Capítulo 13

A la mañana siguiente, Edwin se levantó a las seis. Afuera, el cielo aún estaba oscuro sobre una manto liso de nieve nueva. Salió por la puerta trasera, respiró hondo incorporando la fragancia del aire libre después del opresivo olor del cuarto de enferma de Josie. Había ocasiones en que entraba y la náusea le subía a la garganta, veces en que, acostado en el catre, creía sofocarse, en que se quedaba en la entrada viéndola sufrir y pensaba en las panaceas que su hija guardaba en el maletín: opio, acónito, ácido tánico, plomo… cualquiera de las cuales, si se administraban en dosis lo bastante altas, brindaría un fin piadoso al sufrimiento de su esposa.

Bajó del escalón, dejó caer la barbilla y vio que sus botas levantaban nieve mientras iba al excusado.

¿Le harías eso a tu propia esposa? ¿Podrías?

No sé.

Si lo hicieras, nunca estarías seguro de haberlo hecho para librarla del dolor o para acabar con la espera para tener a Fannie.

Preocupaciones. Aflicciones. Frankie también se había convertido en una preocupación. No quería entrar al cuarto de la enferma ni hablar con su madre. El estado de esta era tan lamentable que el chico era incapaz de aceptar el cambio. Al parecer, negaba que su madre estuviese muriéndose.

Y ahora se sumaba lo de Emily y Tom Jeffcoat… algo más de qué preocuparse.

Al volver a la cocina, Edwin encontró a Fannie llenando la cafetera, con una bata de casa escocesa, azul, y un largo delantal blanco con pechera. Casi todas las mañanas, Emily se levantaba a la misma hora y estaba en la cocina sirviéndoles de freno durante el desayuno. Pero ese día no era así y estaban solos, oyendo los crujidos en la chimenea y la luz de la lámpara todavía encerrada entre las largas sombras que quedaban de la noche anterior.

– Buenos días -lo saludó Fannie.

– Buenos días.

Edwin cerró la puerta y se quitó la chaqueta, dejando ver los tirantes negros sobre la ropa interior de lana.

– ¿Dónde está Emily?

– Todavía duerme.

Vertió agua en la palangana y procedió a lavarse las manos mientras oía a Fannie poner la cafetera al fuego y apartar la sartén. Cuando se irguió y apartó la toalla de la cara, la vio de pie ante la cocina, mirándolo, con una tajada de tocino en una mano y un cuchillo olvidado en la otra. Por unos instantes, ninguno de los dos se movió. Cuando al fin lo hicieron, con tanta naturalidad como recibir en el rostro copos de nieve que cae, se acercaron y se besaron… un liso y llano beso de buenos días, como si fuesen marido y mujer.

Se separaron sonriendo y mirándose a los ojos, al mismo tiempo que Edwin seguía secándose las manos.

– ¿Te he dicho alguna vez cuánto me gusta encontrarte aquí, cuando entro en la cocina?

– ¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gusta mirarte cuando te lavas?

Edwin colgó la toalla de un gancho y Fannie empezó a cortar el tocino sobre una tabla.

Él se peinó y ella puso el tocino en la sartén, haciéndolo chirriar.

– ¿Cuántos huevos quieres?

– Tres.

– ¿Cuántas tostadas?

– Cuatro.

Como marido y mujer.

Buscó los tres huevos, la rejilla de tostar y la hogaza de pan, mientras Edwin iba a buscar una camisa limpia y regresaba a la cocina a ponérsela. De pie en el vano de la puerta, la observó dar la vuelta el tocino, mientras se bajaba los tirantes, se ponía la camisa almidonada y la abotonaba con lentitud.

– Lo digo en serio, Fannie -dijo en voz baja.

– ¿Qué?

– Que me encanta tenerte aquí horneando pan para mí, cuidando mí casa, lavando mi ropa. -Metió los faldones de la camisa en los pantalones y subió los tirantes-. Nunca hubo nada que me pareciera tan justo.

La mujer se le acercó y le arregló uno de los tirantes, que estaba retorcido.

– A mí también.

Las miradas se encontraron, cariñosas y felices, por el momento. Se besaron otra vez en ese ámbito fragante de pan tostado y café caliente. Cuando el beso acabó se abrazaron, la nariz de Fannie apretada contra la camisa almidonada, que ella misma había lavado con placer, y la nariz de Edwin sobre el pelo de la mujer, que olía vagamente a tocino, que él había tenido la felicidad de suministrar.

– Dios, te amo, Fannie -murmuró, teniéndola de los brazos, mirándola a los ojos-. Gracias por estar aquí. Sin ti, no podría haber soportado esta situación.

– Yo también te amo, Edwin. Me parece lógico que pasemos esto juntos, ¿no?

– No, yo quería ahorrártelo, pero no puedo soportar la idea de alejarte, Fannie. Quiero confesarte algo pues, sé que si te lo digo nunca lo haré.

