Keely estaba sentada en el salón de Rafe, mirando un centro de flores situado sobre la mesita de café. El portero la había dejado entrar sin problemas, como tantas otras veces desde Nochebuena. Tembló, se frotó los brazos por encima de las mangas de la chaqueta e intentó contener la aprensión que sentía.
Le haría frente nada más entrar en el apartamento. Estaba decidida a que le diera alguna explicación. Mientras lo esperaba, había pensado en tomar una copa de vino, pero había resuelto no hacerlo, convencida de que necesitaba estar lo más lúcida posible. Además, con lo irritada que estaba, podría utilizar la botella de vino como arma arrojadiza.
No sabía qué palabras escoger. Solo sabía cómo se sentía: traicionada, confundida, dolida. Era curioso: creía que era inmune a esos sentimientos. Que Rafe no podía hacerle daño si no se permitía enamorarse de él. Pero, ¿entonces?, ¿estaba enamorada de él o el impacto de la noticia la tenía aturdida?
El sonido de la llave en el cerrojo la sobresaltó. No lo saludó de inmediato, sino que optó por observar su sombra. Parecía cansado, tenso, lanzó las llaves sobre una mesa y dejó el maletín en el suelo. Por más que quiso, no pudo verlo como el enemigo. Cuando encendió la luz, Keely contuvo la respiración.
– ¡Keely! -Rafe la vio al instante-. Dios, ¿qué haces aquí?
– ¿Dónde esperabas que estuviera?
– Creía… ¿no deberías estar trabajando? Keely tragó saliva. No estaba segura de si sería capaz de articular una frase coherente.
– Han tenido que cerrar el bar. ¿Te sorprende?
– ¿Se puede saber de qué hablas? -Rafe se alisó el cabello. Luego se acercó despacio a Keely-. ¿Estás enfadada por algo?
– ¿Debería?
– Maldita sea, Keely, si vas a responder a cada pregunta que te hago con otra pregunta, mejor dejamos de hablar. Pero si tienes un problema, cuéntamelo y lo hablamos. No voy a ponerme a jugar contigo.
– ¡Vaya!, ¡no vas a jugar conmigo! ¿Y qué has estado haciendo desde que nos conocimos? No, no contestes. Antes dime: ¿qué hacías en el Pub de Quinn la noche que nos conocimos? -Keely se paró, lo miró a la cara y vio la respuesta en sus ojos-. Has sido tú, ¿verdad? Todo lo que le está pasando a Seamus. Es por ti.
– Keely, yo…
El corazón se le estaba desgarrando por segundos. Una cosa era sospechar de Rafe, pero otra ver confirmadas las sospechas en su cara.
– Crees que Seamus tuvo algo que ver con la muerte de tu padre. Estaba oyendo a mis hermanos hablar del tema y cuando dijeron tu apellido… no podía creérmelo. Pero luego todo encajó. Al fin y al cabo, ¿qué iba a hacer un hombre rico y de mundo con una empleada de un bar?
Rafe le agarró una mano y la apretó con tal fuerza que Keely no pudo retirarla.
– Escúchame un momento y te lo explicaré. Keely dio otro tirón y consiguió soltarse.
– Dime que no tienes que ver con que la policía haya detenido a mi padre. Dime que no eres tú el que ha mandado al inspector al pub -dijo apretando los puños, reprimiendo las ganas de golpearle-. Dímelo.
– No puedo -contestó Rafe antes de dejarse caer sobre el sofá-. Todo lo que dices es verdad. Encontré un testigo contra Seamus Quinn y lo convencí para que declarase. Llamé a un amigo que tengo en el departamento de inspección y le pedí que examinara el Pub de Quinn. Y cuando Seamus intente encontrar un contratista para limpiar el amianto, no habrá nadie en Boston que acepte. Y he comprado la hipoteca del pub y si fallan en el pago, me quedaré con el bar.
Su sinceridad le cayó como un puñetazo en el estómago, robándole el aire de los pulmones. No podía respirar. Abrió la boca, pero no consiguió hablar. ¿Cómo podía resultarle tan odioso el hombre con el que había compartido tantos momentos tan íntimos?
