– ¿Estás tonta o qué? Se te cruza un hombre que está para mojar pan y chuparse los dedos y tú vas y te marchas. ¿Es que ya no te acuerdas de que hace casi un año que no tienes relaciones sexuales? Si no aprovechas oportunidades como estas, acabarás sola, sin sexo y comprándote diecisiete gatos de compañía. ¡Por Dios, Keely, reacciona!
Miró por la luna delantera, esperando a que la luz del semáforo cambiara, tamborileando los dedos con impaciencia sobre el volante. Tenía su tarjeta en el bolsillo. Al menos podía localizarlo. Si, pasada la emoción del momento, decidía que quería volver a verlo, lo llamaría sin más. O quizá le llevara los zapatos a la oficina en persona.
– Eso no -murmuró-. No sé su talla. Pero lo que sí sabía era que Rafe Kendrick tenía buen gusto para los zapatos. A decir verdad, todo él resultaba agradable: desde sus ojos oscuros, de mirada cálida, hasta el cabello casi negro, pasando por aquella sonrisa devastadora. Pero no solo era el físico. Rafe Kendrick era un auténtico caballero. ¿Cuántos hombres se habrían mostrado tan amables y comprensivos?
Le había echado a perder un par de zapatos en perfecto estado. Y sabía que no los había comprado en cualquier tienda. Rafe Kendrick vestía como un hombre al que no le importaba tirar de tarjeta para conseguir un buen calzado italiano. Tanto la chaqueta de piel como el jersey ajustado mostraban también ese buen gusto y poder adquisitivo.
Se cruzaba con hombres así todos los días por las calles de Manhattan, pero nunca había considerado que fuesen su tipo. Eran demasiado guapos, demasiado seguros de sí mismos, demasiado inaccesibles, la clase de hombres que la hacían sentirse ingenua, inexperta y patosa.
Por la vida de Keely habían pasado muchos hombres. Quizá ese era el problema: había habido demasiados hombres y ni uno solo del que mereciera la pena acordarse. Al alcanzar la mayoría de edad, había decidido tomar las riendas de su vida social y relacionarse con los hombres como a ella le apetecía, en vez de someterse al juicio de su madre. Desde entonces, había entablado alguna que otra relación estable, pero había acabado aburriéndose, convencida de que en algún lugar existía ese príncipe que reemplazaría al sapo con el que estaba durmiendo.
Siempre buscaba el amor de su vida en cada relación, pero no conseguía encontrarlo. Su último «sapo» había dejado de llamarla de repente y cuando había logrado hablar con él, resultaba que iban a trasladarlo a Nueva Zelanda. Keely no lo había creído y seguía esperando encontrárselo cualquier día, comprando alcachofas en D'Agostino o paseando al perro en Central Park.
Por alguna razón, los hombres nunca estaban a la altura de sus expectativas… hasta ese momento. Rafe Kendrick era una fantasía hecha realidad. Una fantasía erótica, fogosa, picante.
Mientras circulaba por el centro de Boston, Keely repasó el encuentro una y otra vez. Tenía la impresión de que le había gustado. De hecho, parecía que a Rafe le había encantado el espectáculo vergonzoso que había dado. Se había preocupado por su seguridad y su salud y se había mostrado amable y bromista para quitar hierro a uno de los momentos más embarazosos de su vida. Y cuando la había tocado, las piernas se le habían aflojado y el corazón había empezado a palpitar con fuerza.
Keely se obligó a borrar la sonrisa que habían dibujado sus labios. Después de todo por lo que había pasado en ese último mes, más valía que no se abandonara a otra estúpida fantasía. Rafe Kendrick no era más que un hombre con todos los defectos aparejados a su sexo. El reclamo del físico y del dinero no tardaría en pasar a segundo plano y entonces descubriría al fantoche que probablemente era. Seguro que había engatusado a infinidad de mujeres, prometiendo que las llamaría al día siguiente para dejarlas luego colgadas. Hasta estaba dispuesta a apostar que ese mismo fin de semana tendría una cita con dos o tres modelos de ropa interior.
Se sacudió a Rafe de la cabeza e intentó concentrarse en su siguiente movimiento de acercamiento a los Quinn. Pero la imagen de Rafe Kendrick no dejó de perseguirla hasta quedarle claro que había cometido el error más grande de su vida al marcharse sin él.
