Rafe plantó el pie con fuerza sobre la alfombra que había nada más entrar y notó que el tobillo ya no le dolía apenas. Equilibró el peso de los leños que llevaba en brazos al tiempo que se quitaba las botas. Mirando por encima de los leños, encontró a Keely donde la había dejado una hora atrás: acurrucada en el sofá frente a la chimenea con un ejemplar antiguo de Grandes Esperanzas de Dickens.
– Todavía sigue nevando -dijo él-. Las carreteras deben de estar bastante mal, pero el quitanieves no tardará en pasar.
– No queda mucho para que anochezca. Si no hubieras tirado el teléfono, podríamos llamar para saber cuándo vendrá.
– Ya -Rafe asintió con la cabeza. No iba a decirle que tenía un móvil en el bolsillo de la chaqueta en caso de una emergencia de verdad. Y estar incomunicados no le parecía tan grave. Cuanto más tiempo pudiera pasar con Keely, mejor que mejor.
Esta bajó el libro a su regazo y se giró hacia Rafe.
– Quizá podríamos quedarnos y ya está – dijo-. Al fin y al cabo, es Nochevieja. Puede ser bonito recibir el año en la quietud del bosque, alejados del trajín de Boston.
Se alegró de que llegara a tal conclusión por su cuenta. Si lo hubiera sugerido él, probablemente se habría opuesto.
– En la nevera hay comida de sobra. Y creo que una botella de champán de la Nochevieja pasada.
– ¿Restos de algún secuestro anterior? – preguntó Keely enarcando una ceja.
– No, nunca había traído a ninguna otra mujer aquí. Eres la primera -dijo Rafe y su sonrisa se desvaneció cuando Keely devolvió la atención al libro. Carraspeó-. Estaba pensando en dar un paseo. ¿Te apetece venir conmigo?
– No tengo botas, ¿recuerdas? Las tiraste a la chimenea.
– Puedes ponerte esas -dijo apuntando hacia las que se había puesto por la mañana.
– Me están grandes. No ando bien con ellas.
– Iremos despacio. Y tengo un abrigo y un sombrero decente. No pasarás frío, te lo prometo. Y no iremos lejos.
– De acuerdo -accedió ella-. Me vendrá bien oxigenarme.
Rafe sonrió satisfecho. Si aquel iba a ser el último día que pasaran juntos, haría lo posible para que fuese memorable. Se agachó, la ayudó a calzarse las botas y le ató los cordones con fuerza hasta asegurar bien los pies. Luego la ayudó a ponerse un viejo abrigo de él. Y, de remate, le plantó un sombrero a cuadros sobre la cabeza.
– Tengo que estar guapísima con esta pinta -dijo Keely.
Rafe la miró y contuvo las ganas de estrecharla entre los brazos y besarla.
– Tú siempre estás guapa.
– Vamos -murmuró ella.
El viento se había calmado, pero todavía nevaba entre los árboles mientras se abrían hueco camino del lago. El bosque estaba totalmente en silencio y, de pronto. Rafe tuvo la sensación de que el mundo se había detenido para que se relajaran.
– Siento no poder llevarte a Boston hoy – dijo.
– Me pone un poco nerviosa lo que pasará cuando me presente allí -contestó Keely encogiéndose de hombros-. Me vendrá bien tener un día más para ver cómo lo hago. Es tan fácil mirar desde fuera: yo sé quién soy yo y quiénes son ellos. Pero para ellos solo soy una extraña que intenta inmiscuirse en sus vidas. Me preocupa su reacción.
– Vomítales en los zapatos y se enamorarán de ti seguro -sugirió Rafe.
Keely lo miró y esbozó una sonrisa de satisfacción.
– ¿Tú crees? En serio, no tienen por qué aceptarme por mucho que seamos parientes. Yo siempre seré una intrusa. No comparto los mismos recuerdos que ellos -Keely se paró y miró al lago-. Y me da miedo que me echen la culpa.
– ¿Por no habérselo dicho antes?
– No. Por hacer que mi madre se marchara.
– ¿Cómo van a echarte la culpa? Ni siquiera habías nacido.
– Pero lo hizo por mí -explicó ella-. Se fue al descubrir que estaba embarazada de mí. De no ser por mí, se habría quedado.
