Una tormenta de invierno rugía afuera. La nieve caía con fuerza contra las ventanas del apartamento de Rafe. Keely se acurrucó bajo el edredón, apretándose al cuerpo cálido y desnudo que tenía al lado. Cuando pasaban la noche juntos. Rafe nunca se molestaba en poner el despertador por la mañana. Esperaba a que se despertase y volvían a hacer el amor antes de compartir un desayuno relajados. Luego, Keely se iba a su coche o tomaba un tren de vuelta a Nueva York. O corría a casa de Conor y Olivia para estar un poco con su familia.
Empezaba a acostumbrarse a esas visitas fugaces. Y, al principio, le habían parecido emocionantes. Pero Keely sabía que Rafe no llevaba bien estar viéndose a escondidas. Robaban un par de tardes o noches a la semana y luego continuaban con sus vidas como si apenas se conocieran. Y cada vez que se despedían, advertía la impaciencia de Rafe en su mirada, en su forma de besarla, y se preguntaba cuánto tiempo más seguiría fingiendo que lo comprendía.
Keely había esperado que una vez que se sintiera más integrada con su nueva familia, sería capaz de plantearles la cuestión de su relación con Rafe. Pero si algo había aprendido en aquel último mes era que los Quinn tenían un gen rencoroso. Sus hermanos hablaban de Rafe con tal desprecio que Keely dudaba que su odio llegara a desaparecer algún día. Así que les ocultaba que seguía viéndose con Rafe, a la espera de algún cambio milagroso de actitud por parte de Seamus y sus chicos.
– ¿Qué hora es? -murmuró Rafe con voz adormilada después de darle un beso en el hombro.
– Temprano. Las siete quizá. Sigue nevando. Voy a tardar ni se sabe en volver a la ciudad.
– Entonces no vuelvas -gruñó él-. Quédate el día conmigo. Podemos refugiarnos aquí y ver películas, comer algo y echar siestas.
– No puedo. Tengo citas con tres novias para esta tarde. Y me falta terminar tres bocetos. Y tú tienes que trabajar.
– ¿Cuándo acabará esto? -preguntó él, frustrado.
– Es la vida, Rafe. Los dos tenemos trabajo. Los dos tenemos responsabilidades.
– Es un limbo, no la vida -contestó él-. Solo estamos esperando. Yo quiero empezar nuestra vida.
Keely se apoyó sobre un codo y lo miró. Estiró un brazo para retirarle un mechón que le caía sobre la frente.
– Está bien. Quizá debería quedarme a pasar el día.
– Contéstame, Keely. ¿Cuánto vamos a seguir así?
– Reconozco que pasamos mucho tiempo en la cama -bromeó ella.
– No intentes escaquearte -Rafe se incorporó-. Te pedí que te casaras conmigo y me dijiste que sí. Bueno, pues hagamos planes. ¿Cuándo vamos a casarnos?, ¿dónde?, ¿a quién invitaremos a la boda?
– No puedo decidir todo eso de golpe – dijo Keely-. Planear una boda lleva mucho tiempo.
– ¿Has decidido ya algo?, ¿le has dedicado un minuto a pensar al respecto?
Estaba enfadado. Keely se regañó por no haber accedido a quedarse a pasar el día nada más habérselo propuesto Rafe. De ese modo, habrían evitado la misma discusión de siempre.
– ¿Cuántas veces hemos hablado de esto en el último mes? -le devolvió la pregunta-. Me dijiste que no te importaba cuánto tiempo necesitara para solucionar las cosas con mi familia. ¿Lo decías en serio o estabas sobrevalorando tu paciencia?
– Es que no entiendo por qué te está llevando tanto tiempo. Me siento como un niño, escondiéndome, como si estuviéramos haciendo algo malo. Somos adultos. Deberíamos poder vernos siempre que queramos. Debería poder llamarte cinco veces al día y presentarme por sorpresa a hacerte una visita. Deberíamos poder hacer un viaje juntos y pasar las vacaciones con tu familia.
– Sí, eso sería genial -contestó con sarcasmo Keely-. Tú y los hermanos Quinn en el día de Acción de Gracias. Con el cuchillo de trinchar escondido.
– ¿Qué se supone que debo hacer? Te quiero en mi vida, continuamente. No solo cuando te viene bien. O a Seamus. O a tu madre. O a tus malditos hermanos.
– ¿Es que al menos no puedes entender cómo se sienten? -Keely suspiró-. Les has causado muchos problemas.