Keely paró frente a la entrada principal del Copley Plaza. Salió, le entregó las llaves al aparcacoches y le dio una propina generosa. Estaba girándose hacia el vestíbulo cuando reparó en un Mercedes oscuro que paraba justo detrás de su coche. Dudó. Había muchos Mercedes en Boston. Se acercó despacio al coche. Se abrió la puerta y apareció Rafe Kendrick.
Keely sintió un ligero calambre por dentro. La había seguido al hotel. Era más guapo incluso de lo que lo recordaba. Y eso que apenas habían pasado unos minutos desde que lo había visto.
– Creía que te había dicho que podía volver sola -dijo, incapaz de contener una sonrisa.
– Solo quería asegurarme de que estabas bien -Rafe se apoyó sobre el lateral del coche y esbozó una media sonrisa-. ¿Lo estás?
Keely notó que la sangre se le calentaba y las mejillas se le encarnaban. Era su oportunidad:
– ¿Me acompañas dentro a tomar algo?
– Solo si no lleva alcohol -dijo y Keely rió.
– Por mí, perfecto -contestó, dándose una palmadita en el estómago.
– Aparco y entro a buscarte.
– Puedo aparcarle yo el coche, señor -se ofreció el aparcacoches.
Rafe asintió con la cabeza, le dejó las llaves y se unió a Keely. Le puso la mano en el talle en un gesto posesivo inesperado. Sus dedos provocaron otra descarga de electricidad en la columna de Keely, pero, aunque estaba nerviosa, no se sentía mal como durante el resto del día. Se sentía… emocionada, pletórica de expectativas. Le gustó que volviera a tocarla un hombre.
Uno de los empleados del hotel les abrió la puerta. Entraron y se encaminaron hacia el bar. El vestíbulo del Copley Plaza era tan majestuoso como el resto del hotel, uno de los más elegantes de Boston. Keely había decidido darse el lujo de pasar una noche allí, teniendo en cuenta el motivo tan importante que la había llevado a Boston. Pero quizá era el destino el que se había encargado de tomar tal decisión, ya que, por lo general, se habría dejado guiar por su naturaleza práctica y habría elegido la habitación más barata del motel más cercano.
El Bar Plaza era un lugar agradable, amueblado con sillas y sofás cómodos, mesas para la intimidad. De fondo, un pianista de jazz tocaba suavemente mientras Rafe la conducía hacia un sofá, para dirigirse a continuación a una camarera. Después de susurrarle algo al oído, aceptó y se retiró.
Keely se sentó y él tomó asiento también, colocando un brazo sobre el respaldo del sofá con naturalidad.
– Se está a gusto -comentó ella, recostándose ligeramente, hasta que el hombro le rozó el brazo-. ¿Habías estado antes?
– En reuniones de trabajo -Rafe asintió con la cabeza-. ¿Las habitaciones están bien?
– Son muy elegantes.
La camarera reapareció con las bebidas. Puso sendas copas de champán sobre la mesita de café, sirvió el líquido burbujeante y colocó después un plato de plata con nata y fresas junto a las bebidas.
Keely sonrió tras tomar una de las copas y dar un sorbo.
– Una cosecha excelente -dijo-. ¿Francés, verdad?
– Pensé que te gustaría -Rafe probó su copa-. Bueno, cuéntame algo de ti, Keely McClain. ¿A qué te dedicas cuando no vomitas encima de los zapatos de los demás?
– Hago tartas -contestó Keely antes de saborear una fresa.
– ¿Tartas?, ¿se puede vivir haciendo tartas?
– Por supuesto. Nunca faltan bodas, cumpleaños, ni inauguraciones. Y los diseños de mis tartas me han concedido cierto prestigio. Es como un negocio familiar. Tenemos una repostería en Brooklyn. ¿Y tú a qué te dedicas?
– Nada tan interesante -contestó al tiempo que su dedo jugueteaba con un mechón del pelo de Keely-. Soy empresario. Compro y vendo edificios. ¿Sabes? Me encantan las tartas.