Rafe estiró un brazo y le retiró un mechón que se le había escapado del sombrero con el viento. Había momentos en los que lo único que quería era abrazarla y borrarle a besos todas sus preocupaciones. Parecía tan vulnerable cuando hablaba de su familia.
– No puedes echarte la culpa, Keely. Antes pensaba que yo tenía la culpa de las crisis psicológicas de mi madre. Porque no era capaz de reemplazar a mi padre. Porque no se sentía segura conmigo para cuidar de ella. Pero ni sus problemas eran culpa mía ni la decisión de tu madre de dejar a su familia es culpa tuya.
– Aun así, no va a ser fácil decírselo. No paro de imaginarme cómo reaccionarán. Sería horrible si se quedaran en silencio. Si no me creen, no sé qué haré. Podrían enfadarse conmigo, gritarme… Aunque tengo una prueba – Keely se sacó el colgante de debajo del jersey. No se lo había quitado desde la primera vez que había hecho el amor con él-. Me lo dio mi madre. Es un símbolo irlandés del amor y la fidelidad. Mi madre dice que Seamus lo reconocerá.
– ¿Se lo vas a decir a él primero? -preguntó Rafe.
– Creo que no -contestó ella mientras se guardaba el colgante bajo el jersey de nuevo-. Creo que se lo contaré a uno de mis hermanos para tantear su reacción antes de soltárselo a Seamus.
– Y supongo que les hablarás de mí -dijo Rafe.
– Sí, tienen que saberlo. Puede ayudarlos.
– Será el final de lo nuestro.
– Lo sé -Keely asintió con la cabeza. La serena aceptación de las consecuencias la hirió en el fondo del corazón.
– Venga, quiero enseñarte una cosa -le dijo entonces. Se desviaron del camino principal hacia el bosque y subieron a un pequeño descampado desde el que podía apreciarse una vista maravillosa: el lago entero rodeado de árboles, los copos de nieve y un crepúsculo que coloreaba el cielo de naranja, rosa y morado. Un halcón los sobrevolaba, planeando en círculos por el aire-. Estamos solos. Esta cabaña es la única construcción del lago.
– ¿No tienes vecinos?
– No, compré todo el lago y las tierras de alrededor. Bueno, lo compró Kencor. Íbamos a construir chalés, convertir la zona en un paraje turístico. Pero no fui capaz.
– Te entiendo -murmuró Keely-. Yo lo dejaría todo como está.
Se sentaron sobre un pequeño montículo y contemplaron el lago.
– Pase lo que pase con tu padre, quiero que sepas que nunca quise hacerte daño, Keely.
– Lo sé -contestó esta-. Y entiendo que necesites hacerlo. Los dos tenemos que resolver nuestro pasado. Pero mi padre es inocente. Lo creo de corazón. Y voy a ayudar a mi familia a demostrarlo.
Rafe le agarró una mano, se la llevó a los labios y le besó el dorso con delicadeza.
– Ojalá, Keely. Ojalá.
Keely tomó la botella de vino y echó un chorrito en la cacerola. Aunque se enorgullecía de su destreza culinaria, no le estaba resultando sencillo preparar una cena elegante con lo que había en la nevera de Rafe; en concreto, un surtido de pizzas congeladas, espaguetis de lata y muslos de pollo.
– Comida de hombres -murmuró. Por suerte, las patatas formaban parte de la dieta masculina, al igual que las cebollas. Así que pudo cocinar una ternera al vino pasable. Quienquiera que se hubiera encargado de aprovisionar la cabaña, también había comprado pan, de modo que pudo tostar unos trocitos para echarlos en la salsa y preparó una ensalada César, sin anchoas ni queso parmesano. De postre tenían cuatro helados distintos y derritió unas barritas de chocolate para regarlos con él.
Estaba devolviendo la cacerola al horno cuando las luces temblaron. Se fueron. Keely esperó a que volviera la electricidad. Era la cuarta o la quinta vez que pasaba en lo que iba de tarde, según Rafe, debido a que los cables de tensión estaban soportando mucha nieve. Se acercó al salón y encontró a Rafe avivando el fuego.
– La cena huele bien.
