Capítulo Cuatro

El padre de Reed se sintió irritado.

– ¿Dices que Kendrick no llamó nunca, nunca sugirió ni dio a entender…?

– Nunca -lo interrumpió Reed-. Ni una sola vez.

– Cosas como éstas son las que pueden causar un impacto en la empresa.

– Lo sé, padre.

– Son estas cosas las que pueden causar una pérdida de millones de dólares.

– Eso también lo sé -insistió Reed.

Anton, su padre, dijo desde detrás de su escritorio:

– ¿Tienes un buen abogado? ¿Cooperarás totalmente?

– Por supuesto que cooperaré totalmente. No tengo nada que ocultar.

Anton lo miró en silencio y Reed se estremeció ante su actitud.

– Sabes que no tengo nada que ocultar, ¿verdad? -preguntó Reed.

– No serías el primero en sucumbir a la tentación.

Reed se quedó helado al oír aquellas palabras de boca de su propio padre.

– ¿Crees que yo engañaría?

– Creo que tienes mucho orgullo. Pienso que tienes determinación suficiente como para tener éxito.

– Claro. Me pregunto de quién la habré sacado -murmuró Reed.

– Necesito saber de qué va todo esto -dijo Anton.

– Se trata de un hombre inocente acusado de tráfico de información confidencial, y un intento de chantaje de diez millones de dólares.

– ¿Puedes demostrar que te han chantajeado?

– Soy la tercera victima en mi edificio.

– Eso no es una prueba.

– No, pero la policía está trabajando en ello. Si encuentran a la persona que hizo el chantaje, el Organismo regulador del mercado de valores quitará los cargos casi seguro.

– ¿Necesitan más ayuda?

Reed agitó la cabeza.

– Yo he iniciado mi propia investigación, y Collin ha puesto un equipo legal para ello.

– Nunca me ha caído bien Collin.

– Se graduó con las mejores notas en la Facultad de Derecho de Harvard.

– Con una beca.

– Padre, la gente que consigue becas es tan capaz como aquélla que las da.

Anton respondió:

– La genética tiene algo que ver.

– No sigas…

– ¿Cómo está Elizabeth?

– Te juro que me voy a ir…

– Sólo te he hecho una pregunta.

– Sólo has relacionado a Elizabeth con la clase media. Por lo tanto, según tú, genética pobre. No intentes negarlo.

– De acuerdo. No lo negaré. ¿Cómo está Elizabeth?

«Terriblemente sexy. Terriblemente frustrada. Probablemente enfadada», pensó él, porque eran casi las ocho y todavía no había vuelto a casa.

– Está bien -contestó.

Anton se acercó al bar y abrió una botella de whisky.

– Tu madre y yo estamos esperando que nos digas que estás esperando un hijo.

– Lo sé.

Cuando sirvió dos vasos de whisky, Anton se dio la vuelta y se acercó.

– ¿Alguna razón en particular por la que no ha sucedido?

– Tendremos niños cuando estemos preparados.

– Tu madre está ansiosa.

– Madre ha estado ansiosa desde que he tenido dieciocho años.

– Y ahora tienes treinta y cuatro -le dio un vaso de whisky a Reed.

Reed no se podía imaginar a sí mismo contándoles las cuestiones de fertilidad a sus padres.

– Tengo que volver a casa -dijo Reed después de beber el whisky de un trago.

– Puedo enviarte a alguien de Preston Gautier para repasar la cuestión con Collin.

– Collin es un buen profesional -dijo Reed-. Está todo bajo control.

Al menos la investigación del Organismo regulador del mercado de valores estaba bajo control. No se podía decir lo mismo del chantaje. Ni de la situación con Elizabeth.

Reed todavía tenía en la memoria la imagen de su esposa con la ropa interior sexy que le había mostrado en su despacho.

Si no hubiera tenido una reunión con Gage y Trevor habría dejado todo y habría ido tras ella como un perrito.

Pero había tenido que volver al mundo real.


Elizabeth iba por el tercer Margarita en el loft de Hanna, tratando de ahuyentar la vida real y soportar la humillación.

– ¿Fuiste a la oficina a seducirlo? -se rió Hanna sin poder creerlo.

– Llevaba ropa interior sexy -señaló Elizabeth.

– ¿Has hecho alguna vez algo así?

Elizabeth negó con la cabeza.

