Capítulo Once

Elizabeth se despertó en el silencio. Y le costó un segundo darse cuenta de por qué tenía aquel nudo en el estómago. Luego lo recordó. Reed se iba a marchar, y volvió a sentir dolor.

La luz del día se filtró entre las cortinas de la habitación.

Ella se sintió confusa. Generalmente la despertaba Lucas a las siete de la mañana. Miró el reloj de la mesilla, y descubrió que eran casi las diez.

¿Qué pasaba con Lucas?

Saltó de la cama y corrió por el pasillo hacia el dormitorio del niño.

Sintió pánico al ver que Lucas no estaba allí. Pero de pronto lo oyó, el gorjeo del bebé y la voz de Reed.

– El truco es asegurarte de que la base es sólida. Eso quiere decir que los ladrillos rojos van primero.

Lucas gorjeó en aparente acuerdo, totalmente concentrado en el juego.

Elizabeth caminó por el pasillo. Se quedó en la entrada un momento mirando la torre de colores antes de que Reed la viese.

– Buenos días -dijo él, manteniendo su atención en Lucas y los ladrillos.

– Podría haber… -empezó a decir ella.

– Estabas cansada. No hay problema. No pensaba ir a la oficina hoy.

Elizabeth pestañeó, tratando de registrar sus palabras.

– He invitado a cenar a mis padres.

Ella sintió pánico.

– ¿Que has hecho qué? -preguntó.

¿Antón y Jacqueline en su casa? ¿En medio de aquello? Ella miró alrededor de la habitación desordenada.

– He invitado a cenar a mis padres -repitió él.

– ¿Por qué? Rena no está hoy. ¿Has pedido el servicio de un catering? -Elizabeth corrió a la cocina.

¿Estaba planchado el mantel bordado? ¿Tenían velas nuevas?

– Les he dicho que pediríamos una pizza

Elizabeth se quedó helada y lo miró.

– ¿Es eso una broma? -preguntó Elizabeth.

No estaba de humor.

– No es una broma. Quieren conocer a Lucas.

– ¿Piensas invitar a Anton y a Jacqueline a comer pizza?

Ellos eran los reyes de la sociedad de Nueva York.

– Se lo he advertido.

– No puedes hacer esto. Yo me voy a sentir mal. Van a pensar que soy la peor anfitriona del mundo. A ellos no les gusto ya…

No le importaba, puesto que ya no serían sus suegros.

– Te preocupas mucho -dijo Reed poniéndose de pie.

– No. No me preocupo lo suficiente.

– Pediré algo más para acompañar la pizza.

– De ninguna manera. Yo iré a Pinetta a comprar unos filetes. ¿Todavía tenemos aquel vino tan bueno en la bodega?

¿Dónde estaba su cartera?

Reed le agarró el brazo para detenerla.

– Estás en camisón -le dijo.

Elizabeth lo miró. Tomó aliento y dijo:

– Me cambiaré primero… por supuesto.

– No vas a cambiarte. Quiero decir, no vas a ir corriendo a comprar filetes. Les he dicho que habría pizza y les daremos pizza.

– ¿Por qué me haces esto? ¿Tanto me odias?

¿La estaba castigando por dejarlo?

Él la soltó inmediatamente.

– Yo no te odio, Elizabeth. Estás ocupada. Estás agotada. Y estás disgustada. He elegido este momento para oponerme a mi padre. Si quiere venir a visitar a Lucas sin avisar con tiempo, puede hacerlo, pero no habrá nada más que pizza y cerveza.

– ¿Entonces se trata de tu padre y de ti? ¿No quieres castigarme?

– ¿Yo? ¿Castigarte?

– Por dejarte -dijo ella.

Reed la miró mientras Lucas agarraba ladrillos.

– Yo jamás haría algo que te hiciera daño. Tú eres mi esposa, y te protegeré hasta que tú me obligues a dejar de hacerlo. ¿Lo comprendes?