– Entonces tendré que hacerte una -respondió y se arrepintió del ofrecimiento. Actuaba como si fuese a volver a verlo después de aquella noche. Aunque, por otra parte, ¿por qué ocultar sus deseos? Se sentía atraída hacia Rafe Kendrick y no debía tener miedo de hacérselo notar-. ¿De qué te gustan? No, espera, deja que adivine… Normalmente se me da muy bien… Está claro que una tarta amarilla resultaría demasiado ordinaria para ti. La mayoría pensaría que te gusta el chocolate, pero el chocolate le gusta a todo el mundo y tú no sigues la corriente. Tampoco te pega el coco, demasiado de moda… Sí, definitivamente, eres un hombre plátano.
– ¿Un hombre plátano? -preguntó Rafe entre risas.
– Un hombre al que le gustan las tartas de plátano -explicó ella-. Un poco exótica, pero sin excesos. ¿He acertado?
– La verdad es que sí -reconoció Rafe-. Ahora mismo tengo dos tartas de plátano en el congelador.
– Después de probar mi tarta de plátano – Keely coqueteó con la mirada-, no volverás a tomar una tarta congelada.
– Estoy deseándolo -murmuró Rafe. Hundió una fresa en la nata y se la ofreció. Un largo silencio se hizo entre los dos. Le clavó los ojos en la boca y Keely contuvo la respiración, por miedo a moverse, sin saber qué decir. ¿Qué hacía aburriéndolo con sus tartas? De ese modo, ¿cómo pretendía que se interesara en ella un hombre como Rafe?
Dio un mordisco a la fresca mientras intentaba encontrar algo ingenioso con que romper el silencio. Pero fue inútil. Rafe se acercó, muy despacio, hasta posar la boca sobre la de ella y se olvidó de cualquier intento de conversación.
Fue un beso increíblemente sensual, le rozó los labios, con sabor a nata y fresas, y los retiró. Keely tragó saliva. ¿Qué se suponía que debía hacer? Reprimió el impulso de rodearle el cuello y tumbarlo sobre el sofá. Sería agresivo, pero le impediría seguir cotorreando sobre sus tartas. Quizá pudiera hacer algún comentario sobre el beso, pero le daba miedo que se le trabara la lengua.
De modo que se limitó a sonreír. Y relajarse. Dejó de pensar tanto en lo que estaba haciendo y la conversación continuó con suavidad. La sorprendió la facilidad con la que Rafe iba de un tema a otro. Le iba haciendo preguntas personales, pero nunca insistía si le daba una respuesta vaga. Keely no comentó nada sobre su nueva familia. Habría resultado demasiado complicado y ni siquiera estaba segura de lo que sentía al respecto.
Tal como había sospechado. Rafe Kendrick era un hombre de mundo. Había estado en Europa y en Oriente y cuando le habló de su reciente viaje a Londres e Irlanda, Rafe recordaba haber estado en el círculo de piedra que Keely había visto, de un viaje que había hecho hacía algunos años. Pasaron de los viajes a los libros y de ahí a la pintura, a la música. Antes de darse cuenta, el pianista había dejado de tocar y las luces del bar habían ido encendiéndose.
– ¿Qué hora es? -preguntó mirando a su alrededor.
– Las dos pasadas -contestó Rafe tras consultar el reloj.
– ¿De la mañana?
– Parece que va siendo hora de echar el cierre -Rafe se levantó y le ofreció una mano-. Venga, te acompaño a tu cuarto.
Keely se obligó a sonreír. Era entonces o nunca. Si quería seducirlo, era el momento de pasar a la acción. En algún lugar, entre el vestíbulo y la habitación, tendría que encontrar la forma de volver a besarlo, tendría que asegurarse de que la idea pasara por la cabeza de Rafe para no tener que insinuarse ella. Y los doce años de educación en un colegio católico de niñas no eran una ayuda precisamente.
Mientras andaban por el vestíbulo, Rafe no posó la mano en su espalda. Sino que entrelazó los dedos con los de ella. Keely supuso que le diría adiós en los ascensores, pero la siguió adentro. Keely pulsó el botón de la planta once y fijó la atención en los números que parpadeaban mientras subían.
Cuando las puertas se abrieron, salió, luego se detuvo, preguntándose si se despedirían allí. Rafe miró en ambos sentidos y Keely lo tomó como la pista de que la acompañaría a la habitación.
