Prólogo

Un viento frío hacía retemblar las ventanas del pequeño apartamento. Keely McClain corrió las cortinas de encaje y miró afuera, a la calle oscura de aquel barrio tranquilo de Brooklyn. La nieve se amontonaba sobre el suelo y Keely rezó para que la tormenta empeorara y suspendieran las clases al día siguiente. Tenía examen de Matemáticas y había desaprovechado el tiempo de estudio en el colegio pasándoles notitas a sus amigas y haciendo caricaturas de las monjas.

– Por favor, por favor, que siga nevando – murmuró Keely. Juntó las palmas, dijo una oración deprisa e hizo la señal de la cruz.

Keely se retiró de la ventana y se subió a la cama, poniéndose de pie sobre el colchón para poder verse en el espejo del tocador. Con cuidado, se levantó la falda escocesa hasta que el bajo le llegó a medio muslo, solo para ver cómo le sentaba. Las monjas de San Alfonso exigían que el uniforme escolar tocara el suelo al ponerse de rodillas, norma que las chicas del colegio femenino tachaban de prehistórica, sobre todo, teniendo en cuenta que estaban en 1988.

– ¿Has terminado los deberes?

La voz de su madre resonó por el pequeño apartamento. Que Keely recordara, siempre habían estado ellas dos solas. Nunca había conocido a su padre. Había muerto cuando ella era un bebé. Pero Keely tenía una imagen de él en la cabeza, de un hombre fuerte y guapo, con una sonrisa encantadora y de corazón amable. Se llamaba Seamus y había ido a Estados Unidos desde Irlanda con su madre, Fiona. Había trabajado en un barco pesquero y así había fallecido, por una terrible tormenta en el mar.

Keely suspiró. Quizá estando su padre, se habría llevado un poco mejor con su madre. Fiona McClain tenía unos patrones muy estrictos sobre la educación de su hija y, ante todo, Keely McClain debía ser una buena chica católica. Lo que significaba que nada de maquillarse, ir a fiestas, quedar con chicos… nada de diversión. En vez de reunirse con sus amigos el sábado por la mañana, tenía que ayudar a su madre en la repostería de Anya, la tienda situada justo bajo su apartamento.

De pequeña la encantaba ver a Anya y a su madre decorar las tartas de boda. Uno de sus primeros recuerdos era el de aquellas mañanas, sentada en un taburete alto en la cocina de la pastelería. Y cuando por fin le habían dado un trabajo de verdad, Keely se había quedado sin palabras de la emoción. En aquellos años, se pasaba las tardes de los miércoles quitando el polvo de las estanterías de cristal en las que se exhibían las figuritas de las tartas y copas de cristal. Se entretenía inventándose historias románticas sobre cada una de las parejas de cerámica, bautizando a los novios con nombres gallardos, como Lance y Trevor, y a ellas con nombres bonitos, como Amelia o Louisa.

Entonces no era más que una niña y su idea del amor se acercaba más a los cuentos de hadas que a otra cosa. Pero ya no eran los héroes, honrados y decentes, los que le llamaban la atención. Más bien le interesaba la clase de chicos a los que su madre llamaría «maleantes» o «descarriados». Chicos que fumaban y decían palabrotas. Chicos con suficiente atrevimiento para plantarse ante un colegio católico de niñas y entablar una conversación. Chicos que le aceleraban el ritmo del corazón con solo mirarlos, a los que no les diera miedo robar un beso de vez en cuando.

Keely se miró la falda de nuevo antes de bajarse de la cama. Agarró la mochila. Siempre se había esforzado por complacer a su madre, pero, poco a poco, se había dado cuenta de que no era la clase de chica que su madre deseaba. No podía seguir siendo una niña toda la vida. ¡Ya tenía casi doce años!, ¡estaba a punto de entrar en el instituto!

Y no podía ser siempre la hija obediente, no podía estar siempre recordando sus modales y la forma correcta de sentarse con falda o de tomar sopa con la cuchara. A veces le daba igual no pensar bien las cosas ni tomar las decisiones apropiadas.

Echó mano a la mochila y sacó una barra de labios. Sintió una náusea y, por un momento, creyó que vomitaría, tal como había hecho al salir de la droguería.

