Capítulo 19

Todo el día, Tom esperó tener noticias de Emily, pero no supo nada. A las tres de la tarde, rodó fuera de la cama con la velocidad y la agilidad de un iceberg. Ohhh, Santo Cielo, cómo dolía. Se sentó en el borde del colchón con los ojos cerrados, respirando agitado, reuniendo coraje para levantarse.

La próxima vez, pelea con un hombre más pequeño que Charles Bliss.

Con cautela, se puso de pie, con las rodillas flexionadas, aferrándose al rodapié y esperando que la picadora de carne dejara de martirizarle los pectorales.

Maldito seas, Bliss, espero que te duela tanto como a mí.

Una camisa. Despacio, metió un brazo… el otro… ¡Señor Todopoderoso, algo se está desgarrando aquí!

Por fin, logró ponerse la camisa y descubrió que le dolían las manos al abotonársela. Se miró: qué nudillos tan lamentables, negros y morados, hinchados como pasteles de fruta. Cuando se puso los pantalones y las botas, juró que nunca más pelearía, pero cuando estaba a medio camino del establo, empezó a moverse con más facilidad.

En la puerta estaba clavada la nota de Emily: "Hoy, cerrado". Miró atrás, al frente del local de Edwin y allí vio a Charles inmóvil, observándolo. El día anterior, Tom lo habría saludado con la mano; ese día, se contuvo con esfuerzo. Pasaron los segundos y los dos hombres se midieron con la vista, hasta que Tom se dio la vuelta y entró.

– ¿Emily? -llamó.

Sólo le respondió el silencio.

¿Estaría en el establo del padre? ¿Estuvo Charles con ella minutos antes? Y si estuvo, ¿qué? Si vivían en el mismo pueblo, tenía que suceder.

Echó una mirada a la plataforma, a la puerta del pesebre que abrieron durante la pelea, el sitio donde Charles estuvo sentado, apoyado en la pared, y lo inundó una oleada de arrepentimiento. Los amigos eran una mercancía preciosa y perder uno dolía como todos los diablos.

Realizó todas las tareas menudas que pudo para pasar el tiempo hasta el anochecer, pero Emily siguió ausente. Dio la cena a los caballos y, como tenía que moverse con lentitud, le llevó el doble de tiempo y dio vueltas hasta bien pasado el anochecer, pero ella aún no aparecía. Pensó en ir al hotel a cenar pero desistió, imaginando las preguntas que, sin duda, provocaría su cara hinchada y amoratada. Por fin, se fue a casa, comió un poco de pan y salchichas, y se acostó.

Esperaba que Emily apareciera al día siguiente, pero se decepcionó otra vez. Al anochecer, camino a la casa desde el trabajo, pasó por la casa de los Walcott, vio luz en las ventanas y maldijo por lo bajo, sin saber por qué. Aunque, pensándolo mejor, los motivos resultaron muy claros: había perdido a su mejor amigo, la muchacha que amaba daba señales de retraerse y el padre de ella estaba francamente disgustado con respecto al casamiento de ambos.

"Bueno, Edwin, tendrás que acostumbrarte", pensó Tom, desafiante, al subir los peldaños del porche y llamar a la puerta.

Atendió Frankie, con la boca manchada de grasa.

– ¿Está Emily?

– Está cenando.

– ¿Puedes llamarla, por favor?

¡Emiliiiii, aquí está Tom! -vociferó, y después le preguntó-: ¿En serio vas a casarte con ella, en lugar de Charles?

– Así es.

– Y entonces, ¿con quién va a casarse Charles?

Tom sonrió a desgana ante la ingenua pregunta: como si ese fuera todo el problema.

– No lo sé, Frankie. Espero que encuentre a una chica tan agradable como tu hermana.

– ¿Te parece que es agradable?

Levantó la nariz.

– Espera dos o tres años más y descubrirás que no es la única chica agradable que hay en el pueblo. Es probable que te cruces con una docena que te harán volver la cabeza.

– Hola, Tom -lo saludó Emily en voz baja.

Había aparecido en silencio y estaba de pie, con las manos cruzadas a la espalda. Llevaba un sencillo vestido negro de cuello alto, sin adornos, que acentuaba la palidez del rostro y el contraste con las cejas y las pestañas negras. El cabello era más hermoso de lo que él recordaba, recogido hacia atrás con peinetas, como rizos de medianoche cayendo sobre el sencillo cuello redondo. Parecía la quinta esencia de la mujer de duelo, pues no sonreía ni hacía gestos, sino que miraba a Tom con cortés reticencia.

– Hola, Emily. -Se contemplaron y Tom sintió en las entrañas que algo malo pasaba, pero no supo qué-. Lamento interrumpirte la cena.

– Está bien. -Miró al hermano-. Frankie, diles a papá y a Fannie que vuelvo en un minuto.

– ¿Es cierto que vas a casarte con él en lugar de Charles?

– ¡Frankie, puedes retirarte!

El chico desapareció y Emily lo invitó a entrar:

– Pasa -pero ni la voz ni la expresión eran cordiales.

Tom entró y cerró la puerta con más cuidado de lo necesario, dándose tiempo para recuperar el equilibrio emocional. En cuanto Emily dobló la esquina Tom comprendió que estaba realmente disgustada con él. Cuando la miró otra vez, supo que, fuese lo que fuera lo que pasaba, era hondo e intenso en ella. Sintió un ramalazo de aprensión que, de inmediato, se transformó en un presagio al verla recatada, lejana, sombría, con las manos unidas a la espalda.