– Sienten lo que sienten porque no les has dado una buena razón para que sientan otra cosa. Yo hice lo que tenía que hacer y no me arrepiento. Hemos descubierto la verdad y ahora la vida sigue. Yo lo he aceptado. ¿Por qué no pueden ellos? Diles que me quieres y que quieres casarte conmigo. Y luego que si no les gusta, se pueden ir todos al infierno.
Keely retiró el edredón y salió de la cama.
Agarró la bata de seda que Rafe le había comprado y cubrió su cuerpo desnudo para protegerse del frío que hacía en el apartamento.
– No quiero seguir hablando de esto.
– Yo sí. Vamos a solucionar esto ahora o…
– ¿O qué?, ¿o hemos terminado?
– Sí -contestó Rafe con cara testaruda. Se cruzó de brazos-. Quizá sí.
– No hablas en serio -dijo ella.
– Sí.
– ¿Me estás dando un ultimátum?
– Supongo que puede decirse así -Rafe se encogió de hombros-. Sí, te estoy dando un ultimátum: o yo o tu familia. Eres una mujer adulta, Keely. Toma una decisión. Voy a ducharme. Espero una respuesta cuando salga.
Rafe salió de la cama y caminó desnudo hasta el cuarto de baño. Keely oyó el agua correr, pero no estaba dispuesta a dar por zanjada la discusión. Entró en el cuarto de baño y se plantó delante de la mampara de la ducha.
– Mi madre me ponía muchos ultimátums y no le servían de nada. Cuando alguien me dice que tengo que hacer algo, suelo hacer lo contrario.
– Eso mismo me dijo tu madre -contestó él por encima del ruido del agua-. Dijo que si se oponía a nuestro matrimonio, lo más probable era que siguieras adelante con la boda.
– ¿Ahora te dedicas a conspirar con mi madre?
– Aceptaré la ayuda de cualquier aliado de tu familia -dijo Rafe, asomando un segundo la cabeza-. Si tuvieras perro, intentaría hacerme amigo de él también.
– Esto es algo entre tú y yo -respondió Keely.
– Justo lo que yo digo -replicó él. Luego volvió a la ducha y subió el volumen de la radio a prueba de agua que tenía dentro, poniendo fin a la conversación.
Keely salió del cuarto de baño, empezó a recoger su ropa y la guardó de mala manera en la mochila.
Sí, habían tenido esa discusión una y otra vez desde que Rafe le había propuesto que se casaran. Y no, no había hecho nada por cambiar la situación con su familia, a pesar de haber aceptado su proposición. Todo eso era cierto. ¡Pero no se merecía un ultimátum!
Lanzó la mochila sobre la cama y regresó al baño. Luego se metió en la ducha sin quitarse la bata siquiera. Apagó la radio y le habló con seriedad:
– Si de verdad me quisieras, me darías más tiempo.
– Y si de verdad me quisieras tú, no necesitarías más tiempo.
– No voy a discutir más contigo -dijo Keely-. No estás siendo razonable -añadió mientras se disponía a salir de la ducha.
Pero Rafe la agarró por un brazo y la puso bajo el agua. La apretó contra los azulejos de la pared y apretó las caderas contra las de ella. La seda se ciñó a su piel, realzando las sensaciones del agua caliente y el contacto con Rafe.
– Puedo besarte, quitarte esa bata y hacerte el amor aquí y ahora. Pero no cambiaría nada. No me vas a querer más que ahora mismo. Así que decide. ¿Es suficiente?
– No lo sé -contestó Keely.
– Supongo que ya es una respuesta.
Pero en un intento desesperado, bajó la boca y le dio un beso feroz, casi de castigo, al tiempo que le abría la bata con los dedos. El agua los empapaba mientras Rafe cambiaba hacia el cuello, los pechos, el ombligo.
Keely echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos. Lo quería más de lo que había podido imaginar jamás. Y estaba loca si creía que podría renunciar a eso y no arrepentirse el resto de la vida. Pero la oposición familiar pesaría sobre el matrimonio y Keely se preguntaba si los viejos resentimientos no acabarían saliendo a la superficie algún día. ¿Y si nunca llegaban a aceptarlo?
Rafe le agarró las piernas y se las subió alrededor de la cintura. Luego, muy despacio, la penetró. Keely enredó los dedos por su pelo mojado y arqueó la espalda mientras él se movía en su interior.