– Estoy en la 1135. Por aquí -dijo y echó a andar. El corazón le latía con tanta fuerza que le costaba respirar. ¿La besaría?, ¿debía invitarlo a pasar? ¿Qué esperaría Rafe de ella?, se preguntaba confusa-. Esta es -añadió y se apoyó contra la puerta.
– ¿Cuándo te vas? -le preguntó él, clavándole la mirada al tiempo que la rodeaba por la cintura.
– Mañana. Tengo que volver a Nueva York.
– ¿Hay algo que pueda decir para convencerte de que te quedes otra noche? Me gustaría cenar contigo mañana. Por la mañana tengo que volar a Detroit por cuestiones de trabajo, pero estaré de vuelta a las seis.
Debía mantener la calma. Mostrarse complacida, pero no demasiado.
– Creo que puedo quedarme. En realidad no he terminado todo lo que he venido a hacer.
– Estupendo -dijo Rafe-. Entonces te llamaré cuando vuelva y saldremos.
Le apretó la cintura y la atrajo hacia él con delicadeza. Keely supo que estaba a punto de besarla, de besarla a fondo, pero solo podía pensar en no volver a vomitarle encima de los zapatos.
– Espera -dijo a la vez que ponía las palmas de las manos en el pecho de Rafe.
– ¿Sí?
– Tengo… que hacer una cosa -se excusó Keely-. En seguida vuelvo. Dame solo un momento.
Se dio la vuelta, abrió la puerta y la cerró, dejándolo en el pasillo. Luego corrió al baño y se dobló sobre el servicio. Las fresas le daban vueltas en el estómago. ¡Santo cielo!, ¡solo iba a darle un beso!
Respiró hondo y esperó hasta que se le pasó la náusea. Luego se enjuagó la boca, se echó un poco de agua a la cara y se miró al espejo.
– Tranquila y diviértete -se dijo-. Y, por Dios, no vuelvas a vomitar. Será atractivo, pero no creo que le vaya la marcha tanto como para encontrar eso atractivo dos veces en una misma noche.
Rafe se quedó plantado en el pasillo, mirando la puerta cerrada de la habitación. No era exactamente lo que había planeado. Se acercó a la mirilla, pero no consiguió ver nada. ¿Se encontraría mal otra vez? En el bar parecía bien. Quizá algo nerviosa en el ascensor, pero, en general, había tenido la sensación de que la noche había avanzado en la dirección correcta.
Rafe se pasó la mano por el pelo. Había sido una noche ciertamente rara. Nunca había conocido a una mujer como Keely McClain. No estaba seguro de qué la hacía tan intrigante. Quizá se debía a que era tan… auténtica, sin disfraces. Lo que probablemente estaba relacionado con el modo en que se habían conocido. Le habría resultado muy difícil darse aires de nada después de lo que había pasado delante del Pub de Quinn.
Debía reconocer que le gustaban las mujeres así: era sincera y directa, dulce y divertida. Era natural y, con ella, se sentía relajado, podía bajar la guardia, olvidarse de todas sus responsabilidades y divertirse. Ni siquiera había pensado en los Quinn desde que la había encontrado.
La puerta se abrió y Keely reapareció con una sonrisa ganadora:
– Perdona. Tenía que… da igual. Rafe sonrió, la rodeó de nuevo por la cintura y la atrajo hacia su cuerpo.
– ¿Puedo besarte?
– Creo que sí -dijo Keely. Se lo pensó-. Sí, estaría muy bien.
Rafe no se molestó en preguntar dos veces. Le puso los dedos bajo la barbilla y le levantó la cara hacia él. Su piel era delicada como porcelana. Y, por primera vez, tuvo ocasión de apreciar de verdad el color de sus ojos, una extraña mezcla de verde y dorado.
– Eres muy bonita -murmuró mientras posaba la boca sobre la de ella.
Fue un contacto eléctrico, muy intenso, mucho más que el beso fugaz que se habían dado en el bar. Rafe sintió una llamarada de calor por todo el cuerpo, el corazón se le aceleró, la sangre se le subió a la cabeza. Por lo general, besar a las mujeres era más bien una obligación, un requisito que tenía que cumplir para poder llevársela a la cama. Pero besar a Keely, tan profundamente, era lo único que ocupaba la cabeza de Rafe en esos momentos. Y estaba disfrutando.
