– ¿Por qué no puedes entenderlo? Toda la vida he creído que era hija única. ¿Sabes lo que se siente? -Keely agarró un molde de confitería y empezó a echar alcorza-. No tengo más familia en el mundo que tú. ¿Qué pasará cuando no estés?
– Muy bonito -murmuró Fiona enarcando una ceja-. Así que ya estás cavándome la tumba.
Keely suspiró mientras vertía la primera capa de merengue italiano sobre la tarta de boda.
– Es para estar enfadada contigo -respondió-. Tengo un padre y seis hermanos y nunca me lo habías dicho.
– ¿Cuánto tiempo vas a seguir así? Hace una semana que volviste de Irlanda. ¿Cuándo vas a perdonarme?
– Cuando me des una buena explicación – contestó Keely-. Quiero saberlo todo: por qué lo dejaste, cómo pudiste separarte de tus hijos, por qué no me lo habías contado. Seguiré preguntándote mientras no seas totalmente sincera.
– Quería evitarte que sufrieras -dijo Fiona-. Tuve mis motivos para dejar a tu padre. Buenos motivos.
– Eso puedo entenderlo. El matrimonio es difícil. Pero, ¿cómo pudiste dejar a tus hijos? Eran pequeños.
Una vez más, como a lo largo de tantas veces en la última semana, Fiona se negó a responder. Al principio, Keely se había enfadado con ella, llenándola de improperios y acusaciones. Luego, con los días, el enojo había dado paso a una fría intolerancia. Pero la frustraba el silencio porfiado de su madre. Keely sabía, por la expresión apenada de su madre, que todavía le dolía recordar. ¡Pero le daba igual! Agarró un molde con crema pastelera y lo lanzó contra la pared. Luego se derramó por el suelo.
– Bonita manera de comportarse -murmuró Fiona.
– Si no me lo cuentas tú, no me quedará más remedio que ir a Boston y descubrirlo por mi cuenta.
– Te sentirás mal -dijo la madre tras respirar profundamente.
– ¿Por qué?
– Porque sí.
– ¡ Eso no es una razón!
– Ni siquiera saben que existes.
Había susurrado las palabras, pero se le clavaron en el corazón como si fueran puñales. Parpadeó conmovida.
– ¿No… lo saben?
– Me fui de Boston nada más enterarme de que estaba embarazada de ti. Tu padre no se enteró. Me vine aquí para distanciarme un poco y decidir qué quería hacer con mi vida. Nunca volví. Cuando te tuve, te puse mi apellido de soltera en el certificado de nacimiento y empecé a utilizar ese apellido. Anya era la única que sabía la verdad. Así que si te empeñas en encontrarlos, ten en cuenta que no saben quién eres. Y quizá no te crean.
– ¡Tengo derecho a conocerlos! -exclamó Keely mientras se secaba una lágrima de frustración que corría por su mejilla.
– Y no puedo hacer nada por impedírtelo -dijo Fiona-. Aunque te lo contara todo, irías de todos modos.
– Entonces, ¿por qué no me lo cuentas? Fiona cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
– Fue hace mucho, muchísimo tiempo. En otra vida.
– ¿Y nunca has intentado ponerte en contacto con ellos en todos estos años?
– Te estaba protegiendo -explicó Fiona-. Creía que mi matrimonio había terminado. Sabía que Seamus no cambiaría nunca. Cuando me fui, no pensé que sería para siempre. Había pensado volver después de que nacieras. Pero entonces me resultó todavía más difícil marcharme de Nueva York. Tenía un buen trabajo. Había puesto los cimientos para construir una nueva vida contigo.
– Pero tus hijos… ¿cómo pudiste?
