En torno del cajón, las sillas de cocina estaban dispuestas en forma de arco. Sentada en una de ellas, a Emily le surgieron ciertos pensamientos profanos en relación con las vigilias. ¿Qué bien podían hacerle al ser amado o a los que pasaban la noche en vela junto al cadáver? Tal vez, consuelo para los vivos y plegarias para el muerto, aunque ella misma no rezaba demasiado ni recibía mucho consuelo. Si bien era amable por parte de los vecinos del pueblo ir a presentar sus últimos respetos, provocaba un esfuerzo tremendo a la familia. ¿Cuántas veces más podía repetir la misma frase trillada?: "Sí, ahora mi madre está mejor; sí, tuvo una vida buena y cristiana; sí, fue una buena mujer". Le pareció que el relato de Fannie sobre el teñido del cabello era una elegía mucho más apropiada que las actitudes pesarosas de los que venían a echar un vistazo dentro del ataúd y derramaban lágrimas.
La culpa la instó a apartar esos pensamientos, pero al mirar a su hermano la irreverencia persistió.
Pobre Frankie. Obediente, estaba sentado entre su padre y Fannie, removiéndose en la silla y cada tanto le tocaban la rodilla si se encorvaba, resbalaba hacia adelante o quedaba en el borde del asiento. Frankie era demasiado joven para estar allí. ¿Por qué había que aplastarlo con un recuerdo tan deprimente? Ya sería suficiente con el funeral, al día siguiente. Se encorvó, jugueteó con un botón del traje varios minutos y se echó atrás, suspirando. Fannie le tocó la rodilla otra vez y se enderezó, sumiso. Emily atrajo su mirada, le tiró un beso y se sintió mejor.
A continuación, miró a su padre. Ese día, cada vez que lo miraba se le hacía un nudo en la garganta y quería arrojarse en sus brazos y derramar sobre él súplicas de perdón, y contarle la última conversación con su madre. ¿Por qué sería que con el que casi no hablaba era al que más deseos tenía de ofrecerle la rama de olivo? Todo el día hubo gente alrededor y no tuvieron oportunidad de hablar a solas. Pero admitió que eso no era más que una excusa. Era más duro dirigirse a él porque era al que más amaba.
Cerró los ojos, oró pidiendo fuerza y prometió aclarar las cosas entre ella y su padre.
Al abrir los ojos, vio que Tarsy abría en silencio la puerta para hacer pasar a otro amigo de la familia. Tarsy resultó una sorpresa por su lealtad, por la delicadeza con que recibía a los que venían a ofrecer condolencias, tomando sus abrigos y agradeciéndoles su visita. Y Charles también se hizo útil saludando a los vecinos como si fuesen miembros de la familia, acercando sillas para las ancianas que querían quedarse más tiempo a rezar y cuidando que las estufas tuviesen bastante carbón.
El reverendo Vasseler entonó una nueva oración fúnebre. Emily trató de atender pero, cuando cerró los ojos, la silla le pareció más dura, la tela negra del vestido, venenosa, y deseó tener reloj.
Dios querido, haz que viva el duelo por mi madre con corrección. Hazme pensar en la pérdida verdadera que representa, en lugar de la casualidad que me salvó de casarme hoy con Charles.
Al acabar la oración, abrió los ojos y vio a Tom Jeffcoat de pie junto a la puerta de la sala, con su chaqueta de piel de oveja, quitándose el sombrero, mirándola. Dentro de ella se debatieron el temor y la gloria. Al verlo, las emociones que había tratado inútilmente de convocar para las lamentaciones se desbordaron.
Has venido.
Quise venir en cuanto me enteré.
No tienes que mirarme así.
Tu boda se ha cancelado.
Mi boda se ha cancelado.
Tarsy se adelantó a saludar a Tom, murmurándole el agradecimiento en nombre de la familia, y recibiendo la chaqueta y el sombrero. Conversaron en voz baja y Tarsy le tocó la mano antes de alejarse. Charles lo acompañó por la habitación iluminada por velas hasta la fila de sillas. El padre fue el único en levantarse.
– Edwin, lo siento -dijo Tom, estrechándole largamente la mano.
– Gracias, Tom. Todos lo sentimos.
– Me siento un extraño aquí. Yo casi no la conocía.
– No es así, Tom, todos estamos contentos de que hayas venido. La señora Walcott te tenía cariño.
– No se preocupe mañana por los caballos. Yo los cuidaré, si quiere.
– Bueno, gracias, Tom. Te lo agradezco.
– Y pongo mis coches a su disposición, para cualquiera que necesite ir al cementerio. Los tendré listos.
Edwin oprimió el brazo de Tom.
Tom se acercó a Frankie y le tendió la mano como si fuese un adulto:
– Frankie, lamento muchísimo lo de tu madre.
– Yo también… creo.
– Si está en el Cielo, ya sabes lo que dicen del Cielo. -Se inclinó hacia el chico, imprimiendo a su tono cierta ligereza, para animarlo-. Tienes que portarte bien, pues ella te ve.
– Sí, señor -respondió Frankie, respetuoso.
La mirada de Tom se suavizó.
– Fannie. -Le tomó una mano entre las suyas y la besó en la mejilla-. Mis condolencias, Fannie. Si hay algo que pueda hacer, lo que sea, no tiene más que decírmelo.
– Gracias, Tom.
Se incorporó y se acercó al último miembro de la familia, guardando silencio unos instantes antes de hablar.