Emitió un gemido ligero antes de poner las manos en sus mejillas, mientras pasaba la lengua entre los labios de Keely. Sabía dulce, a fresas. Y quería más. Solo un poquito más. Cuando abrió la boca, Rafe aceptó la tácita invitación y la saboreó como habría hecho con un buen Burdeos.
Después, cuando Keely introdujo las manos bajo su chaqueta y deslizó los dedos por el pecho, Rafe comprendió que había estado engañándose. No se quedaría satisfecho nada más que besándola. Quería tocarla, explorar su cuerpo, aprender más de aquella mujer intrigante. Era como si hubiese descubierto un tesoro escondido y quisiera apoderarse de él antes de que alguien más se diera cuenta de lo que había encontrado.
Muy a su pesar. Rafe le agarró las manos, las separó sin dejar de sostenerlas y la miró a la cara:
– Debería irme -dijo antes de robarle otro beso veloz.
– Deberías, sí -Keely se puso de puntillas y volvió a probar su boca.
Luego entrelazó las manos tras la nuca de Rafe, le acarició el pelo. Le gustó comprobar que Keely lo deseaba tanto como él a ella. La apretó contra la puerta de la habitación hasta sentir su cuerpo: los muslos, las caderas, los pechos, esas curvas cálidas y tentadoras. ¡Era una locura! ¿Por qué no la seducía sin más? Nunca se había privado de satisfacer sus deseos. ¿Por qué iba a empezar de pronto? Rafe Kendrick conseguía lo que quería y no volvía la vista atrás.
No pudo evitarlo. Bajó la mano y le agarró un muslo, lo subió hacia arriba por su cadera. La falda se le subió y Rafe metió la mano debajo, la agarró por detrás y la apretó todavía más. La hizo sentir su erección contra las bragas de encaje. Cuando Keely se frotó contra él, el fuego se avivó. Si no estuvieran de pie en un lugar público, ya le habría quitado las bragas y estaría dentro de ella. Pero dejaría que fuese ella la que llevara el ritmo. Y si Keely hacía amago de poner fin a aquel acto de seducción, haría lo posible por retirarse.
Metió los dedos bajo el elástico y le tiró de las bragas, ansioso por tocar la piel de debajo, dispuesto casi a hacerle el amor en pleno pasillo. Keely exhaló un leve suspiro bajo los labios de Rafe, echó la cabeza hacia atrás y él aprovechó para escorarse, encontró un punto erógeno en la base de su cuello. Chupó con suavidad, como si paladearla pudiera saciar su apetito de algún modo.
De pronto notó que se ponía tensa y su cerebro registró el sonido del timbre del ascensor. Le bajó la falda corriendo y dio un paso atrás, pero no se molestó en retirar el brazo de su cintura. Keely apoyó la frente en su pecho y Rafe miró a la pareja que los pasó de largo por el pasillo. Les sonrió, asintió con la cabeza y cuando desaparecieron dentro de una habitación, Keely rió con suavidad.
Rafe supuso que se había terminado. Como agua helada contra fuego rugiente, la interrupción los había devuelto a la realidad. Keely se dio la vuelta, dándole la espalda, sacó la tarjeta con la que se abría la puerta y la empujó. Cuando entró, Rafe esperó. Si entraba con ella, sabía lo que ocurriría.
Keely se giró hacia él y, cuando ya esperaba que le daría las buenas noches, lo agarró por las solapas de la chaqueta y lo arrastró dentro de la habitación. Luego cerró de un portazo. El golpe resonó en el silencio, como señalando el momento exacto en que habían eliminado el riesgo de sufrir nuevas interrupciones. Y, como siguiendo una señal para empezar, empezaron.
Le temblaban los dedos mientras trabajaba con los botones y cremalleras de Keely. No estaba siguiendo ningún método de seducción, pero no le importaba. No estaba jugando. Aquello era pura lujuria. Nada más descubrir la piel tentadora de Keely, se paró a explorar, primero su hombro, luego su cadera, su tripa. Ella hizo lo mismo. No se molestaron en desnudarse del todo, solo abrieron o bajaron lo que les estorbaba.