– Se quedó sin habla -se rió Elizabeth al recordarlo.

– Estoy segura.

Elizabeth se puso seria. En realidad, nada de aquello era gracioso.

– Creo que yo estaba celosa.

– ¿De qué?

Elizabeth le contó la situación en la que lo había encontrado con la mujer del perfume de coco.

Hanna se quedó en silencio.

– ¿Crees que tiene una aventura? -preguntó Elizabeth.

– No, en absoluto -dijo Hanna, convencida.

– ¿Y por qué mintió?

– Estamos hablando de Reed. No va a engañar a su mujer…

– Reed también es humano -replicó Elizabeth.

– Sólo tienes como prueba una mentira, una pequeña mentira, que quizás no sea siquiera una mentira. ¿Y si Devon cometió un error?

– Devon es muy eficiente.

– Puede equivocarse también. Y además, la prueba es muy poco fiable como para pensar en infidelidad -dijo Hanna.

– ¿Qué me dices de esto? -Elizabeth se puso de pie-. Suponte que eres un hombre -se abrió uno de los botones de su vestido-. Eres un hombre, y no has tenido sexo durante tres semanas… -se desabrochó otro botón-. Tu esposa, una esposa que está ovulando, aparece en tu despacho… -se desabrochó dos botones más- y te muestra esto -Elizabeth le enseñó su lencería sexy.

– ¡Guau! -exclamó Hanna.

Elizabeth se cerró el vestido.

– ¿Cómo es que una reunión de rutina tiró más de él que yo?

– ¡Maldita sea! ¡Estás en buena forma! -exclamó Hanna.

– Es el spa, mi entrenador personal…

– Quiero ir a ese spa.

Ambas mujeres se quedaron en silencio mientras Elizabeth se abrochaba los botones.

– Sigo pensando que te equivocas -dijo Hanna.

Elizabeth quería creer desesperadamente a Hanna. Pero algo le advertía de que estaba pasando algo.

En aquel momento sonó su móvil y ella vio que era Reed.

No contestó.

– Debe de estar preguntándose dónde estás.

– Que se lo pregunte -contestó Elizabeth.

– Debe de estar preocupado.

– Le está bien empleado.

– ¿Me prometes algo? -Hanna se acercó a ella.

El teléfono siguió sonando.

– ¿Qué?

– Prométeme que creerás en él, que confiarás en él hasta que demuestre lo contrario. Reed es un buen hombre, Elizabeth. Y te quiere.

Elizabeth respiró profundamente y agarró el teléfono.

– Hola…

– ¿Dónde estás? -preguntó Reed tomando a Elizabeth por sorpresa.

– Le estoy enseñando mi ropa interior a alguien que le interesa.

Hubo un silencio.

Hanna le quitó el teléfono de la mano y se lo puso en la oreja.

– Reed, soy Hanna. Lo siento mucho. Creo que le he dado demasiados cócteles Margarita a Elizabeth -después de una pausa dijo-: No, no la dejaré conducir -le devolvió el teléfono a Elizabeth.

– Hola, cariño -dijo Elizabeth, luego empezó a tener hipo.

– ¿Estás borracha?

– Un poquito.

– Te enviaré un coche.

– ¿Estás borracho tú también?

– No, no estoy borracho.

– ¡Pero no vas a venir tú en persona!

– Estoy en Long Island. Acabo de estar con mis padres.

– ¿Y si los llamo? -lo desafió.

Tal vez estuviera en Long Island, o quizás estuviera en un hotel con alguien, desconfió ella.

– ¿Para qué vas a llamarlos?

– No lo sé. Para decirles hola. Lo que sea.

– Elizabeth, deja de beber.

– Claro…

Se sentía un poco mareada de todos modos. Y una resaca no la ayudaría a buscar trabajo. Porque con sexo o sin él aquella noche, a la mañana siguiente iba a buscar un trabajo, iba a empezar su propia vida.


Reed esperó en el vestíbulo que llegase el coche de Elizabeth. Henry, el conserje, estaba detrás de su escritorio.

Cuando llegó Elizabeth Reed y Henry la ayudaron a subir al ático.

Reed tiró su ropa en un sofá y luego la llevó directamente al dormitorio. Allí la dejó en la cama y le quitó los zapatos.

– ¿Sabes? No debería ser tan difícil para dos personas casadas tener sexo -dijo ella con los ojos cerrados.

