– Ron con cola, dos pintas y… -Keely miró su libreta-. ¿Una piña colada?.-Seamus río y la apuntó con el dedo.
– Aquí no ponemos de eso. Te están tomando el pelo porque eres nueva -dijo-, ¿Quién quería la piña colada?
Keely se giró hacia un grandullón con barba y chaqueta de motero.
– Creo que se llama Art.
– Art es un buen tipo. Irlandés. Solo bebe Guinness. Y en Nochebuena, que hay Guinness gratis, bebe mucho. Dile que es piña colada – añadió riéndose de su propia gracia.
Mientras le servía las bebidas en una bandeja, Keely se descalzó un momento y estiró los dedos de los pies. No tenía madera para camarera, mucho menos para servir en un pub irlandés. No le costaba recordar los pedidos, pues la mayoría de los clientes querían Guinness. Pero hacía falta tener la condición física de un atleta olímpico para evitar las manos toconas de los hombres, los resbaladizos charcos de cerveza en el suelo y soportar la humareda de cigarrillos.
Se había fijado en el cartel en el que se ofrecía un puesto de camarera al regresar al pub en noviembre y había decidido pedir el puesto si todavía no había nadie cuando volviera en diciembre. Desde entonces había pasado una semana y ahí estaba, pasando la Nochebuena con los Quinn… su familia. Había sido un plan perfecto.
Y, en realidad, no se le daba tan mal. Hasta el momento no había cometido muchas calamidades… aparte de tirarse una bandeja de bebidas encima la primera noche. Y luego estaba lo de la segunda noche, rematada con una broma pesada de Liam. Le había puesto una pegatina en la espalda con la palabra «PELLÍZCAME» en mayúsculas. Había terminado la jornada tan nerviosa que no había logrado conciliar el sueño. A la tercera noche ya se había despabilado y solo había tardado dos horas en darse cuenta de que los clientes que se ofrecían a secarle las gotas de cerveza de la cara tenían tinta negra en las yemas de los dedos. Pero las bromas habían contribuido a que se sintiera parte de la familia.
En cuanto tuvo la bandeja llena, se dispuso a servir las bebidas. Ed, un habitual del pub, le entregó un billete de diez dólares por la ronda y le dijo que se quedara el cambio, lo que suponía tres dólares de propina con la Guinness de regalo. Keely despachó el resto de las mesas y luego hizo una pausa en el extremo de la barra donde Liam acababa de servirle un refresco.
Mientras daba el primer sorbo, pensó en Rafe una vez más, como tantas otras durante las últimas semanas. Se le hacía raro estar en la misma ciudad y no saber dónde estaba ni qué hacía. Se decía que tenía que llamarlo, pero al final siempre se inventaba alguna excusa para retrasarlo: las vacaciones, el trabajo en el pub, la confusión que le producía no poder precisar lo que habían compartido. Y la certeza de que si volvía a verlo, probablemente sucumbiría a sus encantos de nuevo.
Aunque la mera idea de acostarse con Rafe le aceleraba el pulso, tenía cosas más importantes que embarcarse en una aventura apasionada y experimentar orgasmos sísmicos. Lo que no quitaba para que mirara hacia la puerta cada vez que entraba un cliente, preguntándose si sería él… y qué haría en tal caso.
Los pensamientos de Keely se tornaron sombríos. Aunque en el pub reinaba la alegría de las navidades, todo lleno de luces de colores y villancicos, no pudo evitar pensar en su madre, sola en casa. Para compensarla por su primera ausencia en esas fechas, Keely la había llamado cada noche para darle detallitos novedosos sobre los hermanos Quinn. En el fondo, Keely esperaba celebrar las siguientes navidades todos juntos.
Había hecho todo lo posible por integrarse. Sean y Liam llevaban trabajando desde primera hora de la tarde, preparando caldo irlandés y poniendo jarras de Guinness gratis. Conor había llegado a las tres con su flamante esposa, Olivia, y poco después había aparecido Dylan con su prometida, Meggie, y el hermano de esta, Tommy. Ya solo esperaban a Brendan, aunque ninguno estaba seguro de que acabara presentándose.
Estaba ansiosa por conocer al último de sus hermanos. Ya sabía que Dylan era bombero y Meggie tenía un café. Y que Conor y Olivia se habían casado el fin de semana del día de acción de gracias. Brendan era escritor y Seamus tenía copias de sus libros detrás de la barra. Y justo esa noche, todos se habían apiñado frente al televisor para ver la primera intervención de Brian como reportero en directo para uno de los canales de televisión de Boston.
