Keely estaba sentada junto al escaparate de la pastelería, concentrada en los tres bocetos que había dispuesto sobre la mesa. La novia y su madre llevaban media hora discutiendo los méritos de cada diseño y empezaba a impacientarse.
Lo último que le apetecía en ese momento era estar en Nueva York. Pero al volver de la cabaña de Rafe, se había encontrado con un montón de mensajes esperándola en la pensión. Su madre había tratado de ponerse en contacto por todos los medios. Al devolverle la llamada, se había encontrado con que Janelle y Kim habían tomado la decisión de abrir su propio negocio de tartas de diseño. Como se trataba, de un propósito de Año Nuevo, habían presentado su dimisión antes de que el reloj diera las doce de la noche, lo que dejaba a Keely con solo una ayudante, novata para colmo de males.
Así que había tenido que volver corriendo a casa y en los últimos días había estado trabajando a toda máquina para terminar los encargos que tenían pendientes. Keely suspiró con suavidad y miró a la novia y a la madre. ¿Tan difícil era escoger uno de los diseños? Si fuera su boda, sabría perfectamente lo que quería. Llevaría un vestido sencillo, con un corpiño irlandés, sin apenas velo. Y las damas de honor irían de azul profundo si la boda era en invierno y de melocotón claro si se celebraba en verano. La tarta tendría mucho colorido, con fresas frescas o rosas dulces para dar forma al diseño.
En cuanto al novio. Rafe llevaría un… Keely frenó en seco. Con todo lo que había pasado, ¿cómo se le ocurría pensar que podrían reunirse en el altar alguna vez? Era una fantasía irrealizable. Keely suspiró de nuevo. Pero habría sido un novio de lo más apuesto, con su chaqué y una rosa blanca en la solapa.
Podría estar planeando su boda en ese instante si no hubiese antepuesto su familia a Rafe. Si le hubiera dado la oportunidad, quizá le hubiera pedido que se casara con él. Se mordió el labio inferior. ¿Y si había renunciado a su única oportunidad de ser feliz en la vida?
– ¿Y si envejezco sola y me convierto en un saco de huesos y todos me empiezan a llamar la mujer de las tartas? -murmuró Keely.
– ¿Señorita McClain?
– ¿Sí? -Keely despertó de su ensueño-. Perdone, ¿qué decía?
– Me quedo con este -dijo la novia, apuntando hacia la tarta con forma de tulipán-. Es perfecta para una boda en primavera. Pero me preguntaba si podía cambiar el color de los tulipanes para ir a juego conmigo.
– Por supuesto. Ningún problema. ¿Por qué no me manda una muestra del color exacto que desea y yo lo cambio? También necesito el número definitivo de invitados para calcular el número de pisos de la tarta -contestó Keely sonriente. Luego se levantó, enrolló el diseño elegido y se lo dio a la novia-. Puede llevárselo para que lo vea el novio.
La novia le ofreció la mano y Keely la estrechó.
– Muchas gracias por acceder a hacer nuestra tarta. La primera vez que vi un diseño suyo supe que le encargaría mi tarta a usted.
– Son las mejores -añadió la madre-. Y Lisa Ann se merece lo mejor.
Keely acompañó a las dientas hasta la puerta de la repostería. Después de despedirse de ellas, recogió los diseños rechazados y volvió a la sala de trabajo. Fiona estaba ultimando otra de las tartas de Keely, para una boda estilo Luis XIV.
– Se supone que esto debería ser flor de lis.
– Si no te gusta cómo está, la haces tú – replicó Fiona.
Keely suspiró. Solo llevaba unos días en casa y ya estaban a punto de una nueva discusión. Fiona seguía sin aceptar su decisión de ir a Boston para conocer a su padre y a sus hermanos, y no había dejado de intentar disuadirla de su «estúpida» curiosidad. Por otra parte, parecía ansiosa por saber cualquier noticia que Keely pudiera darle sobre sus hijos. Entre eso y la preocupación de sacar la pastelería adelante, acababa saltando a la primera de cambio.
– Tengo que decirte una cosa, mamá.
– Lo único que quiero oír es que has vuelto para quedarte -contestó Fiona.
– Es importante -dijo Keely con suavidad.
– ¿Qué pasa? -preguntó preocupada-. ¿Los chicos están bien?
– Sí, al menos lo estaban la última vez que los vi. Es Seamus. Tiene problemas.
Fiona soltó una risotada sarcástica y negó con la cabeza.