– ¿Cómo estás? -preguntó la joven, cortés.

– ¿Por qué no fuiste a casa después de hablar con Tarsy?

– Estuve ocupada.

– ¿Todo el día de ayer y hoy?

– Estuve estudiando. Tenía que hacer una prueba sobre enfermedades del sistema nervioso en los caballos y es difícil recordar todos los términos.

Los ojos de Tom, preocupados, le buscaron y le sostuvieron la mirada:

– Emily, ¿qué pasa?

– Nada.

Pero bajó la vista y las comisuras de los labios se proyectaron hacia abajo.

– ¿Qué dijo Tarsy?

Emily rozó el borde del friso de madera que revestía la pared, junto a la puerta y habló mirándose la yema de los dedos.

– Lo que esperabas. Estaba furiosa.

Tom le tomó la mano.

– ¿Qué dijo?

– Me echó.

– Lo siento.

Emily retiró la mano, todavía sin mirarlo.

– Supongo que tendría que haberlo esperado. No es la chica con más tacto ni mejores modales del mundo.

– Emily, no me has contestado. Quiero saber qué dijo. Cuando te fuiste ayer, por la mañana, estabas razonablemente feliz y dijiste que irías después de hablar con ella. Ahora, dos días después, llamo a tu puerta y me preguntas "cómo estás", con la misma cortesía con que tratarías al reverendo Vasseler. Y no me miras ni me tomas de la mano. Tarsy te dijo algo, yo lo sé. ¿Qué fue?

Cuando Emily alzó los ojos hacia él, tenían una expresión de hondo desencanto.

– ¿Qué crees que dijo, Tom?

La miró ceñudo, confundido, unos segundos, hasta que comprendió que lo que había pasado entre las dos, fuera lo que fuese, no lo sabría por Emily. Se enderezó y afirmó, terco:

– Está bien, se lo preguntaré yo mismo.

– Como quieras -repuso con frialdad.

El temor lo atenazó. ¿Qué había hecho? ¿Qué fue lo que hizo cambiar a Emily de manera tan drástica, en menos de cuarenta y ocho horas? Aturdido, le tomó la mano y se acercó, pero Emily no alzó la vista.

– Emily, no seas así. Háblame, dime qué es lo que está molestándote.

– Será mejor que vuelva a cenar.

Se soltó de nuevo y puso distancia entre los dos.

– ¿Te veré mañana?

– Es probable.

– ¿Cuándo? ¿Dónde?

– Bueno, no sé, yo…

– ¿Puedo venir después de la cena? Podríamos ir a caminar o a cabalgar.

– Está bien -aceptó, sin entusiasmo.

– Emily…

Pero se sintió perdido, abandonado, sin claves acerca de cuál pudo ser su error. Se le acercó una vez más y la tomó de los hombros como para besarla, pero en ese momento habló Edwin desde el otro extremo de la sala.

– Emily, se te enfría la cena.

Tom suspiró, sintiéndose maltratado, y la soltó. Apretó los dientes, observó a su novia con creciente insatisfacción y se adelantó para que Edwin pudiese verlo.

– Buenas noches, señor -dijo con formalidad.

– Tom.

– Sólo pasé para saludar a Emily.

– Sí, bueno, es la hora de la cena. -Señalando con una servilleta blanca hacia el comedor, reconvino a la hija-: Emily, no tardes.

Cuando se fue, Emily murmuró:

– Será mejor que te vayas, Tom.

De repente, se le agotó la paciencia y no se esforzó por disimularlo. Retrocedió, dio un tirón irritado al ala del sombrero y dijo:

– ¡Está bien, maldición, me voy!

Abrió la puerta con fuerza suficiente para levantar bolas de polvo y la cerró tras él con la misma fuerza. Cuando se iba, sin un beso de despedida, sin haber recibido la bienvenida, echado como un perro y muy asustado, sus pasos resonaron con violencia sobre el suelo del porche.

¿Qué habría pasado? ¿Qué demonios habría pasado? A zancadas por el sendero cubierto de nieve, Tom sintió que su irritación crecía de punto. ¡Mujeres! Jamás habría esperado que Emily se comportase como una chica enfurruñada, sin explicar por qué. Dos días atrás, había peleado por ella y creyó que la había conquistado y sin embargo lo trataba con la tibieza del agua del baño en segunda vuelta. Algo había pasado para hacerla cambiar así, y si no fue Tarsy, ¿entonces, qué?

¡Maldita Tarsy! Tom dio un giro decisivo a su actitud. ¡Esa chica había dicho algo y se proponía averiguar de qué se trataba!

Unos minutos después, cuando llamó a la puerta, los golpes resonaron en toda la pared. Le abrió la misma Tarsy, pero no bien abrió unos centímetros y vio quién estaba de pie en el porche, trató de cerrarla otra vez. Tom metió el pie dentro y la aferró de la muñeca.

– Quiero hablar contigo -le dijo en voz áspera y monocorde, sin preámbulos-. Toma un abrigo y sal.

– ¡Puedes irte al infierno en bote!

– ¡He dicho que tomes un abrigo!

– ¡Suéltame la muñeca, estás lastimándome!