Elizabeth sintió ganas de llorar nuevamente.

– Sí. Podemos darles pizza.


Reed se daba cuenta de que Elizabeth estaba nerviosa.

El había dejado que pidiera un centro de mesa con flores y pusiera un mantel. Y admitía que era gracioso ver a su madre morder una porción de pizza con cubiertos de plata. Su madre había dicho que la comida estaba deliciosa, y Elizabeth no la había creído.

Y ella siguió nerviosa después de la cena, cuando su madre se había sentado en el suelo con su traje de lino para jugar con Lucas. Elizabeth había corrido a su lado cuando Lucas le había agarrado la blusa de seda con intención de llevársela a la boca. Jacqueline había quitado serenamente las manitas del niño y le había dado un juguete, que Lucas rápidamente se había metido en la boca. Jacqueline se había reído, pero Elizabeth no se había relajado.

Reed le dio a su padre una segunda copa de cerveza alemana y se sentó en la otra silla.

– Tu madre y yo hemos estado hablando -empezó a decir Anton poniendo la copa en la mesa que había entre padre e hijo.

Reed se preparó.

– Yo estuve fuera de lugar el otro día -su padre miró a Lucas, Jacqueline y Elizabeth que estaban en el suelo.

– ¿Cómo?

– Sobre Lucas -dijo Anton-. Estuvo mal decir que no deberías adoptarlo.

Reed no podía creerlo.

– Como te he dicho, tu madre y yo hemos estado hablando.

¿La madre de Reed? ¿Su madre había hecho que su padre cambiase de parecer? Reed miró a su madre con más respeto.

Anton levantó la copa de la mesa y sorbió.

– El bebé hace feliz a tu madre.

– Lucas -insistió Reed.

– Lucas -repitió Anton.

– Lucas hace feliz a Elizabeth también -dijo Reed.

A lo mejor tenía que aprender del niño, pensó.

– Deberías ir a California -dijo Anton.

Reed volvió su atención a su padre después de mirar a Lucas.

– ¿A hacer qué?

– Para hablar con los Vance. Ellos quieren algo. Averigua qué es.

– Quieren a Lucas -dijo Reed.

Anton agitó la cabeza.

– Dicen que quieren a Lucas. Pero averigua lo que quieren realmente.

– ¿No estarás pensando que es un chantaje?

No podía ser. Los Vance no usarían a Lucas para conseguir dinero. Obviamente, lo amaban.

– Tu madre dice que los bebés son maravillosos. Pero también dice que una vez que has criado a los tuyos, quieres nietos. No quieres volver a empezar… -Anton hizo una pausa-. Los Vance quieren algo -asintió hacia Elizabeth y Lucas-. Esta es su familia. Ve a averiguar cuánto quieren para arreglar el problema.

Reed pensó un momento.

– Madre te da muchos consejos…

Anton lo miró, censurándolo. Luego la expresión de su padre se ablandó y dijo:

– Sí, bueno. Así es. El jet está en el aeropuerto. Me he tomado la libertad de borrar tus actividades de tu agenda de mañana.


En pocos segundos Reed descubrió que los Vance no querían dinero. Amaban a Lucas, y sólo querían lo mejor para su nieto. Después de media hora de desesperarse tratando de hacerles entrar en razón, Reed decidió poner todas sus cartas sobre la mesa.

Les habló de la infertilidad de Elizabeth y él, de la angustia que había causado en su matrimonio, del profundo amor de Elizabeth por su hermano y de su apasionado deseo de cumplir los deseos de Brandon y Heather.

No habló de su dinero, pero tampoco lo ignoró. Les dijo que Lucas viviría en los mejores lugares de Nueva York. Cuando creciera tendría acceso a los mejores colegios privados, a la cultura, a viajes, a miles de experiencias que enriquecerían su vida.

Entonces, al final, admitió los problemas por los que estaban pasando Elizabeth y él en su matrimonio. Pero les aseguró que él iba a hacer todo lo que tuviera a su alcance para mantener su familia intacta.