– Emily -dijo con gravedad, tendiéndole las manos.
La muchacha apoyó las suyas y sintió que la calidez del contacto iba directamente a su corazón. Los ojos, sombríos de aflicción y amor, fijos sobre ella, le brindaron una suspensión momentánea de la pena, el deleite del recuerdo del beso reciente. El corazón se le expandió y se sintió curada. Cuánto necesitaba esto, ver tu rostro, tocarte… La presión sobre sus nudillos aumentó tanto que amenazó con deformárselos. Evocó la advertencia de su madre, sancionando los intensos sentimientos que abrigaba hacia él, pero como Charles y Tarsy miraban, contuvo toda manifestación exterior y lo miró con aire formal.
– Tom -dijo en voz baja.
El solo hecho de pronunciar su nombre alivió la necesidad de abrazarlo.
– Lo siento -murmuró con fervor.
Emily entendió que no se refería sólo a la muerte de su madre sino a que no podía abrazarla como hubiese querido, y que en los días por venir abriría una dolorosa brecha entre ella y Charles, que hasta la amistad con Tarsy peligraría. A los dos los esperaban confrontaciones difíciles. Pero, en ese momento, tomándose las manos ante el ataúd de Josephine Walcott, la decisión quedó sellada. Comprendieron que nadie sino ellos podían desviar el curso de sus vidas y lo harían, como si la muerte de Josephine hubiese sido una señal para ellos. Sólo sería cuestión de esperar el momento apropiado.
Durante la noche, los vecinos fueron turnándose, acompañando a cualquier miembro de la familia que estuviese en la sala mientras los otros se tomaban un descanso. Pero Emily no pudo dormir mucho en esas pausas de una o dos horas. Cuando cerraba los ojos, veía a su padre, doliente y herido; o a Charles, sincero y confiado; o a Tarsy, noble y solidaria; o a Tom, ofreciéndole con la mirada lo que no se atrevía a decir con palabras.
Al amanecer, todos estaban ojerosos y fatigados. Se había retirado el último vecino, dejando sólo a los miembros de la familia andando de puntillas por las habitaciones silenciosas, vestidos para el funeral.
En el funeral, Emily y Tom mantuvieron el decoro al encontrarse. Se vieron en el cementerio, separados por una loma cubierta de nieve y ocupada por casi todos los habitantes de Sheridan. Tom le dirigió una reverencia formal, que Emily le devolvió, pero conservó el rostro despojado de expresión. Cuando se dejó caer la palada simbólica de tierra, Emily rompió a llorar y Charles la sostuvo.
De regreso a la casa donde los deudos se reunieron para un refrigerio, se encontraron en la arcada del comedor, él, con un plato en la mano, ella con el abrigo de un invitado.
– Tom -fue lo único que dijo.
Aunque observó las sombras violáceas bajo sus ojos, Tom conservó la actitud formal.
– Emily.
– Gracias por ofrecer tus coches para el funeral.
– Ya sabes que no es necesario darlas.
– Y por cuidar hoy de los animales de mi padre.
Hizo un ademán, restándole importancia.
– ¿Cómo estás? -le preguntó.
– Mal. Aliviada y sintiéndome culpable por eso.
– Conozco la sensación.
– Tom, tengo que irme para seguir recibiendo a la gente.
– Claro, entiendo. ¿Ese es el abrigo de alguien? Lo llevaré, si quieres.
– Oh, gracias. Puedes ponerlo arriba, encima de cualquier cama.
Tom lo recibió y se iba a llevarlo cuando Emily lo llamó:
– ¿Tom?
Se volvió y vio que la expresión doliente se había suavizado en los ojos de ella.
– Te amo -dijo en voz baja.
La discreción estuvo a punto de romperse. La manzana de Adán subió y bajó, y abrió la boca. Se le dilataron los ojos con una expresión embobada, tan inconfundible como el tinte sonrosado en las mejillas. Pero hizo un gesto formal con la cabeza y se dio la vuelta, con los sentimientos bulléndole en la sangre. Mientras subía la escalera con el abrigo de un desconocido, pensó en los trescientos sesenta y cinco días de duelo, y los maldijo.
En la casa no quedaba más que la familia. Había atardecido y una pálida corteza de luna pendía sobre el horizonte, al Sudoeste. La sala ya estaba ordenada, el comedor también, las lámparas encendidas. Los pasos tenían una resonancia exagerada en la casa vacía y por eso ninguno se movía demasiado. Como hablar parecía una falta de respeto, tampoco hablaron. Comer resultaba decadente y nadie comió mucho. Esas cuatro personas que habían acompañado al ser amado al descanso eterno, se juntaron en la cocina, sintiendo una inquietante renuencia a quedarse solos.
Fannie, sentada en una silla dura, leía poemas en silencio. Frankie, tirado en la mecedora, con la barbilla contra el pecho, agrandaba sin advertirlo un agujero en sus pantalones de diario. Emily movía de un lado a otro un salero sobre la mesa. Edwin, de pie ante la ventana, miraba afuera con aire melancólico. Lanzó un suspiro hondo, pesado, y fue hasta el perchero a tomar la chaqueta.
– Creo que iré al establo, a ver a los caballos -les dijo-. No tardaré mucho.
Abrió y cerró la puerta dejando entrar un hálito invernal.
Emily se quedó mirando por donde había salido.
Fannie levantó la vista de la página.
– ¿Por qué no vas con él? -sugirió.