– ¡Que Dios me ayude, pero si no sales te la romperé!

– ¡Suéltame!

Le dio un tirón tan fuerte que se le sacudió la cabeza.

– ¡Está bien, congélate!

Sin esfuerzo, la hizo girar hacia el porche oscuro, cerró la puerta de un golpe y se plantó delante.

– Ahora, habla -le ordenó, amenazador.

– ¡Canalla! -Lo abofeteó con tal violencia que la cabeza le golpeó contra el marco de la puerta y le resonaron los oídos-. ¡Tú, come basura, traidor, pobretón!

Le pateó la espinilla.

Cuando se recuperó de la sorpresa, la sujetó por los antebrazos y se los cruzó sobre el pecho, arrojándola contra la pared.

– ¡Eres toda una dama, Tarsy! -pronunció con desdén, la nariz pegada a la de ella.

– ¡Tú sabes que no quieres una dama, Jeffcoat! ¡Quieres algo que se viste como un arriero de mulas y huele a mierda de caballo! ¡Bueno, la conseguiste y puedes quedarte con ella! ¡Es el más triste remedo de mujer que haya visto este pueblo y espero que los dos os marchitéis juntos!

– ¡Ten cuidado, Tarsy, porque estoy a un paso de darte una muestra de lo que le di a Charles la otra noche! Ahora, cuéntame: ¿qué le dijiste a Emily?

Tarsy le dirigió la parodia de una sonrisa. Levantó la barbilla y los ojos le brillaron con una luz vengadora:

– ¿Qué pasa, amorcito, ya no está tan ansiosa por dejar que la manosees? ¿No quiere desabrocharse los calzones, o acaso usa la misma ropa interior enteriza que los muchachos?

Le apretó los brazos con tanta fuerza que las costuras de las mangas se rompieron.

– Estás hablando de la mujer con la que voy a casarme y harías bien en recordar que los hombres no nos casamos con las que se dejan manosear.

Tarsy dilató las fosas nasales.

– Y tú quizá descubras que las mujeres no se casan con hombres que prueban a otras.

– ¡Le dijiste eso!

– ¿Por qué no? Podría haber sido verdad. En muchas ocasiones lo deseaste.

– ¡Perra mentirosa! -le dijo entre dientes.

– Lo quisiste, Jeffcoat -se jactó, con maliciosa satisfacción-. Docenas de veces me tocaste como jamás permití que lo hiciera otro hombre y te encantó. Te ponías tan caliente que me parecía ver brotar vapor de tus pantalones… ¡cuál es la diferencia, pues! Conoces mi cuerpo mejor que el suyo y no pienso dejar que lo olvide, porque me clavó un cuchillo en la espalda. ¡Quería casarme contigo, mujeriego! ¡Casarme contigo!, ¿me oyes? -gritó, con los ojos desbordantes de furia-. Si yo no puedo tenerte, nadie más podrá. ¡Espera y verás qué sacas de ella la noche de bodas!

Tom nunca había odiado a ningún ser viviente con semejante intensidad. Creció dentro de él como lava, ascendiendo hacia la superficie, provocándole un abrumador deseo de castigar. Pero esa chica era sucia… no valía la pena que se ensuciara las manos. Las dejó caer, incapaz de soportar el contacto un instante más.

– ¿Sabes? -le comentó en voz baja-. Compadezco al pobre pelele que consigas atrapar. Eso no será un matrimonio: será una condena a cadena perpetua.

– ¡Ja! -ladró-. ¡Por lo menos sabrá que está en la cama con una mujer!

– ¡Cállate!

La actitud de Tom cambió de repente, pasó de la hostilidad a la vigilancia, inclinando un oído hacia el pueblo.

– ¿No puedes aceptar…?

– ¡Silencio! -La pelea con Tarsy terminó tan rápido como empezó-. ¡Escucha! -Se volvió hacia los peldaños del porche y escudriñó en la oscuridad-. ¿Oíste eso?

– ¿Qué cosa?

Los ruidos llegaron flotando desde el pueblo, que estaba más abajo: una campana que tañía clamorosamente y el acompañamiento lejano de gritos inquietantes. Tom subió los escalones y aguardó, tenso, observando el cielo que se cernía sobre el pueblo.

– Oh, Dios mío -murmuró-. Fuego.

– ¿Fuego?

Dando un salto, traspuso los cinco escalones y cayó en el patio, lanzándose a correr.

– ¡Avísale a tu padre! ¡Rápido!

No esperó ni le importó si Tarsy lo seguía. Lo dominó el instinto y corrió atropelladamente atravesando el patio hacia la calle, y por ella hasta la zona comercial del pueblo, donde ya un resplandor anaranjado iluminaba el cielo. ¿El local de quién? ¿El local de quién? Si no era en la calle Grinnell, estaba muy cerca. Corrió, impulsado por la adrenalina, sin hacer caso del dolor que le traspasaba las costillas a cada choque de los talones con el suelo helado. El corazón le martilleaba. Le ardía la garganta. Casi se dejó caer en plomada colina abajo, sintiendo que la calle caía debajo de él, hasta que las casas le cortaron la línea del horizonte y perdió de vista la cúpula dorada que florecía en el cielo nocturno.