– ¿Qué cosa, querido?

– Pensé en tomar algo del maletín de Emily, tal vez láudano, y acabar con la vida de Josie.

Los ojos de Fannie se llenaron de lágrimas.

– Y yo la vi marchitarse, esforzarse para respirar… y pensé en ponerle una almohada sobre la cara y terminar con esa lucha tan dolorosa.

– ¿En serio?

– Por supuesto. Ningún ser humano con un atisbo de compasión podría dejar de pensarlo.

– Oh, Fannie…

Le pasó un brazo por el cuello, apoyó el mentón en su cabeza y al saber que a ella también se le ocurrió, se sintió mejor, menos depravado.

– Es terrible pensar cosas así, ¿no es cierto?

– Me sentí muy culpable, pero, pobre Josie… Nadie tendría que sufrir así.

Por unos momentos, Fannie absorbió su fuerza y le palmeó la espalda, como subrayando una afirmación.

– Lo sé, Edwin. Siéntate y no hablemos más de eso.

Mientras comían, amaneció; las sombras de las ventanas palidecieron hasta llegar al tono del té claro y se oyeron los ladridos lejanos de los perros. Edwin y Fannie se miraron. La falsa intimidad conyugal que les brindó el hecho de compartir la rutina perduró el resto del desayuno. En una ocasión, el hombre se estiró sobre la mesa y le tocó la mano. Dos veces la mujer se levantó para servirle más café. La segunda, cuando volvió, le dio un beso en la coronilla.

Edwin le apretó la mano contra su pecho, rozó la palma con la barba.

– Fannie, tengo que hablarte de otra cosa. Necesito tu consejo.

Fannie se sentó a la derecha y las manos permanecieron unidas en una esquina de la mesa.

Sosteniéndole la mirada, le dijo:

– Ayer, entré en la oficina del establo y encontré a Emily y a Tom Jeffcoat besándose.

Fannie, con el dedo en torno de la taza de café, no se sorprendió.

– Así que, ya lo sabes.

– ¿Eso significa que tú lo sabías?

– Lo sospechaba.

– ¿Cuánto hace?

– Desde la primera vez que los vi juntos. Sólo esperaba que Emily pudiese admitirlo para sí misma.

– Pero, ¿por qué no me lo dijiste?

– No me correspondía expresar sospechas.

– Ni siquiera se sobresaltaron cuando entré. ¡Con toda calma, Jeffcoat me pidió que saliera!

– ¿Y qué hiciste?

– Me fui. ¿Qué otra cosa podía hacer?

– Y ahora quieres saber si tienes que sermonearla acerca de los votos sagrados del compromiso, ¿verdad?

– Yo…

Edwin se quedó con la boca abierta, evocando a sus bienintencionados padres, que lo disuadieron de casarse con la mujer que amaba.

Fannie se levantó y paseó por la cocina, sorbiendo el café.

– Anoche, cuando todos estábamos acostados, Emily salió y volvió bastante tarde.

– Oh, Dios…

– Edwin, ¿Por qué dices "Oh, Dios" como si fuese una calamidad?

– Porque lo es.

– Hablas como tus padres.

– Ya lo sé, que el Cielo me ampare.

Se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre la mesa. Fannie le dio tiempo para pensar y, al fin, Edwin levantó la vista, con expresión afligida.

– Pero Charles ya es como un hijo para mí. Lo fue toda la vida.

– Sin duda, ellos dijeron lo mismo respecto de Josie y tú. -Mientras Edwin la miraba cubriéndose la boca, prosiguió-: No puedo hablar por Joey ni adivinar lo que tú debes haber sentido, pero sí puedo decirte lo que fue para mí. El día de tu boda, ese día doloroso, de duelo, no sabía cómo contener mi desolación. Quería llorar, pero no podía. Quería escapar, pero no me estaba permitido. La corrección exigía que estuviese allí… contemplando la destrucción de mi felicidad. No recuerdo haber sentido nunca una pena tan honda. Me sentí… -Contempló la taza, recorrió el borde con el dedo y alzó la mirada triste hacia Edwin-…despojada de toda posibilidad de dicha. No podía funcionar, no quería, no era capaz de imaginar un futuro sin un incentivo para vivir. Y mi incentivo eras tú. Entonces, fui al establo de mi padre con la intención de ahorcarme. -Soltó una carcajada suave y amarga y bajó de nuevo la vista a la taza-. Qué cuadro tan ridículo, Edwin… -Alzó la vista con expresión abatida-. No sabía cómo hacer el nudo.

– Fannie…

– No, Edwin. -Levantó una mano-. Quédate ahí. Déjame terminar. -Se acercó a la cocina, llenó otra vez la taza y se quedó ahí, a buena distancia-. Pensé en ahogarme, pero era invierno: ¿dónde podía tirarme, si todo estaba helado? ¿Veneno? No podía ir a la farmacia y pedir un poco, ¿no es cierto? Y salvo eso, no sabía cómo conseguirlo. Por lo tanto, viví. -Exhaló un profundo suspiro y dejó la taza, como si le resultara demasiado pesada-. No, eso no es exacto: existí. Día a día, hora a hora, pensando qué hacer con mi lamentable vida. -Miró por la ventana-. Tú te marchaste… no supe por qué.