En cuanto a Liam y Sean, trabajaban cuando podían: Sean como detective privado y Liam como fotógrafo autónomo para el Boston Globe. Los tres hermanos pequeños seguían solteros. Por lo que podía observar de las clientes del bar, no les faltaba compañía femenina. Tenían éxito con el sexo opuesto, así que Keely mantenía las distancias para no tener que explicar por qué estaba soltera, pero no disponible.
Keely dio otro trago a su refresco y deslizó la mirada de un hermano a otro. Una vez que estuvieran todos juntos, podría anunciar quién era y desear que el espíritu navideño la ayudara. ¿Qué mejor regalo de Navidad que descubrir que tenían una hermanita debajo del árbol?
– ¡Hablando del rey de Roma! -saludó Dylan-. ¡Bren, te estábamos esperando!
Keely se giró en la banqueta, con el corazón palpitando de anticipación. ¡Ahí estaba! Brendan Quinn, el único hermano que le quedaba por conocer, apareció con una bonita mujer del brazo. Le tomó la mano y la condujo hacia el resto de la familia. Keely lo miró atentamente, deseosa de rescatar algún dato sobre él para poder contárselo a su madre cuando la llamara más adelante.
La sorpresa saltó casi al instante, cuando Brendan presentó a su acompañante, Amy, como su prometida. Mientras recibía las felicitaciones de todos. Keely sintió un pellizquito en el corazón. Otra fiesta familiar que no había compartido. Y otra razón más para no decirles quién era. No sería justo robarles el protagonismo a Brendan y Amy.
Keely miró hacia Seamus y advirtió que era el único que no estaba de celebración. Se había sentado en una banqueta a unos metros de Keely y daba sorbos a una jarra pequeña de Guinness. Brendan se acercó a su padre y le pasó un brazo sobre los hombros:
– Bueno, ¿qué? ¿Qué te parece, papá?
– ¿Qué me va a parecer? Fatal -bromeó Seamus, negando con la cabeza-. ¿Es que no os he enseñado nada? Nuestros antepasados se estarán retorciendo en sus tumbas.
De pronto, la noche que había empezado tan alegre se volvió melancólica para Keely. Los Quinn se trataban con una camaradería que nunca estaría a su alcance, la naturalidad de quienes han compartido una vida juntos. Entonces se fijó en las tres mujeres del grupo:
Olivia, Meggie y Amy. Habían entrado en la familia después y las habían aceptado. ¿La aceptarían también a ella?
– ¡Keely! -la avisó Seamus-. Hay clientes con el vaso vacío, pequeña.
Keely agarró la bandeja y corrió hacia las mesas situadas en el otro extremo. Durante los siguientes minutos, no tuvo tiempo para pensar en su familia. Hasta que Conor le pidió una botella de champán para Brendan y Amy. Se acercó sonriente a los recién prometidos y se aseguró de no mirarlos con demasiado descaro. Brendan era tan guapo como los otros cinco hermanos, con el mismo pelo negro y los mismos ojos de color verde dorado.
– De parte de Conor -Keely puso las copas en la mesa y le entregó la botella a Brendan-. Enhorabuena. Que seáis muy felices.
– Gracias -contestó Brendan, dedicándole una sonrisa cálida.
Keely asintió con la cabeza y se retiró. Pero se paró a mitad de camino cuando Seamus apuntó con impaciencia a un cliente nuevo. Sacó la libreta y el boli y, al levantar la cabeza, lista ya para anotar el pedido, se le paró el corazón.
– Rafe.
– Keely -dijo este, tan asombrado como ella-. ¿Qué haces aquí?, ¿por qué llevas la bandeja?
Se quedó sin palabras. ¿Cómo iba a explicarle la situación? En el fondo no pensaba que Rafe volviera al pub, sobre todo después del último encuentro.
– Eh… Estoy de camarera -Keely trató de recordar lo que le había contado sobre el trabajo. Hacía diseños de tartas y tenía una repostería. ¿Para qué iba a cambiarse de ciudad y aceptar un trabajo en un pub?-. Yo…
– Creía que vivías en Brooklyn y trabajabas en la repostería de tu familia.
– Es verdad -dijo aliviada Keely-. Pero lo he dejado y me he venido aquí. Necesitaba ponerme a prueba, salir adelante por mi cuenta. He intentado conseguir trabajo en alguna repostería, haciendo tartas, pero está muy difícil. Así que he aceptado este trabajo.
– ¿Por qué en Boston? -preguntó Rafe, que no parecía haberse creído la historia.