Más adelante, se oían chillidos de pánico. ¡Fuego! ¡Fuego! El tañido frenético de una segunda campana se unió al primero. Alrededor de Tom se abrían las puertas de las casas y la gente salía a los patios delanteros y corría como embrujada, sin molestarse en buscar un abrigo. "¿De quién es el local?", preguntaban todos, con voces agitadas de correr colina abajo.

No lo sé. Tom no supo si contestó en voz alta o sólo para sus adentros. Sus piernas se movían como engranajes de acero. Se le resecaron los ojos. Le quemaban los pulmones.

El hombre que corría detrás de él se puso a abrir puertas en la calle Burkitt, gritando dentro de las casas. En algún sitio, el lejano tintineo de un triángulo, de esos que se usaban para llamar a comer, se unió al tañido de las campanas de la iglesia, pero Tom casi no los oyó. Cerca del principio de la calle Burkitt, se unió a una masa de personas que se habían puesto en movimiento tan súbitamente como él. Se oyeron más fuertes las pisadas, que crecían en número a medida que la muchedumbre se acercaba a la calle Main, donde los que corrían se concentraron chocando entre sí como un rebaño en estampida.

¿De quién es el local? ¿De quién es?

La multitud pasó ante el hotel Windsor y se le unieron cinco hombres que salían corriendo de ahí con los brazos cargados de mantas, y un contingente de mujeres con cubos.

– Parece que es en uno de los establos.

Algunos corrían demasiado para gastar el aliento en especular. Otros, resoplaban e iban pasando la palabra que amenazaba con aspirar el aire de Tom a medida que iba corriendo.

¡Establos!

En medio de una niebla de temor y el rugir de su propio pulso, oyó retazos de otras palabras… es un incendio grande… tiene que haber sido el heno…

Lo olió desde tres manzanas antes. Dos antes, supo que no era el establo de Edwin. Desde la esquina de la calle Grinnell vio las llamas que ya estaban devorando los costados de su propio establo.

¡Oh, Jesús, no!

– ¡Saquen los caballos! -gritó, casi cien metros antes de llegar, corriendo como un loco-. ¡Tengo una yegua preñada ahí dentro!

Adelante, vio figuras que parecían hombres de fósforos carbonizados, pasando ante el edificio en llamas llenando baldes, formando una brigada, bombeando agua de la cisterna que estaba en la acera. El rojo carro de incendios, con las tres campanas sonando, se acercó balanceándose sobre los surcos helados delante de Tom, tirado por hombres que corrían, pues hubiese llevado más tiempo enganchar los caballos que llevarlo a pulso desde el cobertizo donde se lo guardaba, a dos manzanas de distancia. Lo pasó y alcanzó el centro del tumulto en el preciso momento en que alguien sacaba a Buck. El potro retrocedió asustado, mientras el sujeto trataba de calmarlo y llevarlo a lugar seguro.

Tom gritó, frenético:

– ¡Mi yegua! ¿Alguien pudo sacar a mi yegua?

– ¡No! ¡No hay ninguna yegua! ¡Hasta ahora, sólo el potro!

Otra voz gritó:

– ¡Accionen las bombas! ¡Extiendan esa manguera!

Doce voluntarios aferraron las manivelas del viejo coche de incendios Unión, pero era una antigua bomba, fabricada en 1853, y no respondía a las normas de la época. Cuando el insignificante chorro de agua cayó del pico de la manguera, Tom gritó:

– ¡Apunten el chorro a la derecha! ¡La hembra está en el tercer pesebre!

Otra voz exclamó:

– ¡Bombeen, muchachos, bombeen!

Los hombres se afanaron furiosamente a ambos lados del coche de incendios, accionando las manivelas de madera. Los caballos relinchaban aterrados. Los hombres daban órdenes a gritos. Los perros ladraban. Las mujeres formaron una brigada de cubos para volver a llenar el tanque de la vieja bomba Unión, mientras las otras mantenían apartados a los chicos, para que observaran desde lejos.

– ¿Quién está sacando mis caballos? ¿Alguien está ocupándose de mis caballos?

– Tranquilo, muchacho… está demasiado…

– ¡Quíteme las manos de encima! -Arrebató una manta a un miembro del contingente del hotel y corrió hacia los de la manguera, vociferando-: ¡Mójenme! ¡Voy a entrar!

La bomba ya había juntado bastante presión y cuando salió el chorro de agua, lo golpeó en el pecho. Un hombre le sujetó el brazo, interponiéndose un momento entre el agua y él. Era Charles.

– ¡No puedes, Tom!

Por una fracción de segundo, en los ojos de Tom brilló el odio.

– ¡Maldito seas, Charles, no tenías por qué hacer esto! ¡Vete al infierno! -Poniendo el hombro, lo apartó con brusquedad y pasó-. ¡Sal de mi camino!

– ¡Tom, espera!

Aparecieron Emily y Edwin en medio de la confusión, agarrando a Tom de los codos, rogándole, advirtiéndole, pero se libró de las manos y corrió al cobertizo en llamas.

Tras él, Charles ordenó:

– ¡Denme una de esas mantas!

– ¡No seas tonto, muchacho…!

– ¡Edwin, usted haga lo que quiera, pero yo no puedo dejar morir a esos animales sin tratar de salvarlos! ¡Tírame un poco de agua, Murphy!

– ¡Papá, déjame ir! -gritó Emily, tratando de librarse de sus manos, forcejeando ella también para conseguir una manta.