Su madre siempre le había dicho que la delicadeza de su estómago era una señal de Dios, que estaba intentando eliminar sus impurezas. Keely pensaba que se trataba de un castigo por dejar que sus impulsos controlaran su comportamiento. Pero tenía que reconocer que esa vez había ido demasiado lejos.

Había sido una apuesta y Keely era demasiado orgullosa y testaruda para no aceptarla. Su amiga Tanya Rostkowski la había retado a entrar en la droguería de Eiler y robar un pintalabios; de lo contrario, la expulsarían del grupo de las chicas «guays». Keely había sabido que era pecado, pero nunca decía que no a una apuesta, aunque tuviese que infringir la ley. Además, quería un pintalabios y si lo hubiera comprado con lo que ganaba en la pastelería, la señora Eiler se lo habría chivado seguro a su madre.

– ¡Keely Katherine McClain, te he hecho una pregunta! ¿Has terminado los deberes?

– Sí, mamá -gritó Keely. Otra mentira de la que tendría que confesarse, aunque no fuera nada en comparación con el pintalabios.

– Entonces lávate los dientes y métete en la cama.

– Mierda -gruñó Keely en voz baja y se arrepintió de la palabrota nada más hubo salido de sus labios.

Ya tenía palabrotas de sobra para la confesión del viernes. Mentir y robar le valdrían lo menos cinco padrenuestros y diez avemarías mi niña. Y el padre Samuel era muy severo con los malhablados. Aunque «mierda» no podía ser una palabrota, porque su madre lo decía constantemente… al menos cuando pensaba que Keely no podía oírla.

– Mierda, mierda, mierda -repitió mientras se desvestía y colgaba el uniforme escolar con el cuidado que su madre le exigía. Luego se puso un camisón de franela y se metió en la cama. Cuando se dio cuenta de que no se había lavado los dientes, abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó un tubo de dentífrico que tenía escondido dentro. Se puso una pizca en la lengua e hizo una mueca de asco.

Siempre le funcionaba ese truco, salvo que su madre comprobase si el cepillo de dientes estaba húmedo. No era más que un gesto pequeño de rebeldía, pero Keely pensaba que sus dientes eran de ella y si quería que se le pusieran negros y se le cayeran a los veinte años, era decisión de ella y de nadie más.

Se incorporó en la cama y dobló el colchón para sacar su diario. La hermana Therese había pedido a sus alumnas que llevaran un diario para perfeccionar su redacción y el estilo escribiendo. Desde las primeras anotaciones hacía dos años, Keely no había dejado de escribir una sola noche.

Al principio había sido una especie de diario nada más, como una agenda, y cuando tenía algo verdaderamente interesante que escribir no podía hacerlo, por miedo a que su madre lo leyera. Así que llenaba el diario de dibujos e historietas, pequeños actos de rebelión. Dibujaba tartas de boda con formas absurdas y las coloreaba. Y pintaba vestidos finos, atrevidos, con vestidos cortos y escotes atrevidos. Y escribía poemas y cuentos románticos y apasionados. Y aunque les ponía otros nombres, cuando Keely leía los cuentos le parecía que eran un presagio de su propio futuro.

A veces, también escribía historias sobre su padre. Su madre nunca hablaba de Seamus McClain y Keely sospechaba que todavía no había superado su muerte. Así que Keely había tenido que inventarles un pasado. Un pasado romántico y maravilloso. Fiona McClain era la más trágica de las heroínas y su pesar era tan grande que ni siquiera podía conservar una foto de Seamus en casa.

– Seamus -murmuró al tiempo que escribía el nombre en la esquina de una hoja. Le parecía un nombre exótico. Keely se imaginaba a su padre con pelo oscuro, casi negro como el de ella. Y con ojos claros, entre verdes y dorados, del mismo color que veía en el espejo cada mañana. Se lo figuraba con un uniforme elegante, de botones brillantes y flecos de oro en los hombros. Y su bote pesquero era, en realidad, un barco enorme que atravesaba el océano.