– ¿Te crees que no me costó dejarlos? -los ojos de Fiona se llenaron de lágrimas-. Pensé que Seamus maduraría si se veía obligado a responsabilizarse de los niños durante un tiempo, si tenía que asegurarse de pagar las facturas y cuidar de la casa. Mantuve el contacto con un vecino durante un tiempo, nada más que para asegurarme de que los niños estaban bien. No quería irme. Pero estaba atrapada. Me los habría llevado, pero yo no habría podido sacarlos adelante y Seamus sí. Yo nunca había trabajado hasta que empecé en la repostería.
– Me pasé toda la infancia inventándome historias sobre mi padre -dijo Keely-. Era un héroe, un hombre valiente que había fallecido de forma trágica. Tuve que inventarme su vida en vista de que no me contabas nada.
– ¿Habrías sido más feliz sabiendo la verdad? Tu padre era un pobre pescador irlandés, que se pasaba la mayoría del tiempo en un bote maloliente. En casa no hacía otra cosa que beber y emborracharse. Se gastaba a las apuestas casi todo lo que había ganado. Yo me alegraba cuando tenía que volver al mar.
– Y supongo que nunca volviste a casarte porque nunca dejaste de quererlo -Keely soltó una risilla suave.
– Soy católica y el divorcio no era una opción.
– ¿Sigues casada? -preguntó asombrada Keely.
– Sí. Aunque no sé lo que habrá hecho tu padre. Quizá tenga otra esposa. Supongo que eso lo convertiría en un bígamo.
Keely bajó la mirada hacia la tarta y se dio cuenta de que le estaba quedando irregular y chapucera. Soltó un exabrupto, agarró la espátula y aplastó todo el diseño para empezar otra vez desde el principio.
– Tengo que ir -murmuró-. Tengo que saber quiénes son.
– ¿Aun a riesgo de que te rompan el corazón? Por favor, Keely, no conviertas esto en una fantasía romántica -la advirtió Fiona-. Lo más probable es que fuera un desastre.
– Pero quizá no lo sea. Quizá se alegren de conocerme -contestó Keely y ambas guardaron silencio durante unos segundos.
– ¿Cuándo te vas? -preguntó por fin la madre.
– Les he pedido a Janelle y Kim que se ocupen de los encargos de esta semana. Tú tendrás que encargarte de las tartas de Wilkinson y Marbury. En principio, no creo que tenga que estar más de un día o dos fuera.
– Entonces necesitarás esto -Fiona se llevó una mano al bolsillo, sacó una cadena con una joya incrustada y se la ofreció a su hija.
– ¿Qué es esto? -preguntó Keely mientras examinaba el collar.
– Me la regaló mi madre el día de la boda. Pertenece a la familia McClain desde hace generaciones. Es una joya especial, el símbolo irlandés del amor. El corazón representa la fidelidad; las manos, la amistad, y la corona, la lealtad. Estaba esperando a que te casaras para dártela – Fiona hizo una pausa-. Seamus conoce este colgante. Si se lo enseñas, sabrá de dónde viene… En realidad, abandoné a tu padre por este colgante -añadió, soltando una risa leve.
– ¿De verdad?
– Acababa de volver a casa después de dos meses en el mar. Estaba borracho y había perdido casi toda su paga apostando en el pub. Tomó el colgante y lo llevó a una tienda de empeño para seguir apostando. Dijo que necesitaba recuperar el dinero que había perdido. Antes de irme de Boston, convencí al dueño de la casa de empeños para que me permitiera comprárselo a plazos. Tardé tres años -Fiona miró hacia el colgante-. Esa es la clase de persona que era tu padre… puestos a decir la verdad.
– Quizá haya cambiado -dijo Keely-. La gente puede cambiar.
– Y quizá siga igual -replicó la madre.
– Supongo que no lo sabré hasta que lo encuentre -contestó Keely después de guardarse el collar en el bolsillo del mandil.