– Ya está lista. Espero que la luz vuelva pronto. Mientras tanto, está dentro del horno para que conserve el calor lo máximo posible -Keely miró a Rafe-. ¿Y si no vuelve?
Rafe se puso recto, se sacudió las manos contra los vaqueros.
– Tendremos que hacer un fuego muy grande y acurrucamos para darnos calor -contestó él-. Creo que esta vez va a tardar un buen rato.
– ¿Toda la noche?
– Puede. Por aquí es muy frecuente. Esperemos que las tuberías no se hielen. La ultima vez que pasó fue un desastre -Rafe encendió una cerilla, encendió la lámpara de queroseno que había en la mesita de café y se la acercó-. ¿Por qué no la pones en la cocina? Voy por algunas velas y a ver si encuentro más linternas.
– Yo tengo que acercarme al servicio antes de que refresque o anochezca más -Keely se puso las botas grandes que ya se había acostumbrado a usar, agarró el abrigo de una percha de la puerta y una linterna para guiarse-. A partir de ahora, valoraré la comodidad de tener servicio dentro de casa -murmuró antes de salir hacia un anexo de la cabaña, junto al pozo del porche.
– Cuidado, no te vayan a comer los osos – bromeó Rafe cuando ya estaba yéndose.
El viento frío se filtraba bajo el abrigo, de modo que se dio prisa para volver lo antes posible al calor de la casa. Cuando abrió la puerta y entró, se quedó boquiabierta. Rafe había iluminado el interior con velas y linternas distribuidas por todo el salón, creando un ambiente romántico y acogedor.
– Hasta podemos poner algo de música si las pilas no están gastadas -dijo él, volviendo justo de una habitación con un radiocasete en la mano.
– Qué bonito.
– Está agradable -Rafe asintió con la cabeza-. A mí me gusta así: sencillo, algo rústico. Había pensado que podíamos cenar frente a la chimenea. Y tendremos que dormir delante del fuego. ¿Por qué no traes la cena y voy poniendo las cosas?
Cuando Keely llevó el primer plato. Rafe ya había lanzado unas almohadas al suelo. Abrió la botella de champán y llenó dos copas. Keely tomó una y se la llevó a los labios.
– Es Nochevieja -la detuvo Rafe-. Deberíamos brindar.
– Vale. ¿Por qué brindamos?
– Por los hados que cruzaron nuestros caminos -propuso Rafe.
Y por los que los separarían, pensó Keely antes de chocar la copa con la de él. Y, cuando iba a dar el primer sorbo. Rafe se adelantó y le dio un beso lento y delicado en la boca.
– Siempre he pasado solo la Nochevieja – dijo-. No me parecía importante celebrarla. Pero ahora lo entiendo: se trata de mirar atrás, ver todos nuestros errores y problemas, y empezar de cero. Borrar la pizarra. Se trata de tener esperanzas -añadió al tiempo que le hacía una caricia en la mejilla.
– ¿Tienes algún propósito de Año Nuevo? -preguntó Keely.
– No he pensado en nada. ¿Y tú? Keely dejó la copa en la mesita, se levantó y fue hacia la chimenea.
– En primer lugar, voy a intentar ser menos impulsiva. Claro que ese es el propósito de todos los años desde que soy adulta.
– Me gusta que seas impulsiva -dijo Rafe-. Yo no lo cambiaría.
– Vale. Entonces, voy a perder cinco kilos.
– No me parece buena idea -Rafe negó con la cabeza y se acercó despacio hacia Keely-. Tienes un cuerpo increíble. Me gusta tal como está.
– Pues… -Keely sonrió agradecida-, voy a apuntarme a clases de español.
Como no tenía respuesta para eso, Rafe la estrechó entre los brazos y volvió a besarla. Keely sabía que estaban jugando con fuego. Habían dejado de lado sus diferencias por el momento, pero en cuanto dejaran la cabaña, la realidad volvería a imponerse.
– No deberíamos hacer esto -murmuró-. Solo conseguiremos hacer las cosas más difíciles.
– Es Nochevieja -Rafe le acarició el pelo-. ¿Por qué no fingimos que es el principio de algo, en vez de un final?