El salero se volcó cuando Emily se levantó de un salto, arrebató una chaqueta y corrió hacia el gélido atardecer, exclamando:
– ¡Papá, espera!
Sorprendido, Edwin se volvió y la vio acercarse saltando por el sendero. Al llegar junto a él, se detuvo cerrándose el último botón y luego metió las manos en los bolsillos.
– Iré contigo.
La pausa se alargó, mientras los dos se miraban, vacilantes.
– De acuerdo -respondió el hombre, encaminándose hacia el pueblo junto a su hija.
Caminaron sin tocarse, Edwin, con la vista perdida en el horizonte, Emily, con la mirada baja. Habían velado juntos, se abrazaron y se consolaron, pero el tema de Fannie estaba pendiente entre los dos. Qué difícil era aclarar enredos de toda la vida…
Al fin, Emily lo tomó del brazo y se apretó contra él. El padre la miró en silencio y siguieron caminando. Edwin dejó escapar un hondo suspiro desgarrado.
– Pienso que mañana tendremos un hermoso día -predijo, con voz ronca.
– Sí… -Emily también levantó la vista-. Frío pero despejado.
El clima del día siguiente era lo que menos les importaba. Siguieron caminando con los brazos enlazados, como solían hacer.
En un momento dado, la muchacha tomó la iniciativa.
– ¿Papá?
– ¿Qué?
– Creo que he madurado mucho con todo esto.
– Sí, me imagino que sí. En ocasiones, crecer duele mucho, ¿no?
– Sí, es cierto.
Si los ojos de Edwin o los de Emily derramaron lágrimas, ninguno de los dos lo vio. Siguieron andando en silencio cierto tiempo, hasta que Edwin comentó:
– En verdad amé a tu madre, ¿sabes? Y supongo que ella me amó a mí, a su modo. Pero no logramos acercarnos demasiado.
– Lo sé. Ella me lo contó.
– Supuse que te lo había contado el día que bajaste y te ofreciste para ayudar a Fannie a servir la cena.
– Sí, fue ese día.
– ¿Qué más te contó tu madre?
– Todo. De ti y Fannie, y que la amabas antes de casarte con ella. Y cuánto te enfadaste cuando mamá quiso traerla. -Hizo una pausa y concluyó en voz más baja-: Y que debo aceptar a Fannie cuando te cases con ella.
Edwin cubrió con su mano la de Emily, que se enlazaba a su brazo, y la oprimió con su mano grande, enguantada. Fijando la mirada en la calle que tenían delante, preguntó:
– ¿Te molestaría?
Las miradas se encontraron. Se detuvieron.
– En absoluto. Yo también la quiero.
– ¿Y te molestaría que tu padre te diese un abrazo aquí, en plena calle Lockus?
– Oh, papá… -Se acercaron como si hubiesen sido uno solo. La muchacha rodeó el cuello vigoroso y apretó la mejilla contra la barba canosa-. Te quiero mucho.
Sonriente, la estrechó en un fuerte abrazo y le besó la sien.
– Yo también te quiero, preciosa. -Se mecieron de un lado a otro, hasta que pasó lo más intenso de la emoción y Edwin sugirió-: Y ahora, ¿qué te parece si nos damos una vuelta por el establo? Nada nos hace sentir mejor que el olor de los caballos y sentir el heno bajo los pies.
Renovados, siguieron caminando del brazo en la noche que caía.
En los días que siguieron, en el hogar de los Walcott reinó una sensación de alivio tan inmediata y fácil que, en ocasiones, los miembros de la familia se sintieron culpables por no añorar más a Josephine. Si bien usaban bandas de duelo en los brazos, se sentían menos desdichados que en los meses en que estuvo viva, sufriendo. Colgaron el crespón negro en la puerta, pero adentro se instaló el contento. Emily y Fannie escribieron esquelas de agradecimiento a todos los que habían compartido la vigilia o llevado comida, pero el envío de las notas marcó el final de las lamentaciones.
En la casa hubo una tranquilidad de la que no se había gozado en los dos años en que había funcionado como hospital. De día, floreció una rutina aliviada de las tareas que imponía la enferma. De noche, reinaba un silencio bienaventurado, sin toses, que permitía a todos un sueño sin interrupciones. Las horas de las comidas eran momentos especialmente placenteros, en que todos los habitantes de la casa se reunían en torno de la mesa de la cocina y compartían chismes inofensivos que circulaban por el pueblo y lo que había hecho cada uno. Las veladas tenían un ambiente apacible, con todos reunidos en la cocina comiendo palomitas de maíz, o en la sala, entretenidos con un juego. A veces, Fannie tocaba el piano, Frankie se acostaba en el suelo, apoyado en un codo, Emily canturreaba y Edwin dormitaba, con la cabeza caída hacia atrás, sobre el respaldo de la silla.
La ausencia de Charles en esa época fue evidente pues, tras el funeral, la primera vez que insinuó la posibilidad de ir a pasar la velada con ellos, Emily usó como pretexto las notas que ella y Fannie tenían que escribir. La segunda vez le dijo que necesitaba estar un tiempo a solas con la familia, y que cuando estuviese dispuesta a pasar más tiempo con él se lo haría saber.
Charles se sintió herido, pero aceptó.
