Reed no comprendía por qué Elizabeth se había ido de la fiesta. Si hubiera estado preocupada por Lucas tendría que haber dicho algo. Y él no había tenido otra alternativa que excusarse por ella.
– ¿Elizabeth? -la llamó cuando entró en el ático en voz baja para no despertar a Lucas-. ¿Elizabeth? -repitió, dejando las llaves encima de la mesa.
Su bolso y su abrigo estaban allí, y Hanna y Joe evidentemente se habían marchado ya.
Caminó por el pasillo y miró en su despacho, en la habitación de Lucas, y luego en el dormitorio de ambos.
– Estás aquí -dijo él.
Se detuvo al ver una maleta encima de la cama.
– ¿Qué ocurre?
¿Había habido alguna noticia? ¿Se marchaba a California?
Ella no respondió ni lo miró.
Sus mejillas estaban surcadas de lágrimas y tenía el cuerpo rígido cuando caminaba.
– ¿Elizabeth? -Reed se acercó a ella.
– ¡No me toques! -exclamó Elizabeth.
– ¿Qué sucede?
– Sabes perfectamente qué es lo que sucede -Elizabeth lo miró por primera vez y él vio su rabia.
– ¿Qué?
Ella abrió un cajón.
– No te hagas el tonto conmigo.
– No me hago nada. ¿Por qué estás haciendo las maletas? ¿Adónde vas? -preguntó él.
Algo iba temblé men te mal.
– Selina Marin. ¿Significa algo ese nombre para ti?
Oh. ¿Se había enterado del chantaje Elizabeth? ¿Temía por Lucas?
– No quería decírtelo -empezó a decir Reed-. Porque…
– ¿No crees que puedo imaginar por qué lo mantienes en secreto?
– Estaban sucediendo tantas cosas… Y tú tenías tantas preocupaciones…
Elizabeth se rió histéricamente, y luego dijo:
– ¿Crees que yo estaba demasiado ocupada como para que me hablases de tu querida? -espetó.
Reed se quedó demasiado pasmado como para reaccionar. Luego gritó:
– ¿Mi qué?
El grito despertó a Lucas. Y el bebé empezó a llorar.
Elizabeth se acercó a la puerta inmediatamente.
– ¿Me puedes decir de qué diablos estás hablando? -preguntó Reed, enfurecido, agarrándola del brazo.
– Déjame marchar.
Él la soltó y Elizabeth fue a la habitación del niño.
Reed la siguió.
– No tengo ninguna querida -afirmó, caminando tras ella.
Elizabeth agarró al niño en brazos y lo acunó contra su hombro.
– ¿Me has oído? -exclamó Reed.
– Te he pillado, Reed.
– ¿Pillado haciendo qué?
– Sé que ella no es una clienta, sé que no es una aspirante a un puesto de trabajo en tu empresa, sé que tus amigos y colegas te han estado encubriendo. Mientes cuando dices que estás en reuniones…
– No miento.
– Baja la voz.
– No miento, Elizabeth. Cuando digo que estoy en reuniones, estoy en reuniones. No puedo compartir contigo todos mis asuntos, pero eso es por tu propio bien.
Ella bufó.
– ¿Cuánto hace, Reed? ¿Cuánto tiempo llevas acostándote con Selina Marin?
– Selina Marin es detective privado.
– Qué bien. Es la cuarta profesión para la intrépida señorita Marin.
– Es detective. Y no me acuesto con ella -le aseguró.
– Demuéstralo.
Reed casi se rió. Elizabeth era casi tan mala como la Organización reguladora del mercado de valores, pidiéndole que demostrase algo que no había sucedido nunca.
– Vi los correos electrónicos.
– ¿Qué correos electrónicos?
– Los correos desde Francia. Le escribías a esa mujer todos los días. ¿Cómo has podido hacer algo así? -los ojos de Elizabeth se llenaron de lágrimas.
Reed se pasó una mano por el pelo, preguntándose cómo era posible que su vida se hubiera descarrilado de tal manera.
Vio que Lucas tenía los ojos cerrados, y decidió salir de su dormitorio para que Elizabeth terminase de acostarlo nuevamente.
Esperó en el vestíbulo. Por su mente pasaron varias posibilidades que la podían haber llevado a pensar aquello.
Tenía que sacar a la luz lo del chantaje, pensó. Pero, ¿cómo había podido imaginar Elizabeth que tenía una aventura con Selina? Seguramente debía de haber algo más que correos electrónicos sobre negocios para que lo culpase con tanta certeza.