Keely asintió con la cabeza y Rafe le rodeó la cintura con las manos. Mientras la besaba, la lengua caliente contra sus labios, Keely notó que las rodillas se le aflojaban, su decisión se resentía. No podía negarse. Era inútil. Desde que lo había conocido, se había sentido atraída hacia Rafe de un modo que desafiaba cualquier lógica y decisión.
Bajó la boca hacia el cuello de Keely. Después siguió descendiendo hasta ponerse de rodillas delante de ella. Le subió el jersey y apretó la boca contra su ombligo. Luego tiró de Keely con suavidad para que se arrodillara también. Era como si hiciera siglos que no compartían un momento de intimidad, aunque la misma noche anterior la había dejado temblando de placer.
Recorrió su cuerpo con las manos, introduciéndolas por debajo de la ropa, tocándola y apartándose, como si quisiera ir estimulándola despacio. Pero Keely no estaba dispuesta a ceder el control esa vez. Quería demostrarle el poder que podía tener sobre él. Quería hacerlo retorcerse de necesidad y que explotara dentro de ella.
Paseó las manos por todo el cuerpo de Rafe antes de dejarlas reposar en su espalda.
– Me toca a mí -dijo-. Tienes que hacer lo que te diga.
Rafe sonrió, listo para complacerla.
– De acuerdo -murmuró-. Sedúceme, Keely.
– Quítate la ropa -le ordenó después de sentarse sobre los talones-. Te quiero desnudo.
Se puso de pie y, mientras se sacaba el jersey, Keely observó la luz de las llamas bailando por su musculado torso. Después de tirar el jersey, empezó con los vaqueros.
– Más despacio -dijo ella-. Mucho más. Se quitó los calcetines, de uno en uno.
– ¿Así?
– Despacio -repitió Keely.
Se desabrochó los vaqueros y se bajó la cremallera centímetro a centímetro. Su miembro presionaba la seda de los calzoncillos. Ya estaba erecto. Keely tuvo que cerrar los puños para no agarrarlo y acariciarlo hasta que eyaculara en su mano. Si quería controlar el placer de Rafe, tendría que controlar primero el suyo.
Cuando estuvo totalmente desnudo, le ordenó que pusiera las manos encima de la cabeza.
– ¿Qué? -Rafe rió.
– Ya me has oído. Las manos encima de la cabeza. Así son las reglas. Si me tocas, se acabó.
Rafe obedeció a su pesar, mirándola todo el tiempo con reserva. Keely se puso de rodillas y se acercó a él hasta situar la boca a unos pocos centímetros de su erección. Cuando él se echó hacia delante, Keely se retrasó y se inventó una regla nueva: ella podía moverse, pero Rafe no.
Esa vez, cuando avanzó hacia él, se quedó quieto. Era un hombre realmente bello. Keely contempló su cintura estrecha, el pecho ancho, las piernas musculadas, las caderas esbeltas, el miembro que rozaba el vello bajo el ombligo. Muy lentamente, sacó la lengua y la deslizó desde la base hasta la punta del pene. Rafe contuvo la respiración.
Repitió la operación y Rafe emitió un gemido gutural. Le temblaron los abdominales, a la espera del siguiente movimiento de Keely. Pero esta estaba decidida a hacerlo suplicar. Le dio un beso en el hueco situado bajo el hueso de la cadera, rozando su erección con la mejilla antes de volver a pasar la lengua de extremo a extremo. Cuando tuvo la certeza de que había soportado suficiente, se lo comió con toda la boca.
No se recreó demasiado ahí. Estaba demasiado cerca del límite y le tenía reservadas muchas torturas más como para acabar tan pronto. Así que empezó a subir por su espalda, le besó el vello del torso, posó la boca en su nuca y en ningún momento dejó de tocarle la erección con los dedos. Rafe cerró las manos, apretó los puños, tuvo que cerrar los ojos mientras aguantaba con la respiración entrecortada y la erección palpitante.
Ella era la primera sorprendida por aquel comportamiento tan descarado. Keely siempre se había sentido algo cohibida con el sexo, pero con Rafe parecía perderse en busca de cotas inexploradas de placer. De alguna manera, estaba segura de que aunque pudieran pasar la vida juntos, siempre inventarían formas distintas para hacer del sexo una aventura.