Pasaron dos semanas y se mantuvo alejado. Tres, durante las cuales Emily se sintió solapada y mezquina por no cortar limpiamente con él. Pero le parecía inoportuno hacerlo antes de que ella y Tom hubiesen tenido tiempo de consolidar sus propios planes. Y esa oportunidad no surgió porque Tom mantenía la distancia formal, dictada por las estrictas reglas del duelo Victoriano. Aunque era una situación en la que todo quedaba amortiguado y estúpida, a juicio de Emily, no cabía imaginar siquiera romper esas reglas.
Una noche, un mes después del funeral, los Walcott estaban reunidos en la cocina cuando Emily alzó la mirada y sorprendió a Edwin mirando a Fannie por encima del periódico. Fannie escribía una carta, sin saber que la miraba. Puso la firma, dejó la pluma y levantó la vista. Bajo la mirada de Emily, pareció estallar un relámpago entre los dos y se sintió como una espía. Los ojos del padre estaban oscurecidos de pasión contenida; los de Fannie, como atraídos por un imán hacia él. Durante unos instantes, los sentimientos de los dos resultaron tan legibles como la firma que Fannie acababa de garabatear sobre el papel.
Fannie fue la primera en recobrarse; se ruborizó, bajó la vista y metió la carta en un sobre. Atenta al lacrado, preguntó:
– Edwin, ¿quieres que revise las cosas de Joey?
Edwin se aclaró la voz e interpuso de nuevo el periódico entre los dos.
– ¿Qué pensabas hacer con ellas?
– Lo que tú quieras. Sin duda, habrá recuerdos que Emily querrá conservar y podríamos dar el resto a la Iglesia. Siempre hay personas necesitadas.
– Perfecto. Dáselas a la Iglesia.
Fannie se volvió hacia Emily para acordar la distribución de la ropa, pero la muchacha estaba absorta por el impacto de lo que acababa de presenciar. Caramba, para su padre y para Fannie no era más fácil que para ella y para Tom fingir indiferencia mutua, en caso de que él estuviese también sentado al otro lado de la mesa. Al parecer, su madre tenía razón: su padre y Fannie se consumían en una intensa atracción el uno por el otro y lo único que los mantenía apartados era la pesada contención del decoro.
Pero, en tanto observasen las reglas del duelo, ¿cómo podría Emily olvidarlas?
Había acertado por completo en lo que se refería a su padre. Edwin estaba como un volcán a punto de entrar en erupción y se mantenía apartado de Fannie por pura fuerza de voluntad. Pero se concedía un consuelo: desde la muerte de Josephine, tomó el hábito de hacer una escapada a la casa para tomar un café y algún dulce a media mañana, sólo para echar un vistazo a Fannie. Nunca se quedaba más de diez minutos y jamás la tocaba. Pero lo pensaba. Y ella también. En medio de la limpia y tranquila intimidad de la casa que compartían, donde la mujer desarrollaba todas las funciones de una esposa menos una, ambos pensaban en ello.
El día siguiente a la escena de las miradas, Edwin se permitió el recreo de Fannie de las diez de la mañana.
Entró en la cocina y la halló vacía. En el armario se enfriaba su pastel preferido: el de cobertura oscura. Atravesó el cuarto y quitó una pasa de uva arruinando la tersa cobertura, algo que no habría soñado hacer con uno de los pasteles de Josie. Sonrió y robó otra, además de una almendra, tibia y fragante de canela y clavo.
Oyó ruidos en el dormitorio, arriba, y cuando subió encontró a Fannie arrodillada en el suelo ante el ropero abierto, plegando una de las enaguas de Josie sobre su regazo. Su llegada no fue nada sigilosa, pues subió las escaleras haciendo el mismo barullo que hubiese hecho Frankie. Pero cuando se detuvo ante la puerta del dormitorio, Fannie no dio muestras de advertir su presencia. Dejó la prenda de lado y empezó a doblar otra, al tiempo que el hombre daba la vuelta alrededor de la cama y se detenía detrás de la mujer, con la vista fija en su cabeza.
– Hay café en la cocina -le dijo Fannie, sin echarle ni una mirada de soslayo-. Y pastel oscuro.
– Ya lo sé. Ya lo he probado. Gracias.
Hasta ese momento, nunca habían estado solos en esa habitación. Siempre había estado Josie con ellos. Pero ya no estaba.
Edwin apoyó una mano sobre el cabello claro de la mujer y lo acarició al azar. Por unos instantes, las manos de Fannie se aquietaron, pero luego continuaron la tarea.
– ¿Se supone que debo esperar todo un año antes de hacerte mi esposa?
– Eso creo.
– Jamás lo lograré, Fannie.
Lanzó un suspiro trémulo y dijo lo que tenía en mente desde hacía cuatro semanas:
– Por eso, pienso que sería mejor que yo me marchase pronto.
La respuesta del hombre consistió en rodearle el cuello con una mano en ademán posesivo y masajearlo, provocándole estremecimientos a lo largo de la columna.
– Edwin, no está bien que me quede.
– ¿Desde cuándo te preocupa lo que está bien a ti, que paseas en bicicleta y usas bombachos?
– Si fuese sólo por mí, no me preocuparía, pero tienes dos hijos. Debemos tenerlos en cuenta.
– ¿Crees que se sentirán más felices si te vas?
La mujer giró sobre las rodillas, le apartó la mano con brusquedad y levantó el rostro, con expresión de ruego:
– Estás malinterpretando adrede mis palabras.
– Fannie, si crees que te dejaré ir, estás loca -le advirtió, vehemente.
– ¡Y si tú crees que yo permitiré una sola incorrección mientras sea soltera y viva en tu casa con tus hijos, tú también estás loco!