– Antes de decirme cuánto me detestas, quizá deberías considerar una cosa. ¿Y si es verdad?, ¿y si tu padre es responsable de la muerte del mío?
– No… no puede ser -contestó con voz trémula.
– Me parece que sí. Todas las pruebas lo indican.
Keely caminó hasta la ventana, se agarró a la barandilla y apretó hasta que los nudillos se le quedaron blancos.
– ¿Y yo?, ¿formaba parte del plan? ¿También me ibas a utilizar contra mi propia familia?
Rafe se levantó, pero ella retrocedió al verlo acercarse. No quería permitir que volviera a tocarla.
– Esa noche, a la salida del pub, no sabía quién eras. Imagínate mi sorpresa cuando me contaste que en realidad eras una Quinn.
– ¿Y no reconsideraste lo que estabas haciendo?, ¿a pesar de saber que era hija de Seamus?
– ¿Por qué había de hacerlo?
Keely se giró, fue a darle una bofetada, pero Rafe le detuvo la mano a tiempo. Luego la soltó.
– Es verdad, no tenías ningún motivo – murmuró ella-. Yo no era más que la tía a la que te estabas tirando. Muy bien, tú estás en un bando y yo en otro, fin de la historia. Pero no vas a ganar. Haré todo lo que pueda para asegurarme de que no haces daño a mi familia.
– Eso no va a pasar -contestó Rafe con una voz tan confiada que le produjo un escalofrío.
Luego la agarró por el brazo y tiró de Keely hacia la puerta. Al principio pensó que su intención era echarla del apartamento, pero luego se paró a recoger las llaves y pulsó el botón del ascensor. No, quería ponerla en ridículo, echándola incluso del portal.
– Suéltame -le ordenó Keely.
– No -dijo él. Entraron en el ascensor, pero no se paró en la planta de salida, sino que continuó bajando hasta el aparcamiento-. Vamos a hablarlo. Y después de oír mi versión de la historia, puedes volverte corriendo con los Quinn. Pero me vas a oír.
– No quiero oír nada que tengas que contarme. Son todo mentiras -Keely forcejeó, tratando de liberarse, pero en el fondo estaba rezando por que Rafe tuviera una explicación que justificara su comportamiento. O que, de alguna manera, entre los dos, descubrieran que se trataba de un gran malentendido.
– Entra -dijo Rafe tras abrir la puerta del coche.
– No.
– Entra -repitió impaciente, haciendo un esfuerzo por contener su frustración.
– Si quieres decirme algo, dímelo aquí.
– No, no podemos -Rafe hizo una pausa-. Necesito enseñarte algo -añadió y la empujó con suavidad para se metiera en el coche. Keely supo que debía haberse resistido, que se había convertido en el enemigo. Pero también sabía que Rafe no era la clase de persona que acusaba de asesino a alguien a la ligera. ¿Tendría alguna prueba que mostrarle?
Se acomodó de mala gana en el asiento del acompañante. No estaba traicionando a su familia por ir con él. Solo necesitaba conocer todos los hechos. Y, sin embargo, se sentía avergonzada. Tenía que reconocer que lo que sentía por Rafe había derrotado su lealtad hacia su familia.
– ¿Adonde vamos? -preguntó mientras él se sentaba.
– A un sitio donde podremos hablar -Rafe arrancó y bajó el seguro de todas las puertas pulsando un botón. Unos minutos más tarde, estaban en la calle, sorteando el tráfico del anochecer.
– ¿Adonde me estás llevando? -repitió Keely con el ceño fruncido cuando Rafe tomó la carretera interestatal norte.
En vez de responder, marcó un número en el teléfono del coche:
– Hola, soy Rafe. Estoy de camino al lago Aspen. Asegúrate de que haya comida en la cocina y de que la calefacción esté dada. Estaremos unos días como poco -dijo y colgó antes de devolver toda su atención a la carretera.
Keely sintió que se le formaba un nudo en el estómago. Nunca había visto a Rafe tan enfadado, tan lleno de rabia, a punto de explotar.
– ¿Se puede saber dónde está el lago Aspen?
– En Vermont.
– ¿Vermont? ¡No quiero ir a Vermont!