– Porque te quería a ti más que a mi esposa.

Fannie prosiguió, como si él no hubiese hablado.

– Luego, comenzaron a llegar las cartas de Joey. Estaban llenas de las banalidades cotidianas de la vida conyugal… las que yo añoraba. Se quedó embarazada y nació Emily. Quise que Emily fuese mía, mía y tuya, y comprendí que habías acertado en irte, pues en caso contrario yo habría tenido un hijo tuyo, casada o no.

"Más o menos cuatro años después de que te fueras, conocí a un hombre casado, la clase más segura, pensé. La de los que no hacen promesas ni provocan expectativas. Yo os hablé a Joey y a ti de él, por carta. Se llamaba Nathaniel Ingrahm. Era conservador del museo cuya causa yo apoyaba en aquel entonces: la preservación del arte en decadencia de tallar conchas marinas o algo igualmente vital. En aquella época fue cuando empecé a dedicarme a una larga lista de preocupaciones vitales, porque no tenía ninguna propia. -Los pensamientos de Fannie vagaron unos momentos hasta que enderezó los hombros y se volvió hacia Edwin-. De cualquier modo, tuve una relación sexual con Nathaniel Ingrahm, más que nada porque quería descubrir lo que había perdido contigo y comenzaba a comprender que las posibilidades de encontrar un marido adecuado eran remotas. Rechazaba a cualquier candidato que no pudiese compararse contigo, ¿entiendes? Tú eras mi referente, Edwin… aún lo eres.

Dejó escapar un suspiro, unió las manos y se paseó otra vez, concentrándose en las paredes, las ventanas, cualquier cosa que no fuese el hombre.

– Un año después, me quedé embarazada. Recordarás cuando os escribí que estaba recuperándome de una enfermedad que mi madre denominó enfermedad estival, un malestar estomacal que circulaba en aquel momento. Eso fue lo que yo le dije que tenía, pero mi… mi enfermedad estival fue el aborto de un niño que yo no quería de ningún otro hombre que no fueses tú. Bebí añil… y… y resultó.

Edwin se quedó atónito, dolido, y deseó en vano poder cambiar el pasado, quiso acercarse a ella, abrazarla, pero su postura severa y su mirada evasiva lo contuvieron.

– Nathaniel Ingrahm jamás lo supo. -Se miró los dedos entrelazados-. Abandoné la causa de las tallas sobre conchas marinas y me enrolé en otra… y luego otra. Desde luego, hubo otros hombres, varios: todos los seres humanos necesitamos amor o un sustituto de él, pero tuve cuidado. Aprendí una treta con una moneda de cobre para evitar la concepción. Estás escandalizado, Edwin. No necesito mirarte para percibir tu horror.

– Fannie… -dijo en voz queda, levantándose-. Dios mío, no lo sabía.

– En nombre del amor hice cosas perversas, Edwin, imperdonables.

Edwin la tomó en sus brazos. Las miradas tristes de los dos se encontraron. La atrajo hacia su pecho y la abrazó, protector, sosteniéndole la cabeza.

– Lo lamento mucho.

Cerró los ojos y tragó saliva, el cuello contra el pelo de ella.

– No te lo he dicho para que no me compadezcas. Te lo cuento ahora para que entiendas que no debes reprender a Emily. Tienes que dejarla elegir con libertad, Edwin… por favor. -Se echó atrás y le suplicó con la mirada-: Edwin, quiero a tus hijos por la sencilla razón de que son tuyos. Quiero su felicidad porque eso te la dará a ti también. Edwin, queridísimo… -Le encerró la cara entre las manos y apoyó los pulgares en el límite entre la barba y la mejilla-. Por favor, no repitas el error de tus padres.

Cuando la besó, sintió el alma destrozada. Se le acumularon lágrimas en la garganta. Se aferró a ella, dolido por los errores de ambos, por los años perdidos que sólo les brindaron la dicha a medias, en el mejor de los casos, y pura desolación, en el peor. Las lenguas se unieron para dar testimonio: eso fue reunión y ajuste, así tendría que haber sido si ellos hubieran sido más sabios, más desafiantes, más auténticos consigo mismos.

Abrazados, no oyeron los pasos de Emily, que bajaba las escaleras en medias.

Entró y se detuvo, espantada.

– ¡Papá!

Edwin y Fannie se separaron bruscamente.

– Emily…

Se produjo un tenso silencio en el que los tres quedaron paralizados. La mirada perturbada de Emily fue de uno a otro, hasta que al fin habló en tono acusador:

– ¡Papá, cómo puedes hacer algo así! -Miró ceñuda a Fannie-. ¡Y tú! ¡Nuestra amiga!