Elizabeth salió del dormitorio de Lucas y dejó la puerta entreabierta.
Reed extendió la mano hacia ella y le dijo con suavidad:
– Ven y siéntate.
Ella agitó la cabeza.
– Por favor, ven. Algo ha ido muy mal, y no vamos a solucionarlo hasta que lo hablemos.
– No quiero que me mientan.
– No voy a mentirte.
Ella se rió forzadamente.
– Un mentiroso diciéndome que no va a mentir. ¿Cómo es posible que dude de la sinceridad de eso?
– Elizabeth… -dijo él.
– Hemos terminado, Reed. Se acabó.
– ¿Cómo has visto mis correos? -le preguntó él.
– Me metí en tu ordenador -dijo ella después de sentirse momentáneamente sobresaltada.
– La contraseña no estaba allí para mantenerte al margen.
– Le escribiste desde Biarritz todos los días. Mientras tú… Mientras nosotros…
– ¿Los leíste?
Elizabeth agitó la cabeza. Él le agarró la mano, pero ella se soltó.
– Me han hecho un chantaje, Elizabeth -le confesó.
– ¿Porque tienes una aventura?
Reed contó hasta diez.
– Sentémonos.
Ella lo miró con desconfianza.
– ¿Quieres saber la verdad?
Ella pestañeó rápidamente.
– Quiero saber la verdad. Necesito saber la verdad. No me mientas más. Por favor, Reed, no lo puedo soportar.
Él sintió que su corazón se contraía. Y aquella vez, cuando le agarró la mano, ella se lo permitió.
Reed la llevó al salón y la hizo sentar en una silla frente a él.
– Me han chantajeado -empezó a decir-. El mes pasado me enviaron una carta en la que me pedían diez millones de dólares o «el mundo conocerá el sucio secreto de cómo los Wellington hacen su dinero». Yo la ignoré. Luego empezó la investigación de la Organización reguladora del mercado de valores, y nos dimos cuenta de que eso estaba relacionado con el chantaje. También nos dimos cuenta de que mi chantaje podía estar relacionado con Trent y con Julia y, aquí está el mayor problema, la policía no podía descartar que la muerte de Marie Endicott no haya sido un asesinato y no esté relacionada con los chantajes.
– ¿Y no me lo contaste? -preguntó Elizabeth.
– No quería preocuparte. Tú estabas tratando de quedarte embarazada.
– ¿Pero cómo es posible que no me lo contases?
– No había nada que tú pudieras hacer.
– Yo podría haberte dado apoyo moral.
– Sí, bien.
Ella pareció enfadada y se puso de pie.
– Quiero decir, yo soy suficientemente hombre como para no cargar a mi mujer con mis problemas.
– Entonces cargaste a Selina en mi lugar.
– Sí. Y a Collin, a Trent y al Departamento de Policía del Estado de Nueva York.
– Pero no a mí.
– Elizabeth…
– Yo no soy de cristal.
– Estábamos intentando concebir un bebé. La fiesta te estaba llevando un montón de tiempo… Después la Organización reguladora inició la investigación, y luego estaba Lucas. Y pensé que no tenías que saber que podía haber un asesino en el asunto. El doctor Wendell dijo específicamente que no tenías que tener estrés. Un asesino es estrés, da igual como lo cuentes.
– Y por eso contrataste a Joe.
– Selina contrató a Joe.
Elizabeth agitó la cabeza con tristeza.
– A ver si lo tengo claro: tú no te acuestas con Selina.
– No me acuesto con Selina.
– Te acuestas conmigo.
– Tan a menudo como puedo.
Ella no sonrió, y él lamentó haber hecho aquella broma.
– Con Selina compartes tus problemas, tus miedos, tus aspiraciones y tus secretos.
Reed no sabía cómo responder a eso.
– En Francia me atabas a las columnas de la cama…
– En realidad, no…
– … mientras hablabas de los temas importantes de nuestras vidas, de nuestro matrimonio y nuestro futuro con ella -la voz de Elizabeth se elevó-. ¿Sabes lo que pienso, Reed?
Él tenía miedo de responder.
– Creo que estás casado con Selina y que tienes una aventura conmigo -ella se balanceó en la silla.
– Eso no es justo.
– Apuesto a que pasas más horas al día con ella que conmigo. Y, ¿hay algo sobre ti que ella no sepa? Está buscando un asesino, así que supongo que tienes que contarle todos los detalles.