– Me da igual. Vas a ir -contestó con frialdad.
– No tienes nada que enseñarme, ¿verdad? Me has mentido para que subiera al coche.
– Si no, no lo habrías hecho.
– ¿Me estás secuestrando? Secuestrar va en contra de la ley. Si no quiero ir a Vermont, me estás secuestrando. Podría hacer que te detuvieran.
– Supongo -Rafe se encogió de hombros-. Pero, ya que te estoy secuestrando, no pienses que voy a dejar que vayas corriendo a la policía.
– Llévame otra vez a Boston -Keely se cruzó de brazos-. Ahora.
– No.
Se abalanzó sobre el volante, lo giró y el coche pegó un bandazo. Rafe maldijo mientras recuperaba la dirección, haciendo lo imposible por no perder los nervios.
– Tú y yo vamos a ir a Vermont. Puedes pasarte las próximas tres horas gritándome o tratando de matarnos o disfrutar del viaje. Yo preferiría disfrutar del viaje -Rafe introdujo un disco de música clásica en el reproductor.
Nada más ponerlo, Keely lo apagó.
– ¿Qué pretendes conseguir con esto?
– No lo sé todavía.
– Puedes contarme lo que quieras, no cambiaré de opinión. Mi padre no es capaz de asesinar a nadie. ¿O es que me quieres secuestrar para hacer sufrir a mi familia?
– Tu familia no sabe ni que existes -contestó con dureza Rafe-. Me costaría pedir rescate por una hija que Seamus Quinn no sabe que tiene. Además, tengo dinero de sobra.
– ¿Entonces qué quieres?
– Tiempo -dijo Rafe después de poner el disco de nuevo.
Pero Keely no estaba dispuesta a facilitarle las cosas. Pulsó el botón para expulsar el disco de la pletina, lo sacó y lo lanzó contra el asiento trasero.
– No voy a dejar que te salgas con la tuya. En cuanto el coche se pare, saltaré. Y luego llamaré a la policía para que te detenga.
Rafe miró por el retrovisor, cambió de carril y aceleró con suavidad.
– Lo que más me gusta de ir a Vermont es que no hay una sola señal de stop hasta el lago Aspen. ¿No es asombroso?
Keely apretó los dientes, emitió un gruñido de frustración. Rafe tenía respuesta para todo. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo cretino que era? Miró el teléfono del coche y se preguntó si le daría tiempo a marcar el número de la policía antes de que la detuviera.
Pero Rafe adivinó sus intenciones y agarró el teléfono. Bajó la ventanilla y lo tiró.
– Acúsame también de ensuciar la carretera -dijo él.
Keely se recostó contra el respaldo. Estaba claro que no ganaría ese asalto. Pero tenía tres horas para urdir su huida. Y cuando tuviera un plan, aprovecharía la primera oportunidad que se le presentara. Mientras tanto, se aseguraría de que Rafe Kendrick pagara por todo lo que le había hecho. Por esos besos largos y profundos, por los orgasmos sísmicos. Por las conversaciones apacibles mientras cenaban y por los juegos en la ducha. Por hacerla dudar de su lealtad a los Quinn. Por todo lo que la había hecho… sentir.
Pero, mientras pensaba cómo vengarse, se preguntó si no sería ella la que pagaría más que ninguno. Le gustara o no, se había enamorado de Rafe Kendrick. Y ese podía ser el mayor error que había cometido en toda su vida.
Cuando llegaran a la cabaña, Rafe estaba dispuesto a quitar los seguros de las puertas y dejar que Keely saliera. No había parado de incordiar durante todo el viaje y dudaba seriamente si había hecho bien en llevarla a aquel refugio. Pero, a pesar de sus reproches, exigencias y amenazas, estaba deseando volver a desnudarla y hacer el amor como dos locos.
Si no había contestado a sus preguntas era porque todavía no tenía respuestas. No estaba seguro de por qué había decidido secuestrarla, pero presentía que si la dejaba marcharse sucedería algo espantoso. Y habría sido imposible hacerle ver su postura en el apartamento de Boston. En el lago Aspen tendrían la tranquilidad necesaria para solucionarlo todo. Solo cuando tuviera la certeza de que Keely comprendía su versión de la historia volverían a Boston.