– ¿Por qué no? -Keely hizo una pausa-. No, no he venido por ti si es lo que te preocupa.
– No me preocupa -Rafe sonrió-. Después de nuestro último encuentro, he estado evitando este sitio. Pero supongo que no esperaba encontrarte aquí en Nochebuena.
– ¿Te pongo algo? Tenemos caldo irlandés y Guinness gratis.
– Whisky con hielo -dijo él-. El mejor que tengas.
Mientras volvía a la barra, Keely trató de bajar el número de pulsaciones. Se había acordado de Rafe muchísimas veces desde la última en que se habían visto. Pero se había obligado a concentrarse en su familia. Y, llegado el momento del reencuentro, lo cierto era que se alegraba. Era la única persona que conocía en Boston. Y ya no parecía enfadado. De hecho, lo había notado hasta amable.
– Espíritu navideño -murmuró mientras volvía hacia Rafe con la bebida.
– ¿Te puedes sentar un momento?
– La verdad es que no -dijo ella tras lanzar una mirada alrededor del bar-. Estamos bastante liados.
– ¿A qué hora sales?
– El pub cierra a las cinco.
– Y luego volverás a Nueva York a pasar la noche con tu familia -supuso Rafe.
– No, estaré aquí. Sola. Con un tazón de chocolate caliente y un buen libro.
– Ni hablar -dijo entonces Rafe-. Te invito a cenar. Acéptalo como disculpa por mi comportamiento la última vez que nos vimos.
– Si es por eso, deberíamos ir a escote. Mi comportamiento tampoco fue excelente. Pero tendrás planes con tu familia.
– Ninguno.
Keely consideró la invitación un par de segundos antes de asentir con la cabeza.
– De acuerdo. Me encantaría.
Mientras volvía al trabajo, no pudo evitar sonreír. Aunque había intentado no hacer caso a la atracción que sentía hacia Rafe, verlo había demostrado lo contrario. Quizá solo fuese algo físico; pero, ¿qué tenía de malo? Una noche de sexo estupendo podía resultar de lo más reconfortante.
Y si, por alguna casualidad, el sexo daba pie a algo más, ya se ocuparía más adelante.
Rafe dio un sorbo al whisky, atento a Keely mientras se movía entre las mesas. De vez en cuando, esta lo miraba y le sonreía, y Rafe se perdía en la contemplación de su belleza.
En aquel ambiente, donde las mujeres no eran especialmente pulcras, llevaban el pelo de cualquier forma, los labios rojos y los pechos operados, Keely destacaba por encima de todas. Apenas llevaba maquillaje, tenía el pelo corto y solo algo enmarañado, como si acabara de salir de la cama. Rafe se fijó en su ropa: era moderna, con un toque funky, lo que provocaba más de una mirada extrañada en el entorno más bien conservador del pub.
Esa mañana llevaba un jersey verde lima y una faldita negra que ofrecía una vista tentadora de sus piernas. Las botas hasta las rodillas realzaban su atractivo todavía más. Dios, le encantaban las botas negras, pensó Rafe.
Un grito procedente de la barra lo hizo mirar hacia Seamus Quinn y en seguida cambió de humor. Todo estaba preparado: el día después de Navidad, Seamus se enteraría de que le habían vendido la hipoteca por el pub. Un inspector lo visitaría al día siguiente y descubriría que las tuberías y el sistema de calefacción estaban llenos de amianto. El pub tendría que cerrar hasta que lo eliminaran. Y al día siguiente, un pescador, ex tripulante del Poderoso Quinn, iría a la policía con una historia sobre un asesinato en el mar.
Ken Yaeger le había contado la historia hacía muchos años. Había visitado a la madre de Rafe poco después del entierro y le había dicho cómo había muerto su marido en realidad. Y Rafe se la había oído contar a su madre, de manera inconexa, siempre con Seamus Quinn como villano. Con el tiempo, Rafe había sacado sus conclusiones y, tras encontrar a Yaeger unos meses atrás, había confirmado sus sospechas. Seamus Quinn era responsable de la muerte de Sam Kendrick. Lo había asesinado impunemente.
Si todo salía como tenía previsto, a principios de año Seamus Quinn estaría en la cárcel y ninguno de sus hijos podría hacer nada por rescatarlo de la justicia. Rafe dio otro sorbo a su copa. Lo único que le pesaba era que Keely perdiese el trabajo. Pero ella no pertenecía a un lugar así. Tendría que encontrar la forma de compensarla, aparte de la cena.