– Eso no es nuevo. Siempre le ha gustado estar al borde de la ley.
– Esta vez es más grave: lo han acusado de asesinato.
– ¿Qué? -preguntó estupefacta, dejando al instante los preparativos de la tarta.
– ¿Recuerdas algo de un tripulante que murió en el barco de mi padre? Sam Kendrick.
Keely notó el cambio de expresión en el rostro de su madre, como si la sorprendiera oír aquel nombre después de tantos años.
– No -contestó-. No me suena.
– Tienes que saber algo. Un hombre murió en el barco de Seamus, mamá. Seguro que te habló del tema.
– Puede, pero ha pasado mucho tiempo – contestó Fiona mientras continuaba con la tarta-. ¿Me vas a ayudar o te vas a quedar ahí charlando?
– Haz memoria. Es importante.
– Espero que no estés pensando en volver a Boston en una buena temporada -dijo Fiona, cambiando de tema-. Ya vamos muy apuradas por tu última ausencia. No hemos podido aceptar ningún encargo nuevo desde que te fuiste. A este paso, tendremos que cerrar la primavera que viene. La gente quiere verte a ti. Tú eres la famosa, no yo, y no nos pedirán tartas si no hablan contigo de sus bodas.
– Es mi negocio. Y si decido que se vaya al garete es cosa mía -Keely se paró, consciente de lo duras que habían sonado sus palabras-. No voy a dejar que el negocio se venga abajo. Pero quizá estaría bien que bajáramos un poco el ritmo.
– Empiezo a pensar que prefieres Boston a Nueva York. Quizá deberíamos pensar en trasladar el negocio allí.
Keely sabía que su madre solo estaba siendo sarcástica, pero no era ninguna tontería. El negocio no, pero ella sí podía fijar su residencia en Boston. Al fin y al cabo, solo estaba a tres horas en coche si el tráfico no se torcía. Viajaría una o dos veces a la semana y, de ese modo, podría seguir viendo a…
Se frenó. ¡Era una locura! Keely se prometió no caer en la trampa de fantasear con compartir una vida con un hombre al que nunca podría tener. Siendo práctica, trasladarse a Boston perjudicaría la marcha del negocio. Y si trasladaba la repostería allí, tendría que conseguir una cartera de clientes nueva en una ciudad en la que la gente quizá no estuviera dispuesta a pagar miles de dólares en una bobada de tarta.
– ¿Cuándo piensas decírselo?
– Con todo lo que está pasando con Seamus, no termino de encontrar el momento adecuado -respondió Keely-. Sería confundirlos más todavía. Ojalá pudiera echarles una mano de alguna manera. Me ayudaría mucho para decírselo luego.
– Lee Franklin -murmuró Fiona de pronto.
– ¿Qué?
– Lee Franklin. Formaba parte de la tripulación. Él lo vio todo. Su mujer y yo éramos buenas amigas y me contó lo que él le dijo sobre el accidente. Tu padre no es responsable de la muerte de ese hombre, Keely.
– ¿Dónde puedo encontrarlo?
– Ni idea. No sé ni si sigue vivo -Fiona dejó la tarta y agarró una libreta y un lápiz. Garabateó un número, arrancó la hoja y se la entregó a Keely-. Es su número de la seguridad social. Supongo que podrás localizarlo.
– ¿Cómo es posible que sepas su número de la seguridad social?
– Llevaba los libros contables del Increíble Quinn -explicó Fiona-. Me inventaba trucos mnemotécnicos para recordar los números de los tripulantes, para no tener que estar mirándolos todo el tiempo. El de Lee Franklin empezaba con el cumpleaños de Conor y acababa con el número de nuestro portal. Era el más fácil de recordar.
No podía creerse lo que acababan de darle. Keely se levantó de la banqueta y le dio un abrazo fuerte a su madre.
– Gracias, mamá. No sabes lo que esto significa para mí.
– Pero sí lo que significa para mí. Te vas a volver a Boston y no sabes cuándo volverás.
– Tengo que darles esto a mis hermanos y luego les diré quién soy -dijo Keely. Salió a todo correr de la sala de trabajo y luego volvió a darle un beso a su madre en cada mejilla-. Volveré en unos días.
Mientras tomaba el abrigo y se lo ponía, no podía contener la emoción. Con aquella prueba, podría contribuir a la defensa de Seamus. Y si ayudaba a demostrar la inocencia de su padre, tendrían que aceptarla en la familia. Seguro que la recibirían con los brazos abiertos.