– Te estás pasando…
– ¿Le mientes a ella sobre dónde estás? ¿Con quién estás?
– Por favor, ¿puedes…?
– No quiero compartir tu cama solamente. Necesito más que los minutos que me dedicas al margen de tus obligaciones. Quiero más información que los retazos que me das. Te necesito a ti, Reed. Quiero compartir tu vida contigo.
– Tú estás compartiendo mi…
– Esto no es un matrimonio. Tú y yo no compartimos lo que comparten los matrimonios y lo que fundamenta su vida juntos. Sí, somos buenos en la cama. Me atraes mucho. Hasta me gustó lo de los pañuelos en Francia. Pero necesito más. Te necesito todo. No puedo, no voy a jugar el papel de segundona por detrás de tus profesionales.
Elizabeth hizo una pausa y luego continuó diciendo:
– Voy a terminar de hacer las maletas, Reed. Luego Lucas y yo nos iremos.
– No, no lo harás.
– Sí, claro que lo haremos. Y tú no puedes detenerme.
– Me voy yo -dijo Reed-. Es casi media noche. No vas a salir con un bebé y llevártelo a un hotel en medio de la noche. Vosotros dos os quedáis aquí.
Él no esperó la respuesta. Simplemente, se dirigió a la puerta y salió del ático.
No tenía otra opción. Si ella había tomado una decisión, la había tomado. Él había sido el mejor marido que había podido ser, y si eso no era suficiente, lo único que le quedaba por hacer era apartarse.
Elizabeth había puesto a Lucas en su tumbona cuando llegó Hanna.
– Lo único que puedo decir es que Joe Germain sabe cuidar el cuerpo de una chica -dijo Hanna cuando llegó al día siguiente al mediodía.
– ¿Una buena noche? -preguntó Elizabeth, agotada de su mala noche.
No había dormido apenas, y no había parado de dar vueltas en la cama.
Sabía que no podía seguir con Reed, pero a la vez lo echaba mucho de menos, especialmente en la cama grande.
Cuando pensaba que él no iba a estar nunca más allí, que sus brazos no la volverían a abrazar, que nunca más iba a sentir su cuerpo encima del de ella, quería morirse.
Hanna sonrió y dijo:
– Joe es el hombre más sexy, más recio y más creativo del planeta.
Elizabeth hizo un esfuerzo por sonreír.
– Jamás se me habría ocurrido que… No habría…
– ¿Lizzy? -Hanna miró sus ojos y la miró, preocupada-. ¿Qué diablos ocurre?
Elizabeth se puso a llorar y Hanna la acompañó al sofá y se sentó con ella.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Se trata de los Vance? ¿De Lucas?
Elizabeth agitó la cabeza. Sentía un nudo en la garganta y tenía el pecho oprimido.
– Se trata de Reed.
– ¿Ha sucedido algo con la Organización reguladora?
– Reed y yo rompimos anoche. Él no tenía una aventura. Eso lo sé. Pero es lo mismo. No comparte su vida conmigo, Hanna. Lo han extorsionado por diez millones de dólares, y ni siquiera me lo ha mencionado. Pero con ella… A ella… le envía una docena de correos electrónicos al día.
– ¿Te refieres a que tu marido tiene sexo por Internet? -preguntó.
– Yo diría que tiene una vida por Internet. A mí me miente, me evade, me protege. Pero ella está al tanto de sus esperanzas, de sus miedos, de sus sueños. Yo quiero eso -dijo Elizabeth.
– Pero él no se acuesta con ella…
– No.
– ¿Y se acuesta contigo?
– Se acostaba.
– ¿Y no hay ningún modo de arreglar lo otro? Quiero decir, ahora que tú sabes lo del chantaje…
– Si no es esto habrá otra cosa. Algo por lo que se preocupe y que a mí me disguste, cosas que necesita mantener en secreto por mi propio bien. ¡Tiene ese increíble sentimiento de protección! Y se niega a tratarme como a una adulta. Yo podría ayudarlo. Podría haberlo ayudado.
– ¿Con la amenaza del chantaje?
– Sí.
– Sí. Bueno, por supuesto. Porque con tu extensa experiencia en técnicas de investigación delictiva, y tu entrenamiento en combate cuerpo a cuerpo…
– Pareces Joe…
– ¿Has intentado hablar con Reed?
– Sí, me he cansado de hablarle.
Pero no había modo de convencerlo de que la dejase participar. Si ella no podía entrar en su vida, no podía ser su esposa.