Si el camino hasta la cabaña era difícil de encontrar en verano, en los meses oscuros de invierno era casi imposible. Redujo la velocidad y, al cabo de unos minutos, divisó una señal de madera clavada en un árbol. Nada más ponía Kendrick. Rafe condujo con cuidado entre la nieve y bajó una colina que llevaba a la cabaña, emplazada en la orilla del lago.
Miró a Keely. Estaba examinando los alrededores, sin duda planeando cómo escapar. Pero Kencor había adquirido todas las tierras que rodeaban el lago, así como el lago en sí.
– Los vecinos más cercanos están a tres kilómetros -la informó-. Y solo vienen en verano. Tienes un paseo de cinco kilómetros hasta la ciudad, si es que encuentras el camino.
Hacía frío. Había carámbanos colgando de las hojas, nieve sobre el tejado de la cabaña, aunque el encargado había retirado la del camino desde la llamada de Rafe. La luz del porche brillaba dándoles la bienvenida cuando empezó a nevar.
Rafe aparcó, se estiró hacia la guantera y sacó una linterna.
– Ya estamos -dijo mientras abría la puerta del conductor. Keely se negó a salir del coche. Permaneció de brazos cruzados, mirando testarudamente hacia delante-. Venga, tengo que enseñarte una cosa -añadió después de sacarla del coche a tirones.
Keely lo siguió, tratando de mantener el equilibrio sobre la nieve, mirando hacia los árboles que flanqueaban el camino.
– ¿Adonde me llevas? ¿Piensas atarme a un árbol para que no escape?
Rafe hizo una pausa, como si estuviera considerando la respuesta.
– No es mala idea. Pero los lobos terminarían contigo en menos de una hora. Se me ocurre otra forma mucho mejor de pasar el rato – contestó mientras avanzaban hacia la puerta de la cabaña. Antes de entrar sacó las llaves del coche, se las enseñó a Keely y las tiró a un pozo que había junto al porche-. Por si intentabas quitármelas. Nos iremos cuando yo diga -aclaró.
– ¿Cómo vamos a salir de aquí? -preguntó ella después de mirar al fondo oscuro del pozo. Rafe le dejó la linterna y Keely alumbró hasta convencerse de que no podrían recuperar las llaves-. Estás loco. Has tirado el teléfono y ahora tiras las llaves. Y si hay una emergencia, ¿qué?
– Siempre podemos hacer señales de humo -contestó tras arrebatarle la linterna. Luego se giró hacia la casa, complacida al ver que Keely lo seguía de cerca, asustada por la presencia de unos lobos que, en realidad, hacía años que no se veían por Vermont. Tal como había ordenado, la nevera estaba llena y la chimenea encendida-. Adelante, échale un vistazo. La cocina está ahí. Hay dos habitaciones. Elige la que prefieras -añadió apuntando hacia las puertas que había a sendos lados de la chimenea.
Rafe se sentó en un sofá colocado frente al fuego y se calentó los pies mientras Keely recorría la cabaña. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y trató de contener un bostezo. Solo necesitaba unos momentos de silencio para estar bien. Pero se sobresaltó al oír la puerta trasera.
Ya había salido cuando llegó a la cocina. Rafe echó a correr, se resbaló con los escalones de la entrada y bajó los últimos dos con el trasero. Se levantó, trató de recuperar el equilibrio, se torció un tobillo y volvió a caerse, golpeándose la cabeza en esa ocasión.
– ¡Mierda! -gritó mientras intentaba ponerse de pie. Puso a prueba el tobillo y decidió que no estaba roto. Pero ya no podría alcanzar a Keely. Rafe lamentó haberla perdido de vista. Con el frío, la nieve y todo a oscuras, seguro que se perdería en el bosque. Y cuando la encontraran muerta de frío al día siguiente, él tendría la culpa.
Rafe sintió algo caliente en la frente, se tocó con la mano y notó los dedos húmedos de sangre.
– ¡Mierda! -repitió. Se sentó en un escalón y se llevó la palma a la brecha de la frente.
– ¿Estás bien?