Cuando se terminó el whisky, Seamus había dado aviso para que los clientes que quisieran pidiesen la última. Keely corría de una mesa a otra con las cuentas. Después de cobrar a todos, colgó el mandil y se reunió con él en la puerta. Luego salieron y apoyó un brazo sobre el de Rafe mientras andaban hacia el coche de este.
– ¿Cansada?
– He empezado a mediodía. Cinco horas no son muchas.
– ¿Te gusta tu nuevo trabajo?
– Está bien. Un poco duro para los pies. Y cuando salgo huelo a tabaco y cerveza. Pero los clientes son agradables. Muy irlandeses.
– ¿Y los dueños? -quiso saber Rafe.
– No los conozco mucho -contestó con sinceridad-. Pero me caen bien. ¿Adonde vamos?
– Tengo que hacer una parada antes de cenar. Quiero mandar un regalo de Navidad. No me llevará más que unos minutos.
Pasaron el trayecto en coche charlando. Rafe apenas podía mantener la vista en la carretera con Keely al lado. No era de los que creían en el destino, pero algo lo había llevado al Pub de Quinn ese día. Algo relacionado con saciar las ganas de volver a estar con Keely.
Y dado que ya sabía lo que esta esperaba, no cometería dos veces el mismo error. Quería una relación sexual, libre y desinhibida, sin ataduras. Podía olvidarse de cualquier relación que fuera más allá del placer físico. Era justo lo que siempre había buscado en una mujer y por fin lo había encontrado.
Hablaron sobre el trabajo de Keely mientras Rafe tomaba la desviación de la autopista hacia Cambridge. Minutos después, aparcó frente a la Residencia Clínica Terraza del Roble.
– ¿Por qué paramos aquí? -preguntó Keely.
– Mi madre vive aquí. No tardaré mucho.
– Pero estamos en navidades -objetó ella-. Deberías pasar algo de tiempo con ella.
– Últimamente ni siquiera me reconoce – dijo Rafe-. Tiene algunos problemas y siempre empeora en navidades. Creo que echa de menos a mi padre.
– ¿Está muerto?
– Hace casi treinta años. Pero para ella es como si hubiese sido ayer. Su estabilidad emocional se rompió cuando se murió -Rafe se giró hacia el asiento trasero y agarró un paquete envuelto con papel de regalo-. Vuelvo en seguida.
– Me gustaría acompañarte -dijo Keely con suavidad-. Conocer a tu madre.
Sorprendido por la propuesta, no supo qué contestar. Su madre se desconcertaba con los desconocidos. Pero Keely era especial.
– De acuerdo -accedió finalmente. Salió del coche, lo rodeó y abrió la puerta de Keely.
– Tengo que darle las gracias por enseñarte a ser tan caballeroso -dijo ella sonriente.
Aunque tenía adornos navideños, la residencia estaba en silencio. Rafe saludó a la enfermera de recepción y echó a andar por un pasillo. Keely caminó a su lado bajo la mirada vacía y los rostros sin expresión de los residentes.
– A veces se pone desagradable -advirtió Rafe cuando llegaron a la puerta de su madre-. Así que siéntete libre para salir si te molesta su comportamiento.
– Todo irá bien -le aseguró ella. Rafe no supo de dónde le salió el impulso, pero se echó hacia delante y le dio un beso fugaz en los labios. No tenía palabras para expresar lo dulce que era, así que había optado por mostrárselo con aquel gesto. Luego se giró y llamó con suavidad a la puerta.
Lila no levantó la cabeza cuando entraron. Estaba sentada en una silla junto a la ventana, mirando la noche invernal con una extraña sonrisa en la cara. Rafe se acercó y le dio un beso en la coronilla.
– Hola, mamá. Felices fiestas.
– Ya debería haber venido -dijo Lila-. Nunca llega tan tarde.
– Ya no tardará, mamá. Mientras tanto, ¿quieres abrir este regalo?
Por fin se giró hacia Rafe, abarcando el regalo con la mirada. Pero luego se fijó en Keely y se le borró la sonrisa.
– ¿Eres mi enfermera? -le preguntó. Keely se acercó despacio a la silla y se agachó hasta estar a la altura de Lila.
– No, soy una amiga de Rafe. Felices fiestas, señora Kendrick.
Lila se quedó mirándola un buen rato con el ceño fruncido.
– Te conozco -dijo.
– No, mamá, no la conoces.
– Te conozco. Tienes los mismos ojos.
– Tiene unos ojos muy bonitos -le dijo Keely a Lila, cambiando hábilmente de tema-. Y un pelo precioso. ¿Quieres que te peine?