Fuego se giró hacia la tarta y examinó su estado con ojo crítico. De pronto, comprendió que no tenía paciencia suficiente para prepararla. Toda vez que había decidido ir a Boston en busca de su familia, quería hacer las maletas y salir cuanto antes. Sintió una pequeña náusea, pero logró controlarla. Era lo bastante valiente como para hacer frente a lo que quiera que pudiera ocurrir en Boston.
Solo entonces estaría en condiciones de decidir quién era: una McClain o una Quinn.
Un viento helador azotaba la cara de Keely mientras bajaba por la acera, mojada por la lluvia, con las manos guardadas en los bolsillos de la chaqueta y los ojos clavados en el suelo, unos metros por delante de los pies. Casi le daba miedo levantar la cabeza. Miedo de encontrarse con aquello que había ido a buscar.
Hacía frío para estar a principios de octubre y la tensión que se respiraba en el aire presagiaba el estallido de una tormenta desagradable en cualquier momento. Lo que no la había disuadido de su propósito de ir a Boston.
Desde que había vuelto de Irlanda hacía más de una semana, Keely había soñado con ese día, no había parado de darle vueltas a la cabeza y de estudiar los mapas que había desdoblado sobre la cama. Había calculado el tiempo que tardaría en conducir de Nueva York a Boston y otra vez de vuelta.
Le habría gustado salir al día siguiente de regresar de Irlanda, en cuanto su madre le había dicho que Seamus Quinn estaba en Boston. Había localizado su dirección por Internet y había estado a punto de llamarlo por teléfono. Pero se había frenado, obligándose a no actuar impulsivamente. Por una vez, quería pensar antes de precipitarse en un viaje que podía resultar peligroso.
Hasta ese momento su vida había estado plagada de decisiones impetuosas y actos impulsivos que luego le habían pasado factura. Como cuando una amiga la había desafiado a robar dinero del cepillo de la Iglesia. Había soltado una moneda de veinte céntimos y se había embolsado un billete de cinco dólares. Pero la anciana que estaba sentada a su lado la había pillado. Keely había estado limpiando los baños de la Iglesia durante seis meses para pagar por ese pequeño desliz.
Por no hablar de cuando se había apropiado del tambor de un grupo que tocaba en un garaje sórdido y el dueño la había atrapado mientras huía a la carrera. Tenía dieciséis años y Fiona la había castigado otros seis meses sin salir de casa por aquella aventura detestable. Y no hacía ni un año que había acabado en el calabozo por pegarle un puñetazo a un policía que estaba deteniendo a un vagabundo que vivía en el callejón pegado a su apartamento. La broma le había costado una fianza cuantiosa y estrenar expediente de antecedentes penales.
Pero el viaje a Boston, aunque arriesgado, no podía considerarse temerario. No tenía otra opción más que ir. Solo al llegar allí pensó en lo fácil que sería darse la vuelta, volver a casa y retomar su vida de siempre. Pero, a pesar de la fuerza con que le latía el corazón, la curiosidad la empujaba hacia delante.
Fiona solía decir que el pasado, pasado estaba, pero el pasado que Keely se había creído no había sido sino una mentira, un invento urdido para aplacar las preguntas de una niña curiosa. Su padre estaba vivo y tenía seis hermanos. Keely exhaló un suspiro tembloroso, se giró y miró calle abajo.
Estaba allí, justo donde esperaba encontrarlo, el Pub de Quinn. Antes se había presentado en la casa de su padre, se había armado de valor y había llamado a la puerta hasta que un vecino la había informado de que Seamus Quinn estaba en su pub, a unas pocas manzanas de allí.
– Seamus -murmuró sin apartar la vista del pub-. Seamus, Conor, Dylan, Brendan, Brian, Sean, Liam.
Un mes atrás aquellos nombres no significaban nada para ella. Pero tras unos momentos reveladores en la casa de Maeve, se habían convertido en los nombres de sus familiares. Keely los repetía una y otra vez, como si el mero hecho de pronunciarlos pudiese evocar alguna imagen de sus dueños.
