso, cierta felicidad?
– Oh, madre…
Cayendo de rodillas, Emily se atravesó sobre la cama de la madre con las lágrimas rodándole por las mejillas. Josephine no era mujer inclinada al llanto. Tal vez, si lo hubiese sido, habría hecho más feliz a su esposo. Con los ojos secos, fijó la vista en el techo mientras tocaba la cabeza de la hija que lloraba.
– ¿Y qué pasa contigo? -preguntó-. ¿Estás dispuesta a hablarme acerca de ti y Charles… y de ese señor Jeffcoat?
Sorprendida, Emily levantó la cabeza, con los ojos muy abiertos.
– ¿Lo sabes?
– Me lo contó tu padre.
– ¿En serio?
– Desde luego. ¿Qué crees que hacemos aquí todas las noches? Me cuenta lo que hizo en el día y tú eres una parte importante en cada uno de sus días.
La última revelación de Josephine fue eficaz para detener el llanto. Pasándose los nudillos bajo los ojos, Emily dijo:
– Papá se sintió muy perturbado cuando nos encontró a Tom y a mí besándonos, ¿verdad?
– Sí. Pero ahora puedes entender por qué. Estaba… está muy preocupado por ti, igual que yo. Queremos mucho a Charles, pero creo que ninguno de los dos quiere que cometas el mismo error que nosotros.
Abatida, Emily apoyó la mejilla en el dorso de la mano de Josephine.
– Oh, mamá, ¿qué debo hacer?
Se tomó tiempo para responderle, sopesando las palabras:
– Yo no puedo decírtelo y ya no fingiré que sí puedo. Eres una joven muy impulsiva, Emily. Cierras las puertas con la misma vehemencia con que las abres, como hiciste con tu padre y con Fannie. Todavía está cerrada… ¿lo ves? -Dirigió la mirada hacia la puerta-. El único consejo que puedo darte es que abras la puerta… que abras todas tus puertas. Es el único modo en que podrás ver hacia dónde estás yendo.
– ¿Lo que dices es que no tendría que casarme con Charles?
– En absoluto. Eres tú la que se lo pregunta.
Tendida allí, sobre la cama de su madre, Emily admitió que era cierto: se lo preguntaba desde el momento en que afloraron sus sentimientos hacia Tom.
Tom.
Charles.
Una decisión tan importante que adoptar en tan poco tiempo.
Josie comprendió que la muchacha tenía que decidir por sí misma y la instó a hacerlo:
– Y ahora, estoy muy cansada, querida. Quisiera descansar un rato. -Suspiró y cerró los ojos-. Por favor, dile a Fannie que me despierte cuando tu padre venga a cenar; así podré comer con ellos.