Rafe se quedó mirando a Keely mientras estaba arreglando el pelo de su madre y le hablaba con suavidad de moda, perfumes y todas esas cosas de mujeres. Lila parecía relajada y hasta se rió una o dos veces. Por primera vez en muchos años. Rafe vio a la madre que había conocido: la madre que lo había enseñado a bailar en el salón, la madre más «guay» según los compañeros del colegio, la madre que le dijo que podría llegar donde se propusiese.
Y se había propuesto arruinar a la familia Quinn.
– Has hecho mucho por mí -se dijo Rafe-. Y ahora voy a hacer esto por ti, mamá.
Pasó casi una hora hasta que Rafe decidió que era hora de irse. Su madre estaba cansándose y, cuando se cansaba, se volvía más irracional todavía. Miró a Keely y esta asumió la responsabilidad de anunciar que se marchaban. No sin antes asegurarle a Lila que se había entretenido mucho hablando con ella y que esperaba volver a visitarla.
Luego, mientras salía al pasillo, Rafe se sentó junto a su madre.
– Me alegro de haberte visto, mamá.
– Las navidades se acercan -dijo ella, apretándole la mano-. Vendrás a verme, ¿verdad?
– Claro que sí, mamá. Te quiero -Rafe le dio un beso de despedida, pero, de pronto, Lila lo agarró por la camisa y tiró de su hijo.
– Dile que lo siento -le rogó-. No quería molestarla. Ella no tiene esos ojos. Los tiene él. Seamus Quinn. Ojos diabólicos. Me he equivocado. Asegúrate de decírselo. Prométemelo.
– Lo prometo, mamá -dijo Rafe mientras se desembarazaba de la mano de su madre. Luego se unió a Keely en el pasillo, sonrió, le levantó la mano para darle un beso en la muñeca-. Gracias.
– ¿Por?
– Por devolverme a mi madre. No suele volver a la realidad. Ha sido el mejor regalo de navidad que me han hecho en muchos años.
Keely lo miró algo confundida. Luego sonrió y echó a andar por el pasillo. Rafe la observó, asombrado por la profunda emoción que lo invadía. ¿Qué golpe de suerte le había traído a Keely McClain a su vida?, ¿qué tendría que hacer para retenerla?
– No esperaba que todos mis restaurantes favoritos estuvieran cerrados en Nochebuena -dijo Rafe.
– No importa -contestó Keely-. Podemos cenar otro día.
– Te he invitado a cenar y vamos a cenar… Todavía podemos probar en un sitio. Está cerca.
Keely se acomodó en el asiento del Mercedes. Se alegraba de pensar que cenarían con una mesa entre los dos porque, en ese momento, tenía unas ganas casi irresistibles de besarlo de nuevo. El roce de sus labios en la residencia no había hecho sino azuzar su apetito. Sentía como si cada poro de su piel estuviese cargado de electricidad. Y que si Rafe la tocaba adecuadamente, ardería en llamas.
Si no quería meterse en líos esa noche, tendría que elegir los platos de la cena en función de la cantidad de ajo. Keely frunció el ceño cuando Rafe pulsó el mando que abría la puerta de un garaje.
– ¿Qué clase de comida ponen en este restaurante? -preguntó.
– No es un restaurante. Más bien una cocina con una vista fantástica.
– Vives aquí, ¿no?
– Hago unas tortillas de miedo -Rafe sonrió.
Keely contuvo un gruñido. Sabía bien cómo acabaría la velada. Tratándose de Rafe, no tenía el menor control sobre sus deseos. El aire de Boston debía de afectarla, pensó. Tenía algo que convertía a una niña buena católica en una adicta al sexo. O quizá fueran los genes de los Quinn. Sus hermanos no eran famosos por su abstinencia sexual, de modo que por qué iba a serlo ella.
Mientras subían en el ascensor, Keely miró los números de las plantas. Por fin pararon en la planta de arriba.
– ¿Cómo conseguiste la planta de arriba? -preguntó ella tras salir al pasillo.
– Construí el edificio -dijo él, encogiéndose de hombros, mientras metía la llave en la puerta de su apartamento.
Vivía en una casa suntuosa, con el sello de un decorador de interiores en cada rincón, en los accesorios, los colores y las texturas de cada mueble estilo europeo. Nada que ver con su pequeño estudio bohemio en East Village.
Contuvo el impulso de darse la vuelta y marcharse. Había veces que tenía la sensación de que Rafe y ella vivían en mundos distintos. Él era rico, le gustaban los lujos y ejercía un poder inexplicable sobre ella. Aunque, al mismo tiempo, Keely confiaba en Rafe.