– ¡Ve a la bomba! -le ordenó su padre-. ¡Estando muerta no le ayudarás! ¡Ve a la bomba a ayudar a las mujeres!

– ¡Pero Buck está ahí dentro y…!

– ¡Ya ha sacado a Buck!

– ¡… y Patty, papá, está preñada!

– ¡Emily, usa un poco la cabeza! Ve a buscar tu maletín. Si logran sacar algún animal más, lo necesitará. ¡Después, ve a la bomba con Fannie y colabora para que el agua siga corriendo! ¡Mojen más mantas! ¡Yo también entraré!

– ¡Papá! -Le atrapó la mano. En medio del caos, intercambiaron miradas asustadas-. Ten cuidado.

El hombre le apretó la mano y corrió.

Dentro, Tom se acurrucó bajo la manta húmeda, corriendo en medio de un mar de humo. De inmediato, le ardieron y le lagrimearon los ojos, impidiéndole ver. El agua lo salpicaba, siseando al dar contra la madera ardiendo. ¡Dulce Jesús, las vigas ya ardían y comenzaban a caer sobre el suelo del altillo! El olor a cuero quemado, madera y estiércol le escoció en la nariz. Se enjugó los ojos con una punta de la manta empapada y se la aplastó contra la cara. Guiñando, pudo distinguir el contorno de su orgullo y su alegría: un coche Studebaker nuevo que estaba sobre la plataforma, donde lo había dejado. Un puñado de escombros llameantes cayó desde la capota de cuero. Rodeado por los chillidos aterrorizados de los caballos y los golpes sordos de los cascos, se olvidó de todo lo que no fueran seres vivos. Corrió a lo largo de una fila de pesebres abriendo puertas y gritando: "¡Arre! ¡Arre! ¡Vamos!". Luego recorrió el otro costado, sin pensar en un animal en particular. Tras él, algunos de los aterrorizados animales se resistían a salir de los pesebres o merodeaban confundidos, temerosos de avanzar hacia el fuego que rodeaba las salidas. Abrió la última puerta y se precipitó dentro, quedando aplastado contra la pared por Bess, una hembra de ojos salvajes, que intentaba darse la vuelta en ese pequeño espacio. Tiró la manta sobre la cabeza de la yegua y, formando un manojo bajo su mandíbula, la arrastró fuera. Aterrada, Bess clavaba las patas de adelante y relinchaba.

– ¡Maldición, Bess, vendrás, aunque tenga que arrastrarte!

Se elevó un poderoso rugido que le llenó los oídos como un huracán: el heno que se encendía en algún sitio. Estiró una pierna y pateó a Bess con fuerza en la ingle. El animal coleó con violencia y levantó las patas de atrás, haciendo caer a Tom, que tenía aferrada la manta. Golpeó con los tobillos contra la pared pero, cuando aterrizó, sin soltar la lana mojada, Bess se lanzó a trotar, desesperada.

Cuando salió del cobertizo en llamas, ya estaba arrancando la manta de encima del animal.

– ¡Agua! -gritó-. ¡Más agua aquí!

Cuando esa lluvia cayó sobre él, se quitó el sombrero de cuero, se empapó el cabello, se encasquetó de nuevo el sombrero y bajó las manos para que los guantes se llenaran de agua. Se dio la vuelta, protegido otra vez con la manta y se encaminó de nuevo al cobertizo mientras el chorro le azotaba la espalda y corría como un río helado dentro de su vendaje de yeso.

A tres metros en el interior del cobertizo, chocó con Charles que salía.

– ¡Tengo a Hank! -gritó sobre el rugido del incendio, llevando de la traílla a un caballo gris de silla -. ¡Tienes tiempo de sacar a otro, pero nada más!

Tom se abalanzó sobre el muro de calor y luz. Corriendo, respiraba a través de la manta pero, aún así, inhaló y sintió el humo acre y la madera quemada. La quemazón le llegó hasta los pulmones y creyó que iban a explotarle. Con los ojos irritados, llorosos, buscó y encontró a Rex, que lo siguió aliviado, sin resistirse. Pero cuando llegó afuera, se volvió y vio que una viga en la otra punta del edificio se derrumbaba con estrépito en medio de una lluvia de chispas que se convirtió rápidamente en una cortina blanca de llamas. Emily se adelantó corriendo para recibir a Rex.

– ¡No vuelvas, Tom, por favor!

– ¡Patty!

– ¡Déjala! ¡No lo lograrías!

– ¡Un viaje más!

– ¡No!

Lo agarró del brazo, pero se soltó y se encaminó otra vez adentro.

– ¡Agua! -gritó Emily sin pensarlo, al ver que se iba-. ¡Mójenlo!

Inspirando la última bocanada de aire limpio, Tom se puso la manta sobre la cabeza y se agachó, enfilando adentro. A pocos metros de la puerta, alguien le hizo una zancadilla desde atrás. Cayó a la tierra y se levantó de rodillas, indignado, mirando a Charles que estaba ayudándolo a levantarse.

– ¡Bliss, hijo de perra! ¿Qué estás haciendo?

– ¡No entrarás de nuevo!

– ¡Ya lo creo que sí!

– ¡Si lo haces, la harás viuda antes que esposa!

– ¡Entonces, cuídala bien por mí! -gritó, abalanzándose hacia las llamas antes de que Charles pudiese detenerlo.