Pero no pasarían la vida juntos. Tenían solo esa noche. Una escalada más hasta la cumbre del éxtasis y se acabaría todo.
– ¿Te puedo tocar ya? -preguntó entonces Rafe.
Keely negó con la cabeza y, tras ponerse frente a él, empezó a desnudarse. Rafe la contempló mientras se despojaba de la ropa poco a poco. Pero se equivocaba si pensaba que su desnudez era una invitación a tocarla. De hecho, el objetivo era atormentarlo todavía más, haciendo con sus manos lo que él no podía con las suyas.
Siempre le habían dicho que era pecado tocarse de ese modo, pero no había reglas ni arrepentimientos en ese juego que jugaban. Y quería que la próxima vez que Rafe recordara esa noche, se excitara con pensar lo que le había hecho. Se lo imaginó tumbado en la cama, solo, dándose placer pensando en ella.
– ¿Has tenido bastante?, ¿o quieres más? -le preguntó finalmente, mirándolo a los ojos.
– Si sigues así, voy a acabar antes de que me toques -murmuró Rafe.
– Creía que eso era imposible -lo provocó ella.
– Yo también. Pero créeme, es posible.
– Entonces será mejor que te tumbes y te relajes.
Rafe se tumbó sobre las sábanas y las almohadas que había extendido frente a la chimenea. Keely se colocó sobre sus caderas y, muy despacio, bajó hasta sentarse a horcajadas sobre él. Rafe estiró las manos para tocarla, pero Keely las agarró por la muñeca y se las puso encima de la cabeza.
– Con lo bien que lo estás haciendo -susurró-. No rompas las reglas ahora.
Luego se frotó contra él, endureciéndole la erección con el roce entre las piernas. Rafe arqueó las caderas en un movimiento instintivo, más que un intento premeditado de romper las reglas. Keely sintió un cosquilleo eléctrico, anticipando el momento en que Rafe estuviera en su interior y la colmara hasta el fondo.
Pero antes se echó hacia delante, puso los brazos a sendos lados de la cabeza de Rafe, le susurró al oído. Le dijo todo lo que quería hacerle con sumo detalle. Y cuando terminó, le pasó la lengua por la oreja.
– ¿Has tenido suficiente? -preguntó entonces-. ¿Te rindes ya?
– No -gruñó Rafe.
Se incorporó, enseñándole los pechos mientras le acariciaba el torso con el colgante. Luego le rozó un pezón sobre los labios, desafiándolo a que lo probara.
– ¿Y ahora? -lo desafió.
– Tal vez -dijo él con voz ronca. Se situó sobre su erección, bajó, permitió que la penetrara nada más que con la punta y se retiró.
– ¿Y ahora?
– Sí -capituló Rafe-. Me rindo, tú ganas. ¿Estás contenta?
Keely sonrió, exhaló un suave suspiro y se sentó sobre él hasta hundirlo por completo en su cálida humedad.
– Sí -contestó mientras paseaba las manos por su torso y echaba la cabeza hacia atrás, comenzando a moverse-. Estoy muy contenta.
Rafe estiró los brazos, metió un dedo bajo el collar y tiró de ella con suavidad para agacharla hasta tenerla a unos pocos centímetros. Keely abrió los ojos y se lo encontró mirándola intensamente.
– Te quiero, Keely.
Se quedó sin respiración. Lo miró a los ojos y supo que estaba diciendo la verdad.
– Yo también te quiero -contestó emocionada.
La última de las llamas se apagó. En la chimenea solo quedaban los rescoldos del fuego. Acurrucada contra el cuerpo de Rafe, Keely escuchó el ritmo profundo de su respiración. Casi tenía miedo de que la luz del amanecer entrara en la casa. Esa mañana regresaría a Boston. Se presentaría a su familia y empezaría una etapa de su vida totalmente nueva.
Pero, después de esa noche, no estaba segura de si estaba preparada para tomar aquella decisión. Habían hecho el amor una vez, luego habían parado a cenar, antes de volver a amarse. Entraron en el año nuevo entre el segundo y el tercer orgasmo, luego se quedaron dormidos, abrazados frente al fuego.