– ¿Lo amas todavía? -preguntó Hanna.
Las lágrimas que se habían secado amenazaron con volver a salir.
– No es algo que puede acabarse de un día para otro.
– Te digo que se ha terminado. La dejé porque ella me lo pidió -Reed se puso de pie y habló con firmeza.
– Y yo te digo que no puede terminarse durante tres semanas más -dijo Collin.
– No es que yo no la vaya a mantener. Ella puede tener lo que quiera.
– Ese no es el tema, y tú lo sabes.
Reed lo sabía. Pero se negaba a aceptarlo.
– Para hacerla feliz, tengo que alejarme -afirmó.
– Pero para protegerla, tienes que volver -Collin se sentó en una silla-. El juez querrá ver una familia intacta. ¿Quieres que Elizabeth pueda quedarse con Lucas? Tienes que volver al ático y quedarte allí hasta que termine el juicio.
– No es posible -dijo Reed.
Intentó imaginar la reacción de Elizabeth si lo veía aparecer de nuevo.
– Tú no lo comprendes. Jamás has estado casado -añadió.
– No te estoy dando consejos para tu matrimonio -respondió Collin-. Te estoy dando consejos legales. Duerme en el sofá. Come en restaurantes. Tú trabajas dieciocho horas al día, de todos modos. No tendréis que veros mucho.
Las palabras de Collin le recordaron a las de Elizabeth.
– No trabajo dieciocho horas al día.
– ¿Cuántas veces has tenido cenas de negocios durante el último mes?
Reed intentó recordar.
– Algunas.
– Diecisiete, para ser exactos. Devon me ha mostrado tu agenda.
– ¿Diecisiete? -dijo Reed, sorprendido.
Además, había tenido las reuniones de la Cámara de Comercio y un par de viajes de negocios a Chicago, pensó.
Intentó recordar su última noche con Elizabeth. Habían comido juntos en el aniversario de su matrimonio, por supuesto. Pero él se había estado ocupando de un montón de problemas mientras ella había estado bailando con otros hombres.
– Quiero dejarte clara una cosa -dijo Collin-. Yo no tengo ningún interés en tu esposa. Pero me alegro de que lo haya hecho. Si yo estuviera en su lugar, te habría dejado hace mucho tiempo.
– Wellington International no se dirige sola -señaló Reed.
Él no iba a cenas de negocios porque prefiriese eso a volver a casa. Eran importantes. Eran necesarias.
– ¿Y crees que no lo sé? -apuntó Collin.
– ¿Y cuál es tu solución?
– Mi solución es quedarse soltero.
Reed se sentó.
– Me parece que yo voy a hacer lo mismo.
– Pero no hasta dentro de tres semanas.
– De acuerdo -dijo, reacio, Reed.
Por Elizabeth y por Lucas.
Ella se resistiría, estaba convencido de ello. Pero él la convencería de que era por su propio bien.
La última persona que Elizabeth pensaba que podía llamar a la puerta era Reed. Era surrealista que no hubiera empleado su llave. Además, se lo había estado imaginando durante tantas horas en su mente, que verlo en persona le había provocado un shock.
Pero notó que su corazón daba un salto de alegría también.
Reed no entró.
– Siento molestarte -dijo.
– No hay problema. Lucas acaba de acostarse a dormir la siesta.
Reed asintió.
– Yo…
Elizabeth se preguntó si necesitaría algo, más ropa, o algo así.
– ¿Podemos hablar? -preguntó Reed, muy serio.
– Por supuesto -dijo ella, con esperanza, a su pesar.
Lo dejó pasar.
Reed entró y dejó las llaves en el sitio donde solía dejarlas habitualmente.
Aquel gesto comprimió el corazón de Elizabeth.
– ¿De qué quieres hablar?
Deseaba que aquello se acabase cuanto antes. Sabía que su presencia le iba a revolver la historia y que la esperaba el llanto una vez más cuando Reed se marchase.
Elizabeth se sentó en un sofá.
– He estado hablando con Collin -empezó a decir-. Collin cree… Bueno, por Lucas…
Ella sintió un nudo en el estómago. ¿Reed iba a pelear por la custodia de Lucas? «¡No, por Dios!», pensó ella.
– Por el bien de Lucas, y por el juicio, para tener más oportunidad de ganar contra los Vance, deberíamos seguir juntos hasta que se consiga la custodia. Tres semanas.
Elizabeth se quedó sin habla.
¿Juntos pero sin estar juntos?, se preguntó.