– No -dijo él-. No debería ser tan difícil.

Reed le quitó las joyas suavemente y le desabrochó el vestido mientras ella seguía con los ojos cerrados. Los ojos de Reed se agrandaron al ver el sujetador y las diminutas braguitas.

– ¿Reed?

– ¿Sí?

– Prométeme algo.

– Por supuesto.

– Si me quedo dormida… -ella se calló.

– ¿Sí?

– Hagamos el amor de todos modos.

Él agitó la cabeza.

– ¡Como si fuera a suceder!

– Bien -sonrió ella.

– Elizabeth, te digo que no.

– Siempre me dices que no -dijo ella frunciendo el ceño.

– Nunca te digo que no.

– Yo me arreglé, me puse toda sexy y… -se quejó ella.

Él dirigió su mirada al encaje negro que realzaba sus pechos.

– Sí.

– Hanna me ha dicho que estaba sexy.

Él se sonrió.

– Estás borracha.

– Voy a buscar un trabajo -dijo ella, decidida.

– Hablaremos de ello mañana por la mañana.

La expresión de Elizabeth cambió.

– Por favor, déjame embarazada esta noche -y luego todo su cuerpo se relajó. Se quedó dormida.

– Así, no -susurró él-. Así, nunca.

Le quitó suavemente el resto de la ropa, la acostó y arropó. Luego se echó atrás para admirar su belleza y vulnerabilidad.

Su teléfono móvil sonó y él lo atendió enseguida, por miedo a que despertase a Elizabeth.

Pero ella ni se movió.

– Soy Collin. Selina está en mi casa -dijo una voz.

Eran las nueve y media.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Reed.

– ¿Puedes venir?

– ¿Por qué no venís aquí? Elizabeth está dormida…

Reed, por alguna razón, no quería dejarla sola.

– Enseguida iremos -y Collin colgó. Reed cerró suavemente la puerta del dormitorio.

La realidad era que habían perdido la oportunidad aquel mes. Ya que Elizabeth tardaría por lo menos veinticuatro horas en estar remotamente romántica otra vez.

Y eso la enfadaría también.

Empezaba a sentirse un poco agobiado con tantos problemas, los de su negocio y los personales.

Por primera vez Reed se preguntó si el trabajo duro y la ingenuidad serían suficientes para salir sin cargos.

Hubo unos suaves golpes en la puerta de entrada. Fue a abrir.

Reed llevó a Collin y a Selina a su despacho.

– Creí que tenías a alguien protegiendo a Elizabeth -le dijo Reed a Selina.

Selina se sobresaltó.

– Y tengo a alguien -contestó.

– Ha ido al centro hoy. Quiero información sobre cosas como ésa.

– De acuerdo -dijo Selina.

– ¿Ocurrió algo cuando Elizabeth estuvo en el centro? -preguntó Collin.

– Visitó a una amiga. Pero yo no sabía dónde estaba.

– Para que quede claro, ¿quieres un informe de las actividades diarias de la señora Wellington o de amenazas potenciales?

– No estoy espiando a mi esposa -protestó él.

– Tal vez podríamos cambiar algunos aspectos de la operación -sugirió Selina-. Pon a Joe más cerca de la señora Wellington. Por ejemplo, como su chófer. De ese modo no tiene que estar oculto, y puede informarte cada tanto.

– Eso me gusta. ¿Qué más tenéis? -comentó Reed.

– A Kendrick -dijo Collin.

– ¿Te has puesto en contacto con él?

Collin agitó la cabeza.

– Está todavía en Washington, reacio a que lo localicemos. Pero ha salido a la luz más información.

– ¿Es de ayuda?

Collin y Selina se miraron.

– Lamentablemente, Hammond y Pysanski también invirtieron en Ellias y ganaron un pastón.

– Pero ellos son…

– Los antiguos socios de negocios de Kendrick.

– Esto tiene mala pinta… -dijo Selina.

Reed se defendió.

– ¿De verdad creéis que habría empleado este plan para traficar con información confidencial? ¿Creéis que un senador iba a otorgar el contrato a cuatro de sus socios más cercanos pensando que nadie se daría cuenta? Es estúpido.

Collin se inclinó hacia delante.

– ¿Y ésa va a ser tu defensa?

– ¿Tú tienes una mejor?