– Emily, baja la voz -ordenó el padre.

– ¡Y con mamá arriba!

Se le saltaron las lágrimas, mientras susurraba con ferocidad.

– Emily, lamento que nos hayas descubierto, pero te ruego que no juzgues lo que no entiendes.

Dio un paso hacia ella, pero su hija retrocedió y le clavó una mirada helada.

– Entiendo lo suficiente. Mi madre me enseñó a distinguir el bien del mal y no soy una niña. ¡No soy estúpida, papá!

– No hemos hecho nada malo y no tengo por qué darte explicaciones, niña. -La apuntó con el dedo-. ¡Soy tu padre!

– ¡Entonces, compórtate como tal! Demuestra un poco de respeto por la moribunda y por el resto de tu familia. -Tenía el rostro arrebatado de furia-. ¿Y si hubiera sido Frankie el que bajara la escalera en este momento? ¿Qué pensaría? ¡Casi no puede aceptar la enfermedad de mi madre sin añadirle esto!

– Nos daría la oportunidad de explicarle.

– No hay explicación posible. ¡Eres despreciable… los dos lo sois!

Enfadada y perturbada, salió corriendo.

– ¡Emily!

Quiso ir tras ella, pero Fannie lo retuvo tocándole el brazo.

– Ahora no, Edwin. Está demasiado espantada. Déjala ir.

Se oyó la puerta principal que se cerraba de golpe.

– Pero cree que tú y yo mantenemos una relación aquí, en la casa.

– ¿Y no es así? -preguntó Fannie, con tristeza.

– ¡No! -exclamó, airado-. No hemos hecho nada de lo que tengamos que avergonzarnos.

– Pero no nos dio tiempo de explicárselo.

– Y si nos lo hubiese dado, ¿qué le dirías? ¿Que tú y yo tenemos la excusa de que nos amamos desde antes de que te casaras con su madre? ¿Que, como ella puntualizó, está muriéndose allí arriba? ¿Le dirías eso, Edwin, y abrirías la caja de Pandora de las preguntas? ¿O acaso crees que aceptaría con toda tranquilidad las explicaciones y diría: "Bueno, papá, puedes casarte con la prima Fannie"? Sé realista, Edwin. -Con manos tiernas, le rodeó la cara barbuda, mientras la expresión de Edwin siguió obstinadamente defensiva-. Te culparía más por no haber amado a su madre como fingías. Y tendría razón. Toda la vida os vio a Joey y a ti como paradigmas de virtud, como matrimonio sin tacha. Esta mañana ha sufrido una impresión tremenda y tenemos que darle tiempo para aceptarla. Debemos pensar con mucha claridad si se justifica que le contemos el pasado. Tal vez lo más justo sea dejarla pensar lo peor de nosotros dos.

– Pero Fannie, maldición, yo cumplí mis promesas; hasta hoy, no te toqué, siquiera.

– No, Edwin… hasta hoy, no. -Dejó caer las manos y se alejó-. ¿Te acuerdas ese día de junio pasado, cuando yo llegué y estábamos en el establo? Aquel día, yo hice mi propia promesa y falté a ella… y no importa que haya sido con la carne o la imaginación. Desde que vivo bajo este techo, me hubiese acostado contigo miles de veces si me dejara llevar por mis deseos.

– Pero Fannie, no sabe que quiero casarme contigo, que lo haré en cuanto sea posible.

– Y tal vez hayamos creado un obstáculo a esa posibilidad, ¿no se te ha ocurrido?

– Emily tiene dieciocho años, es una mujer. Y ayer mismo la encontré a ella en una situación similar. ¿Acaso la señalé con el dedo?

– No está casada, Edwin. Tú sí.

La miró con rabia, aunque en realidad estaba dirigida hacia sí mismo. Fannie esperó, paciente, a que lo advirtiese y supo el momento exacto en que sucedió. Exhaló el aliento, se pasó la mano por el cabello y preguntó, contrito:

– ¿Y qué tenemos que hacer?

– Por ahora, nada. Emily misma nos hará saber cuándo estará preparada para recibir disculpas o explicaciones.


En la mañana fría, la indignación de Emily fue convirtiéndose en amargura. Lo que su padre le hizo a su madre también se lo había hecho a Frankie y a ella. Su padre… el ídolo resplandeciente, el que amaba de modo incondicional porque era bueno y honesto. Nunca en la vida supo que hiriese deliberadamente a nadie. Los había traicionado a todos.

Y dolía más aún porque él fue el comprensivo, el tierno, la persona a la que Emily acudía como contención contra la dureza que solía encontrar en su madre. ¡Bueno, al menos ella no era hipócrita y vivía tal como le había enseñado!

¡Mamá… pobre madre, que no se lo merecía… que estaba muriendo arriba, con valentía, mientras abajo papá traicionaba las promesas matrimoniales con esa ramera que vivía en la misma casa!