Emily presenció la discusión conteniendo las lágrimas. Impotente, vio cómo Tom desaparecía en el incendio y luego, para su horror, Charles se dio la vuelta y les gritó a los hombres de la manguera:

– ¡Apúntenla a mi espalda!

El grito la sacó de su estupor.

– ¡Charles! ¡No! -exclamó, tratando de avanzar, pero Andrew Dehart que apareció con su carro de agua para ayudar a combatir el incendio, la arrastró hacia atrás.

– ¡No seas tonta, muchacha!

– ¡Oh, Dios, Charles también no!

Desesperada, se cubrió la boca con las palmas de las manos sucias. Pero Charles se metió de cabeza en el infierno, seguido por un insignificante chorro de agua.

– Hay un caballo que necesita atención -le recordó Dehart.

A desgana, Emily volvió junto a Rex, que tenía un tajo en la cruz y una quemadura en carne viva en la grupa. Cerca, alguien dijo:

– ¡Emily, aquí también hay uno que te necesita!

De pronto pareció que todos la necesitaban al mismo tiempo. Con la garganta agarrotada de temor, se zambulló en el trabajo, sustituyendo las lágrimas por la eficiencia, espolvoreando quemaduras con ácido bórico, aplicando a otros unos ungüentos especiales y hasta colocando un vendaje rápido en un brazo quemado, entre un animal y otro. Apareció la yegua preñada, llevada por Patrick Haberkorn, pero estaba muy quemada, loca de dolor, los ojos salvajes y caminando de costado, aterrada.

– ¡Busquen a Tom! -ordenó Emily, agarrando las bridas de Patty.

Ya sabía que habría que sacrificarla.

– No sé dónde está.

– ¡Pero ha entrado a buscar a Patty!

– Ella ha salido sola.

Patty chilló de dolor, retrocediendo y haciendo perder el equilibrio a Emily. Contempló la cara de Patrick sucia de hollín y sintió que la amenazaba un ataque de histeria. El fuego saltaba y extendía sus lenguas hacia el cielo, elevándose quince metros encima del techo del establo. Iluminaba la noche con su radiante brillo. Parecía quemar el cielo y secar los ojos, y convertía los rostros en caricaturas anaranjadas de bocas abiertas. La yegua relinchó otra vez y le recordó a Emily cuál era su responsabilidad.

– Consíganme una pistola -ordenó, en voz monocorde.

En ese momento, Fannie se acercó a ella, angustiada.

– Tu padre, ¿no lo has visto…?

Emily se volvió hacia Fannie, sintiendo como si una banda le apretara la garganta.

– ¿Papá?

– ¿No ha salido?

– No lo sé.

Patrick le entregaba la pistola y sólo podía concentrarse en una emergencia cada vez. Tomó el arma, la apoyó en la cabeza de la yegua y tiró del gatillo. Cerró los ojos antes de que se oyera el apagado estallido y se alejó para no oír el último aliento de la bestia. Cuando los abrió, vio a Fannie de cara al infierno y se acercó a tomarle la mano y a mirar, ella también. Las llamas atravesaron el techo y una parte de este cayó sobre el altillo donde se guardaba el heno. Se oyó una explosión cuando tomó el fuego otra parte del henil. En un tono que revelaba su impresión y su incredulidad, dijo:

– ¡Oh, Dios, Fannie, Tom también está ahí adentro!

Viendo la tragedia ante sus propios ojos, las dos mujeres permanecieron tomadas de la mano, impotentes. El calor les abrasaba las caras. Las lágrimas y las ondas provocadas en el aire por el calor les distorsionaban la visión del tremendo espectáculo, que bailaba y ondulaba contra el cielo nocturno.

Los hombres formaron un cordón obligando a la muchedumbre a mantener la distancia.

– ¡Retrocedan… atrás!

Emily y Fannie caminaron hacia atrás, aturdidas. En algún momento, durante esa espera, apareció Frankie, con los ojos dilatados de miedo.

– ¿Dónde está papá? -preguntó, vacilante, tomando la mano de la hermana con la suya, más pequeña, y la vista fija en el incendio.

– Oh, Frankie -se desesperó, arrodillándose y abrazándolo.

Apretó la mejilla contra la de su hermano y lo retuvo con fuerza, mientras el incendio les iluminaba las caras. Lo sintió tragar y sintió que se le aflojaba la mandíbula mientras contemplaba el pavoroso espectáculo que tenían delante.

– ¿Pa? -dijo el chico en voz queda, con el cuerpo inmóvil.

A Emily se le contrajo la garganta, le ardieron los ojos y abrazó a Frank con más fuerza. Le brotaban lágrimas calientes, que el intenso calor evaporaba antes de que llegasen a la barbilla. Junto a ella, Fannie miraba las llamas, llorando sin mover un músculo.

El caos que los rodeaba era tan grande que ninguno de los tres oyó a Edwin hasta que los llamó desde atrás.

– ¡Fannie! ¡Emily!

Se volvieron a una.

– ¡Papá!

– ¡Papá!

– ¡Edwin!

Frankie se abalanzó a los brazos del padre, llorando a gritos. Emily se aferró a su cuello, al tiempo que Fannie daba dos pasos hacia él, se tapaba la boca y comenzaba a sollozar como no lo había hecho mientras lo creía perdido.