– Una noche, cuando el barco de Seamus se aproximaba al puerto de Nueva York, una tormenta terrible azotó las aguas. Como buen capitán, Seamus ordenó a sus hombres que bajaran las velas para que el viento que soplaba del norte no los empujara contra los acantilados. Seamus permaneció al timón bajo la lluvia, pensando únicamente en la seguridad de los camareros que dormían en los camarotes – escribió Keely con caligrafía ininteligible. Releyó el párrafo y sonrió-. Pero el resplandor de un relámpago iluminó el mar. Seamus vio los restos de otro barco por la proa. ¡Se había estrellado contra los acantilados! En medio de la lluvia y la oscuridad, le llegó un grito suave de auxilio: «¡socorro!, ¡ayuda!». Seamus le entregó el timón al segundo de a bordo y corrió hacia la proa. Allí, debatiéndose en el agua, una mujer se aferraba a un trozo de madera del barco naufragado. «Tranquila», le dijo Seamus mientras se quitaba la chaqueta y la camisa de lino. Entonces se lanzó al agua helada y nadó hacia la chica… «¿Cómo te llamas?», le preguntó, retirándole el pelo de los ojos. «Soy la princesa Fiona», contestó la chica. «Y si me salvas, prometo casarme contigo y quererte…

– ¿Estás en la cama, Keely McClain? El grito la arrancó de su mundo de fantasías. Keely dio un respingo sobresaltada.

– Sí, mamá -respondió antes de continuar la historia-. Las olas se encresparon, pero Seamus no permitió que Fiona se ahogara. Nada más verla, supo que se había enamorado de ella. Su tripulación bajó una escalera por un lateral, pero el barco sufrió una sacudida y…

– ¿Te has lavado los dientes? -preguntó su madre y Keely suspiró teatralmente.

– ¡Por Dios del Cielo…! -Keely se paró a tiempo. Decir el nombre de Dios en vano podía costarle un rosario entero-. ¡Ahora voy! – contestó a gritos.

Retiró la colcha, salió de la cama y bajó corriendo al cuarto de baño. Se cepilló veinticinco veces de arriba abajo por los lados y treinta por delante.

Después de escupir y quitarse de la boca el sabor del dentífrico, Keely sonrió.

– Y mientras Seamus subía por la escalera a su flamante novia, la lluvia paró de pronto y la luna brilló entre las nubes. Bajo el cielo estrellado, Seamus se agachó y besó a Fiona, sellando su amor eterno y para siempre.

– Son casi las diez. Deberías estar en la cama.

Keely miró hacia el espejo y vio el reflejo de su madre, de pie a la entrada del baño. Llevaba un trapo de cocina en una mano y se estaba secando los dedos. Aunque tenía el pelo recogido en un moño tan sencillo como el vestido de casa que llevaba, a Keely seguía pareciéndole la princesa de sus fantasías, con esos ojos verdes brillantes y sus trenzas de color caoba.

– Lo siento, mamá.

Fiona McClain suspiró, luego entró en el baño. Estiró un brazo y acarició el pelo de Keely al tiempo que miraba el reflejo del espejo por encima del hombro de su hija.

– Te estás convirtiendo en una mujercita. Casi no te reconozco -Fiona le pasó un dedo por el flequillo-. Tenemos que cortarte este flequillo. Se te mete en los ojos. No puedes ir al colegio como un perrillo desgreñado.

Le gustaba el acento de su madre. Sonaba como las bellas baladas de amor irlandesas que Fiona ponía sin parar en el radiocasete. Keely había tratado de imitarla muchas veces, pero no lo conseguía.

– ¿Me parezco a papá? -preguntó Keely-. ¿Me parezco a Seamus McClain?

– ¿Qué?

Por un momento, vio el latigazo de dolor que asomó a los ojos de su madre. Luego desapareció tan rápido como había llegado. Hacía días que la notaba triste y callada, distante. Se pasaba las horas muertas mirando por la ventana, con la vista en la acera de entrada al edificio, como si estuviese esperando a alguien. Y apenas le preguntaba qué tal le había ido en el colegio cuando Keely regresaba de las clases. En días así, Keely tenía la certeza de que su madre estaba recordando a su difunto marido.

– ¿Has rezado? -le preguntó Fiona.

– Tres avemarías y un padrenuestro -mintió Keely. Ya cumpliría su penitencia más adelante-. Háblame de él, mamá.

– ¿Tres avemarías? -Fiona enarcó una ceja-. ¿Has hecho algo malo en el colegio?