Y esa ramera… su amiga, la mujer a la que hizo confidencias, la que admiró, con la que compartió sus mayores secretos… ¡Bonita amiga! Resultó ser una traidora.

La traición dolía. No, atormentaba. Le dejaba una sensación de impotencia. Llegó al establo aún empecinada en contener las lágrimas detrás de las compuertas que se negaba a abrir.

Ensilló a Sagebrush y galopó a toda velocidad, hasta que le dolieron las piernas y la piel del animal se cubrió de sudor. Hacia el Oeste. Hacia el pie de las colinas, cruzando arroyos congelados, a través de matas de salvia helada, sobre nieve sin hollar, asustando conejos y ardillas, pasando ante pinos cargados de blanco puro, bajando quebradas, subiendo cuestas, y en la mañana serena era la única contradicción: un ser humano desasosegado, haciendo correr a un animal que no podía hacer otra cosa que obedecer.

Cabalgó hasta que sintió los párpados tan helados que no los podía cerrar y que le ardían las zonas de piel que tenía expuestas. Hasta que se le resquebrajaron los labios y sintió las piernas calientes y acalambradas. Sólo cuando el caballo retrocedió y relinchó, rehusándose a trasponer la cresta de una loma, Emily comprendió que estaba maltratando al animal. Sagebrush sacudió la cabeza haciendo volar la espuma y, por fin, la muchacha tiró de las riendas, se relajó, cerró los ojos y dejó que la desesperación la desbordase. Permaneció así unos minutos, escuchando el jadeo del animal, y luego se apeó y se quedó de pie junto a la cabeza del caballo, luchando contra sus emociones. La piel de Sagebrush estaba caliente, húmeda y exhalaba el olor picante característico, pero en ese momento necesitaba algo familiar. Apoyó la frente sobre el gran cuello vigoroso y apretó los dientes, conteniendo los sollozos.

Necesito a alguien. Dios… a alguien.

Acalorado por la carrera, Sagebrush movió la cabeza, obligándola a retroceder: "ni al caballo le importo", pensó, desatinada.

Se puso en cuclillas, con los brazos extendidos sobre las rodillas, como un pastor armando un cigarrillo, empeñada en no llorar. Le ardía la cara. Los ojos. Los pulmones. Todo ardía: la traición del padre, la de Fannie, el sufrimiento incesante de su madre, su propia traición a Charles. La vida era un infierno candente.

Escondió el rostro entre las rodillas, dobló los brazos sobre la cabeza y lloró.

Dios, no soy mejor que mi padre.

Como no tenía otra alternativa, volvió al establo. Sagebrush estaba lustroso, manchado de sudor, como la superficie de un estanque agitada por un viento intermitente. Estaba sediento, cansado, hambriento y ansioso de llegar al establo que le era familiar. ¿A qué otro sitio podía ir que al establo de su padre?

Estaba Edwin solo y aplicaba otra capa de pintura verde a una carreta de caja doble. Cuando Emily llevó a Sagebrush adentro y siguió avanzando hacia los pesebres sin echar una mirada en dirección a él, el pincel se detuvo en el aire.

Dio agua al caballo, le quitó la montura y la limpió, cepilló la tibia piel castaña hasta que se enfrió, lo enjaezó y lo metió en un pesebre. Fue a mezclar alimento y, al pasar otra vez ante el padre, sintió la mirada de este que la seguía, pero sin decir palabra. Con la vista fija en el otro extremo del pasillo, como si Edwin no existiera, siguió avanzando a zancadas viriles, con un nudo en la garganta.

Dios, cuánto lo amaba.

Cuando volvió con un cubo lleno a medias de cereal, echó la culpa a los espesos vapores de la pintura en el edificio cerrado por el escozor de los ojos. La mirada de su padre la siguió otra vez. Y otra vez miró al frente, percibiendo el remordimiento, el dolor, y negándose a aceptarlo.

Terminó de alimentar a Sage y se encaminó a la oficina, pasando una vez más ante el padre, en el mismo silencio desafiante.

– ¡Emily!

Aunque se detuvo, siguió con la vista clavada en la puerta corrediza, a más de seis metros de distancia.

– Perdón -dijo Edwin, en voz baja.

La muchacha apretó los labios para que no temblasen.

– Vete al infierno -dijo, con el rostro pétreo y siguió caminando, metida en un capullo de dolor.


Pasó ese día con la misma vitalidad que una puerta movida por el capricho del viento. Se cruzó con su padre, como era inevitable, pero sólo le dirigió la palabra cuando era necesario, con voz glacial y sin mirarlo. Cuando le preguntó si ella quería ir la primera a almorzar, le respondió:

– No voy a comer.

Cuando el padre volvió de almorzar y dejó ante ella un plato con salchicha y patatas fritas, le echó una mirada despectiva y continuó con la aguja y el látigo trenzado sin darle siquiera las gracias. Al ver que se iba poco después de las dos de la tarde, Edwin le preguntó:

– Emily, ¿vas a casa?