– Eres preciosa -murmuró contra el monte de sus pechos-. Y sabes de maravilla -añadió, sorprendido por conservar la capacidad de formar una frase coherente. La cabeza había cedido el control a los instintos y estaba deseando sentirse dentro de ella. Sabía cómo hacer que una mujer se retorciera de placer, anhelándolo, y quería que Keely lo necesitase tanto que no le quedara más remedio que rendirse.
Con suavidad, la condujo hacia la cama, enorme, y una vez allí se dejaron caer en un amasijo de extremidades y prendas a medio quitar. Solo entonces ralentizó el ritmo y disfrutó del proceso de despojarla de la blusa. Al principio la notó indecisa. Pero, a diferencia de otras mujeres con las que había estado, Rafe supo que no se estaba haciendo la tímida. Solo estaba siendo Keely McClain.
– Dime una cosa -murmuró mientras jugueteaba con la cinta del sujetador.
– Sí -contestó con firmeza, respondiendo a su pregunta antes de que la formulara.
– ¿Sí?
– Sí, quiero hacer esto. Es lo que ibas a preguntar, ¿no?
Rafe le acarició un pecho con la nariz, introdujo un dedo bajo el sostén.
– No.
– Está bien, no.
– ¿No qué?
– No, nunca había hecho esto -contestó Keely.
Rafe se quedó helado, el dedo paralizado bajo la cinta del sujetador.
– ¿Nunca?
– Jamás -aseguró ella.
– Entonces eres…
– ¡No, no! -se adelantó Keely-. Creía que decías si alguna vez había hecho… esto. Meter a un desconocido en la habitación de un hotel. Claro que tú no eres un desconocido exactamente. Siento como si te conociera hace mucho… ¿Te importa si dejamos la conversación para otros momentos? -añadió sin resuello mientras se echaba la mano al cierre delantero del sujetador.
Los ojos de Rafe cayeron sobre el colgante que pendía entre los pechos de Keely.
– Buena idea -dijo y, cuando ella se quitó el sostén, no pudo contenerse. Supo que tenía que volver a saborearla y, en esa ocasión, probó la punta dulce de uno de sus pechos. La lamió hasta que se endureció y, después, satisfecho, fue por la otra, decidido a ir despacio.
Pero Keely no tenía tanta paciencia. Metió las manos bajo su jersey y tiró hacia arriba hasta obligarlo a sacárselo por encima de la cabeza. Deslizó los dedos por su torso desnudo y Rafe la miraba, acercándose al precipicio con cada movimiento, cada caricia. Pero cuando bajó hacia el ombligo, y luego hacia el cinturón, al botón de los pantalones, le apartó los dedos y se desvistió de golpe hasta quedarse en prendas menores. Luego siguió desnudándola.
Cuando solo los separaba la ropa interior de ambos. Rafe se detuvo. Ya no se trataba de satisfacer sus necesidades, sino de una oportunidad de compartir algo intensamente íntimo con una mujer. Casi tenía miedo de seguir adelante, miedo de estropearlo todo, de repetir viejos hábitos.
Pero en el momento en que Keely deslizó la mano a lo largo de su erección, el pasado de Rafe quedó allí precisamente: atrás. Sus cinco sentidos se centraron en el presente, en sentir esos dedos alrededor de él, la cálida humedad entre las piernas de Keely, el peso delicado de su cuerpo encima de él. Cuando por fin estaba lista y Rafe no pudo aguantar más, sacó de la cartera un preservativo y tuvo que apretar los dientes para no perder el control mientras Keely se lo ponía.
Quería ir lento, saborear el momento de la penetración. Pero sus instintos se apoderaron de él y arremetió con fuerza. Luego esperó alguna respuesta que le indicara qué quería Keely. Esta enlazó los tobillos alrededor de sus caderas y empujó hacia abajo hasta que se hundió tan hondo que soltó un pequeño grito.
– Sí -jadeó Keely-. Sí.
Rafe se echó hacia atrás hasta estar de rodillas y volvió a meterse. Observó cada una de sus reacciones mientras se movía. Y cuando le tocó el clítoris, Keely abrió los ojos de golpe. Tenía los labios hinchados por los besos, la mirada turbia de pasión. Cada sensación, cada goce y deleite se reflejaba en aquellos ojos verdes y dorados, y Rafe supo que estaba a punto.