– ¡Papá! Creímos que estabas ahí dentro -gritó Frankie, y tanto él como su hermana se colgaron del cuello sucio del padre.

Edwin soltó una carcajada ahogada, conmovida.

– Saqué a dos caballos por la puerta trasera y los llevé a nuestro corral.

– Oh, papá.

Emily no podía dejar de nombrarlo.

Sin soltar a Frankie, Edwin la rodeó con el otro brazo.

– Estoy bien -murmuró, emocionado-. Estoy muy bien.

Miró por encima de los hijos que se le colgaban, y vio a Fannie, los ojos desbordando lágrimas y la boca tapada.

– ¿Tú también lo creíste? -preguntó, librándose del abrazo de los hijos.

Abrió los brazos y Fannie se refugió en ellos.

– Gracias a Dios -murmuró, cerrando los ojos contra la mejilla ennegrecida-. Oh, Edwin, creí que te había perdido.

El hombre le posó la mano sobre el cabello y la atrajo hacia él, sin preocuparse del círculo de miradas curiosas dirigidas hacia ellos, de los vecinos que eran testigos del abrazo. Fannie fue la primera en apartarse, con la frente surcada por pliegues de preocupación.

– Edwin, ¿has visto a Tom o a Charles salir del otro lado?

Edwin dirigió su atención hacia el edificio que, para entonces había comenzado a derrumbarse sobre sí mismo. Hasta los hombres de la bomba habían desistido en sus esfuerzos por combatir el fuego. Los que se ocupaban de la manguera la sostenían inerte, viendo que del extremo sólo brotaban unas gotas. Junto a la cisterna, las manos de las mujeres estaban quietas sobre la manivela de la bomba, que se había calentado por el intenso calor. A sus pies estaban los baldes llenos, sin usar.

Edwin tragó saliva y murmuró:

– Dios querido.

Emily y Frank se quedaron inmóviles junto a él, teniéndose de las manos, con la vista fija en el fuego.

En ese instante, alguien llamó:

– ¡Emily, ven, rápido! -Era el dueño del hotel, Helstrom, que gesticulaba, desesperado, y luego tomó el brazo de Emily y la arrastró con él-. En la parte de atrás. ¡Esos dos hombres están ahí, en una pila!

Todos corrieron: Emily, Edwin, Fannie y Frank, seguidos por muchos otros, que iban detrás de Helstrom trasponiendo la abertura de la cerca, rodeando el corral hacia la parte de atrás del edificio donde un grupo de hombres se arrodilló junto a un montículo donde yacían los cuerpos inertes de Tom y Charles. Envueltos en mantas húmedas, los dos estaban desparramados sobre el suelo, con los ojos cerrados y las caras manchadas. El doctor Steele ya se arrodillaba junto a Tom y abría el maletín. Emily se arrodilló junto a él.

– ¿Están vivos?

Steele levantó un párpado de Tom, se colocó el estetoscopio en las orejas y escuchó con atención.

– Jeffcoat sí, aunque no respira bien. Debe haber inhalado mucho humo. ¡Traigan nieve! -pidió, al mismo tiempo que iniciaba una revisación superficial.

Revisó el cabello mojado y enredado de Tom, que había quedado protegido por el ancho Stetson de cuero; la cintura, envuelta en el yeso húmedo, eficaz como amianto; el tronco y los muslos, que estaban cubiertos por gruesa piel de oveja, cuyo forro había creado una barrera protectora de agua. Hasta el angosto espacio entre esta y las botas altas de cuero había quedado intacto. Steele se cercioró de ello, a continuación le quitó los guantes, inspeccionó las manos de Tom y anunció:

– Increíble. Ni una quemadura, nada más que las cejas chamuscadas.

Mientras Steele iba a atender a Charles, Emily se inclinó sobre Tom, todavía muy angustiada por su respiración. Incluso sin emplear el estetoscopio, oyó el estridente silbido que acompañaba cada respiración y vio cuánto esfuerzo hacían los pulmones.

No te mueras… no te mueras… sigue respirando… perdón… te amo…

Tras ella, el doctor Steele anunció:

– Bliss no corre peligro grave, aunque tiene las manos quemadas. ¿Dónde está esa nieve que pedí?

¡Charles! ¿Cómo pudo haberse olvidado de él? Se dio la vuelta y lo vio acostado de espaldas contemplando las estrellas, con las manos hundidas en cubos con nieve. Cuando se inclinó sobre él, le sonrió sin fuerzas.

– Hola, Em -susurró.

– Hola, Charles -le respondió, con voz ahogada por la emoción-. ¿Cómo te sientes?

– No lo sé muy bien. -Alzó una mano floja para tocarse la cara, haciendo caer puñados de nieve-. Creo que aún estoy vivo.

La muchacha le bajó con suavidad el brazo.

– Tienes las manos quemadas. Conviene que las dejes metidas en la nieve hasta que el doctor Steele pueda vendártelas. -Le quitó con ternura la nieve de la mejilla y, en voz trémula, a punto de llorar, le regañó con cariño-: Tonto, querido… ¿dónde estaban tus guantes?

– No me paré a pensarlo.

– Vosotros dos empezáis a ser muy problemáticos, ¿sabes? siempre hay que estar curándoos en mitad de la noche.

El herido sonrió lánguidamente y dejó que se le cerraran los ojos.