La voz sonó solitaria en la extensión del gran cobertizo. Con amarga satisfacción, le respondió sólo cerrando la puerta de golpe.

Afuera, a un par de metros del cobertizo, se encontró con Tom Jeffcoat que se acercaba.

– Emily, ¿puedo…?

– Déjame en paz -le ordenó, sin piedad, y se fue dejándolo perplejo, mirando a su espalda.

En la casa, tenía que enfrentarse a Fannie. Emily la trató igual que a su padre, mirando a través de ella como si estuviese hecha de humo. Unos minutos después, Fannie se acercó a la entrada del dormitorio que compartían y dijo:

– Mañana lavaré ropa. Si tienes algo para lavar, déjalo en el pasillo.

Por primera vez, la miró a los ojos con expresión furibunda.

– ¡Yo me ocuparé de las sábanas de mi madre! -le espetó; pasando junto a ella sin tocarla, cruzó el corredor hacia la habitación de su madre, cerró la puerta y echó el cerrojo, dejándola fuera.

Pasó la tarde haciendo una labor que detestaba: tejer a ganchillo. Era en extremo torpe con ganchillo e hilo, pero se dedicó a hacer un pequeño tapete como castigo y expiación, junto al lecho de la madre, hasta que el padre volvió del trabajo y fue a verla.

– ¿Cómo está? -preguntó, entrando en el cuarto.

Emily se inclinó y tocó la mano de Josephine, ignorando a su padre.

– Ya es casi la hora de cenar. Pronto te traeré la bandeja, ¿eh, mamá?

Josephine abrió los ojos y asintió, sin fuerzas. Emily salió de la habitación sin quedarse a ver la patética sonrisa que la madre le dirigió al padre.

Cuando la cena estuvo preparada, Emily ordenó en un tono que no admitía réplica:

– Ven, Frankie. Hace más de dos semanas que no ves a mamá. Lleva tu plato arriba mientras yo le doy de comer. Se pondrá contenta de verte.

Obediente, Frankie la siguió pero se sentó en el catre de su padre y revolvió la comida contemplándose las rodillas en lugar de mirar el esqueleto tendido sobre la cama grande. Cuando pidió permiso para irse, pálido y sintiéndose culpable, Emily lo dejó, pero le ordenó que se encargase de la vajilla pues se quedaría a leerle a su madre.

Media hora después, se oyeron los pasos de Edwin en la escalera y Emily se apresuró a cerrar el libro, darle un beso a la madre y huir a su propia habitación, dejando a su padre, que la seguía con mirada contrita, en el pasillo de la planta alta.

A mitad de la noche, había adoptado una decisión importante y estaba segura de que era la correcta. Sin importar lo que papá y Fannie le hicieran a su madre, ella se encargaría de que se fuese a la tumba contenta de una cosa, al menos.

Se puso un vestido limpio color lavanda, se peinó el cabello en un moño perfecto y fue a la casa de Charles, a anunciarle que estaba dispuesta a fijar la fecha de la boda.

La sonrisa de Charles parecía el sol después de un eclipse.

– Oh, Em…

En un impulso de felicidad, la levantó y la hizo girar, riendo a carcajadas. La reacción extática de su novio confirmó a Emily que estaba haciendo lo correcto. Girando en sus brazos, tragó el nudo que sentía en la garganta y pensó: "¡Yo no seré como papá, no seré así!"

Radiante, Charles la bajó.

– ¿Cuándo?

Como, por fin, lo había hecho feliz, y Charles lo merecía, Emily sonrió.

– ¿La semana que viene?

– ¡La semana que viene!

– O en cuanto el reverendo Vasseler pueda celebrar la ceremonia. Quiero que nos casemos antes de que mi madre muera. La hará muy feliz.

La sonrisa de Charles se esfumó.

– ¿Y tu diploma de veterinaria?

– He decidido dejarlo. De todos modos, ¿qué haría con él? Seré tu esposa, cuidaré tu casa y a tus hijos. Fue una locura pensar que podría andar por ahí ayudando a nacer terneros. Haré todo lo posible para que las medias estén blancas.

Charles frunció el entrecejo.

– Emily, ¿qué pasa?

– No pasa nada. Es que he recuperado la cordura, eso es todo.

– No. -Retrocedió, sujetándola de los codos y observándola con atención-. Algo pasa.

– Lo único malo es que el tiempo pasa con mucha rapidez y mi madre está casi… -Tragó con dificultad-. Ansío hacer esto antes de que mi madre muera, Charles.

– Pero lleva tiempo planear una boda.

– Esta no. Nos casaremos en la habitación de mi madre para que pueda oír cómo intercambiamos nuestros votos conyugales. ¿Te parece bien?

– ¿No quieres una boda en la iglesia?