– Está bien, ¿cuál es el plan? -se dijo.
Quizá fuera buena idea hacerse una composición de lugar primero. Entraría, pediría una cerveza, quizá pudiese echar un vistazo a su padre. Cruzó la calle cuando un hombre abrió la puerta del bar, seguido de otro justo detrás. Se oyó una melodía irlandesa procedente del interior. Los neones de la fachada desprendían suficiente luz para poder ver a los dos hombres, aunque Keely clavó la mirada en el más alto de los dos.
Tenía que ser uno de ellos, aunque no acertara a distinguir cuál de los seis. Sus facciones eran inconfundibles: el pelo negro, la mandíbula firme, esa boca ancha… eran los mismos rasgos que veía en el espejo cada mañana, aunque los suyos estaban suavizados con alguna curva femenina. Los mismos rasgos que había apreciado en la vieja fotografía, cambiados por el paso del tiempo.
Keely siguió avanzando. Si se daba la vuelta y echaba a correr, solo conseguiría llamar la atención sobre sí misma. Pasó a los hombres de largo, pero su mirada se enlazó un segundo con la de él. Keely tuvo la sensación de que él también la había reconocido de alguna manera y, por un momento, tuvo la certeza de que la pararía para hablar con ella. Le entró pánico. Pero consiguió seguir andando.
– No te pares -se dijo, arrepentida al mismo tiempo por aquella oportunidad perdida-. No mires atrás.
Cuando llegó a la puerta del pub, subió los escalones. Pero sus fuerzas ya habían sufrido un duro revés. Si reaccionaba así con un desconocido, alguien que quizá ni siquiera fuese uno de sus hermanos, ¿cómo reaccionaría cuando se encontrara cara a cara con su padre por primera vez en la vida?
El miedo la hizo darse la vuelta y bajar los escalones. Se alejó hasta llegar a un camión que había aparcado en la curva de la calle. Desde allí, Keely observó a los dos hombres entrar en un coche viejo aparcado a mitad de bloque. ¿La habría reconocido él igual que Keely?, ¿habría advertido el parecido familiar que los unía?
El coche arrancó y los hombres pasaron de largo por delante de ella. En el último instante, Keely levantó una mano para detenerlos:
– ¡Esperad! -gritó. Pero tenía un nudo en la garganta y las palabras apenas salieron de su cuello-. Esperad… -repitió desesperanzada mientras los faros de atrás se perdían en la oscuridad bajo la lluvia.
Keely permaneció quieta en la acera durante un buen rato, dejando que las gotas le golpearan en la cara y se filtraran a través de la chaqueta.
Un escalofrío le recorrió la columna. Keely pestañeó, no le quedó más remedio que reconocer que había fracasado. Maldijo en voz baja y emprendió el camino de vuelta al coche. Una vez dentro, a salvo, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, tratando de superar su decepción.
– El primer paso es el más difícil -se dijo mientras el corazón recuperaba un ritmo normal-. El segundo será mucho más fácil.
Luego encendió la luz superior, agarró el bolso del suelo y sacó la preciada fotografía. Una familia irlandesa, su familia, estaba de pie en un acantilado peñascoso con vistas al Atlántico. Los cinco chicos eran aún unos críos: Conor, el mayor, tendría siete u ocho años. Liam ni siquiera había nacido todavía. Todos parecían felices, esperanzados, listos para emprender la aventura de cruzar el charco. La vida parecía que les depararía grandes sorpresas, pero terminó por dar un giro desgraciado.
Mientras pasaba el pulgar por la foto, intentó imaginarse a su madre durante aquellos días anteriores a su separación de la familia. Keely no concebía que hubiese abandonado a sus hijos. Y todavía le costaba más asumir que quizá había sido por su culpa. Que si su madre no se hubiese vuelto a quedar embarazada, tal vez hubiese aguantado y hubiera tratado de solucionar las cosas.