El apartamento estaba tenuemente iluminado. Keely se sintió atraída por los enormes ventanales del otro extremo del salón. Se quedó de pie mirando el puerto, la forma de la costa bordeando las luces de la ciudad.
– Es precioso -dijo.
– ¿Quieres beber algo?, ¿una copa de vino?
– Perfecto.
Rafe desapareció en la cocina. Keely se dio un abrazo y trató de contener un escalofrío. La primera vez que habían estado juntos había sido tan espontáneo que no había tenido tiempo para pensar. Pero esa noche tenía todo el tiempo del mundo para sopesar sus acciones. No habría ocasión para decisiones impulsivas.
Y la excusa de que era un ligue de una noche no funcionaría. Si se acostaba con él, tendría que afrontar las consecuencias a la mañana siguiente. Keely cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás. No podía negar su atracción hacia Rafe. Su recuerdo no había dejado de perseguirla incluso en sueños.
Se giró al oír sus pasos y forzó una sonrisa. Llevaba una botella de champán en una mano y sendas copas en la otra.
– Espero que esta vez no me lo lances a la cara -bromeó Rafe mientras le servía, para entregarle una de las copas a continuación. Sus manos se tocaron un instante y fue como tocar un relámpago: una descarga peligrosa la recorrió por dentro. Keely apretó la copa por miedo a que se le cayera. A pesar del tiempo que había pasado, seguía recordando las manos de Rafe recorriéndole el cuerpo.
– Feliz Navidad, Keely McClain -dijo tras llenarse su copa y alzarla.
– Feliz Navidad -Keely brindó con la copa de él.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó entonces, al tiempo que le hacía una caricia en la mejilla.
De alguna manera, le pareció que no estaba hablando de comida. Pero estaba dispuesto a seguirle el juego.
– Sí. ¿Puedo ayudar?
Rafe asintió con la cabeza y Keely lo siguió a la cocina. Encendió las luces y todo eran encimeras de granito, acero inoxidable, luces halógenas. Keely miró todos aquellos aparatos ultramodernos y apuntó hacia una batidora profesional, de las que ella usaba en la repostería.
– ¿La has usado alguna vez?
– No, pero supongo que al decorador le pareció importante -Rafe sonrió mientras sacaba una sartén-. Voy a necesitar huevos y beicon. En la nevera debe de haber pimiento verde. Y algo de queso.
Keely abrió la puerta de la nevera. Esperaba encontrarla a rebosar, pero solo había productos básicos y cosas de picar.
– Vaya: se nota que cocinas mucho.
– Muchísimo. Mi asistenta hace la compra. Y como mi habilidad culinaria no va más allá de las tortillas, la lista de la compra no es muy larga.
Keely colocó los ingredientes en la encimera, luego se apoyó en el borde a mirarlo cocinar. Pero cuando fue a alcanzar los huevos, se agachó y, como si fuera la cosa más natural del mundo, le dio un beso en la boca. Esa vez se demoró, mordisqueando y saboreando sus labios antes de separarse.
– Necesitaba hacerlo -dijo Rafe sonriente mientras cascaba los huevos.
– Quería que lo hicieras -contestó ella-. Quizá podrías hacerlo otra vez en algún momento -añadió resignada a una rendición incondicional. Dios, ¿cuánto le había costado capitular?, ¿cinco, diez minutos como mucho?
– Quizá podría -dijo Rafe al tiempo que dejaba el tenedor sobre el plato con los huevos medio batidos.
Con un cuidado exquisito, la rodeó por la cintura y la elevó hasta sentarla sobre el borde de la encimera. Luego le separó las rodillas y se colocó entre medias, sin dejar de mirarla a los ojos un instante. Keely notaba que su cuerpo estaba preparado para sentir las caricias de Rafe. Y cuando este recorrió sus muslos con las manos y le levantó las piernas alrededor de su cintura, exhaló un suspiro despacio.
– Me gustan tus botas -dijo bajando las manos hacia los tobillos. Luego cambió de dirección, empezó a subir y siguió ascendiendo hasta levantarle la falda por las caderas. Metió un dedo entre las bragas y dio un tironcito del elástico-. Y esto también.
Continuó la exploración por la cintura, agarró la parte inferior del jersey y se lo sacó por encima de la cabeza. Después de dejarlo a un lado, plantó las palmas sobre sus hombros. Una oleada de fuego recorrió el cuerpo de Keely y aceleró el ritmo de sus latidos.