La voz llegó de un árbol cercano.
– ¿Keely?
– ¿Lo estás?
– No -mintió Rafe-. Creo que me he roto el tobillo. Y me he hecho una brecha en la cabeza. Estoy sangrando, maldita sea.
El ojo de la linterna iluminó la nieve y, segundos después, Keely apareció a su lado. Lo observó unos instantes y maldijo con suavidad.
– No debería ayudarte -murmuró mientras se colocaba el brazo de Rafe sobre los hombros y lo ayudaba a ponerse de pie.
Este renqueó exageradamente hasta que hubieron regresado a la cabaña. Una vez allí, le quitó la linterna, sacó las pilas y se las guardó en el bolsillo. Luego plantó a Keely frente a la chimenea.
¡No te has roto el tobillo! -exclamó Keely.
– ¿Tienes idea de cuánto habrías aguantado en el bosque? Ha sido una estupidez. Mañana por la mañana te habrían encontrado muerta – Rafe se sentó en el sofá, se sacó del bolsillo un pañuelo y se lo llevó a la frente, que ya había dejado de sangrar. Keely siguió de pie, mirándolo con desconfianza, esperando la próxima oportunidad de escapar-. Quítate la ropa -le ordenó Rafe entonces.
– ¿Qué? -contestó Keely, y pareció que los ojos le habían crecido.
– Ya me has oído. Quítate la ropa. Y las botas.
– Si crees que vamos a acostarnos, estás muy equivocado. Si estás caliente, puedes irte a… tirarte a un árbol.
Rafe se levantó a regañadientes, la agarró y la sentó sobre la mesa del café. Luego se agachó a bajarle la cremallera de las botas y se las quitó de un tirón. Sin decir una palabra, las llevó a la chimenea y las echó al fuego.
Keely gritó y corrió hacia la chimenea, pero las llamas ya habían arruinado el calzado.
– Eran mis botas favoritas. Me costaron el sueldo de una semana.
– Te compraré otras. Como si quieres diez pares, maldición. Pero ahora no las necesitas. Así te será más difícil escapar, ¿no te parece? -se burló. Keely apretó el puño y le pegó en un hombro tan fuerte como pudo. Pero no pareció inmutarse-. Ahora la ropa.
– ¡No!, ¡no pienso dejarte que quemes mi ropa! -Keely le lanzó una mirada basilisca.
Pero Rafe no se dejó intimidar. No podía arriesgarse a que se fugase otra vez y se matara en el intento. Intentó agarrarle el jersey, pero Keely levantó una mano pidiéndole que parara. Se levantó de la mesita del café, caminó despacio hasta la cadena de música y, tras echar un vistazo al repertorio de discos, eligió uno y lo puso. Un solo de guitarra con aire de blues sonó por los altavoces.
Rafe la miró con cautela mientras Keely retrocedía hacia la mesa. De pronto, empezó a moverse siguiendo la música, contoneándose sinuosamente, imitando lo mejor que podía a una bailarina de striptease.
– ¿No querías que me quitara la ropa? – dijo mientras se quitaba la chaqueta y se la lanzaba. Le pegó en plena cara, pero Rafe no se molestó en sujetarla y la dejó caer al suelo, incapaz de apartar la vista.
Prenda a prenda, fue desvistiéndose: primero se sacó el jersey por encima de la cabeza, luego se quitó los vaqueros. Los balanceó delante de la cara de Rafe antes de dejarlos caer a sus pies y seguir con el baile. Rafe tuvo una erección… en contra de su voluntad. Keely había tomado el mando de la situación en unos pocos segundos, demostrando que, en lo concerniente al deseo, tenía la sartén por el mango
El colgante le saltaba de un pecho a otro de un modo tentador, atrayendo la atención sobre lo que no estaba a la vista. Keely se echó las manos a la espalda por el cierre del sujetador, pero Rafe no la permitió llegar tan lejos. En un movimiento veloz, le agarró una mano y tiró de ella hasta tumbarla en el sofá. Luego se puso encima, atrapando su cuerpo. Aunque Keely intentó liberarse. Rafe no estaba dispuesto a permitírselo.
– Ya basta -dijo él, sujetándole las manos por encima de la cabeza.