Y, camino del coche, se le cruzó una idea más. Una vez que se supiera la verdad, Rafe pondría fin a su venganza. Y entonces no se interpondría nada en sus caminos. Podría amarlo y él podría amarla a ella.
Keely miró el papel que tenía en la mano y rezó en silencio por que Lee Franklin siguiera vivo y con salud, en algún lugar fácil de localizar. Aunque se estaba jugando muchas cosas, iría una a una. Y lo primero era Seamus Quinn.
– Estoy seguro de que coincidirán conmigo en que es el uso más eficiente que puede dársele a estos terrenos. Contamos con tener alquilado el ochenta y cinco por ciento del espacio para cuando termine la construcción y una ocupación del cien por cien en el plazo de un año -Rafe apuntó hacia los planos arquitectónicos de la mesa de conferencias-. La financiación está prácticamente resuelta, pero estamos buscando a algún inversor más dispuesto a invertir capital.
La puerta de la sala de conferencias se abrió con sigilo y Sylvie Arnold entró. Hizo un gesto a Rafe, el cual aceleró el final de la presentación. Mientras los inversores charlaban entre ellos, se reunió con Sylvie en la puerta.
– Es ella -susurró la secretaria.
– ¿Quién?
– Ella. Al menos creo que lo es. Tiene que serlo.
– ¿Quién?
– Dice que se llama Keely McClain – anunció y Rafe trató de disimular su sorpresa, pero supo que no lo había conseguido por la sonrisa satisfecha de Sylvie-. Lo sabía. Sabía que tenía que ser ella. La verdad es que es muy maja.
– No sabes nada -contestó con frialdad Rafe. Se había preguntado si alguna vez llegaría aquel momento. Cómo reaccionaría. En los últimos días se había hecho a la idea de que, aunque había compartido una aventura maravillosa con Keely, todo había terminado. Ella había tomado sus decisiones y no lo había elegido a él-. Dile que le devolveré la llamada luego.
– No puedo. No está al teléfono. Está esperándote en el despacho. Y parece un poco nerviosa.
– ¿La has hecho pasar al despacho?
– Dice que necesita verte. Y no la has puesto en la lista. Se supone que si no quieres hablar o ver a alguna de tus mujeres, la tienes que poner en la lista.
– ¡Maldita sea, Sylvie!
– Diez dólares -dijo ella, extendiendo la mano.
Rafe sacó la cartera y le dio un billete de cincuenta.
– Quédate con el cambio. Necesitaré el crédito para la pequeña conversación que vamos a tener luego.
Salió de la sala de conferencias, cruzó el pasillo y se puso bien la corbata mientras andaba. Lo cierto era que no quería verla. Después de lo que le había dicho esa última noche frente a la chimenea, se sentía como un idiota. Le había abierto el corazón diciéndole que la quería y, de pronto, se presentaba en su despacho para recordarle el error que había cometido.
Aunque no podía echarle toda la culpa a Keely. El nunca se había considerado capaz de amar, de modo que se había ido endureciendo, cerrándose a esa clase de sentimientos. Pero los días que había pasado con Keely le habían hecho ver, poco a poco, que esos sentimientos no habían desaparecido por completo, sino que estaban dormidos. Claro que, después del fin de semana en la cabaña, Rafe había decidido anestesiarlos de por vida. Rafe Kendrick no había nacido para el amor.
Cuando llegó al despacho, puso la mano en el pomo, se paró antes de entrar. Debería pedirle a Sylvie que le dijera que estaba ocupado. Sería la forma más sencilla de salir de la situación. Pero Rafe sabía lo testaruda que podía ser su ayudante, sobre todo entrometiéndose en su vida privada. Estaba segura de saber lo que más le convenía y Rafe tenía la sensación de que había incluido a Keely en esa categoría.
Así que respiró profundo y empujó las puertas.
Keely se puso de pie nada más verlo. Sus miradas se cruzaron y, por un momento. Rafe se quedó sin respiración. ¿Por qué lo sorprendía siempre su belleza? Su cara tenía algo especial, algo que le resultaba irresistible.
– Keely.
– Hola, Rafe.
Aunque solo habían pasado unos días desde la última vez que se habían visto, Rafe se quedó asombrado por la reacción de su cuerpo. El deseo reprimido irrumpió con fuerza y tuvo que ejercer todo su autocontrol para no cruzar la sala, estrecharla entre los brazos y besarla hasta dejarla sin sentido. El recuerdo de la intimidad que habían compartido la última noche le impedía pensar con claridad.