Rafe jugó con los tirantes del sujetador, no era capaz de pararse en un sitio concreto.
– Eres tan bonita -murmuró con voz ronca. Deslizó la lengua sobre sus labios y se retiró-. Me encanta cómo sabes. Más rica que el champán.
Despacio, con lentitud deliberada, fue moviéndose de un punto a otro, de la base del cuello a la piel bajo la oreja, pasando por el monte de sus pechos y luego uno de los pezones. Y cada vez que la tocaba con la lengua, Keely gemía de placer. Entonces bajó hasta el ombligo, se agachó al interior del muslo.
– Deja que te pruebe -murmuró-. Toda entera.
Keely se echó hacia atrás sobre la encimera, cerró los ojos y se preparó para el abordaje. Gimió cuando lo notó entre los muslos, anticipando su siguiente paso. Cuando metió las manos bajo la falda y le bajó las bragas, Keely suspiró. Rafe se retiró un segundo mientras le sacaba la lencería y la dejaba caer al suelo.
Las luces de la cocina la cegaban. Rafe le separó otro poco las piernas y Keely giró la cabeza hacia las ventanas. Esa esquina del apartamento daba a otro edificio alto, justo al otro lado de la calle, tanto que podía ver a las personas que vivían dentro.
– ¿Quieres tener público? -preguntó él-. ¿O prefieres que cierre las persianas?
No le dio oportunidad de responder. Se colocó las piernas de Keely sobre los hombros, se agachó y empezó a saborearla. El contacto de la lengua le produjo una descarga de placer que la hizo gritar sorprendida. Estaba segura de que cualquiera que estuviese mirando por la ventana sabría lo que estaban haciendo. Pero le daba igual. Sentir su boca sobre su sexo era devastador, podía con cualquier inhibición.
Una y otra vez, la penetró con la lengua, luego se retiraba para juguetear y chupar. Keely no estaba segura de cuándo había perdido la capacidad de pensar, pero las sensaciones se hacían más intensas por segundos. Cada vez necesitaba más liberar la tensión que la tenía al borde. No podía soportar más la tortura de su lengua. Quería aguantar, pero solo podría hacerlo si le pedía a Rafe que parara. Y eso era imposible. Estaba tan cerca… tan bien… tan…
Explotó. Keely sintió un latigazo de placer que la sacudió de arriba abajo. Tan pronto estaba a punto de caer por el precipicio como, de pronto, estaba en medio de un orgasmo arrollador. Keely gritó mientras su cuerpo temblaba espasmódicamente, pero Rafe siguió. Continuó paladeándola, bajando el ritmo para darle oportunidad de recuperarse.
Estaba dispuesto a empezar otra vez, pero Keely se echó hacia delante, le pasó las manos por el pelo y lo apartó. Rafe supo lo que quería nada más mirarla. Se levantó y, sin decir palabra, la levantó de la encimera y la llevó hacia la puerta con las piernas de Keely enredadas a su cintura.
Al pasar por la ventana, vieron a algunas personas mirándolos desde el edificio de enfrente. Keely sintió que las mejillas le ardían y escondió la cara contra el cuello de Rafe.
– Creo que les hemos ofrecido un buen espectáculo -dijo él sonriente.
Luego la llevó al dormitorio y la desnudó lentamente frente a los ventanales que daban al puerto. Cuando se despojó de su propia ropa, se unió a Keely en la cama e hicieron el amor, despacio, con dulzura, hasta que ambos se desbordaron juntos, dos cuerpos estremecidos de placer, el uno contra el otro, dos extraños abandonados a una atracción imposible de negar más tiempo.
Horas después seguían despiertos, hablando con calma sobre una almohada. Rafe jugueteaba con el colgante de Keely mientras la miraba a esos ojos verdes y dorados. Lo asombraba lo fácil que le resultaba abrirle el corazón. Hablaban de todo y nada, sin que el asunto de conversación tuviera importancia en realidad. Le bastaba con oír el sonido de su voz, verla sonreír o reírse ante una broma.
– Bueno, Keely McClain, cuéntame la verdadera razón por la que has venido a Boston.
– Ya te lo he dicho -contestó ella después de apoyarse sobre un codo, apartándole un mechón de pelo que le caía encima de los ojos-. Quería empezar de cero otra vez.
– ¿Nada más?
– No -dijo Keely-. Hay otra razón, pero no estoy segura de si debo hablar de ella.
– Después de lo que hemos compartido, no deberían existir secretos entre nosotros -la provocó él.
– Bueno… -Keely se lo pensó unos segundos-, me vendría bien hablarlo con alguien.