– Nunca he sido aficionada a los encajes, ¿no? -Tom Jeffcoat nunca dejó de llamarla marimacho-. Por otra parte, ahorraría trabajo y problemas. Yo… en verdad no quiero pedirle a Fannie que prepare tanta comida y… y… bueno, ya sabes cuánto lío puede llegar a ser una fiesta de bodas.

– Y entonces, ¿cuántas personas piensas invitar, ninguna?

– Sólo… bueno, Tarsy de acompañante para mí.

– ¿Y Tom para mí?

– Tom… -No pudo mirarlo a los ojos mientras hablaban de Tom Jeffcoat-. Bueno… sí, si lo eliges a él.

– ¿A qué otro podría elegir?

– A nadie. Quiero decir que Tarsy y Tom me parecen… bien. De cualquier manera, la ceremonia no durará más que unos minutos.

– ¿Has hablado de esto con Fannie?

– Fannie no tiene nada que ver con esto. ¡Es una decisión mía!

– ¿Has hablado con tu padre?

– ¡Charles! -Se crispó-. La verdad es que no pareces muy entusiasmado después de tanto insistir en que fijáramos una fecha.

– Lo estaría si no te conociera desde que echaste los dientes. Estás preocupada por algo y quiero saber de qué se trata.

La respuesta la quemaba por dentro, pero se vio obligada a mentir para no herirlo como habían hecho con ella.

– Charles, si me amas, por favor no preguntes. Quiero hacer esto por mi madre y pienso que no tenemos mucho tiempo.

La observó con seriedad largo rato, hasta que al fin bajó las manos y retrocedió.

– De acuerdo, pero quiero que me contestes una pregunta.

– Pregunta.

– ¿Me amas, Emily?

Tuvo la impresión de que la pregunta le resonaba en la boca del estómago. Y si bien la respuesta sólo revelaba parte de la verdad, sus motivos eran honestos.

– Sí -respondió y captó el movimiento casi imperceptible de los hombros de Charles que se relajaban.

¡Claro que lo amaba! Como le dijo a su mejor amigo, ¿quién podía no amar a Charles?

La confirmación de Emily le devolvió el entusiasmo.

– ¿Vamos a decírselo a todos?

– Ya lo hice… en la cena -mintió.

– Ah.

Fue suficiente para expresar su decepción y la muchacha se sintió culpable por haberlo privado de la alegría de hacer el anuncio. Pero si iban juntos a dar las noticias, su disgusto con papá y Fannie sería evidente no sólo para Charles sino también para su madre.

– Charles, en mi casa el ambiente no es demasiado alegre y luminoso, mi madre está muy mal. Pensé… bueno, pensé que sería más fácil si yo se lo decía.

– Eso… está bien -dijo, sin demasiada convicción-. Es que pensé que tal vez…

La frase se perdió.

Emily le tomó la mano.

– Lo siento, Charles. Esto tendría que haber sido más festivo, ¿no es cierto?

Charles se encogió de hombros y sonrió sin ganas.

– Oh, qué diablos… lo que importa es nuestra vida en común, no qué clase de ceremonia de boda tengamos. Además, hace años que tus padres sabían que esto ocurriría, ¿verdad?

Dichoso, besó a su futura esposa y le acarició con ligereza los pechos, como expresando sin palabras cuánto la querría y la amaría. Sintió la lengua de él en la boca y respondió con la suya, tratando de olvidar la noche anterior y diciéndose: A su debido tiempo, te acostumbrarás a la barba. Te acostumbrarás a sentir sus manos sobre ti.

Pero fue la primera en apartarse.

– ¿Hablamos mañana con el reverendo Vasseler?

– Sí.

– ¿Por la mañana o por la tarde?

– Por la mañana. De ese modo, yo podré hablar con Tom y tú con Tarsy, por la tarde. Oh, Emily… -La estrechó contra sí-. Soy muy feliz.

Camino a casa, Emily se sintió abatida. ¿Dónde estaba la ansiedad que había esperado sentir después de fijar la fecha? Cuando llegó, colgó el abrigo, caminó por los cuartos silenciosos y la sensación de vacío creció. No es así como tendría que sentirme. Este debería ser un momento espléndido, de compartir la noticia, abrazos, regocijo con los que me aman y a los que amo.

Subió pesadamente la escalera, se detuvo en la luz que salía al pasillo desde el dormitorio de sus padres, miró dentro y se sintió disgustada: ahí estaban los tres: su madre en la cama, su padre sobre el catre y Fannie en una silla, a un lado. La hipocresía de la escena le retorció las entrañas. No pudo sonreírles a los otros dos ni siquiera en beneficio de la madre.

Dándoles la espalda a Edwin y a Fannie, tomó la mano de Josephine.

– Pienso que te gustará saberlo: mañana por la mañana, Charles y yo iremos a hablar con el reverendo Vasseler. Nos casaremos en cuanto el reverendo pueda celebrar el servicio… aquí mismo, en tu cuarto. ¿Te gustaría eso, madre?