– Siéntate, por favor -dijo él, pasando de largo hasta situarse detrás de la mesa de trabajo-. ¿Cómo te va?
– Bien. Ocupada, pero bien -contestó Keely sin sentarse-. Le dije a mi secretaria que me apellido McClain. Pensé que sería mejor que… No sé cuánto sabe -añadió frente a una silla, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra con inquietud.
– ¿Qué has estado haciendo?
– Volví a Nueva York unos días para solucionar unos asuntos de la repostería. Dirigir un negocio desde otra ciudad no es fácil.
Rafe casi había olvidado que, en circunstancias normales, Keely Quinn vivía en Nueva York y él en Boston. Esa barrera no había surgido en sus conversaciones, pero, si se paraba a pensarlo, era una razón más por la que nunca habrían podido estar juntos.
– Estoy deseando hablar con mi familia y que mi vida vuelva a la normalidad -continuó Keely.
– ¿Todavía no se lo has dicho?
– No -respondió ella a la defensiva-. Por eso he vuelto. Voy a decírselo esta noche.
– Yo también me voy adaptando a la rutina -comentó Rafe entonces.
– Veo que pudiste volver a Boston.
– Tenía un móvil en el bolsillo del abrigo. Pedí un coche.
Keely pestañeó sorprendida, boquiabierta incluso. Al principio, Rafe pensó que se enfadaría. Después de todo, la había hecho pasar una noche más en la cabaña por no tener teléfono. Pero no pareció disgustarse por el engaño.
– Me alegro. ¿Encontraste el coche?
– El portero me devolvió las llaves -dijo él.
Lo sacaba de quicio tanto rodeo. Era como si acabaran de conocerse y tuviesen que estar pensando qué decir para no estar en silencio. Nadie que los viera habría pensado que pocos días atrás se habían estado susurrando cosas perversas al oído mientras sus cuerpos se dejaban arrastrar por la pasión.
– ¿Eso era todo?, ¿has venido a asegurarte de que pude volver sin problemas?
– No, quería darte esto -Keely puso una hoja pequeña de papel sobre la mesa.
Rafe le rozó la mano al ir a recoger la hoja y sintió una descarga eléctrica en el brazo.
– ¿Qué es?
– El nombre y el número de la seguridad social de uno de los hombres de la tripulación de mi padre. Se llama Lee Franklin. Según mi madre, estaba en el barco cuando tu padre murió. Y dice mi madre que él sabe todo lo que pasó. También dice que mi padre no tuvo que ver con la muerte del tuyo -Keely se encogió de hombros-. Voy a decírselo también a Conor para que pueda informar a las autoridades, pero pensaba que debías saber que habrá alguien que respalde la versión de Seamus. Dijiste que querías descubrir la verdad. Espero que podamos encontrar a Lee Franklin y que nos diga lo que de ocurrió… Y que te quedes satisfecho.
– Gracias -dijo Rafe.
– Bueno, a eso había venido -Keely se giró y fue hacia la puerta.
– Te he echado de menos -dijo él y Keely se paró en seco.
– Yo también te he echado de menos – reconoció, todavía dándole la espalda.
– ¿Puedo invitarte a comer?
– Son casi las cuatro -respondió ella, girándose despacio hacia Rafe.
– ¿A cenar entonces?
– Será mejor que dejemos las cosas como están -contestó Keely con una ligera sonrisa-. Al menos hasta que se resuelva todo con mi familia.
– Sí, supongo que tienes razón.
– Y quizá me equivoque -Keely respiró profundo, como tratando de sacar fuerzas de flaqueza-. Tengo que irme… Nos vemos.
Un segundo después se había marchado. Rafe se alisó el cabello. Aquello no era lo que quería: no le gustaba que Keely entrara y saliera de su vida sin saber cuándo volverían a verse, si volvían a hacerlo. Siempre se había alegrado, aliviado incluso, cuando las mujeres con las que había estado desaparecían. Pero con Keely se le creaba un vacío y se sorprendía echándola de menos a los pocos segundos de que se fuera.
– Maldita sea -murmuró. Le repateaba esa sensación de estar viviendo en el limbo. O hacía todo lo posible por que formara parte de su vida o se retiraba definitivamente. No soportaba aquella indecisión-. ¿Pero qué hago?