Mientras decía aquellas palabras, sintió que era verdad, que iba a luchar con uñas y dientes por Elizabeth. Él la amaba. Y encontraría la forma de recuperarla.

Margante Vance fue la primera que mostró una grieta. Admitió su temor a que Reed alejara a Lucas de ellos. A diferencia de Reed, ellos no eran ricos, y California estaba muy lejos de Nueva York. Ellos no querían ser padres, pero deseaban desesperadamente ser abuelos. Querían ser parte de la vida de Lucas, verlo crecer.

Reed inmediatamente les había ofrecido su avión, una docena de hoteles de Manhattan en los que tenía participación, la habitación de invitados de la casa de sus padres en Long Island, y se ofreció a enviar a Elizabeth y a Lucas a California tan frecuentemente como le fuera posible. Les dijo que no había nada que deseara más que saber que la casa de los Vance era un segundo hogar para Lucas cuando Elizabeth y él necesitasen estar fuera.

Al final, los Vance habían aceptado, entusiasmados, no impugnar el testamento. Reed les había prometido una visita para el fin de semana. Pero sabía que debía hablar con Elizabeth primero.

En su vuelo de regreso, se sintió más y más deseoso de hablar con Elizabeth.

Pero en el aeropuerto de Nueva York, lo esperaban Selina y Collin.

Ambos se acercaron a él cuando fue hacia su limusina.

– Marchaos -dijo.

Era la primera vez que estaba decidido a que Elizabeth estuviera en primer lugar.

– Tenemos que hablar contigo -dijo Collin.

– No me importa.

Se iba a ir a casa, y nada ni nadie iba a detenerlo. Pagaría los malditos diez millones de dólares si tenía que hacerlo para conseguirlo.

– Es importante -dijo Selina.

– Mi vida también -replicó Reed.

– Se trata de tu vida -intervino Collin.

– Tenemos información -agregó Selina.

– Yo tengo un matrimonio que salvar -respondió él divisando a su chófer.

Este corrió hacia él con un paraguas y agarró el maletín de Reed.

– Podemos decírtelo en el coche -sugirió Collin.

Reed suspiró.

– Vamos a ir directamente al ático. No voy a ir a la oficina, ni a la comisaría. Y no nos detendremos para nada que no sean los semáforos -miró al chófer-. Y hasta ésos serán opcionales…

– Sí, señor -contestó el hombre con una sonrisa picara.

Reed volvió a mirar a Selina y a Collin.

– Entrad -dijo con tono de irritación.

– Es importante -repitió Selina mientras se sentaban, con un tono de disculpa.

– Siempre es importante -dijo Reed-. Ese es el problema en mi vida. Si decidiera entre Elizabeth y las cosas que no son importantes, no tendría problema, ¿no? -no esperó una respuesta-. Pero todos los días, casi cada hora, hay algo vitalmente importante que ocupa mi tiempo y mi atención. Me paso las noches con vosotros y con Gage y Trent, porque corro el riesgo de ir a la cárcel, porque un extorsionador podría quitarme dinero… Incluso podría morir alguien… Pero, ¿sabéis qué? Eso se va terminar a partir de este momento. Ahora mismo voy ir a mi casa con Elizabeth.

Selina miró a Collin y dijo:

– ¿Quieres decírselo tú o se lo digo yo?

Collin hizo un gesto a Selina para que hablase.

– Se trata de la conexión de Pysanski.

– No me digas. Se ha empeorado el asunto, ¿no?

– He pasado los dos últimos días en Washington -dijo Selina-. Y descubrí que todas las compras de Hammond y Pysanski estaban hechas en las cuarenta y ocho horas siguientes a que se hiciera la lista provisional del comité sobre el proyecto en cuestión.

– ¿Cuántas empresas había en la lista? -preguntó Reed.

¿Habían comprado Hammond y Pysanski las empresas que aparecían en la lista especulando?