La dejó alcanzar el clímax despacio, hundiéndose con fuerza, retirándose después lo suficiente para frotar la punta de la erección contra ella antes de volver a entrar. Estaba al límite y cuando la notó derramarse, cuando cerró los ojos y se arqueó contra él, perdió la última rienda del autocontrol.
Rafe contuvo la respiración, se quedó quieto para disfrutar a fondo del efecto de su explosión. Emitió un gemido atragantado, se desplomó sobre ella y, mientras los espasmos convulsionaban su cuerpo, Keely lo acompañó con su propio orgasmo.
Mientras los latidos del corazón y la respiración volvían a la normalidad, tuvo un segundo de revelación: Rafe se dio cuenta de que aquello era algo nuevo para él. No quería salir de esa habitación en la vida. Le daban igual el trabajo, los hermanos Quinn, todo lo que en algún momento pudiera haberle importado. Lo único que necesitaba era sentir contra su cuerpo a esa mujer tan suave, dulce y hermosa.
Se ladeó sobre un costado, se acercó a Keely y hundió la cara en la curva de su cuello. Sentía la necesidad de decir algo, de expresar lo increíble que había sido. Pero ella había estado a su lado y no le cabía duda de que lo sabía. Cerró los ojos, suspiró. Rafe siempre había considerado que obsesionarse con los placeres sexuales era una debilidad en un hombre.
Pero, de pronto, comprendió que no era una debilidad en absoluto, sobre todo cuando el placer se había compartido con la mujer adecuada.
Keely abrió los ojos despacio. Al principio, no estaba segura de dónde estaba. Luego, a medida que la cabeza iba despejándosele, tomó conciencia de que estaba en Boston… en la habitación del hotel… con…
Maldijo para sus adentros. Deslizó una mano hacia el otro lado de la cama, en busca del calor de un cuerpo pegado junto a ella. Pero las sábanas estaban frías. Giró la cabeza conteniendo la respiración y encontró la cama vacía. Sobre la almohada había una hoja doblada. Se sentó, agarró el papel y leyó la nota de Rafe. Tenía que madrugar para tomar el avión a Detroit y no quería despertarla. La vería por la tarde a la vuelta.
Keely se pasó los dedos por el cabello, rezongó. ¿En qué estaba pensando? Como si no tuviera suficientes líos en su vida. Nunca, jamás, había hecho algo tan impulsivo y temerario como la noche anterior. Por lo general esperaba a conocer a los hombres antes de acostarse con ellos. Al fin y al cabo, ¡era una niña buena de educación católica!
Un escalofrío recorrió su espalda al recordar lo que había ocurrido: la pasión, la necesidad, habían sido tan evidentes, tan poderosas que no había sido capaz de resistir. Cuando Rafe la había besado, había perdido toda su capacidad para oponerse a él… o a sus propios deseos. Siempre había disfrutado del sexo, pero nunca tanto como la noche anterior.
De hecho, había experimentado eso de lo que hablaban las revistas. Orgasmos múltiples, estremecedores, extáticos, que la mareaban solo con recordarlos. Y no había tenido que hacer nada para conseguirlo salvo cerrar los ojos y disfrutar del viaje. Se preguntó cómo explicaría ese pequeño hallazgo en el confesionario.
Keely se cubrió la cara con las manos y notó que le ardían las mejillas. Las cosas que había hecho por la noche eran deliciosamente pecaminosas. Y, sin embargo, no sentía ni una pizca de culpabilidad. Por una vez, había seguido sus impulsos y había obtenido justo lo que esperaba: placer cien por cien puro, sin adulterar.
Pero no era momento de embarcarse en una aventura apasionada. Desde que había vuelto de Irlanda, su vida estaba patas arriba. Ni siquiera estaba segura de quién era ni de dónde estaba su sitio. Quizá la experiencia de la noche anterior era una reacción a todos esos cambios: el último acto de rebeldía.
O quizá entre los Quinn fuera normal acostarse con un desconocido y sus comportamientos impredecibles tenían su origen en el ADN de esa parte de la familia. Quizá no iban a misa todos los domingos, tal vez no se hubieran confesado hacía años. Podía ser que estuvieran acostumbrados a satisfacer sus deseos, ¿no?