Miró la hoja que todavía tenía en la mano. Si Lee Franklin podía demostrar la inocencia de Seamus, tendría que encontrarlo y llevarlo a Boston para que le contara su versión. Se dirigió a la mesa y pulsó el botón del interfono. En vez de responder, Sylvie entró al instante en el despacho.
– ¿Sí?
– Quiero que llames a Stan Marks, de seguridad, y le digas que venga de inmediato. Tengo un pequeño trabajo para él.
– ¿Y? -preguntó la secretaria esbozando media sonrisa.
– ¿Y qué?
– ¿Cómo ha ido? Parece muy simpática. Y es guapa. Parece la clase de mujer con la que podrías casarte.
– Sí -murmuró Rafe.
– ¿Sí? -la sonrisa de Sylvie se expandió de una oreja a otra-. Estás embobado. Nunca te había visto así antes. Te sienta bien.
Luego se dio la vuelta y salió del despacho, dejando a Rafe a solas para que interpretara el significado de «embobado». En otras circunstancias, se lo habría tomado como un insulto, pero era evidente que no era más que una conclusión lógica. Porque, de alguna manera, se las había arreglado para enamorarse de la única mujer a la que no podía tener.
Keely miró la fachada de la comisaría de policía del distrito cuatro. Había llamado a casi todas las comisarías de Boston hasta dar con la de Conor y luego había averiguado cuándo terminaba su turno. Le bastaría con estar a la salida para verlo cuando se marchara. Miró la hora. Se suponía que su turno acababa a las seis y eran las seis y media. Quizá no lo había visto salir. Quizá había aparcado por detrás. Quizá…
– ¿Keely?
Se dio la vuelta y encontró a Conor en la acera a unos pocos metros de distancia. Tenía ese aspecto serio e intimidatorio suyo. Keely tragó saliva. Ya estaba. Había llegado el momento que esperaba.
– Hola, ¿cómo estás?
– Bien -Conor frunció el ceño-. ¿Qué haces aquí?, ¿tienes algún problema?
– No, no, estoy bien -Keely negó con la cabeza-. Es que… tengo algo para ti. En realidad es para Seamus. Liam me dijo lo que estaba pasando la última vez que estuve en el pub. Sé que la policía está investigando a Seamus por un asesinato y sé que es inocente. Y creo que podríais necesitar esto para demostrarlo.
– No entiendo.
– Lee Franklin era uno de los miembros de la tripulación. Este es su número de la seguridad social. Si no me equivoco, se puede localizar el paradero de cualquier persona mediante su número de la seguridad social, ¿no?
Conor la miró con incredulidad y agarró el papel que Keely tenía entre los dedos.
– ¿Cómo te has enterado de todo esto?
– Sé muchas cosas -Keely se obligó a sonreír.
– ¿Cómo has conseguido el número? – insistió él.
Keely respiró profundo, trató de serenar los golpes del corazón. Por fin. Había esperado mucho tiempo, pero era el momento.
– Por mi madre.
– Vale, ¿y cómo lo sabe tu madre?
– Llevaba los libros contables del barco pesquero de tu padre -Keely se mordió el labio inferior. ¡Venga!, ¡tenía que decírselo! Conor estaba preparado para oírlo. Solo tenía que soltarlo de una vez-. Y… estaba casada con tu padre -añadió y se quedó esperando la reacción de Conor.
– Mi padre solo estuvo casado con mi madre -contestó él, negando con la cabeza.
– Lo sé -dijo Keely-. Tu padre es mi padre. Y mi madre es tu madre. Me llamo Keely Quinn, nací seis meses después de que mi madre saliera de vuestras vidas -añadió de un tirón. Luego lamentó haberlo anunciado de ese modo. Podría haber tenido más paciencia.
Durante un rato prolongado, Conor se limitó a quedarse mirándola, totalmente anonadado. Luego se giró, dio cuatro o cinco pasos por la acera. Keely contuvo la respiración, desesperada por que respondiera algo, lo que fuera, que le permitiera atisbar lo que sentía. Por fin se dio la vuelta.
– No es posible. Es una locura. Mi madre está muerta, no tengo ninguna hermana.
Keely se sacó el colgante irlandés de debajo del jersey. La esmeralda brilló bajo la luz de las farolas.
– Me lo ha dado mi madre. Dice que Seamus lo reconocerá. ¿Lo reconoces tú?
Conor se quedó sin respiración y corrió hacia Keely. Agarró el colgante con una mano, frotó la esmeralda con el pulgar.