– Ya cuento con la aprobación de Emily para casarme contigo y estoy seguro de que a Frankie no le molestará en lo más mínimo. Fuiste para él tan buena madre como la suya. Quizá mejor.
– Este no es el momento ni el lugar, Edwin.
– Sólo quiero saber cuánto tiempo tendré que esperar.
– Según la costumbre, un año.
– ¡Un año! -Resopló-. ¡Cristo!
Lo observó con expresión de tierno reproche.
– Edwin, en este momento sólo estoy guardando la ropa de Joey. Y no quería repetir el viejo dicho sin gracia de no dejar que se enfríe el cadáver, pero quizás hoy necesites oírlo.
El hombre la miró unos instantes, giró sobre los talones y salió del cuarto demostrando su irritación en cada paso.
Por supuesto que Fannie tenía razón, pero la firmeza con que se atenía a las formalidades no hacía mucho por aliviar la sobrecarga de contención sexual que Edwin tuvo que practicar en adelante. Abandonó la costumbre de ir a tomar un café a la casa y cuidó de estar en ella únicamente cuando también estaba presente alguno de sus hijos. Mantuvo con esmero la vigilancia y una distancia adecuada y, para su inmenso alivio, Fannie no habló más de marcharse.
Entre tanto, también Emily contuvo la ansiedad de ver a Tom Jeffcoat hasta que hubiese llegado el momento apropiado para romper con Charles. Como resolvió no decírselo a la familia hasta que el hecho estuviese consumado, cuando le preguntaron qué pasaba con su novio últimamente dijo que estaba atareado fabricando muebles para venderlos a los primeros colonos que llegaran en primavera.
Las dos primeras semanas después del funeral, sólo vio a Tom de lejos, separados por la manzana de distancia que había entre ambos establos. La primera vez, se miraron. La segunda, él levantó la mano en saludo silencioso, la muchacha le respondió y se quedaron mirándose otra vez, nostálgicos de amor, atados por las mismas reglas que mantenían separados a Fannie y a Edwin.
Sólo un mes después del funeral se encontraron de forma accidental. Fue cuando Emily salía del almacén de Loucks, donde había ido a comprar unas cosas para Fannie. Tom entraba en ese mismo momento y casi se chocaron en la acera.
Como una buena excusa para tocarla, la sostuvo de los brazos para que no se cayese y los dos sintieron correr la sangre y se miraron a los ojos con un anhelo contenido que les arrasaba todo el cuerpo.
Por fin la soltó y se tocó el ala del sombrero:
– Señorita Walcott.
Qué obvio. No la llamaba así desde la primera semana en que llegó al pueblo.
– Hola, Tom.
– ¿Cómo está?
– Mejor. En casa, todo está volviendo a la normalidad.
La manzana de Adán subió y bajó como la boya de una caña de pescar y la voz descendió al nivel de un susurro:
– Emily… oh, Dios… cómo quisiera estar…
El tono expresaba su desdicha.
– ¿Pasa algo malo?
– ¡Malo! -Miró de soslayo hacia ambos lados de la acera y, aunque no había nadie, apretó los puños para no tocarla-. Lo que me dijiste el día del funeral fue algo tremendo. No puedes decir algo así y después alejarte.
De pronto, al comprender que él también se sentía tan solo y rechazado como ella, Emily se sintió reanimada y optimista.
– Una vez, tú me hiciste lo mismo a mí en la calle. ¿Recuerdas?
Los dos recordaron, sonrieron y se caldearon en la presencia del otro aprovechando el momento.
– Charles me cuenta que últimamente no se te ve mucho.
– Le pedí un poco de tiempo para mí. Estoy intentando separarme de él.
– Quiero verte. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar?
– No ha pasado más que un mes.
– Estoy volviéndome loco.
– Yo también.
– Emily, si yo…
– ¡Hola!
El viejo Abner Winstad salió del negocio en ese momento y se paró entre los dos, sin molestarse en pedir disculpas por interrumpirlos.
– Hola, señor Winstad -dijo Emily.
– Bueno, déle mis saludos a su familia -improvisó Tom, levantando el sombrero, para luego añadir-: ¿Cómo está usted, señor Winstad?
– Bien, a decir verdad, hijito, los últimos tiempos el lumbago está fastidiándome y fui a ver al doctor Steele, pero te juro que ese hombre tiene tanta compasión como un…
Abner se quedó hablando solo mientras Tom se marchaba por la acera, olvidando para qué había ido al almacén de Loucks.
Abner lo miró frunciendo el entrecejo y se quejó:
– Estos jóvenes mequetrefes… ya no tienen respeto por los mayores.
Pasaron dos semanas más, en las cuales Emily no vio a Tom más que de lejos, al otro extremo de la calle. Era a fines del invierno, afuera hacía frío y la nieve estaba sucia, echaba tanto de menos a Tom que casi no podía soportarlo. Decidió que esperaría dos días más y, si no se tropezaba con él, haría una escapada clandestina a su casa, por la noche, ¡y al diablo con las consecuencias!
A fin de cuentas, ¿quién había inventado esas malditas reglas?
Puso más aceite en el trapo y empezó a trabajar en otra pieza del arnés. Edwin estaba en cuclillas debajo de Pinky. Dejó que la pata trasera golpease con ruido el suelo y se irguió, diciendo:
– Pinky ha perdido una herradura. ¿Puedes llevarla a la herrería?