– Generalmente, de tres a cinco -dijo Selina-. Pero parece que la decisión no oficial coincidió con la lista provisional. Porque invirtieron en la empresa adecuada todas las veces.

– Entonces, Kendrick es culpable -dijo Reed.

– Al principio, yo también pensé que era Kendrick. Pero luego encontré esto. -Sacó un papel de su maletín-. Uno de los ayudantes del senador, Qive Neville… Aparecían diez mil dólares depositados en su cuenta el día después a la compra de valores de Hammond y Pysanski.

– ¿Sería un retribución? -preguntó Reed.

Selina asintió.

– Pero Gage y tú comprasteis vuestras acciones antes que Hammond y Pysanski -dijo ella-. Antes de la lista provisional -sonrió Selina.

– Entonces, ¿se ha acabado? -preguntó Reed.

Collin le golpeó el hombro.

– Se ha acabado -le dijo.

La limusina paró frente al número 721 de Park Avenue.

Reed le devolvió el papel del banco a Selina.

– Bien hecho, equipo. Espero que no os toméis mal esto. Pero adiós -Reed salió del coche.


– ¿Sabes? Hay otra opción -dijo Hanna.

– No, no la hay -respondió Elizabeth.

No había forma de salvar su matrimonio. Lo único que le quedaba era salvarse a sí misma. Reed no iba a cambiar nunca. Por eso tomaba una medida tan drástica.

Hanna dejó la copa de vino en la mesa baja y dijo:

– Puedes decirle que te has equivocado, que lo amas, y que quieres salvar tu matrimonio.

– Sí -se oyó una voz masculina.

Elizabeth casi tiró la copa que tenía en su regazo. Hanna abrió los ojos como platos y miró hacia el vestíbulo.

– Puedes hacer eso -dijo Reed dejando las llaves.

– Reed… -dijo Hanna tragando saliva.

– Hola, Hanna.

– Lo siento tanto… -dijo, incómoda-. Yo estaba… Estábamos…

Reed negó con la cabeza.

– No lo sientas. Si pensara que puedes convencerla, me marcharía y te dejaría que siguieras.

– Ella no me convencerá -dijo Elizabeth, decidida.

Eran casi las diez de la noche, y aquel día era otro ejemplo de la agenda despiadada de Reed. Había ido a Chicago por una reunión. Claramente, había pasado todo el día allí. Claramente, había tenido cosas más importantes que hacer que arropar a Lucas cuando se fuera a dormir.

Quizás fuera culpa suya. Tal vez ella no fuera lo suficientemente interesante como para que él volviese a casa a su lado. Tal vez debería haber conseguido un trabajo hacía años y haberse transformado en una esposa más interesante para él.

Pero, ¿cómo iba a saber si ella era interesante o no si apenas aparecía para conversar?

Reed agarró la botella de vino y levantó las cejas al ver que estaba vacía.

– ¿Queréis que abra otra? -preguntó.

Hanna se puso de pie.

– Yo tengo que marcharme, y dejaros…

– Quédate -le dijo Reed-. Evidentemente, tú estás de mi parte. Parece que habéis empezado sin mí, pero me encantaría unirme a la fiesta.

Hanna miró a Elizabeth como sin comprender. Esta se encogió de hombros. Reed y ella no tenían planes de estar solos. Y era casi mejor que estuviera Hanna, para que no se hiciera una situación tan incómoda entre ambos hasta la hora de dormir.

– Trae otra botella de vino -le dijo Elizabeth.

Reed sonrió sinceramente y ella sintió que aquella sonrisa la debilitaba. Sería mejor no emborracharse si se quedaba con él.

Reed fue a buscar el vino y luego volvió con una botella abierta.

– Es un Château Saint Gaston del ochenta y dos -dijo con satisfacción Reed.

Elizabeth pestañeó.

– ¿Acabas de abrir una botella de vino que cuesta diez mil dólares? -preguntó Hanna con un carraspeo.

Reed fingió mirar la etiqueta.