– Sí. Mi madre tenía un collar igual. Nunca se lo quitaba -dijo antes de dejar caer el colgante-. Seamus nos dijo que estaba muerta. No quisimos creerlo, pero con el tiempo nos pareció la única explicación lógica. Nunca intentó ponerse en contacto con nosotros.
– No está muerta -dijo Keely-. Vive en Nueva York. Se fue allí después de abandonar a tu… a nuestro padre. Yo nací allí.
– ¿Está viva? -preguntó asombrado Conor-. ¿Mi madre está viva?
Keely sintió la presión de las lágrimas en los ojos. Sabía por lo que estaba pasando Conor en ese momento: enterarse de que tenía una hermana y de que su madre, a la que creía muerta, no lo estaba.
– Acepté el puesto en el pub para poder conoceros. No quería engañaros, pero no estaba segura de cómo reaccionaríais. Al principio iba a decíroslo a todos a la vez, pero luego me asusté. Además, cuando el bar cerró, ya no sabía cuándo volvería a veros a todos juntos.
– Tienes que venir conmigo -Conor le agarró un brazo y echó a andar.
– ¿Adonde vamos?
– He quedado con mis hermanos en el pub. Tenemos que sacar todas las cosas para que el contratista pueda trabajar. Sean y Liam ya estarán allí. Quiero que les digas lo que acabas de contar.
Keely clavó los talones en el suelo, obligándolo a frenar.
– No sé si eso es buena…
– ¿Qué dices? -Conor rió-. Eres nuestra hermana. Ya es hora de que lo sepa todo el mundo.
– ¿Por qué no me reúno contigo allí? -se resistió Keely-. He venido en coche y necesito estar sola un momento… La verdad es que hasta ahora ha ido todo muy bien, ¿pero quién sabe cómo reaccionarán ellos?
Conor sonrió. Luego, la sonrisa perdió un poco de brillo mientras la miraba.
– Dios, recuerdo la primera vez que te vi fuera del pub, en la acera. Tenías algo que me resultaba familiar. Son los ojos -dijo al tiempo que le ponía dos dedos bajo la barbilla y le elevaba la cara hacia las farolas.
– Son del mismo color que los tuyos -dijo ella.
– Lo que demuestra que soy un policía buenísimo. Ni siquiera me lo imaginé -bromeó Conor, sin dejar de mirarla fijamente-. No puedo creer que seas real. Que estés aquí después de tantos años.
– Yo tampoco -Keely soltó una risilla-. Si supieras el tiempo que he tardado en atreverme a decírtelo.
– Pues te aseguro que el resto de mis hermanos se van a llevar una alegría.
– Quizá deberías decírselo tú -dijo Keely, poco confiada.
Conor le agarró la mano y le dio un pellizquito para animarla.
– No, creo que será mejor que se enteren por ti. Tengo el coche en esta misma calle. Quedamos a la salida del pub, ¿de acuerdo?
Jamás hubiera imaginado que fuese a resultar tan bien. Decírselo a Conor había sido tan sencillo… demasiado. Quizá llegaran los problemas a continuación. Pero, en tal caso, tendría que hacerles frente.
– Perfecto. Nos vemos en el pub -contestó por fin.
Por una parte, no quería separarse de él, pero necesitaba estar a solas un rato para renovar fuerzas. Al menos, Conor estaba de su parte. Y tenía la impresión de que era el cabecilla oficioso de la familia, el hermano al que los demás se dirigían cuando había un desacuerdo que dirimir. Si él quería que formase parte de la familia, encontraría el modo de convencer a los demás de que era parte de ella.
Keely corrió al coche, entró, apretó el volante. Estaba acelerada. No sabía si quería llorar o reír.
– Hola, soy Keely Quinn.
Por primera vez, le pareció que tenía sentido llamarse con ese apellido. Ya no era un sueño. Era Keely Quinn. Exhaló un suspiro profundo y arrancó el coche. Al terminar la noche, tendría una familia.
El trayecto hasta el pub pasó como en una nebulosa, distraída con pensamientos sobre lo que se avecinaba. Se sentía un poco mareada y se preguntó si no debería haber aceptado la invitación de Conor a ir en su coche. Pero le bastó con bajar la ventanilla para que el aire le despejara la cabeza. Una vez que se presentara a sus hermanos, tendría que llamar a su madre. Y luego llamaría…
Dejó el pensamiento a medias. No podía llamar a Rafe. Aunque estaba deseando oír su voz, no formaba parte de eso. No sería justo arrastrarlo de vuelta a su vida tan egoístamente. Cuando resolviera su vida familiar y el problema de Seamus, quizá pudiera volver a prestar atención a su vida amorosa.