Hundida en el asiento del coche, giró la cabeza hacia la puerta del pub y miró a los clientes que salían y entraban, con la esperanza de reconocer a algún otro chico de la fotografía.
– Conor, Dylan, Brendan -repitió Keely-. Brian, Sean, Liam.
¿Quiénes eran?, ¿en qué clase de hombres se habrían convertido? ¿Serían tiernos, comprensivos, cariñosos e inteligentes? ¿Cómo reaccionarían cuando irrumpiera en sus vidas? Había crecido sin saber que existían. ¿La aceptarían como una más de la familia o le darían la espalda?
– Conor, Dylan, Brendan. Sean, Brian, Liam -hizo una pausa-. Y Keely… Keely Quinn -añadió con una leve sonrisa.
Sonaba bien. Aunque se había pasado la vida llamándose Keely McClain, su verdadero nombre era Keely Quinn y debía ir acostumbrándose a pensar en sí misma como una integrante de una familia numerosa, con un padre, una madre y seis hermanos.
No tardó en organizarse un plan de actuación. El trabajo la había enseñado a ser organizada y era una virtud aplicable también a otras facetas de la vida. En unas pocas semanas, volvería al Pub de Quinn, entraría y se tomaría una cerveza. Y unas semanas después, hablaría con su padre o alguno de los hermanos. Esa vez quería ir paso a paso, sin precipitarse.
Keely estaba decidida a que su familia tuviera noticia de su existencia para navidades. No tenían por qué aceptarla al principio. En realidad no esperaba que se pusieran a llorar de la emoción y la colmaran de cariños. Más bien imaginaba una reacción de desconcierto, acaso de resentimiento. Pero, más tarde o más temprano, formaría parte de la familia que siempre había querido tener.
Exhaló un suspiro delicado y lanzó una última mirada a la puerta del pub. Había tenido suficientes emociones por un día. Había encontrado el pub de su padre y tal vez hasta se había cruzado con uno de sus hermanos. Volvería al hotel, descansaría y volvería a Boston en otra ocasión. Pero estaba demasiado excitada para no compartir aquellos momentos con nadie.
Keely le había prometido a su madre que la llamaría en cuanto encontrase a su padre y a sus hermanos. Metió la mano en el bolso, sacó el móvil y marcó el teléfono del apartamento de Fiona.
Habría salido de la pastelería en torno a las seis. A las siete solía hacerse la cena y a las ocho se sentaba en su sillón favorito con alguna novela de Agatha Christie. Keely pensó qué le diría. ¿Debía parecer emocionada o aparentar frialdad?
– ¿Mamá? -dijo Keely con voz trémula cuando su madre respondió-. Los he encontrado, mamá.
Sobrevino una pausa prolongada al otro lado de la línea.
– Entonces… ¿has hablado con Seamus?
– No, todavía no. Pero lo haré. Pronto.
– Vuelve a casa, Keely.
– Sabes que no puedo. Ahora tengo que irme, mamá. Te llamo mañana.
Cortó la comunicación y dejó el móvil sobre el asiento de al lado. Luego puso la llave en el contacto. Pero, en el último segundo, cambió de idea. Había recorrido un camino muy largo. ¿Por qué no entrar en el pub? Podía limitarse a pasar y preguntar si podía utilizar el baño. O fingir que necesitaba hacer una llamada. ¿Qué podía perder? Y si todo iba bien, se presentaría.
– Puedo hacerlo -se dijo mientras tomaba las llaves y salía del coche-. No voy a echarme atrás.
Cubrió la distancia hasta el pub a paso ligero y se alisó el cabello antes de subir los escalones. Pero, de pronto, volvió a vacilar. El segundo peldaño le costó horrores. Desde el tercero alcanzó a ver el interior del bar a través de la ventana. Deslizó la vista entre la multitud y la detuvo sobre un hombre canoso al otro lado de la barra.