– Eres tú quien me lo ha pedido -contestó Keely, forcejeando todavía. Arqueó las caderas contra él y notó su erección-. Y yo diría que te estaba gustando.
– ¿Y a ti qué te gusta? -Rafe bajó la cabeza hacia uno de sus pechos y cubrió el pezón con la boca, humedeciendo el satén del sujetador. Luego se retiró y sopló hasta que la punta se irguió-. ¿Te gusta esto, Keely?
Esta siguió luchando, pero Rafe notó que con mucha menos convicción.
– Suéltame -le ordenó.
Rafe le agarró ambas muñecas con una mano y deslizó la que le quedaba libre por todo el cuerpo de Keely. Cuando llegó a las bragas, la metió por debajo y tocó la humedad entre las piernas.
– ¡Vaya, vaya! -dijo mientras le hundía un dedo. Keely exhaló un suspiro entrecortado-. Dime que lo deseas. Dime que quieres tener un orgasmo.
Giró la cara para no contestar, pero cuando volvió a tocarla, subió las caderas de nuevo contra la mano de Rafe. Este le soltó las muñecas sin dejar de penetrarla con el dedo. Observó su cara mientras la tocaba, la expresión concentrada de placer a medida que la llevaba hasta el límite.
Cuando se puso tensa y contuvo la respiración, Rafe bajó el ritmo. Quería retardar el orgasmo para que fuera lo más potente posible. Entonces gimió su nombre y empezó a tener espasmos, a respirar jadeando, a temblar.
Rafe bajó el dedo una vez más, húmedo con su deseo. Keely escondió la cara contra el pecho de él para que no pudiera verla. Aunque Rafe había querido poner las cosas claras, de pronto se arrepintió del método que había escogido. Se echó hacia atrás hasta poder mirarla a la cara. Entonces se le desgarró el corazón. Una lágrima caía por la mejilla de Keely, resbalando hasta parar junto a la oreja.
Rafe se apartó, se puso de pie junto al sofá, consciente de repente de lo que acababa de hacer.
– Keely, yo…
– No digas nada -se adelantó ella. Se levantó del sofá y se agachó a recoger la ropa del suelo-. Me voy a la cama. Más vale que duermas con un ojo abierto, porque pienso largarme a la menor oportunidad.
Rafe puso una mueca al oír el portazo de la habitación. Se desplomó sobre el sofá y se cubrió los ojos con un brazo. Sabía lo que acababa de hacerle: la había humillado volviendo en contra de ella su propio deseo. Pero, tratándose de Keely Quinn, era incapaz de pensar debidamente. Los sentimientos acababan sometiendo a la lógica y el sentido común.
– Maldita sea -murmuró. Lo mejor sería reconocer la verdad, porque era evidente: no la había llevado a la cabaña para convencerla de nada; la había llevado allí porque tenía miedo de que se fuera y no volver a verla nunca. Se había enamorado de Keely Quinn. Y no podía hacer nada al respecto.
Keely se acurrucó en la cama, subiéndose el edredón para taparse la nariz fría. La luz del alba se filtraba a través de las cortinas e intentó adivinar qué hora sería.
Había dado vueltas y más vueltas la mayor parte de la noche, oyendo el viento contra las ventanas. Y cuando por fin había conseguido dormirse, había tenido un montón de sueños interrumpidos. Debería odiar a Rafe por lo que le había hecho, pero en realidad había disfrutado aquellos momentos. Nunca había tenido una relación tan apasionada y desinhibida con ningún hombre. Pero con Rafe le bastaba una caricia para hacer saltar por los aires todas sus reservas. Adiós a la niña buena católica. Bienvenida, ninfómana.
Hasta sabiendo que pretendía destrozar a su familia, no podía controlar lo que sentía hacia él. Era como una droga, nociva y adictiva, que destruía su control. Keely estaba segura de que jamás encontraría a otro hombre igual en toda la vida, que la hiciera retorcerse de deseo con mirarla. En adelante, compararía a cada hombre con el que estuviera con Rafe Kendrick y lo que había compartido con él.
Llamaron con delicadeza a la puerta y Keely se sentó en la cama, tapándose con el edredón.