Se tumbó boca arriba y se cubrió los ojos con un brazo. En realidad no le importaba lo que los demás pensaran de ella. ¡Lo que la horrorizaba era lo que Rafe Kendrick pensase de ella! Seguro que estaba acostumbrado a un buen número de rollos de una noche con mujeres promiscuas, quizá con dos a la vez. Era un hombre de mundo. Tenía que haberle parecido tan… ansiosa.
Pero lo peor no era eso. En palabras de su madre, era una…
– Puta -susurró-. Mi madre tenía razón: ningún hombre valora lo que le entregas tan fácilmente.
Keely se sentó en la cama, apartó las sábanas. No se iba a quedar todo el día quieta, esperando lo inevitable. Los hombres no volvían a llamar después de un rollo de una noche. No se llevaban a sus ligues de una noche a cenar y, por supuesto, no buscaban citas con ellas. En cuanto al amor y al matrimonio, era una fantasía que nunca sucedería a partir de un rollo de una noche. ¿Qué les dirían a los invitados a la boda cuando estos preguntaran cómo se habían conocido?
– Nada, nos encontramos en la calle y esa misma noche ya me lo había tirado -murmuró Keely-. Qué historia más romántica.
Tenía que ser práctica. Esa noche cenarían, volverían a la habitación, se acostarían de nuevo y entonces llegaría ese momento incómodo en el que ninguno de los dos sabría qué decir. Y luego no volvería a verlo.
Salió de la cama y empezó a recoger la ropa del suelo. Apenas había dormido tres horas, pero tendría que conformarse. Dejaría Boston y esa fantasía imposible y volvería a la realidad de la Gran Manzana.
– Ha sido un viaje estupendo -se dijo Keely-. Pero tengo cosas más importantes en las que pensar en estos momentos.
Volvería a casa, se concentraría en lo que tenía que concentrarse e intentaría sacarse a Rafe Kendrick de la cabeza. Entonces, cuando estuviese preparada, regresaría a Boston y se presentaría ante su familia. Supuso que su madre la recibiría con un «te lo dije», pero, en realidad, ¿por qué iba a contarle nada a su madre? Fiona le había ocultado muchos secretos. Y en cuanto al confesionario, lo que había pasado entre Rafe y ella era justamente eso: entre Rafe y ella.
Llamaron a la puerta. Keely se quedó paralizada, apretó la ropa interior que tenía en la mano. Avanzó de puntillas hasta la puerta y se acercó a la mirilla, pensando que quizá había vuelto Rafe. Pero era un botones uniformado con una cajita blanca. Keely volvió corriendo a la cama, agarró una sábana y se cubrió con ella antes de abrir.
– ¿Señorita McClain? Se lo acaban de enviar.
– Espere -dijo después de tomar la cajita-. Le daré una…
– No hace falta -dijo el botones-. Ya se han ocupado de todo.
Keely se encogió de hombros, cerró la puerta. Volvió despacio hasta la cama, se sentó en el borde y abrió la caja. Se quedó maravillada al inspirar la deliciosa fragancia que impregnó el aire. Era un ramillete perfecto de guisantes de olor en varios colores pasteles. La noche anterior había comentado que los guisantes de olor eran su flor favorita, pero no imaginaba que fuera a acordarse de un detalle así. Al sacar el ramillete, vio un pañuelo doblado con una tarjeta encima: Hasta esta noche. Rafe. Keely acarició el pañuelo y sonrió. Era un recuerdo perfecto de cómo se habían conocido.
Se tumbó boca arriba en la cama y gruñó. Justo cuando ya pensaba que lo tenía todo programado, Rafe tenía que hacer algo romántico. ¿Por qué no actuaba como los demás ligues de una noche, asustados, arrepentidos, impacientes por pasar a la siguiente mujer? Agarró el ramillete, se lo llevó a la nariz e inspiró. Keely se preguntó qué estaría haciendo Rafe en esos momentos. ¿Estaría mirando por la ventanilla del avión, recordando la noche anterior?, ¿o estaría buscando algún pretexto elegante para cancelar la cita para cenar?
– No me lo estás poniendo fácil. Rafe Kendrick -murmuró Keely-. Nada fácil.