La puerta se abrió. Una pareja salió, dejando escapar algunas voces, que se perdieron en la noche. Entró, con la vista clavada en el hombre mayor todavía. Entonces oyó que un cliente gritaba el nombre de Seamus y el hombre canoso levantaba una mano para saludar a quien lo llamaba desde un extremo oculto de la barra.
Keely tomó conciencia de la situación:
Seamus era un hombre de carne y hueso, no una fantasía. El estómago se le revolvió, se agarró a la barandilla y bajó los escalones a todo correr. Apenas se había alejado unos pasos cuando la náusea la desbordó.
– Mierda -maldijo justo antes de agacharse.
Luego se apoyó contra un coche e intentó respirar hondo con la cabeza entre las piernas. Si quería llegar a encontrarse con su padre y sus hermanos, ¡tenía que controlar los nervios! Ya no era una niña confundida. Ni una adolescente con sentimiento de culpabilidad. No estaba desinflando las ruedas de la bicicleta del padre Julián, ni tirando un tomate podrido contra el colegio, ni fumando a escondidas. Se merecía poder reunirse con su familia sin aquel tormento.
Se retiró del coche, pero la cabeza le empezó a dar vueltas. Cerró los ojos. -Respira -se dijo-. Respira.
Rafe la vio mientras bajaba por la calle hacia su coche. Se paró, se giró a mirarla y vio que no había nadie más en la calle. Aunque no le preocupaba su propia seguridad, una mujer sin compañía era un objetivo mucho más vulnerable.
Se había apoyado en un coche, estaba agachada, abrazándose las rodillas. Se acercó despacio y se paró delante de ella:
– ¿Estás bien?
Keely levantó la cabeza, lo miró a los ojos. Por un momento. Rafe se quedó sin respiración. Había esperado encontrarse con una de las mujeres del bar. Pero esa mujer… esa chica, para ser fiel a su aspecto, no era del tipo de las que rondaban el Pub de Quinn. No iba en vaqueros, llevaba una chaqueta de piel negra, una falda, negra también, que enseñaba una parte generosa de su pierna y una camiseta que se ceñía a sus curvas.
La luz dura de las lámparas iluminaba su piel impecable, sin exceso de maquillaje ni pintalabios. Y el color del pelo, húmedo por la lluvia, no parecía teñido.
– ¿Puedo ayudarte?
Keely estiró un brazo, abrió la boca como si fuese a hablar. Pero luego emitió una especie de gemido y vomitó sobre los zapatos italianos del desconocido.
– Maldita sea -murmuró-. Maldita, maldita sea. Lo siento mucho. No… no ha sido mi intención.
Sorprendido por aquella respuesta, Rafe no pudo sino sacar un pañuelo del bolsillo. Desde pequeño, su madre le había enseñado que un caballero debía llevar siempre un pañuelo encima, consejo que nunca había entendido… hasta ese momento. Uno nunca podía saber cuándo le vomitaría encima una mujer hermosa.
Keely se incorporó despacio, aceptó el pañuelo, se limpió los labios.
– No sé qué me pasa -murmuró.
– ¿Quizá has bebido una de más? -sugirió Rafe.
– No. Son… nervios.
– Entiendo.
– En serio, llevo un tiempo revuelta. No estoy comiendo bien, duermo muy poco. Y entre los antiácidos y el café… parece que toda la tensión se me va al estómago -Keely hizo una pausa-. Claro que no sé por qué te aburro con esto.
– ¿,Te llamo un taxi? -le ofreció Rafe.
– No, estoy bien -Keely negó con la cabeza-. Mi coche está en esta misma calle.
– Me temo que no puedo dejarte hacer eso -dijo él.
– ¿Hacer qué?
– Conducir -contestó Rafe-. O me dejas que te llame a un taxi o me dejas que te acompañe a dondequiera que vayas.