– Dime que no puedes vivir sin mí -murmuró ella.
– No viviré sin ti -contestó Rafe con la respiración entrecortada.
Satisfecha con la respuesta, Keely se abandonó al deseo. El agua seguía cayendo, llenando la ducha de vapor, contribuyendo a crear un mundo donde lo único que importaba era la pasión. Y cuando por fin explotó en su interior, Keely suspiró, segura de que Rafe sería el único hombre al que amaría de verdad.
– Volvamos a la cama -susurró ella, mordisqueándole el lóbulo de una oreja.
Rafe se apartó, la devolvió al suelo con suavidad. Luego apoyó la frente contra la de ella y cerró los ojos.
– Vuelve a casa, Keely. Y no regreses hasta que hayas tomado una decisión.
La sacó de la ducha y volvió a encender la radio. Keely abrió la boca, preparada para retomar la discusión una vez más. Pero luego sacudió la cabeza y volvió al dormitorio despacio. No harían más que dar vueltas y vueltas otra hora más y no solucionarían nada. Ella quería más tiempo y él no estaba dispuesto a dárselo. A veces se sentía como si fuera una cuerda y cada bando tirara de ella exigiéndole lealtad y desgarrándola en el proceso.
– ¿Se ha cansado? -murmuró irritada-. ¡Pues más cansada estoy yo! Me casaré con él cuando esté preparada y ni un segundo antes.
Se puso los vaqueros y el jersey sobre el cuerpo todavía mojado. El reloj y el anillo de pedida estaban en la mesilla de noche. Agarró el reloj, pero dejó el anillo donde estaba. No debería haberlo aceptado, al menos hasta haber solucionado las cosas con su familia. Y no volvería a ponérselo mientras Rafe no cediera un poco.
Terminó de vestirse. Agarró la mochila, el abrigo y el bolso y fue hasta la puerta. Pero antes de abrir se miró la mano. Llevar el anillo la había hecho sentirse segura, como si nadie pudiera romper lo que compartían.
Pero no era el anillo lo que cimentaba aquella relación. Sino el amor que se profesaban. Por desgracia, sus sentimientos no eran tan radicales como los de Rafe. Para ella no se tras taba de una decisión de todo o nada. Unos meses atrás no había nadie en su vida más que su madre. Y, de pronto, tenía un padre, seis hermanos y un prometido que la quería. Todos estaban esperando a que formara parte de sus vidas. No debería verse obligada a elegir.
Por fin abrió la puerta, pulsó el botón de ascensor. Cuando llegó al vestíbulo del edificio, el portero la saludó:
– Buenos días, señorita Quinn.
– Buenos días -Keely se obligó a esbozar una sonrisa radiante.
– ¿Le llamo a un taxi?
– Sí, por favor. Voy a la estación sur. El portero pulsó un botón de su teléfono pidió un taxi mientras Keely tomaba asiento en un bonito sofá situado junto a la entrada. Contuvo las ganas de subir a recoger el anillo. Por fin, salió a la ventisca y entró en el taxi, empeñada en no rendirse a sus miedos… ni al ultimátum de Rafe.
Mientras el taxi avanzaba por las calles nevadas del centro de Boston, Keely miró por la ventana la mañana tan desapacible que hacía. Siempre se había dejado guiar por los impulsos, pero de pronto tenía cosas demasiado preciosas que perder y necesitaba tomarse su tiempo. Si Rafe la quería, esperaría. Y si no la quería, mejor descubrirlo antes que después de la boda.
Keely llegó al restaurante de Manhattan diez minutos tarde. La recepcionista la acompañó a la mesa en la que la esperaban Olivia, Amy y Meggie. La había sorprendido la invitación. Se preguntaba si las tres mujeres habrían viajado desde Nueva York nada más que para comer con ella o si se les había ocurrido invitarla después de estar allí por algún otro motivo. Olivia había insistido en pasar el día de compras, de modo que Keely había aceptado y había sugerido un buen sitio para comer.
– Perdonad el retraso -se disculpó mientras se sentaba. Agarró la servilleta de su plato y la desdobló sobre el regazo-. Me ha costado horrores conseguir un taxi. Debería haber venido en metro. ¿Habéis pedido ya?
– Acabamos de pedir la primera botella de vino -dijo Olivia-. Nuestras sobremesas suelen durar hasta bien avanzada la tarde. Y dado que hemos decidido pasar la noche en Nueva York, puede que esta se alargue hasta bien entrada la noche.