La calle estaba casi vacía cuando aparcó en la acera frente al pub. Vio a Conor sentado en los peldaños de la entrada, acurrucado contra el frío. Era un hombre realmente agradable, seguro, en el que confiar. Le gustaba tenerlo de su parte. Keely lamentó no haber tenido oportunidad de crecer con él. Pensó que podría haber aprendido muchas cosas de su hermano mayor.
Aunque quizá siempre había tenido una parte de él en su interior. Había sido una Quinn desde que había nacido. Por mucho que hubiera intentado ser la hija de su madre, Keely sospechaba que se parecía más a sus hermanos: era emotiva, impulsiva, testaruda y porfiada, cien por cien Quinn. Por primera vez en su vida, sintió que encajaba en algún sitio.
Salió del coche y se acercó a Conor despacio. Este se puso de pie, sonrió.
– ¿Preparada?
– Supongo -Keely asintió con la cabeza.
Conor subió los escalones de dos en dos, abrió la puerta. Keely entró en el pub, tenuemente iluminado, forzándose a sonreír. Una melodía irlandesa sonaba a todo volumen por los altavoces, lo que impidió que advirtieran su llegada. Pero todos se giraron cuando Conor gritó:
– ¿Queréis quitar eso?
Liam alcanzó el mando del volumen y lo giró para bajar la música.
– ¡Keely! ¿Qué tal?, ¿qué haces por aquí? Suponía que ya habrías encontrado trabajo en otro sitio.
– Todavía no -Keely sonrió-. No hay muchos puestos vacantes para camareras patosas.
– Keely ha venido a contaros algo -terció Conor-. Vamos, díselo.
– No puedo soltarlo así -dijo ella, ruborizada.
– De acuerdo -Conor le agarró una mano y tiró de Keely hacia la barra. Luego, sujetándola por la cintura, la sentó sobre el borde. Los hermanos se reunieron alrededor, extrañados por su comportamiento-. Diles cómo te llamas.
– Ya lo sabemos -contestó Brian.
– No, no lo sabéis -Keely negó con la cabeza-. Mi verdadero nombre es Quinn. Keely Quinn.
Los cinco hermanos reaccionaron con sorpresa moderada.
– ¿Somos parientes? -preguntó Dylan.
– Totalmente -dijo Conor-. Miradle los ojos.
Todos se acercaron para examinarla como si fuese un gusano en un frasco de laboratorio. Keely esbozó una tímida sonrisa. Uno a uno, fueron tomando conciencia de la verdad y su expresión pasó de la curiosidad al asombro.
– Dios -murmuró Liam.
– ¿Es posible? -dijo Sean.
– Keely, diles quién es tu madre -intervino Conor de nuevo.
– Fiona McClain.
– ¿Y tu padre? -preguntó él y Keely tuvo que tragar saliva antes de responder.
– Seamus Quinn.
Conor asintió con una sonrisa radiante en la cara. Se giró a sus hermanos:
– Keely es nuestra hermana. Se quedaron los cinco en el más absoluto de los silencios.
– No tenemos ninguna hermana -dijo Brendan por fin-. ¿Cómo íbamos a tener una hermana y no saberlo?
– Enséñales el colgante, Keely.
Con dedos temblorosos, se sacó el colgante de debajo del jersey. Dylan se acercó un poco más.
– Me acuerdo de él. Mamá lo llevaba siempre. Cuando nos metía en la cama por la noche, le colgaba del cuello y yo enredaba los dedos en él hasta que me daba otro beso.
– Yo tengo una foto en la que está con ese colgante -dijo Sean.
– ¿Tienes una foto de nuestra madre? – preguntó Conor, girándose, al igual que el resto de sus hermanos, hacia Sean.
– Sí -reconoció este con el ceño fruncido-. La guardé antes de que papá lo tirara todo. No os la iba a enseñar. Me la habríais quitado a la menor oportunidad.
Luego metió la mano en el bolsillo trasero, sacó la cartera y extrajo una foto arrugada. Los hermanos se la pasaron de uno a otro, mirándola con atención.