De repente, el corazón de la muchacha comenzó a acelerarse y fijó la vista en la espalda de su padre. ¿Sabía? ¿O no? ¿Le habría dado a sabiendas la ocasión de estar juntos a solas, o ignoraba que estaba respondiendo a sus plegarias? Contemplando los tirantes cruzados, contuvo las ganas de apoyar la mejilla en la espalda de su padre, rodearle el tórax con los brazos y exclamar: "¡Oh, gracias, papá, gracias!".
Dejó caer el trapo, se limpió las palmas en los muslos y respondió, con moderación:
– Bueno.
Date la vuelta papá, así puedo verte la expresión. Pero dejó a Pinky atado en el pasillo y siguió hasta el próximo pesebre sin darle un indicio que le permitiese saber si sospechaba o no.
Con el corazón agitado, Emily tomó del perchero una vieja y deformada chaqueta de lana y salió llevando a Pinky. En la calle, mientras caminaba hacia el establo de Tom, la asaltó una oleada de preocupaciones femeninas.
¡Olvidé mirar cómo estaba mi cabello, ojala tuviese puesto un vestido, debo de oler a aceite para arneses!
Pero había salido del establo pensando en una sola cosa: ir a ver a Tom sin perder un segundo, hallar alivio al nudo de anhelos que llevaba dentro día y noche desde la última vez que estuvo en sus brazos.
Entró a Pinky al establo de Tom por la "puerta del tiempo", una abertura pequeña que estaba instalada en medio de la puerta corredera grande. Al entrar oyó su voz y se quedó escuchando, extasiada con cada inflexión, con cada tono, sólo porque eran de él. No importaba mucho que estuviese hablando a cierta distancia con un desconocido acerca del seguro contra incendios. Esa voz, con su cadencia particular y su lirismo era suya, diferente a todas, y la gozaba como gozaba cada visión, cada caricia robada.
Cerró la portezuela y esperó, sintiendo que la expectativa se le agolpaba en la garganta. Tom apareció en la entrada de la oficina y la muchacha sintió la embriagadora alegría de contemplar la grata sorpresa que se reflejaba en su rostro y le coloreaba las mejillas.
– ¡Emily… hola!
– Pinky necesita una herradura. Me ha enviado papá.
Vio que contenía el deseo de abalanzarse hacia ella, que se ponía tenso de impaciencia por el asunto inconcluso que aún lo esperaba en la oficina.
– Llévala al otro extremo. Estaré ahí en un minuto.
Emily se sintió como si hubiese entrado en el cuerpo de otra persona, pues las sensaciones que la invadieron eran desconocidas para ella. Impaciencia que crecía con rapidez, desmentida por la falta de prisa que le daba ahora el hecho de estar en su reino, donde todo era suyo, donde todo había sido hecho por él, tocado, cuidado por Tom. Tómate tiempo en reunirte conmigo. Déjame disfrutar de la certeza de que vendrás. Déjame empaparme del aire de este lugar tuyo, donde duermes, trabajas y piensas en mí.
Llevando a Pinky de la traílla a la herrería, en la otra punta del cobertizo, la dejó en la puerta y entró en ese ámbito cálido, que olía a metal caliente, a carbón y al sudor de Tom Jeffcoat… ¿o era su imaginación? Se desabotonó la gruesa chaqueta, metió los guantes en los bolsillos y fue hasta la mesa de herramientas, tocando los gastados mangos de los martillos, suaves al tacto, impregnados del aceite de las manos de Tom y, quizá también, de las del padre y el abuelo. Madera… sólo madera, pero era preciosa porque estaba más cerca de él que la propia Emily. Acarició el yunque, gastado en la parte roma y brillante por el uso como una bala de plata en la punta; junto a él había estado de niño, viendo trabajar al abuelo. Encima de ese yunque, había aprendido ya como hombre. Acero… no era más que acero… pero el yunque formaba parte de él casi tanto como sus músculos y sus huesos.
Pinky relinchó porque la había dejado atada con una traílla corta y Emily se acercó a ella echando una mirada por el pasillo, viendo que Tom y el vendedor estaban ahora cerca de la portezuela, intercambiando las frases finales de la conversación.
– Entonces, quizás en primavera, señor Barstow, después de que vengan las primeras tandas de ganado y empiecen a aparecer otra vez los colonos.
– Muy bien, señor Jeffcoat, en ese momento le haré una visita. Entre tanto, si quiere comunicarse conmigo, puede escribirme a la dirección que le di en Cheyenne. -Se estrecharon las manos-. Tiene un buen establecimiento aquí. Bueno, será mejor que lo deje atender a su cliente.
– Aprecio su visita, señor Barstow.
Tom le abrió la puerta y lo despidió.
Al cerrarla, se volvió y vio a Emily mirándolo desde el otro extremo del corredor. Por unos momentos, ninguno de los dos se movió; traspasados, se contemplaron, percibiendo el ritmo de sus corazones, experimentando el mismo reflujo y la misma urgencia de anhelos demorados que antes había sentido Emily. Tom empezó a acercarse, despacio al principio… y contenido. Pero no había dado cuatro pasos cuando ella comenzó a moverse también, con mucha menos contención, con pasos largos y decididos.
Corrieron.
Se besaron, estrechamente abrazados, las bocas abiertas, anhelantes después de semanas de privación, sintiendo que donde acababa una agonía comenzaba otra. Se besaron como si estuviesen hambrientos, como si quisieran tragarse, con toda la boca, sin límites, a la posesión mutua.