– Estoy despierta -dijo.
Rafe empujó la puerta despacio, entró. Le ofreció un par de botas, que le estaban grandes, como en señal de paz.
– Por si quieres salir de la casa -dijo-. He quitado la nieve de esta noche.
– Gracias -Keely asintió con la cabeza-. ¿Me vas a acompañar o puedo salir sola?
– Puedes ir sola -contestó él-. Yo te voy preparando la bañera. Está en la cocina, para cuando estés lista -añadió justo antes de darse la vuelta y marcharse.
Keely salió de la cama, se vistió deprisa y metió los pies en las botas. Llegó al salón, se puso la chaqueta de abrigo y salió de la cabaña.
La nieve que había empezado a caer al anochecer había seguido cayendo y tapaba casi un lateral del coche de Rafe. Seguían cayendo copos, tan gordos que casi no se veía. Descartó la idea de echar a correr calle arriba hasta parar a algún coche que pasara. Rafe la estaría vigilando por la ventana y le daría alcance antes.
Llegó al pozo donde Rafe había tirado las llaves y se preguntó cómo podría recuperarlas. Si lo conseguía, podría meterse en el coche y largarse en ese mismo instante.
Pero aunque encontrara un palo suficientemente largo, le costaría tiempo pescarlas. Y Rafe iría a buscarla si tardaba en volver. Además, con la nieve que había, seguro que se quedaría atascada en la carretera. Quizá debía resignarse a oír lo que tuviera que contarle. Después de escucharlo, la llevaría de vuelta a Boston y fin de la historia.
– Fin de la historia -murmuró Keely. ¿De verdad quería eso?, ¿alejarse de Rafe Kendrick y no volver a verlo? Tenía que decidirse. Cuando su padre y sus hermanos descubrieran la relación entre sus problemas y las manipulaciones de Rafe, lo odiarían de por vida. Y Rafe ya odiaba a los Quinn. De modo que se verían en medio de una guerra terrible si no tomaba una decisión. Pero eso era tanto como presumir que tenía algún tipo de futuro junto a Rafe. Cuando quizá fuese más sensato apostar por un futuro con los Quinn.
Keely volvió a la cabaña. Una vez dentro, se quitó las botas y entró en la cocina.
– Sigue nevando -comentó.
Rafe tenía un cubo en la mano. Estaba echando agua caliente en la bañera. Le apetecía mucho. Sería la forma de quitarse el frío de la mañana. Pero tendría que bañarse al aire libre. Keely se preguntó si se trataría de otro jueguecito de Rafe.
– Construí una ducha en la parte de atrás de la caseta, pero hace frío y hay corriente. Así que espero que te valga con esta bañera. Además, recuerdo que te gustaba bañarte – dijo mientras echaba otro cubo. Luego señaló hacia la encimera-. Ahí tienes jabón, champú y toallas. Y un cubo para aclararte. Estaré en la otra habitación si necesitas cualquier cosa.
– Gracias -dijo Keely, sorprendida por el gesto de generosidad. Luego se quitó la chaqueta-. Puedes quedarte si quieres. Ya has visto todo lo que hay que ver. Y así me puedes echar más agua caliente -añadió, pero Rafe se dio la vuelta cuando empezó a desvestirse.
Después de desnudarse, se metió en la bañera y se hundió hasta que el agua humeante le llegó a la barbilla.
– Qué maravilla -susurró con los ojos cerrados, apoyando la cabeza contra el borde de la bañera. Luego se quedaron en silencio hasta que Keely abrió un ojo y encontró a Rafe mirándola con expresión desasosegada-. ¿Me lo cuentas ahora?
– ¿El qué?
– Lo de tu padre.
– ¿Estás dispuesta a escucharme?, ¿sin condenarme de antemano?
– Haré lo que pueda -contestó Keely mirándolo a los ojos.
Rafe agarró una silla y se sentó cerca de la bañera. Apoyó los codos sobre las rodillas, se echó hacia delante. Tras unos segundos de silencio, arrancó a hablar.