– ¿Hacéis esto hace mucho? -preguntó Keely, intrigada por la camaradería que existía entre las mujeres de sus hermanos.
– Empezamos Olivia y yo -dijo Meggie después de dar un sorbo de vino-. Y cuando Amy y Brendan empezaron a salir, la añadimos al grupo. Y ahora que eres una Quinn, pensamos que quizá te gustaría apuntarte también.
– ¿Qué celebramos? -preguntó Keely mientras Olivia le llenaba la copa.
– Es una comida de despedida en honor a Amy. Se marcha con Brendan a Turquía la semana que viene. Está escribiendo un libro sobre algo… interesante o importante o…
– Sobre una excavación arqueológica – precisó Amy.
– Y se va con él -continuó Olivia-. Van a vivir en una cabaña en pleno invierno en Turquía. Para mí es una locura, a ella le parece romántico y a Meggie solo le preocupa si podrán conseguir buen café.
– No será tan malo -dijo Amy-. Y solo será un mes, en mayo. Antes estaremos con el equipo de investigación en Ankara.
– ¿Cuánto tiempo vais a estar? -preguntó Keely.
– Tres meses en total. Volveremos justo antes de la boda de Meggie en junio.
– Que es por lo que queríamos que vinieras -dijo esta-. Por mi boda.
– Me encargaré de la tarta, por supuesto – respondió Keely, adelantándose a la pregunta-. Lo haré encantada.
– No era lo que te iba a preguntar -dijo Meggie-. Quería saber si quieres ser dama de honor. Olivia y Amy ya han dicho que sí y la boda no estaría completa sin la única hermana de Dylan.
– No… no sé qué decir -confesó Keely, asombrada por la invitación.
– ¿Qué tal sí? -Meggie rió.
Al principio le cupo la duda de si debía aceptar. ¿Y si se había borrado del mapa para junio? Pero entonces comprendió que ya siempre sería parte de la familia Quinn. La habían aceptado como a una más. Sería una Quinn el resto de su vida.
– Sí, me encantaría ser dama de honor. Y también me ocuparé de la tarta si quieres. Será la tarta más especial que jamás haya hecho.
– Acepta la oferta de la tarta -terció Amy-. Son auténticas obras de arte. Yo quise una para mi primera boda, pero no hace trabajos para fuera de Nueva York.
– No sabía que ya habías estado casada – dijo Keely.
– No lo he estado. Me eché atrás un mes antes de la boda. Pero ya estaba todo planeado. Mi madre vio tus tartas en una revista y estaba decidida a conseguir que prepararas la mía.
– Cuando te cases con Brendan haré también la tuya. Gratis, ya que ahora somos de la familia.
– Bueno -dijo Olivia-, ahora que hemos resuelto eso, podemos centrarnos en la verdadera razón por la que te hemos invitado.
– Creía que habíais venido de compras.
– Eso podemos hacerlo en Boston -contestó Olivia-. Queremos que nos hables de tu boda. Con Rafe Kendrick. Sentimos curiosidad desde la noche de la fiesta de reapertura del pub.
Keely miró los rostros inquisitivos de las tres mujeres. De todas las conversaciones posibles, era la última que habría elegido. No había vuelto a hablar con Rafe desde que se había marchado de su apartamento hacía una semana. Era como si estuviesen echando un pulso y ninguno de los dos estuviese dispuesto a darse por vencido.
– No estoy segura de si al final nos casaremos -Keely dio un sorbo a su copa-. De hecho, puede que no vuelva a verlo.
– ¿Qué ha pasado? -Olivia frunció el ceño.
– Es una historia muy larga.
Meggie estiró un brazo y agarró con cariño una mano de Keely.
– Somos familia. Puedes contarnos lo que quieras. Y tenemos un acuerdo de mujeres: está prohibido contar a los hombres de la familia nada de lo que hablamos. Por si no te has dado cuenta, los Quinn tienen tendencia a reaccionar exageradamente.
Keely nunca había tenido una hermana, pero siempre había soñado que sería algo así: conversaciones secretas, promesas inquebrantables, un oído comprensivo. Estaba deseando hablar con alguien de sus problemas y una vez que se le había presentado la oportunidad, quería contarles todos los detalles
– La última vez que estuve en Boston tuvimos una pelea. Me está presionando para que arregle las cosas con mi familia. Ya sabéis la opinión que Seamus y mis hermanos tienen de él. Y mi madre tampoco está de acuerdo con la boda. Así que nos estamos viendo a escondidas, como si fuéramos adolescentes, quedando siempre que podemos. Al principio era emocionante, pero Rafe se está impacientando y me ha puesto un ultimátum. O les cuento a mi padre y a mis hermanos que estamos juntos y vamos a casarnos o hemos terminado.