Lo cierto era que no soportaba la idea de volver a Boston. Quería quedarse con Rafe en la cabaña para siempre, olvidarse de la realidad. Era tan fácil desearlo… amarlo. Había hecho todo lo posible por no enamorarse, pero era tan inútil como intentar vivir sin respirar.
De pronto se oyó un motor afuera. Keely vio el brillo de unos faros a través de la ventana y supo que todo había acabado. Era el quitanieves. Rafe se despertaría y tendrían que afrontar la inevitable realidad. El momento de la verdad llamaba a la puerta y cada uno tendría que continuar sus vidas por caminos distintos.
Keely había intentado dar con alguna forma de solucionarlo todo. Aunque sus hermanos supieran que Rafe era el causante de los problemas de Seamus, no tenían por qué conocerse. Y ella no estaba obligada a contarles que se acostaba con el enemigo. Seguirían como hasta entonces, de amantes, compartiendo noches robadas de tanto en tanto. Y acordarían no hablar nunca de sus familias.
Pero, antes o después, se verían forzados a abandonar aquel limbo. Seamus sería declarado culpable o inocente del delito. Si salía culpable, no estaba segura de que pudiera perdonar a Rafe por haber contribuido a su condena.
Y si salía inocente, a Rafe siempre le quedaría la duda de si se había hecho justicia con Seamus. La verdad, fuese cual fuese, se interpondría entre los dos.
Keely se giró para mirarlo y memorizar cada detalle de su rostro, su vulnerabilidad infantil, su masculino atractivo.
– Me va a costar mucho olvidarte -murmuró mientras le acariciaba un mechón de pelo que le caía encima de la frente. Luego posó los labios sobre su boca y Rafe abrió los ojos.
Al principio la miró como si no estuviera seguro de quién era. Luego sonrió adormilado.
– ¿Ya ha amanecido? -preguntó.
– Todavía no.
– Entonces, ¿por qué estás despierta?
– Quiero ir al servicio -contestó Keely-. Estoy armándome de valor para salir al frío.
– Lo primero que haré hoy será llamar a un fontanero para que instale un cuarto de baño dentro, te lo prometo -Rafe le acarició el cuello con la nariz.
– Sigue durmiendo -dijo ella antes de darle otro beso-. En seguida vuelvo.
Salió de la cama y sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Tenía la ropa desperdigada por el suelo. La recogió a toda velocidad y se la puso castañeteando los dientes. Pero, incluso después de vestirse, seguía helada. Keely se acercó de puntillas a la chimenea, echó un par de leños. Crepitaron y, momentos después, salió una llama.
Volvió a mirar a Rafe. Sería tan fácil olvidar todo aquello por lo que había trabajado y formar parte de su vida. Pero era una Quinn y necesitaba descubrir lo que eso entrañaba. Descolgó el abrigo del perchero, se lo puso y se calzó las botas grandes. Después entró en la cocina y encontró las llaves en el armario, donde Rafe las había dejado.
Era la mejor forma. Sabía que si esperaba a despedirse de él, elegiría lo más fácil: se quedaría con Rafe, con el hombre al que amaba, en vez de con la familia a la que nunca había conocido. Pero era una Quinn. Todo lo que había ocurrido desde que lo había descubierto en Irlanda lo demostraba. Keely Quinn había ocupado el sitio de la vieja Keely McClain.
Apretó las llaves del coche dentro del puño, volvió al salón. Se quedó de pie frente al sofá unos segundos, mirando la cara de Rafe e imaginando su cuerpo desnudo bajo el edredón. Nunca conocería a otro hombre igual y eso la apenaba. Pero no se arrepentía de lo que habían compartido. Aquella aventura le había enseñado quién era de verdad: una mujer fuerte y apasionada, capaz de amar y tomar decisiones en la vida.
Keely respiró profundo, se giró hacia la puerta y se obligó a salir sin mirar atrás. Una vez fuera, el sol estaba despuntando, derritiendo la nieve con los primeros rayos del día. El quitanieves había despejado la carretera y el coche de Rafe ya no estaba atascado.