– Creo que sí -contestó Reed, y sirvió tres copas de vino.

– Propongo un brindis -dijo, aún de pie.

– Por favor, no lo hagas… -dijo Elizabeth.

Ella no sabía qué tenía él en mente, pero desconfiaba.

– Un brindis -dijo Reed con voz más suave-. Por mi hermosa e inteligente esposa.

– Reed… -le rogó Elizabeth.

– Hoy te he mentido -dijo Reed.

Eso no tenía nada de nuevo, pensó ella.

– No he estado en Chicago.

Ella se estremeció ante aquella creatividad.

– Me da igual. Salud -dijo ella. Levantó la copa para beber.

– Esta es una botella de vino de diez mil dólares. Merece cierto respeto… -comentó él.

Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro.

– He estado en California -continuó.

Elizabeth esperó.

– Irónicamente, por consejo de mi querido padre, fui a ver a los Vance.

Ella se quedó helada.

– No… -dijo ella.

– Y mientras estaba allí me di cuenta de que tú, querida Elizabeth, tienes razón, y que yo estoy totalmente equivocado -se sentó en el reposabrazos del sofá donde estaba ella-. Te prometo que no te mentiré nunca más.

Elizabeth buscó sus ojos. La miraban con calidez y cariño, pero ella no sabía qué decir.

– Gracias -pronunció finalmente.

Él sonrió y luego levantó la copa y tomó un sorbo de vino.

Elizabeth hizo lo mismo, aunque no podía probar nada.

– Te amo -dijo Reed.

– ¡Eh! Realmente creo que… -Hanna se puso de pie.

– Bebe el vino -le ordenó Reed-. Es posible que te necesite más tarde.

Hanna se sentó nuevamente.

– ¿Por dónde iba? -preguntó él.

– ¿Estás borracho? -preguntó Elizabeth, tratando de entender aquel comportamiento.

No parecía Reed.

– Oh, sí, ahora recuerdo. Los Vance no van a impugnar el testamento.

– ¿Qué? -Elizabeth tenía miedo de haber oído mal.

Él asintió para confirmarlo y luego repitió:

– Los Vance no van a pelear por la custodia de Lucas. Y no, no estoy borracho.

Elizabeth sintió una punzada de optimismo.

– ¿Cómo…? -empezó a preguntar.

– Con habilidad, inteligencia y ganas. Además de un jet privado muy rápido.

– Deja de dar vueltas -le pidió Elizabeth.

Aquélla era una conversación sería.

– Oh, creo que voy a dar unas vueltas más -Reed bebió otro sorbo de vino. Y agregó-: Vale cada céntimo.

– Sigue, Reed.

– Gracias. Y ahora, ¿quieres ayudarme a convencerla de que vale la pena que se quede conmigo?

– Vale la pena que te quedes con él -dijo Hanna.

– Traidora -murmuró Elizabeth.

Pero hasta ella se estaba quedando sin excusas para abandonarlo. Era verdad que le había mentido sobre Chicago, pero lo había hecho por Lucas, y por ella.

– Elizabeth me dijo que eras estupendo en la cama -dijo Hanna.

– ¡Hanna! -exclamó Elizabeth horrorizada.

– Bueno, ésa es sólo una de mis virtudes -dijo Reed.

Hanna sonrió.

– Y una cosa más -se puso serio-. Estaré en casa todas las noches de ahora en adelante. O trabajaré a tiempo parcial. O venderé mis empresas. O podemos mudarnos a Biarritz si es necesario.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Elizabeth.

– Estoy diciendo que estoy dispuesto a hacer todo el esfuerzo que haga falta en mi matrimonio, como lo he puesto en mis negocios.

Elizabeth se quedó sin habla. Sintió una opresión en el pecho. Miró a Reed.

– ¿Estás hablando en serio? -preguntó.

– Me parece que la palabra que estás buscando es «sí» -dijo Hanna codeando a Elizabeth.

Загрузка...