– Yo también tengo una foto -dijo Keely. Buscó dentro del bolso unos segundos y sacó la foto que Maeve Quinn le había dado en Irlanda. Los hermanos se la pasaron-. La hicieron justo antes de que os fuerais de Irlanda. Tú todavía no habías nacido, Liam. Y, como ves, mi madre lleva el collar.
– Recuerdo ese día -dijo Conor.
– Era tan guapa -murmuró Brendan.
– Sigue siéndolo -Keely asintió con la cabeza-. Está viva. Vive en Nueva York.
De pronto, cinco pares de ojos se clavaron en su cara.
– Repite eso -le ordenó Dylan.
– Sé que os costará creerlo. Conor me ha dicho que pensabais que estaba muerta. Y no me veo capaz de explicar por qué os abandonó mi madre. Tendréis que preguntárselo a ella. Pero está viva y creo que le gustaría veros, si estáis dispuestos a verla. Tengo la sensación de que no ha dejado de pensar en vosotros un solo día.
– Nos dejó con un borracho -dijo Dylan con resentimiento-. ¿Tienes idea de lo que fue crecer en una casa así? Nunca nos llamó, ni siquiera se molestó en ver cómo estábamos.
– No es culpa de Keely -terció Conor-. Ella no tenía control sobre nuestra infancia. Así que quizá debamos discutir eso con nuestra madre, en vez de con ella.
Todos asintieron con la cabeza y Keely agradeció que no la culparan por los errores de su madre.
– Siento haber esperado tanto, pero no estaba segura de cómo decíroslo.
Brendan fue el primero en acercarse y estrechar a Keely entre sus brazos.
– Bienvenida a la familia, hermanita -dijo riendo-. ¡Qué cosas! Los hermanos Quinn con una hermana pequeña. Supongo que tendremos que empezar a vigilar nuestro lenguaje cuando estés delante.
– Keely tiene más noticias -intervino Conor-. Me ha dado una pista para localizar a uno de los miembros que formaban parte de la tripulación del Increíble Quinn cuando Sam Kendrick murió. Una pista de su madre.
– Mi… nuestra madre se acordaba de que había un tal Lee Franklin y que sabe lo que pasó. Si lo encontramos, puede contar su versión de los hechos y exculpar a Seamus del asesinato de Kendrick.
– Hablando de Kendrick -dijo Sean, agarrando una carpeta de la barra-, he estado investigando un poco. Este es el hijo de Kendrick. ¿Lo reconocéis? -preguntó tras sacar una fotografía.
– ¡Desgraciado! -exclamó Liam al tiempo que le arrebataba la fotografía a su hermano-. Ha estado en el bar. Ha venido varias veces en los últimos meses.
– ¿Lo has visto alguna vez? -le preguntó Sean a Keely al ver la cara de esta-. ¿Lo has atendido?, ¿te dijo algo?
– Creo que ha estado en el bar un par de veces, sí -murmuró, deseando que ninguno se acordara de la noche en que le había tirado el champán a la cara.
– Este es el que nos está complicando la vida -continuó Sean-. Es multimillonario. Trabaja en el sector inmobiliario. Supongo que se trata de algún tipo de venganza. Pero, ¿por qué va contando esas mentiras?
– Quizá crea que es verdad -dijo Keely. Sus hermanos se giraron hacia ella y se ruborizó-. No es que yo lo crea, pero puede que, por algún motivo, Kendrick esté convencido de que Seamus mató a su padre. Igual que vosotros estabais convencidos de que vuestra madre estaba muerta.
– Como vuelva a poner un pie en este bar, le hago tragarse los dientes de un puñetazo – gruñó Dylan-. Va a tener que aprender a hablar por gestos.
– Creo que lo primero que deberíamos es encontrar a este tipo y pegarle una tunda hasta que entre en razón -añadió Sean.
Mientras sus hermanos consideraban la forma más adecuada de tratar a Rafe Kendrick, Keely tomó la foto y miró la imagen del hombre que había sido su amante. Recorrió un dedo por cada facción de su rostro, recordando la sensación de acariciar sus labios, húmedos después de un beso, la superficie rugosa de la barba cuando necesitaba afeitarse, la intensidad de su mirada al desbordarse dentro de ella.
– ¿Os parece bien si guardo la foto? -preguntó tras soltar un suspiro-. Por si recuerdo algo más luego.
Si no podía tener al modelo, tendría que conformarse con una fotografía. Pero no le serviría por mucho tiempo. Keely necesitaba ver a Rafe y necesitaba verlo pronto.