– ¿Elizabeth? -Reed la miró.
– Yo…
Sería horrible verlo todos los días sabiendo que su relación estaba muerta.
– No puedo -respondió.
– Lo sé. Eso es lo mismo que le he dicho a Collin.
Elizabeth se sintió aliviada de que él estuviera de acuerdo con ella.
– Pero tenemos que seguir juntos -agregó Reed fijando sus ojos azules en ella.
Él se acercó a ella y se agachó.
– Si nos separamos, los Vance conseguirán lo que quieren. Su abogado usará nuestra separación para ganar el caso. Eso pone en riesgo a Lucas, Elizabeth.
Ella cerró los ojos. Deseó correr a los brazos de Reed para que la consolase y le dijera que todo iba a ir bien.
– Dormiré en el sofá -dijo Reed. Como habían arreglado la otra habitación para Lucas, no había ninguna otra libre para él.
– Yo puedo dormir en el sofá -dijo ella.
Reed agitó la cabeza.
– Tú necesitas descansar. Tienes un bebé de quien ocuparte.
– ¿Y tú no tienes nada que hacer? -saltó ella-. Tú tienes una corporación que dirigir, cargos delictivos contra los que defenderte y un chantaje.
– Somos bastante patéticos, ¿no?
Ella frunció el ceño. No podía tomárselo con humor.
– Lo siento -él movió su mano hacia la cara de ella, pero se detuvo a tiempo-. Voy a volver a la oficina. Probablemente llegue tarde.
Elizabeth lo observó marcharse. Y no se movió hasta que lloró Lucas.
Entonces hizo un esfuerzo, y encontró una sonrisa para el bebé. Lo cambió y le dio el biberón con cereales. Y juntos construyeron una torre de ladrillos en el suelo del salón y miraron dibujos animados.
Rena se tomaba los fines de semana libres, así que Elizabeth recogió y lavó todo lo de Lucas. Y para cuando le dio el baño, lo acostó, puso una lavadora con su ropa, y preparó los biberones para la mañana siguiente, estaba rendida.
Se puso un camisón y se sentó en el sofá. A pesar de las protestas de Reed, dormiría en el sofá. Se sentía menos sola allí que en la cama grande.
Suspiró y pensó en Reed. No le quedaba más alternativa que separarse. Compartir con él una porción tan pequeña de su vida era peor que no compartir nada.
Cuando oyó el ruido de la llave en el cerrojo, Elizabeth cerró los ojos, fingiendo estar dormida. Lo oyó acercase, quedarse inmóvil y respirar profundamente. Luego se movió a un lado del sofá.
– ¿Elizabeth?
Ella no contestó.
– Sé que estás despierta.
¿Cómo lo sabía?
Ella lo oyó agacharse a su lado.
Sorprendentemente, había un toque de humor en su voz.
– Cuando estás dormida, roncas.
Ella abrió los ojos.
– Yo no ronco -dijo.
– Es un ronquido muy suave, muy de dama, pero definitivamente, roncas.
– Estás mintiendo.
Él miró su cuerpo.
– ¿Qué estás haciendo, Elizabeth?
– Estoy durmiendo.
– Mi esposa no va a dormir en el sofá. Ella se incorporó.
– Bueno, tú eres muy alto, yo apenas quepo -respondió.
Ambos se miraron.
– Tenemos que compartir la cama -dijo él finalmente.
– No podemos compartir la cama.
– Es una cama grande. Yo me quedaré en mi lado, y tú en el tuyo.
Ella agitó la cabeza.
– Eso es una locura.
– ¿Hay algo de esta situación que no sea loco? -preguntó él.
Ella no pudo responder.
Reed la agarró por debajo de los hombros y las piernas.
– ¡Reed!
Reed la levantó.
– Necesitas dormir. Y yo también. Y hay un solo modo de lograrlo -Reed empezó a ir en dirección al dormitorio.
Ella se sintió cómoda envuelta en sus brazos. Tenía que hacer un esfuerzo para no derretirse.
Reed se detuvo al lado de la cama. No la dejó en el suelo inmediatamente, sino que la miró a los ojos durante un largo momento, haciéndola desear todo lo que no podía desear.
– Que duermas bien -murmuró finalmente, y la dejó en la cama.
En segundos desapareció, yéndose al cuarto de baño adjunto. Ella oyó el ruido de la ducha y del ventilador.
Y Elizabeth hundió la cara en la almohada y sollozó, frustrada.