Arrancando su boca de la de ella, Tom exigió, sin aliento:
– Dímelo ahora… dímelo otra vez.
– Te amo.
Sujetándole la cabeza, la llenó de besos duros, impacientes, de celebración.
– Es cierto. ¡Oh, Emily, en verdad me amas! -La apretó, posesivo, y giraron los dos en un círculo, Tom con la cabeza sobre el hombro de ella-. Te eché de menos. Te amo… -Al comprender cuánto había tardado en decirlo, se reprendió a sí mismo-. Oh, maldito sea, tendría que habértelo dicho antes. Te amo. Han sido las seis semanas más largas de mi vida. -La besó de nuevo, intentando inútilmente recuperar el tiempo perdido… con besos anchos, mojados, mientras se acariciaban las espaldas, los torsos, las cinturas, los hombros.
– Quédate quieta un minuto -exhaló, apretándola contra sí-… y déjame sentirte… solamente sentirte.
Se apretaron uno a otro como las hojas de un libro, la erección de Tom contra el vientre de Emily, los dos trémulos, deseando mucho más de lo que se permitían.
– Es tan hermoso sentirte… -murmuró la joven-. Pienso en ti todo el tiempo y me imagino así, como estamos ahora.
– Yo también pienso en ti. A veces, durante el día, miro por la ventana al establo de tu padre, a la ventana de la oficina, sé que estás allí estudiando y tengo que contenerme para no correr allá y traerte en brazos para aquí.
– Lo sé. Yo hago lo mismo. Me paro ante la ventana, leo el cartel que está encima de tu puerta y me digo que no falta mucho. No falta mucho. Pero sí. Los días se me hacen interminables. Cuando nos encontramos en la puerta de Loucks, fue terrible. Estaba desesperada por seguirte hasta aquí.
– Tendrías que haberlo hecho.
– Después, fui a casa, me acurruqué en la cama y me quedé mirando a la pared.
Tom rió con un sonido cargado de deseos contenidos.
– Me alegro.
– A veces me asusta. Nunca había estado así, pero últimamente estoy inquieta, no puedo concentrarme en nada y te echo tanto de menos que me siento enferma.
– Yo también. En ocasiones, me descubro golpeando un trozo de metal que ya está demasiado frío para darle forma.
Se rieron, tensos, se callaron al mismo tiempo, abrumados al enterarse de que sufrían por lo mismo. Se abrazaron de nuevo, apretándose, meciéndose de un lado a otro mientras las manos de Tom le acariciaban el torso, eludiendo los pechos por poco. Con los brazos sobre los hombros de él, conteniendo el aliento, Emily esperaba la caricia que no tenía intenciones de evitar.
Por favor, pensó, tócame una vez. Dame algo para sobrevivir.
Como si la hubiese oído, le tocó los pechos y, al hacerlo, se dio cuenta de que estaban en el pasillo principal, donde cualquiera podía verlos.
– Ven aquí… -susurró y la hizo cruzar la puerta de la herrería.
Dentro, estaba tibio y oscuro, y la hizo apoyarse de espaldas contra un áspero tablón de madera. Metió las manos dentro del abrigo, capturó los pechos sin preámbulos, ahuecando las manos sobre ellos, acariciándolos, apartando los tirantes, posando su boca abierta sobre la de ella, alzada hacia él. De la garganta de Emily brotó un sonido ahogado de aceptación y le apoyó los brazos en los hombros.
– Em… -suspiró contra la cara de ella cuando el beso acabó.
La muchacha no soportó un final y reanudó la acción donde él había dejado, reteniendo la boca y las manos de él sobre sus pechos, impidiéndole que las sacara. Tom emitió un gemido ahogado, flexionó las rodillas uniendo las caderas de los dos, moviéndose en un ritmo creciente que la impulsó contra el poste donde se apoyaba. Las caricias se tornaron incesantes, espléndidas, rítmicas.
Cuando el esfuerzo por respirar pareció hacerle estallar el pecho, a desgana llevó las manos a la cintura de Emily y apoyó la frente en el poste. Apoyándose apenas uno en el otro, se restablecieron. Por unos momentos, en la mente de ambos no hubo otra cosa que una verdad gozosa: los dos se amaban con idéntica pasión; no fue algo que imaginaron o fantasearon en las semanas de separación. Lo que habían sentido, lo sentían en este momento con intensidad y era mutuo.
– ¿Em?
Se escuchó amortiguado contra el hombro de Emily.
– ¿Qué, Thomas?
– Por favor, cásate conmigo.
Emily cerró los ojos y dijo con sencillez:
– Sí.
Tom retrocedió y hasta en esa penumbra Emily vio la expresión atónita de su rostro:
– ¿En serio? ¿Lo dices de verdad?
– Claro que lo digo de verdad. No tengo alternativa.
Lo abrazó, embelesada, tomándose un instante para imaginarse a sí misma como esposa, en la cama de Tom, a su mesa, en el establo, con una escalera de media docena de niños de cabello negro, peleándose por quién le alcanzaría al padre el próximo clavo de herradura. Aunque había afirmado que no tenía prisa por tener hijos, no la asombró en lo más mínimo imaginarse engendrando a los hijos de Tom. Gozó de la imagen, inhalando el aroma de su cuello, al tiempo que sus pechos se apretaban contra él.
– Oh, Thomas, es así como tiene que ser, ¿no es verdad? Eso es lo que quiso decir mi madre.