– Recuerdo el día que vinieron a casa a decirnos que mi padre estaba muerto. Habían avisado por radio desde el barco y el comisario vino a darnos la noticia. Al principio no teníamos detalles, pero luego, cuando el barco atracó, vinieron algunos amigos de mi padre y nos explicaron que se había enredado con una cuerda y se había caído por la borda. A partir de ese momento, sospeché que había pasado algo raro. No podía ser cierto. Mi padre no habría cometido un error tan tonto.
Rafe siguió explicando la repercusión de la muerte de su padre, el entierro, las crisis de su madre, el escaso dinero del seguro, insuficiente para las facturas médicas de Lila.
– Cuando era adolescente, mi madre hablaba sin parar sobre la muerte de mi padre y un día dijo algo de Seamus Quinn y un asesinato. Al principio pensé que estaba delirando, pero me quedé intrigado. Nunca se me olvidó y cuando fui mayor y tuve algo más de dinero, empecé a investigar. Hace unos meses conseguí localizar por fin a uno de los tripulantes que estaban con mi padre en aquel barco. Y me dijo lo que de verdad ocurrió en el Increíble Quinn.
Keely oyó atentamente el resto de la historia. Rafe la contó con frialdad, como si estuviera recordando la muerte de un desconocido y no la de su padre. Cuando terminó, soltó un largo suspiro.
– Así que ya ves por qué tengo que saber lo que pasó. La muerte de mi padre cambió mi vida: me convirtió en la persona que soy. Y a veces no me gusta mucho esa persona. Siento… una rabia interior de la que me gustaría liberarme. Si averiguo la verdad, quizá lo consiga.
– ¿Aun a costa de arruinar la vida de otro hombre? -preguntó Keely.
– ¿De qué lado estarías si no se tratase de tu padre? -contestó él.
Consideró la respuesta unos segundos y no le quedó más remedio que reconocerlo: en cualquier otro caso, apoyaría a Rafe cien por cien.
– Pero el hecho es que Seamus es mi padre. Y si consigues lo que quieres, puede que no llegue a conocerlo nunca.
– Cuando empecé con esto quería venganza. Pero ahora solo quiero la verdad. Si puedes entender esto, Keely, yo entenderé que tú estés del lado de tu familia.
Keely asintió con la cabeza. Luego extendió una mano.
– Pásame el champú.
Rafe se levantó y agarró el bote. Keely se sumergió en el agua para humedecerse el pelo y volvió a salir. Esperó a que Rafe le entregara el champú, pero este empezó a lavarle el pelo él mismo.
– No creo que mi padre lo asesinara – dijo-. Lo conozco. No es posible. Y no conseguirás convencerme de lo contrario.
– Espero que tengas razón -contestó Rafe mientras le frotaba el pelo.
Keely volvió a cerrar los ojos y se abandonó a aquella caricia relajante. Aunque era un acto muy corriente, le resultaba sensual, tan íntimo que la hacía sentirse más unida a Rafe que haciendo el amor incluso.
– Siento lo de anoche -murmuró él.
– Lo sé.
Keely echó la cabeza hacia atrás y Rafe le aclaró el pelo. Luego dejó el cubo en el suelo y se secó las manos en los vaqueros.
– En fin, supongo que debería ir recogiendo. El quitanieves no tardará en pasar y estoy seguro de que quieres volver a Boston.
– ¿Cómo vamos a volver? Tiraste las llaves del coche.
Rafe abrió un armario de la cocina y sacó un aro con llaves.
– Siempre guardo una copia aquí. Por si acaso.
– Y yo tratando de encontrar la forma de recuperar las llaves del pozo -Keely no pudo evitar sonreír.
Explotó una burbuja de jabón. Ya no estaba tan segura de si quería regresar a Boston tan rápido. Algo, desde el fondo del corazón, le decía que podía ser la última vez que viera a Rafe.
Tenía razón: debía elegir entre él y su familia. Pero no estaba preparada para tomar esa decisión todavía.
Si se marchaban ya, apenas le quedaría un par de horas para disfrutar de su compañía.
Keely cerró los ojos. Pero tampoco cambiarían mucho las cosas por retrasar la vuelta.
– De acuerdo -dijo por fin-. Me alegraré de estar de vuelta en Boston.