– No, los he rezado de más. Para ahorrar tiempo cuando no me porte bien.

– Bueno, a la cama -dijo la madre al tiempo que daba una palmada. Keely corrió al cuarto y se tapó con la colcha. Fiona se sentó en el borde del colchón, le dio un beso en la frente. Por primera vez en casi dos días, sonrió-. Mañana tengo que madrugar. Tengo que preparar la tarta para la boda de Barczak. De tres pisos, con una fuente en medio. Si eres buena, te dejaré que me acompañes el sábado cuando entreguemos la tarta.

Había sido uno de sus pasatiempos favoritos cuando era más pequeña, pero ya solo era un deber, una tarea que le robaba tiempo de estar con sus amigos los sábados por la tarde. Aun así, no protestó. Notaba tan decaída a su madre que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para animarla.

– ¿Podremos ver a la novia? -preguntó Keely, como cuando era una niña.

– Sí. La novia quiere que cortemos la tarta y la ayudemos a servir -Fiona subió la sábana hasta la barbilla de su hija-. Ahora duérmete. Que sueñes con los angelitos.

– ¿Y papá? -insistió Keely-. Siempre decías que me hablarías de él cuando fuese mayor y ya soy mayor. Casi tengo trece años y trece años es suficiente para preguntar por mi padre.

Fiona McClain bajó la cabeza, se miró las manos y retorció el trapo de cocina.

– Ya te lo he dicho: murió en un accidente en el mar y…

– No -interrumpió Keely-. Háblame de él. ¿Cómo era?, ¿era guapo?, ¿divertido?

– Era muy guapo -Fiona no pudo evitar sonreír-. Era el chico más guapo de Cork. Todas las chicas de Ballykirk estaban locas por él. Pero procedía de una familia humilde y la mía tenía algo de dinero. Mi padre no quería que me casara con él. Lo llamaban paleto, pueblerino, aunque nosotros también vivíamos en el campo. Pensaban que era de una clase más baja.

– Pero os casasteis -contestó Keely-, porque lo querías.

– No tenía un centavo, pero sí muchos sueños. Al final conseguí convencer a mi padre de que no podía vivir sin él y nos dio su bendición.

– ¿Qué más? -preguntó Keely.

– ¿Qué más?

– ¿Qué cosas le gustaban?, ¿qué se le daba bien?

– Le gustaba contar cuentos, historias. Contaba unas historias increíbles. Tenía un pico de oro, sí. Así me conquistó, con su pico de oro.

¡Vaya!, ¡aquello sí que era nuevo! Keely sintió una especie de conexión con ese padre al que jamás había visto. A ella también le gustaba contar historias y todas sus amigas le decían que se le daba muy bien.

– ¿Recuerdas alguna de esas historias?, ¿puedes contármela?

– Keely, no puedo…

– ¡Sí que puedes! Seguro que te acuerdas -insistió Keely-. Cuéntame una.

– No puedo -Fiona sacudió la cabeza, sintió que los ojos se le arrasaban de lágrimas-. Era tu padre el que sabía contar historias. Yo no. Yo solo sabía creérmelas.

Keely se incorporó y estiró los brazos para dar un abrazo fuerte a su madre.

– Está bien. Me basta saber que contaba buenas historias para imaginármelo mejor.

Fiona le dio un beso en la mejilla. Luego le apagó la lámpara de la mesilla.

– Que duermas bien -le dijo y, entre las sombras, a Keely le pareció advertir una lágrima escurriendo por la mejilla de su madre.

Esta salió de la habitación y le cerró la puerta. La luz de una farola se filtraba por la ventana.

– Contaba historias -murmuró Keely-. Mi padre sabía contar historias.

Y aunque solo era un trocito de información sobre Seamus McClain, de momento se conformaba. Porque le permitía comprender un poco mejor cómo era ella misma. Quizá no estaba destinada a ser la niña buena que su madre esperaba. Quizá se parecía más a su padre, un hombre atrevido, aventurero, soñador y valiente.

Keely suspiró. A pesar de todo, en el fondo de su corazón sabía que, fuese quien fuese, su padre no la felicitaría por haber robado el pintalabios de la droguería de Eiler. Antes de dormirse, Keely se juró que lo devolvería a la mañana siguiente.

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