– Estoy perfectamen…
– Venga, aquí hace frío -atajó Rafe-. Podemos esperar el taxi en mi coche.
Se agachó, le tomó la mano y se la puso en el brazo. Luego echaron a andar despacio. Cuando llegaron a su Mercedes, desconectó la alarma y le abrió la puerta del acompañante. Keely dudó.
– No voy a hacerte nada -dijo él-. Si quieres, podemos esperar aquí fuera. O volver al bar.
– ¡No!, ¡al bar no! -contestó Keely. Sintió un escalofrío y, por un momento, pareció que volvería a vomitar.
– Agacha la cabeza -le sugirió él al tiempo que le ponía una mano en la espalda y la empujó con suavidad hasta que Keely se dobló. Luego sacó el móvil y marcó el número del departamento de seguridad de Kencor-. Soy Rafe. Envíenme un coche al Pub de Quinn… Ya está, vendrán en seguida. Toma, para los nervios -añadió, después de colgar y ofrecerle una botella de agua del interior del coche.
– Gracias -dijo ella, todavía doblada.
– ¿Cómo te llamas?
– Keely -contestó justo antes de enderezarse para dar un sorbo de agua-. Keely McClain.¿Y tú?
– Raphael Kendrick -se presentó-. Rafe.
– Raphael. como el artista -Keely dio otro sorbo y respiró profundo-. En fin, muchas gracias, Raphael. Pero ya estoy mucho mejor. Creo que puedo volver al hotel por mi cuenta.
– He pedido que manden un coche.
– Pero, ¿cómo recuperaré el mío? -contestó ella.
– Yo me ocupo de eso. ¿Dónde te alojas?
– En el centro. En el hotel Copley Plaza.
– ¿Y qué hacías en esta parte de la ciudad? Este barrio está lejos del Copley Plaza.
– Quería ver a alguien -contestó Keely. Había desviado la mirada, pero volvió a clavarla en los ojos de Rafe-. ¿Y tú?
– Nada, estaba tomando una copa en el Pub de Quinn.
– ¿De veras?, ¿vas mucho por ahí?
– No, no mucho -dijo Rafe sonriente mientras se paraba un segundo a contemplarla. Dios, era preciosa. Cuanto más la miraba, más bella le parecía. No solían atraerlo esa clase de mujeres, medio bohemias. Pero, por alguna razón, estaba fascinado con el color de sus ojos, esa nariz respingona, la curva de sus ojos, el modo en que el pelo cortito se le rizaba por los lados.
No era alta, apenas mediría metro sesenta y cinco, y estaba seguro de que podría rodearle la cintura con las manos. Tenía el pelo enmarañado y húmedo por la lluvia, como si acabara de salir de la ducha y se lo hubiera intentado peinar con los dedos. Y tenía unas facciones perfectas, delicadas, desde la punta de la nariz a esa sonrisa sugerente. Aunque parecía más joven, supuso que tendría veintitrés años, veinticuatro como mucho.
– Bueno, ¿por qué no me cuentas a qué has venido a Boston, Keely McClain?
– Asuntos personales -contestó-. Familiares.
– Suena misterioso.
– En realidad no lo es -respondió ella-. Puedo volver sola. De verdad, no estoy borracha y ya me encuentro mucho mejor.
Rafe no quería dejarla marchar. Pero debía reconocer que no parecía bebida, solo un poco mareada. Trató de buscar alguna razón para que se quedara, pero, en algún momento durante esos últimos minutos, había perdido la capacidad de pensar con claridad.
– Está bien -accedió-. Pero prométeme que si vuelves a sentirte mal, pararás.
– No creo que pudiera hacer otra cosa.
– ¿Dónde tienes el coche? Te acompaño – Rafe le agarró una mano tras apuntar Keely calle abajo. Anduvieron despacio y, al mirarla de reojo, la sorprendió mirándolo a él también-. ¿Qué? -preguntó.