Caminó hasta él con paso firme. La puerta estaba congelada. Tiró con todas sus fuerzas, pero no consiguió abrirla. Quizá estaba destinada a quedarse allí, pensó con lágrimas en los ojos. Quizá era una señal. Le dio un último tirón y se abrió. Se metió corriendo y arrancó. El motor rugió con fuerza, pero Keely se quedó apretando el volante un buen rato.
Luego, mientras metía primera, se preguntó por qué los habría unido el destino delante del pub aquella primera noche. Si creyera en la predestinación y los hados, significaría que Rafe y ella estaban hechos el uno para el otro. Pero quizá no debían estar juntos y la lección que tenían que aprender era la fuerza de los lazos familiares.
Fuera lo que fuera lo que ocurriera en Boston, estaba preparada para afrontarlo. Volvería y les contaría a sus hermanos lo que sabía. Y luego se presentaría y trataría de integrarse en su familia. Y algún día, cuando todo volviera a la normalidad, quizá pudiera llamar a Rafe… y cenar juntos… y hablar.
Pero eso tendría que esperar. En ese momento había cosas más importantes en su vida que dejarse llevar por la pasión.
Supo que se había marchado nada más abrir los ojos. El fuego había crepitado a su lado, pero había notado la casa en silencio. Se levantó y llamó a un servicio de limusinas por el móvil.
De vuelta a casa, había intentado no pensar en Keely, pero lo persiguió el recuerdo de la noche que acababan de compartir. Nunca había querido tanto a una mujer. Y no era solo pasión. La necesitaba en su vida para darle equilibrio y perspectiva. Keely le había enseñado en qué consistía la felicidad.
Al llegar al apartamento, el portero le había entregado las llaves de su Mercedes, al tiempo que lo informaba de que Keely le había llevado el coche en perfecto estado hacía unas horas. Rafe ni siquiera se había molestado en subir. Había entrado en el coche y había ido directo a su despacho.
Miró el desbarajuste de papeles que tenía sobre la mesa. Había ido a la oficina para quitarse a Keely de la cabeza. Pero había desechado un proyecto tras otro, distraído por fantasías que, debía reconocerlo, no eran ni la mitad de buenas que hacer el amor de verdad con ella.
– Concéntrate -se dijo.
Volvió a los expedientes y se fijó en un proyecto de construcción de oficinas en Portland. Pero, mientras miraba la columna de las cifras, volvió a desconcentrarse. Descubrir lo que le había ocurrido a su padre en el barco había consumido sus pensamientos antes de conocer a Keely. Y, de pronto, ya no estaba seguro de que siguiera importándole. Su padre estaba muerto y nada podría devolverle la vida. Pero Keely estaba viva, era parte de su presente y la había dejado marchar.
– ¿Se puede saber quién co…! Ah, hola… ¿Qué haces aquí? -preguntó al ver a Sylvie en la puerta.
– Buenos reflejos. Media palabrota: cinco dólares -dijo la secretaria-. Es Año Nuevo. ¿No deberías estar en casa?
– Sabes que no celebro las fiestas.
– Entonces, ¿qué hacías en la cabaña con una mujer en Nochevieja? -preguntó Sylvie.
– ¿Somos parientes? Porque deberíamos serlo, teniendo en cuenta el tiempo que le dedicas a entrometerte en mi vida -contestó Rafe-. Tú sí que deberías estar con tu familia -añadió para cambiar de tema.
Sylvie entró en el despacho, se sentó.
– He venido a trabajar porque los niños me estaban volviendo loca y mi marido estaba empapelando el cuarto de baño. Si no me hubiera ido, me habría visto obligada a darle mi opinión, se habría enfadado y habríamos estado rabiando el resto del día.
– ¿En eso consiste el matrimonio?
– ¿Por qué?, ¿te lo estás planteando?
– ¿Cómo se te ocurre! -Rafe soltó una risotada.
– No sé, estás muy raro últimamente. Pensaba que podías haber conocido a alguien.
– Quizá.
Se quedaron callados unos segundos. Sylvie, siempre impaciente, le dio una patadita al pupitre.
– ¿Entonces es eso? -preguntó por fin.
– ¿Cómo supiste que querías casarte?, ¿por qué estabas segura? O sea, decidir pasar el resto de tu vida con una persona es una decisión muy importante.