Se había hecho la ilusión de que había vuelto por él, pero, toda vez que reconocía que había otra razón, estaba intrigado por conocerla.
– Cuéntame.
– He venido a encontrar a mi verdadera familia.
– ¿Tu familia?, ¿no vive en Nueva York?
– Solo mi madre. Pero mi padre y mis hermanos están en Boston. Mis padres se separaron cuando yo era un bebé y nunca lo conocí. Ni a él ni a mis hermanos. En ese sentido me pasa un poco como a ti. Los dos perdimos a nuestros padres cuando éramos pequeños.
Pero el de ella estaba vivo. Y él no se había molestado en desenmascarar la verdad sobre la muerte de su propio padre.
– Así que estás trabajando en el bar hasta que consigas encontrarlos.
– No, no, ya los he encontrado -contestó Keely-. Pero todavía no me he presentado. Por eso estoy trabajando en el bar -añadió mientras se frotaba un ojo, justo antes de taparse la boca para bostezar.
Rafe empezó a sentir que se le formaba un nudo en el estómago.
– En el Pub de Quinn.
Keely asintió con la cabeza y se acurrucó contra el cuerpo de Rafe. Cerró los ojos, exhaló un suspiro delicado.
– Mi padre es Seamus Quinn. Y sus hijos son mis hermanos.
Rafe se quedó helado. Por miedo a que Keely notara su reacción, trató de hablar con calma e indiferencia.
– Así que tu nombre no es Keely McClain, sino Keely Quinn.
– Sí… Keely Quinn -murmuró adormilada.
Rafe cerró los ojos y maldijo iracundo para sus adentros. ¡Dios!, ¡no podía ser verdad! ¡No podía estar pasándole algo así! Llevaba meses planeando su venganza y la había puesto en marcha pocos días atrás. Ya no podía pararla. ¡Seamus Quinn había asesinado a su padre y pagaría por ello!
Pero Seamus no sería el único que pagara. Keely apenas tendría tiempo para conocer a su padre antes de que lo metieran en la cárcel, donde pasaría el resto de su vida. Rafe se giró para mirarla. Se había quedado dormida, con los ojos negros contra su tez delicada, los labios hinchados por sus besos.
No le había contado los detalles de la muerte de su padre porque no quería que oyera el poso de rencor que lo envenenaba. Pero, ¿cómo podría seguir adelante sabiendo cómo se sentiría Keely cuando descubriera la verdad?
Keely era una Quinn. Pero también era la única mujer que jamás le había importado aparte de su madre. Rafe salió de la cama con cuidado de no despertarla y anduvo hasta los ventanales. El puerto de Boston seguía titilando con las luces de la ciudad mientras el cielo azul iba adquiriendo tonalidades rosas y naranjas. Apretó las manos contra el cristal, tratando de organizar el desbarajuste que atormentaba su cabeza.
Se había creído afortunado por encontrarse con Keely de nuevo. Pero, después de aquella inesperada revelación. Rafe se preguntó si el hecho de acostarse con ella no sería un acto de justicia poética. Acababa de hacer el amor con la hija del asesino de su padre. Y, de pronto, ya no estaba tan seguro de querer destrozar a Seamus Quinn.
Había vivido con aquel odio demasiado tiempo. Su necesidad de ajustar las cuentas lo había consumido. ¿Cómo iba a olvidarse de todo de repente? La verdad tenía que saberse, el culpable tenía que pagar. Pero ya no era tan fácil como antes, cuando Seamus no era más que una sombra anónima tras la muerte de Sam Kendrick. De pronto era un padre con una hija que quería construir un futuro con su familia.
Pero, aunque quisiera frenarlo todo, no podría hacerlo sin dar la impresión de que estaba ocultando un delito. Y no es que hubiera inventado pruebas incriminatorias. Todo lo que estaba haciendo era legal y transparente. Tenía un testigo dispuesto a declarar. ¿Por qué no dejarlo todo en manos de la ley? Si Seamus no era responsable, quedaría en libertad. Si lo era, cumpliría la condena que se mereciera.
Rafe se giró para mirar a Keely, acurrucada en la cama bajo las sábanas. Parecía tan inocente… Nada que ver con la mujer que lo había vuelto loco de deseo hacía unas pocas horas. Le encantaba aquel contraste de sirena lasciva atrapada en un cuerpo inocente.
Pero, ¿cuánto tiempo seguiría deseándolo Keely? ¿Cuánto tiempo tenía para conseguir que Keely lo quisiera a él más que a su familia?