– Tiene razón -dijo Amy-. O sea, la familia es la familia. Pero el amor es el amor. A mis padres no les gustaba la idea de que me casara con Brendan. Pero me dio igual. Yo lo quería. Y mi abuela pensaba que estaba como un tren. Así que no iba a dejarlo pasar.
– Al menos te apoyaba alguien -dijo Keely-. Nadie quiere que me case con Rafe.
– Yo sí -aseguró Olivia-. Me pareció muy romántico cómo se te declaró aquella noche.
– Yo también -añadió Meggie-. Está claro que te adora. Y parecía dispuesto a enfrentarse a los seis para demostrarlo.
– Cuenta con mi voto también -remató Amy.
Sorprendida por su apoyo incondicional, Keely se sintió más animada.
– No sé -dijo de todos modos-. El matrimonio ya es algo complicado de por sí. Y mis hermanos podrían arruinamos la vida si no llegan a perdonarlo.
– No seas tan cobarde -dijo Meggie-. Rafe y tú tenéis suerte de haberos encontrado. Si lo único que se interpone entre vosotros es la familia, sería una locura rechazarlo.
– Y no te preocupes por los chicos -añadió Olivia-. Acabarán cediendo cuando vean lo feliz que te hace Rafe. Y si no, tendremos que presionarlos un poco. A ver quién tiene más fuerza: los increíbles Quinn o sus increíbles mujeres -bromeó.
Amy pidió otra botella de vino y Keely dio un sorbo a su copa antes de que Olivia se la llenase de nuevo.
– No es solo la familia. Tengo la repostería en Nueva York. Tengo responsabilidades. Me costaría marcharme. Tendría que hacerme mi sitio aquí. Y no estoy segura de que a Boston le interesen mis tartas.
– El trabajo es trabajo -contestó Olivia-. Y el amor es amor. Además, ¿quién dice que tienes que venirte a Boston? Quizá se vaya Rafe a Nueva York.
– Quizá -dijo Keely sin mucho convencimiento-. La verdad es que no lo hemos hablado. Yo puedo preparar tartas en cualquier parte. Y amo a Rafe. Y puede que haya estado muy obsesionada con la reacción de mi familia. No me van a expulsar por casarme con él.
– No se lo permitiremos -dijo Meggie. Keely recogió la servilleta de su regazo y la puso sobre la mesa.
– Ten… tengo que irme.
– No hemos terminado de comer -protestó Olivia.
– No puedo quedarme. Tengo que preparar una tarta.
– Tu cliente puede esperar -dijo Meggie.
– Este cliente no -Keely negó con la cabeza-. Tengo que preparar la tarta para mi boda. Voy a casarme con Rafe Kendrick.
– ¿Cuándo? -preguntaron a coro.
– No lo sé. Puede que mañana, puede que al día siguiente. Pero pronto.
Keely les dio un beso rápido de despedida a las tres, corrió al guardarropa por su abrigo y salió del restaurante. Si tomaba el metro hasta Brooklyn, podía ponerse con la tarta esa misma tarde. Al día siguiente por la mañana estaría lista y de camino a Boston. Después de todo, no podía casarse sin una tarta decente. Les daría mala suerte.
– Voy a casarme con Rafe Kendrick -se repitió Keely-. Voy a casarme con Rafe Kendrick y a la porra con lo que piense mi familia.
Rafe estaba sentado frente a la mesa del despacho, con los pies encima del borde, sujetando el Wall Street Journal. Intentaba concentrarse en el artículo que estaba leyendo, pero había empezado y parado tantas veces que comenzaba a rendirse. Los índices de interés tendrían que esperar. Maldijo para sus adentros, bajó los pies de la mesa y dobló el periódico.
Estaba trabajando duro últimamente, entregándose a distintos proyectos nada más que para no pensar en Keely. Se reprochaba la pelea que habían tenido y que hubieran roto su compromiso… aunque nunca habían llegado a estar comprometidos de forma oficial. Lo había advertido en contra de los ultimátums y se había negado a echarse a atrás. Y al salir de la ducha, se había marchado del apartamento, dejando el anillo de compromiso encima de la mesilla de noche. El mensaje era evidente. Por parte de ella, habían terminado.