– No fue difícil -contestó Sylvie-. Simplemente, no podía imaginar mi vida sin él. Cuando pensaba en el futuro, formaba parte de todos mis planes. Hice la prueba de intentar quitármelo de la cabeza, pero era imposible. Así que eso: como no podía quitármelo, me quedé con él.
– Suena muy fácil.
– Lo es si no te complicas. Rafe se apoyó contra el respaldo y entrelazó las manos tras la cabeza.
– ¿Y Tom?, ¿sentía lo mismo que tú?
– No, al principio no. Me costó un poco convencerlo. Creo que a los hombres les cuesta más comprometerse que a las mujeres. Siempre creen que va a haber alguien mejor esperando a la vuelta de la esquina. Pero. antes o después, comprendes que aunque la persona que está a la vuelta de esa otra esquina sea más guapa, inteligente o rica, da igual.
Rafe cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás.
– Es verdad. Da igual.
– ¿El qué?
– Keely -Rafe hizo una pausa-. Keely Quinn. Sé que nunca encontraré a otra mujer como ella. Jamás.
– Entonces, ¿por qué no os casáis? -preguntó Sylvie con una sonrisa enorme.
– Problemas. Muy grandes. Su familia.
– Si la quieres, superaréis cualquier problema.
– Eso espero -Rafe alineó los papeles que había sobre la mesa y se puso de pie-. Me voy a casa. Hoy no estoy en condiciones de trabajar. Puede que mire un poco la tele o empapele alguna pared -añadió y Sylvie se echó a reír.
– En serio, si necesitas consejo, puedes contarme lo que quieras. Sobre todo si se trata de joyas, bombones y flores.
– Lo tendré en cuenta -Rafe se paró antes de salir del despacho-. Vuelve a casa, Sylvie. Y recuerda lo afortunada que eres por tener lo que tienes.
Mientras bajaba en el ascensor al garaje, Rafe repasó la conversación que acababa de tener con Sylvie. Aparte de su madre, era lo más parecido a una familia que tenía. Valoraba su opinión. Pero seguía sin creerse que enamorarse fuese algo sencillo. De hecho, era la cosa más difícil, desconcertante y perturbadora que le había pasado.
«Déjalo» se dijo. «Márchate antes de que Keely Quinn te corte las alas y no te deje volar».
Pero no podía alejarse de sus recuerdos, de las imágenes que poblaban su cabeza cada vez que pensaba en Keely. Estuviera donde estuviera, hiciese lo que estuviese haciendo, siempre estaría con él. ¿Cuánto tiempo?, ¿meses?, ¿años? ¿El resto de la vida?
Las puertas del ascensor se abrieron y Rafe echó a andar hacia el único coche estacionado esa mañana en el aparcamiento. Entró, puso la llave en el contacto y dio marcha atrás. Pero, al hacerlo, reparó en un par de guantes que había sobre el asiento del acompañante. Paró el coche, los agarró. Eran de Keely.
Rafe se los acercó a la nariz. Todavía conservaban su perfume. Cerró los ojos y dejó que el olor invadiera sus sentidos. Seguro que Keely los echaría de menos, sobre todo en invierno. Sacó el móvil del bolsillo y empezó a marcar el teléfono de la pensión donde se alojaba.
Pero tras pulsar los primeros dígitos del número, colgó.
– Maldita sea -murmuró. Era una excusa para verla de nuevo. Keely podía permitirse comprar otro par. Debía dejar que se marchara. De momento, tenía que solucionar sus problemas con su familia y apoyar a su padre.
Pero, en vez de guardarse el móvil, pulsó un botón de marcación automática. El dueño de una de las empresas contratistas preferidas de Kencor respondió a los dos tonos.
– Soy Rafe Kendrick. Necesito que me hagas un favor. Quiero que me encuentres a un depurador de amianto lo antes posible. En menos de una semana. Y que permita que el cliente pague con unas condiciones especiales de financiación. Que les reduzca el importe de la factura, yo abonaré la diferencia. Llámame cuando localices a alguien.
Después colgó y sonrió. Después de todo, quizá podía reparar algunos de los puentes que había quemado. Y quizá, algún día, podría volver a encontrarse con Keely a medio camino.