– No sé. Es que eres… muy atento. Creía que no quedaban hombres así en el mundo. Ya sabes, caballerosos.
– Me has vomitado en los zapatos -dijo Rafe-. ¿Qué iba a hacer?, ¿seguir andando?
Keely puso una mueca de vergüenza, se ruborizó.
– Los zapatos. Perdona. Te conseguiré otros iguales. ¿Dónde los compraste?
– No hace falta.
– Sí -insistió Keely-. No podrás ponértelos más.
– Tengo muchos pares de zapatos por estrenar -contestó él.
– Insisto.
¡Dios!, ¡podía resultar exasperante! Pero estaba tan bonita cuando discutía, con los ojos encandilados y la piel encendida. Estuvo tentado de abrazarla en ese mismo instante y besarla para que se callara y aceptase su negativa.
– De acuerdo -dijo por fin-. Son italianos, hechos a mano. Creo que pagué dos mil dólares por ellos en Milán.
– ¿Qué? -Keely frenó en seco, boquiabierta-. ¿He vomitado encima de unos zapatos de dos mil dólares? Creo que se me está revolviendo otra vez el estómago -añadió, se agachó de nuevo e intentó limpiarle los zapatos con el pañuelo.
– Era broma -mintió Rafe-. Creo que los compré en el centro. Nunca pago más de doscientos dólares por unos zapatos.
– ¿Y por los pañuelos? -preguntó mientras se incorporaba.
– Este te lo dejo gratis.
Llegaron al coche mucho antes de lo que le habría gustado. Rafe le quitó las llaves y le abrió la puerta del volante. Antes de sentarse, Keely se giró hacia él, apoyó los dedos en la parte superior de la puerta:
– ¿Dónde te mando el dinero por los zapatos? -le preguntó.
Rafe sacó la cartera del bolsillo y le entregó una tarjeta de trabajo. Ella la examinó un segundo y sonrió:
– Muy bien, Rafe Kendrick. Supongo que debo darte las gracias por la amabilidad.
– No hay de qué -contestó él.
– Bueno, pues… adiós -Keely se sentó antes de que Rafe tuviera ocasión de besarla. Este le cerró la puerta y retrocedió un paso a su pesar.
Keely arrancó, lo saludó con el brazo y metió la primera. Rafe se quedó quieto en la calle, mirando cómo se alejaban los faros de atrás. Había conocido a muchas mujeres en muchos sitios distintos, pero nunca se había cruzado con una como Keely McClain. No había coqueteado con él, no había tratado de seducirlo con la mirada. Se había humillado delante de él y, sin embargo, le había parecido encantadora. Quizá, al verla sin defensas, había bajado él también la guardia. Había estado totalmente relajado junto a Keely McClain, jamás se había sentido de ese modo con ninguna otra mujer.
– ¿Por qué has dejado que se vaya? -se preguntó entonces Rafe. Echó a andar hacia su coche y cuando estuvo a la altura del Mercedes ya había tomado una decisión. No la dejaría escapar. Ni confiaría en que ella se pusiera en contacto con él otra vez. No se quedaría tranquilo hasta asegurarse de que volvería a verla.
Se metió en el coche, maniobró para cambiar de sentido delante del Pub de Quinn y pisó el acelerador a fondo hacia el Copley Plaza. Solo se cercioraría de que había llegado bien al hotel y le daría las buenas noches. Y luego, con naturalidad, la invitaría a cenar. Nunca lo había preocupado que las mujeres aceptaran sus proposiciones. Si accedían a quedar con él, perfecto y si no, le proponía la cita a otra.
Pero mientras avanzaba bajo las luces del centro de Boston, no pensaba en los Quinn ni en su sed de venganza. Sino que trataba de encontrar la mejor forma de invitar a Keely McClain, las palabras exactas que utilizaría para que aceptase. Porque, por primera vez en su vida, la respuesta le importaba.