Llegado a ese punto, ¿en qué dirección debía dirigir su vida? Rafe había hecho todo lo posible por convencerla de que se pertenecían el uno al otro. Pero no se habían enamorado en el momento adecuado. Mientras no resolviera sus problemas con la familia, permanecería en segundo plano.
Si no tuviese tanto orgullo, quizá pudiera aceptar que no lo antepusiera. Quizá podrían seguir como hasta entonces, continuar a espaldas de su familia, sin llegar a comprometerse totalmente. Pero si él estaba dispuesto a dar prioridad a Keely en su vida, esperaba que esta hiciera lo mismo.
Rafe abrió el cajón de la mesa y sacó el estuche de terciopelo. No estaba seguro de por qué había guardado el anillo. Quizá no había perdido la esperanza de que Keely volviera a ponérselo algún día. Podía devolverlo a la joyería para que el anillo no se la recordara. Y quizá se hiciera un viaje con el dinero. A algún lugar de clima cálido con muchas mujeres bonitas y muy poca ropa encima.
Cuando llamaron a la puerta, metió el estuche en el cajón y lo cerró. Segundos después, Sylvie entró en el despacho con un paquete grande en las manos.
– Acaban de entregarlo.
– ¿Qué es?
– No sé. Pone que es personal y confidencial -Sylvie lo dejó sobre la mesa-. ¿Quieres que lo abra?
– ¿Por qué no?, ¿no significa eso personal y confidencial?, ¿que Sylvie puede abrir el paquete?
Sylvie desgarró la parte superior de la caja. Miró. Frunció el ceño.
– ¿Qué es? -preguntó Rafe.
– No estoy segura -dijo ella. Bajó la mano, la retiró y se llevó el dedo a la boca-. Creo que es un pastel. Aunque parece un par de zapatos. Italianos quizá.
Rafe se levantó y miró el interior del paquete. Se echó a reír.
– Zapatos italianos. Lo ha enviado Keely.
– Te ha mandado una tarta con forma de zapatos.
– La noche que nos conocimos vomitó encima de mis zapatos. Los echó a perder. Y me prometió que me regalaría otros.
– Qué dulce -dijo Sylvie.
– Sí, lo es -murmuró Rafe. La pelota había estado en su lado de la pista y Keely acababa de golpear. Lo que significaba que no habían terminado del todo. Se pasó la mano por el pelo y sacudió la cabeza-. Esta mujer es capaz de volver completamente loco a cualquiera.
– Está de vicio -dijo la secretaria, chupándose todavía el dedo-. ¿Nos la comemos ya o solo es para mirarla?
– Se supone que es para disfrutarla -dijo una voz suave. Se giraron los dos. Keely estaba en la puerta con una sonrisa tímida en los labios. Llevaba un vestido largo de lana para el frío, sombrero y bufanda-. Es de plátano. No son zapatos italianos, pero saben mucho mejor -añadió mirando a Rafe.
Este la contempló durante un largo momento. Aunque había intentado no pensar en ella durante la anterior semana, no había sido capaz de quitársela de la cabeza. Y de pronto sabía por qué. Era la mujer más bella que había visto, la única a la que jamás amaría.
Se acercó a Keely despacio, le quitó el sombrero y le desanudó la bufanda. Sylvie se encargó de las dos prendas.
– Voy por un cuchillo y unos platos -dijo, saliendo a toda prisa del despacho.
– Es una tarta estupenda -murmuró Rafe-. Tienes mucho talento.
– Un diseño original -comentó Keely-. Las tartas de boda son mi especialidad.
– ¿Tarta de boda? -Rafe enarcó una ceja-. ¿Para quién?
– Para nosotros. Creo que si vamos hoy por la licencia, podremos casarnos el jueves.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó él, mirándola a los ojos.
– Sí -contestó Keely-. No voy a esperar a que mi madre, mi padre y mis hermanos estén de acuerdo. Quiero casarme ya, Rafe. Quiero demostrarles que formas parte de mi vida. Te quiero. Eso es lo único que importa.
– ¿Pero no quieres tener una boda por todo lo alto?
– No es fundamental. Nunca pensé que diría esto, pero no lo les. Lo que importa es que estaremos casados y podremos empezar una vida juntos. Bueno, di, ¿te casarás conmigo?