Tom se echó atrás para contemplarle el rostro. A la luz tenue de la fragua, los ojos de Emily parecían charcos de tinta.
– Tengo mucho que contarte -dijo Emily-. ¿Podemos sentarnos? Cerca, donde podamos tenernos de las manos, pero no tan cerca. No puedo pensar con claridad cuando me acaricias así.
Se sentaron lado a lado sobre sendos barriles de clavos, con los dedos entrelazados sobre la rodilla del hombre. Cuando estuvieron cómodos, Emily empezó a hablar en voz tranquila.
– El día antes de morir, mi madre tuvo una notable mejoría. Se sentía fuerte y podía respirar bien, y habló mucho. Todos lo consideramos un buen indicio y estábamos muy contentos. Incluso, mi padre la llevó abajo, a cenar con nosotros a la mesa, aunque hacía meses que no tenía vigor suficiente para sentarse. Desde entonces, pensé mucho en eso y lo que todos creímos que era un cambio drástico en su salud resultó ser todo lo contrario. Hasta pareció que se fortaleció con un buen motivo: para contarme la verdad acerca de ella misma, de papá y de Fannie.
Contemplando las manos unidas de los dos, Emily le contó toda la historia a Tom. Este no hizo otro movimiento que acariciarle la mano con el pulgar. Minutos después, concluyó:
– … por eso, estoy casi segura de que papá y Fannie piensan casarse en cuanto el duelo lo permita. Pero mamá no tenía por qué decírmelo, ¿no? Podría haber dejado que yo siguiera creyendo que su matrimonio fue un lecho de rosas. Cuando murió, eso es difícil de decir porque hasta a mí me resulta absurdo, a veces, dio la impresión de que se moría deliberadamente para evitar que yo me casara con el hombre equivocado.
Los dos fijaron la vista en las manos, pensando en Charles. Cuando se miraron, ambos percibieron la pena subyacente por tener que lastimarlo.
– Si tuviese que apartarte de cualquier otro que no fuese Charles… ¿Por qué tiene que ser él?
– No lo sé. -Evocó a Charles y continuó-: Si fuese engreído o desagradable, sería mucho más fácil, ¿verdad?
– Emily. -Siguieron mirándose, fascinados-. Tenemos que decírselo. Ahora… hoy. No podemos estar escondiéndonos más a sus espaldas.
– Ya lo sé. Lo supe desde el principio, cuando fuiste y me tomaste de las manos.
– ¿Preferirías que yo se lo dijera? -preguntó Tom.
– Siento que tengo que hacerlo yo.
– Es curioso… a mí me pasa lo mismo. -Reflexionaron un instante y luego sugirió-: Podríamos decírselo juntos.
– De cualquiera de las dos maneras, no será más fácil… ni para él ni para nosotros.
De repente, Tom soltó la mano de Emily y se cubrió la cara, lanzando un pesado suspiro. Permaneció unos minutos así, con los codos pegados a las rodillas, la viva imagen de la desdicha. Emily se sintió rechazada por él y deseó que pudiese librarse del sentimiento de traición, aunque no era menor que el que ella misma sentía. Le escocieron los ojos y le tocó el brazo, extendiendo el pulgar sobre el vello negro que cubría más allá de la muñeca, hasta el dorso de la mano.
– No creí que el amor pudiese lastimar tanto -dijo Emily, al fin.
Tom lanzó una carcajada sin alegría, se frotó las mejillas con las manos, apretó los puños contra el labio inferior y fijó la vista en el yunque. Los minutos pasaban y la angustia de los dos no disminuía.
– ¿Quieres saber algo irónico? -dijo, al fin, pensativo-. Desde que lo apartaste de tu lado ha estado pasando más tiempo conmigo. Todas las noches estuve escuchándolo decir lo mucho que te ama y cómo está perdiéndote, aunque no sabe por qué. Cristo, ha sido una tortura. Muchas veces estuve a punto de decírselo.
Emily pensó cómo consolarlo y sólo se le ocurrió una cosa:
– Pero, Thomas -le dijo con sinceridad-, nunca lo amé del modo que te amo a ti. Habría sido un error casarme con él.
– Sí -musitó, no del todo convencido.
Permanecieron sentados en silencio, hasta que se sintieron como si sus traseros formaran parte de los barriles.
Por fin, Emily suspiró y se levantó.
– Tengo que irme, así podrás herrar a Pinky. Mi padre debe de estar preguntándose dónde estoy.
Tom se sacudió la melancolía y se incorporó.
– Lamento haberme puesto tan triste. Lo que pasa es que resulta duro.
– Pero si lo tomaras a la ligera, yo no te querría tanto, ¿no te parece?
Tom le pasó los brazos por los hombros y la meció hacia los lados.
– Tal vez esta sea una de las cosas más difíciles que tengamos que hacer, pero después nos sentiremos mejor. -Dejó de mecerla y preguntó-: ¿Juntos, entonces? ¿Esta noche?
Con la cabeza contra el mentón de él, asintió.
– Emily.
– ¿Qué?
– ¿Puedo ir a buscarte a tu casa?
La quietud de Emily le indicó que ella había mantenido el secreto. Una vez más, se echó atrás para mirarle el rostro.
– Ya ha habido demasiado ocultamiento. Si vamos a hacer esto, hagámoslo bien. Tu padre ha sido sincero contigo; ¿no sería hora de que tú lo seas con él?
– Tienes razón. ¿A las siete en punto?
– Ahí estaré.