– Claro, Emily…

Aunque la voz de Josie era casi un susurro, en sus ojos apareció una débil chispa de aprobación.

– Sabía que te pondrías contenta.

– Pero…

– Ahora no hagas preguntas, pues te daría tos. Es lo que yo quiero y también lo que quiere Charles. Mañana hablaremos más al respecto.

Cuando se levantó de la cama, Emily sorprendió un intercambio furtivo de miradas entre Fannie y su padre. Luego la miraron a ella pero nadie se movió. Papá, papá, quería que este momento fuese diferente. Siempre lo imaginé con sonrisas y abrazos. Pero se mantuvo apartada, con el corazón herido.

La primera en recuperarse fue Fannie, que se levantó e inició la ronda de felicitaciones, en bien de Josephine.

– Felicidades, querida… -Cuando rodeó a Emily con sus brazos y apoyó su mejilla en la de ella, la muchacha se puso rígida. Fannie se apartó y bromeó, con falsa alegría-: Edwin, por el amor de Dios, ¿no tienes nada que decir?

Emily se quedó donde estaba mientras su padre se levantaba del catre y se acercaba a ella con mirada contrita, que parecía pedir perdón y permiso. Mientras esperaba, el corazón le desbordaba de amor y remordimientos. Los labios de Edwin le rozaron la mejilla con un afecto lo bastante genuino para derretir el corazón más duro:

– Felicidades, preciosa.

Como un poste de madera, resistió el gesto de cariño, la caricia, el tremendo amor que sentía por él y que no podía evitar.

– Tengo que ir a contárselo a Frankie -farfulló y escapó, dejando a sus espaldas un estrepitoso silencio.

Frankie estaba profundamente dormido. Se sentó en la cama y lo sacudió.

– Eh, Fran, despiértate, ¿eh?

Por alguna razón, esa noche necesitaba llamarlo por el apodo infantil.

El chico se hundió en la almohada y refunfuñó.

– Eh, vamos, Frankie, despiértate, ¿eh? Tengo algo que contarte.

Por favor, despiértate. Necesito a alguien con desesperación.

– Vete…

Se inclinó junto a él y susurró:

– Me casaré con Charles, quizás antes de fin de semana. Pensé que te gustaría saberlo.

Frankie levantó la cara de la almohada y miró con un ojo sobre el hombro.

– Bueno, ¿no podías decírmelo mañana? ¿Tenías que despertarme?

Sepultó la cara en el colchón y se tapó la cabeza revuelta con la almohada.

Frankie, necesitaba que me abrazaras, que te entusiasmaras. ¿No lo entiendes? Claro que no lo entendía. No era más que un chico fastidiado, al que le habían interrumpido el sueño. No sabía nada del torbellino que su hermana tenía dentro. Abatida, fue a su cuarto y se encontró con Fannie, que se preparaba para acostarse.

Cuando abrió la puerta, Fannie, que estaba sentada ante el tocador quitándose las hebillas del cabello, levantó la vista. Para Emily, era más fácil mostrarse fría con Fannie que con su padre: no la había querido durante toda la vida. Además, Fannie era la intrusa y, sin duda, la más culpable. En ese momento tenso, cuando las miradas se encontraron, vio en la de Fannie el cariño pero se volvió, la rechazó, cerrando la puerta y prosiguiendo con la rutina de la hora de acostarse con toda la indiferencia posible.

Era molesto desvestirse en el mismo cuarto donde estaba una persona por la que sentía tal hostilidad. Ninguna de las dos habló mientras se ponían los camisones, apartaban las mantas, apagaban la lámpara y se metían bajo las sábanas, espalda contra espalda, acurrucadas cada una en su borde de la cama.

En la mente de Emily resplandeció la época en que confiaba en Fannie, momentos como ese en los que, acostadas en la oscuridad, eran amigas cada vez más entrañables. Pero Fannie ya no le era querida. Había abusado de la hospitalidad de la casa, demostró tener dos caras con respecto a su madre y la despreciaba por eso.

Pasó diez minutos inmóvil en la cama, hasta que Fannie habló en voz queda:

– Emily, estás equivocada.

– ¡Cállate! ¡No quiero escuchar tus explicaciones, como tampoco quisiera compartir la cama contigo!

Fannie cerró los ojos y sintió que las lágrimas le quemaban por dentro. Cruzó las muñecas sobre los pechos y apretó con fuerza, acunando el dolor, como una madre acunaría a un niño. Emily confundió sus palabras: ella no se refería a que se hubiese equivocado respecto del padre y de ella sino en abalanzarse de ese modo a este matrimonio.

Oh, Emily… querida… ¿acaso no comprendes que te casas con Charles por motivos equivocados?

Pero, enfrentada al frío rechazo de Emily, Fannie dejó que la advertencia sincera se marchitara dentro de sí.

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