– Sí.
Keely entrelazó las manos por detrás de la nuca de Rafe. Que no podía creerse que aquello estuviese pasando de verdad. La abrazó con fuerza y luego la besó despacio, a fondo, hasta que se convenció de que no se trataba de una alucinación.
Keely echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos.
– Quiero mi anillo -dijo-. Espero que no lo hayas devuelto a la joyería.
– Está en un cajón de la mesa.
Keely se desembarazó del abrazo y empezó a buscar por los cajones del escritorio. Rafe se agachó, abrió el de en medio, rescató el anillo de entre una pila de clips.
– Esta vez te lo dejarás puesto, ¿no?
– Intenta quitármelo y verás -contestó Keely mientras extendía el anular. Rafe introdujo el anillo en el dedo y ella sonrió-. Bueno, ¿qué hacemos primero?
– ¿Se lo has dicho a tus padres?
– No. Ni voy a hacerlo. Tú y yo vamos a casarnos y si no les gusta, pueden… irse al infierno.
– Quizá deberías pensártelo, Keely -dijo Rafe, acariciándole una mano-. Se enfadarán mucho si te casas conmigo en secreto. Pensarán que te he convencido yo.
– Y es verdad -contestó Keely. De pronto, frunció el ceño-. ¿Estás dando marcha atrás? Pensaba que esto era lo que querías.
– Por supuesto que sí. Pero, ¿es la forma de abordarlo?
– Es la forma que quiero -sentenció ella-. Antes pensaba que quería una boda grande, cuanto más complicada mejor. Pero me he dado cuenta de que lo importante no es la boda. Sino el matrimonio. Quiero estar casada contigo, Rafe. Hasta que la muerte nos separe. Así que hagámoslo.
– De acuerdo -Rafe sonrió. Le agarró la cara entre las manos y le dio un beso rápido-. ¿Dónde?
– Aquí en Boston, en el ayuntamiento. He llamado para informarme sobre la licencia. Hay que esperar tres días para que nos la concedan, así que si vamos hoy, podemos casarnos en tres días.
– Vale. Pero si tenemos tres días, al menos deberíamos hacer que sea especial.
– De acuerdo. Me compraré un vestido.
– Y yo te compraré flores. ¿Y qué tal una luna de miel?
– No sé -dijo Keely-. Quizá tengamos que retrasarla un poco.
– Yo me ocuparé de la luna de miel -contestó él con una sonrisa picara.
– Entonces hecho. Hemos planeado nuestra boda en… ¿cuánto?, ¿diez segundos? Debe de ser un récord.
– Necesitaremos un testigo -dijo Rafe justo antes de pulsar el botón del interfono-. Sylvie, ¿puedes venir?
Segundos después, Sylvie apareció en la puerta del despacho.
– ¿Queréis un trozo de tarta?
– Ponla en la nevera. Luego cancela todas mis citas de las próximas dos semanas. Y déjate libre el jueves. Keely y yo vamos a casamos y te necesitamos como testigo.
– ¿Os vais a casar?, ¿de verdad? -preguntó asombrada Sylvie.
– Y llama al juez Williams, a ver si puede encargarse de la ceremonia. Trabajé con él en la cena de beneficencia que organizamos el año pasado para el alcalde. Y voy a necesitar unos billetes de avión.
– ¿Estoy invitada a la boda? -preguntó Sylvie-. ¿Queréis que llame a los otros invitados?
– Eres la única invitada -dijo Keely-. Hemos decidido hacer una boda sencillita.
– De acuerdo. Supongo que tengo que ponerme a trabajar -dijo antes de marcharse y cerrar la puerta del despacho.
Rafe levantó a Keely y la hizo girar mientras le daba un abrazo fuerte. Casi tenía miedo de soltarla, miedo de que cambiara de opinión. Aunque aquello era justo lo que quería. Rafe no podía evitar seguir albergando algunas dudas. En realidad no había resuelto el problema con la familia de Keely. Solo lo habían sorteado por el momento. Pero, antes o después, Keely tendría que contarles que estaban casados y afrontar las consecuencias.
Si fuera un hombre sensato, echaría el freno de mano. Al fin y al cabo, Keely siempre había sido una mujer impulsiva y no había mejor ejemplo que aquel. Pero Rafe quería a Keely mucho más que actuar con sensatez. Si estaba decidida a casarse en tres días, ¿quién era él para discutírselo?