– Sí, ya lo sé. ¿Cómo está él?

– Todavía respira, no tiene quemaduras, pero está inconsciente. ¿Quién sacó a quién?

Charles abrió otra vez los ojos, fatigado:

– ¿Acaso importa?

De ese modo, supo que había sido Charles el que sacó afuera a Tom. Luchó contra el corazón desbordante de gratitud y perdió la batalla por contener el llanto:

– Gracias, Charles -susurró, inclinándose para besarle la frente.

Cuando se incorporó, el joven le dijo en voz quebrada:

– ¿Em?

Emily tenía un nudo en la garganta y, como no podía hablar, lo miró a través de las lágrimas que deformaban ese rostro querido, ennegrecido, de barba chamuscada y ojos enrojecidos.

– Él cree que yo inicié el fuego. Dile que no lo hice. ¿Se lo dirás…?

– Shhh.

Le tocó los labios.

– Pero tienes que decírselo.

– Lo haré en cuanto vuelva en sí.

– Se recuperará, ¿no, Em? No va a morir. -Por las comisuras de los ojos se deslizaron lágrimas, trazando sendos surcos blancos que descendían por las sienes. De pronto, Charles rodó de costado, se agarró a la manga de la chaqueta de Tom y se arrastró más cerca del hombre inconsciente-. Tom, yo no lo hice, ¿me oyes? ¡No te mueras sin escucharme! ¡Jeffcoat, maldito seas, n-no te at-atrevas a mo-morir!

Se le agotaron las fuerzas y cayó de espaldas, sollozando, cubriéndose los ojos con un brazo. El pecho se alzaba lastimosamente. Le goteaba nieve de los dedos.

El llanto de Emily arreció cuando se inclinó sobre él, protegiéndolo de las miradas curiosas.

Oh, Charles, mi querido, querido Charles. Creo que nunca te quise tanto como en este momento.

Irrumpió la voz del médico.

– Déjeme atender las manos de este hombre y que alguien abrigue a Jeffcoat con mantas.

En pocos minutos, vendaron las manos de Charles, cuyas peores quemaduras estaban en el dorso y los dos hombres eran cargados en carretas. Al ver la que se llevaba a Charles, Emily sintió que se le estrujaba el corazón, pero Tom estaba tendido en la segunda carreta, inconsciente, y su vida aún pendía de un hilo.

Mientras la carreta avanzaba, sus ocupantes guardaron un respetuoso silencio. Sobre el pueblo se cernía el olor del humo y, lentamente, las madres hacían entrar a los hijos en las casas.

Al llegar a la casa de Tom, un grupo de voluntarios lo cargó dentro, lo acostó en la cama y saludó a Emily con la cabeza a medida que salían en fila. Por último, entró su padre.

– Me quedaré -le anunció Emily en voz baja-, lo cuidaré hasta que esté mejor.

El padre posó en su hija la mirada triste y cariñosa.

– Sí, lo sé -dijo, aceptando la decisión sin discutir.

– Y me casaré con él en cuanto tenga fuerza suficiente para ponerse en pie.

– Sí, lo sé.

– Papá…

– Mi cielo…

Se arrojó en sus brazos antes de que terminara de pronunciar la palabra cariñosa. Más lágrimas, calientes y curativas, enturbiaron el mundo que veía más allá de los hombros del padre.

– No sabes cuánto lo lamento -logró decir Edwin en voz quebrada.

– Oh, papá, lo quiero tanto… Tiene que vivir.

– Vivirá.

Se aferró a esa figura familiar. Oh, esos maravillosos brazos tranquilizadores de padre… qué sólidos parecían y cuánto los necesitaba en ese momento… Aunque lo hubiese desafiado, nunca dejó de necesitar su consuelo, su amistad y su aprobación. Sin ellos, se habría sentido desgraciada.

– Pensé que tendría que elegir entre los dos y no sé qué hubiese hecho sin ti.

– No tendrás que afligirte más por eso. Soy un viejo empecinado… Fannie me hizo comprenderlo. Pero no me oirás decir una palabra más. Tienes a un buen hombre. Lo supe desde el principio, pero fui demasiado orgulloso para decirlo. Lamento lo que dije la otra noche.

Lo estrechó con más fuerza, sintiendo como si saliera de la sombra al sol.

– Eres el mejor padre que existió jamás.

La apretó contra su pecho y luego se apartó aclarándose la voz, cohibido, mientras Emily se enjugaba las lágrimas con la manga.

– Bueno… -dijo Edwin.

– Sí… bueno…

Ninguno de los dos sabía cómo cerrar la delicada situación.

Por fin, Emily preguntó:

– ¿Puedes mandar a Frankie con ropa limpia para cambiarme?

– Haré algo mejor que eso. Te la traeré yo mismo, en cuanto me asegure de que Charles está instalado. Lo han llevado a nuestra casa, ¿sabes? Fannie insistió.

– Bien, se merece lo mejor.

Edwin tomó una de las manos sucias y se la llevó a los labios.

– Me temo que lo mejor ya se lo llevó otro.

– Oh, papá.

– Tú ve a ver a tu muchacho -dijo Edwin, peligrosamente cerca de la emoción, otra vez.

Emily le dio un beso en la mejilla, en cariñosa despedida.

– Y tú, ve a darte un baño. Apestas.

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