– De momento, no. Pero si no se me ocurre algo mejor que eso, la Escuela de Leyes de Harvard habría tirado mucho dinero y tiempo conmigo.

– Quiero que esto se termine de una vez. Ya hay muchos problemas sin la necesidad de estas distracciones.

– Mañana me reúno con el Organismo regulador del mercado de valores -dijo Selina.

– Llévate a Collin contigo.

Selina cambió de expresión.

– ¿Qué ocurre?

– A veces Collin choca con mi estilo de hacer las cosas.

– ¿Hay problemas entre vosotros dos?

– Diferencias de estilos -dijo Collin.

Reed no podía creerlo.

– Arreglad vuestras diferencias. Os quiero a ambos en esa reunión.

Selina miró a Collin. Él asintió. Y entonces ella hizo lo mismo.

– Que Joe pase por la oficina mañana por la mañana -dijo Reed-. Lo traeré al ático y le presentaré a Elizabeth.


Elizabeth se despertó mal por la mañana. No había sido buena idea beber con el estómago vacío. Y hacía mucho que no se emborrachaba. Y pasaría mucho más tiempo hasta que bebiera más de dos copas por la noche.

Vio un vaso de agua en la mesilla y dos aspirinas.

«Bendito Reed», pensó.

A la luz del día no pensaba que Reed pudiera engañarla. Iba contra sus principios.

Aunque quisiera engañarla, su honor y sus principios se lo impedirían.

La lluvia resonó en los cristales.

Se había enfadado por varios motivos con Reed el día anterior.

Sin embargo, cuando Reed la había llevado a la cama y la había acostado, ella había recordado por qué se había enamorado de él.

No se acordaba de muchas cosas, pero sabía que le había pedido que le hiciera el amor.

Pero si hubiera sucedido se acordaría, pensó.

Así que no había ocurrido. No estaba embarazada. Y era el tercer día de ovulación.

Pero ni siquiera pensaba que pudiera salir de la cama, y mucho menos seducirlo.

Sonó un trueno en la distancia. Y de pronto el sonido de la lluvia ya no le taladró el cerebro. Las aspirinas habían hecho su efecto.

Intentó dormirse pero no pudo. Finalmente se destapó y se levantó.

Se duchó, se vistió y se maquilló un poco para disimular la mala cara.

No se sentía bien como para ir al gimnasio. Y la lluvia hacía imposible un paseo. Debía hacer algo dentro.

Elizabeth miró a su alrededor buscando inspiración.

Vio las estanterías del salón y tuvo una idea. Podía deshacerse de algunos libros y donarlos a la biblioteca. Llamaría a Rena, la asistenta, para que le llevara algunas cajas de cartón en su camino al ático.

A Reed le gustaban las historias de intriga, el típico libro que no se volvía a leer si se sabía el final. Decidió deshacerse de algunos libros suyos también.

Fue a su despacho y empezó a buscar.

En ese momento olió un aroma que llamó su atención e intentó identificar. No era polvo, ni piel, ni olor a brillo de muebles…

Era perfume de coco.

Se quedó petrificada.

La mujer que había estado en el despacho de Reed olía a coco…

– ¿Elizabeth? -la llamó Reed desde la entrada del ático.

¿La mujer del perfume a coco había estado en el ático? ¿En su ático? ¿En su casa?

¿Qué iba a hacer? ¿Se enfrentaba con él? ¿Buscaba más pruebas? ¿Lo ignoraba?

– Aquí estás -Reed apareció sonriendo-. ¿Te sientes bien?

Ella lo miró en silencio, tratando de conciliar al hombre que ella conocía con semejante comportamiento. ¿Mientras ella estaba intentando desesperadamente salvar su matrimonio él ya lo había terminado?

– Quiero que conozcas a alguien -dijo Reed.

– Joe, ésta es mi esposa, Elizabeth Wellington.

El hombre dio un paso al frente. Era un hombre fuerte, alto.

– Es un placer, señora Wellington -el hombre le extendió la mano.

– Hola -dijo Elizabeth y le dio la mano.

– Joe será tu chófer -continuó Reed.

Ella se sorprendió. El hombre parecía una especie de mercenario. Definitivamente, no era alguien con quien ella quisiera estar sola en un callejón.

– ¿Elizabeth? -dijo Reed-. ¿Estás bien?

Ella lo miró y dijo:

– No necesito un chófer.

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