Elizabeth, de pie en la cocina, se preguntó cuánto hacía que Reed y ella no comían en el comedor…
Claro que Reed no iba a tener hambre, después de aquella bonita cena de cuatro en Alexander's.
Oyó la llave en el cerrojo del ático.
Ella se había sentido tentada de hacer las maletas y marcharse antes de que él llegase, pero no dejaba de oír la voz de Hanna en su cabeza pidiéndole que pensara que Reed no era culpable hasta que se demostrase lo contrario.
Bueno, Reed lo iba a tener que demostrar de un modo u otro.
– ¿Elizabeth? -llamó Reed.
– ¿Un día duro? -preguntó ella mirando de reojo el reloj que marcaba las diez y cuarto.
– Me han retenido en varias reuniones.
– Ah… -asintió ella-. ¿Con alguien en particular?
– La última ha sido con Collin
– ¿Sólo con Collin?
– Sí -la miró extrañado.
– Hmm… ¿Has comido? ¿Estabas en el despacho?
– Estaba abajo. En el apartamento de Collin.
Ella no respondió.
– Podemos pedir que nos traigan algo de Cabo Luca -Reed agarró el teléfono.
– ¿No has comido? -preguntó ella, sorprendida.
– Ni un bocado. Estoy muerto de hambre.
Ella se sorprendió de que su marido mintiera tan bien.
– ¿Ninguna otra reunión esta noche?
– ¿A qué viene tanta curiosidad?
– Sólo intento darte conversación. Quiero saber cómo ha ido el día de mi querido esposo.
– Cuéntame tú. ¿Algo nuevo sobre la fiesta de nuestro aniversario?
– Hemos elegido las servilletas.
– Eso está bien.
– ¿Nada sobre el senador Kendrick?
Reed entornó los ojos.
– ¿Por qué preguntas eso?
– Por la investigación del Organismo regulador.
– Te he dicho que no te preocupes por eso.
– Bueno, estoy preocupada por ello. Leo los periódicos.
– Lo he visto brevemente hoy.
– ¿Sólo a Kendrick?
– Sí. Trent ha pensado que era mejor que hablase a solas con él. Por si quieres saberlo, queremos que haga una declaración pública diciendo que somos inocentes. De esa forma, todo se aclarará.
Elizabeth se rió forzadamente.
– ¿Inocentes? -repitió.
– Por supuesto.
A Elizabeth se le hizo un nudo en la garganta, pero cuando pudo hablar levantó la voz:
– No sé qué diablos estabais haciendo Kendrick y tú durante cuatro horas con esas dos supermodelos, pero no me pareció nada inocente…
Reed la miró, agrandando los ojos.
– Vaya -murmuró.
– ¿Quiénes eran, Reed? Si te acuerdas de sus nombres… Hace un mes habría jurado sobre la Biblia que eras un esposo fiel. Luego he pensado que había una mujer. Ahora no sé cuántas puede haber. ¿Cuánto tiempo hace que vives una mentira?
– ¡Elizabeth! -se acercó a ella.
Ella rodeó el sofá.
– Aléjate de mí.
– Te juro que no tengo ni idea de qué estás hablando.
– Jura todo lo que quieras, Reed. Porque sé lo bien que mientes.
– He sido totalmente fiel -dijo con sinceridad.
– ¿Por eso no quieres hacer el amor conmigo? ¿Ha sido por ella?
– No hay ninguna «ella». No he hecho el amor contigo porque no has querido que te toque. Luego he estado trabajando. Y después te has emborrachado. Quiero tener un niño tanto como tú, pero no estoy dispuesto a hacerle el amor a una esposa inconsciente.
– Entonces quizás sea mejor que tengas un niño con otra persona -dijo ella con un sollozo.
Sus propias palabras le habían dolido. Ella lo amaba, y le dolía la idea de que él tuviera un hijo con otra persona.
– ¿Con quién? -preguntó él, enfadado.
– No lo sé. Tal vez con la rubia que estaba encima de ti en el restaurante, o tal vez…
– No sé qué te ha dicho la gente. Pero mi reunión con el senador ha sido…
– ¿Dicho? -ella se rió-. Nadie me ha dicho nada. Yo estuve allí. Te he visto, Reed. La vi a ella.
– ¿Cómo…?
– Me ha llevado el chófer ¿O es mejor que diga mi guardaespaldas, Joe, de Resolute Charter? ¿Me está protegiendo de otras mujeres?
– La rubia no era nadie. Ni siquiera sé su nombre. Esa mujer estaba con el senador…
– ¡Deja de mentirme!
Reed se acercó a ella y la agarró por los hombros.
– No te estoy mintiendo sobre la rubia. La vi durante veinte minutos. Confírmalo con Collin, si quieres. Y sí, he contratado un guardaespaldas. Pero también es chófer. ¿Quieres ir al centro? ¿Quieres beber con Hanna? ¿Quieres ir a buscar trabajo? De acuerdo. Pero quiero que estés a salvo mientras lo haces -Reed siguió hablando-: Estoy bajo una investigación, Elizabeth. Te juro por Dios que soy inocente, y nadie va a demostrar lo contrario. Pero la opinión pública piensa algo distinto. Podrían abordarte periodistas o gente común por la calle. Joe va a protegerte.
– ¿No te importa que busque un trabajo?
– En absoluto. Si tienes intención de hacerlo, lo harás. Tú no eres mi prisionera, Elizabeth. Aunque a veces desearía que lo fueras -confesó.
– ¿Cómo puedo creerte? -preguntó ella.
– ¿Puedo demostrarte que jamás me he acostado con otra mujer?
Ella deseaba ardientemente que pudiera hacerlo.
– Ningún hombre puede demostrar eso. Pero nadie puede demostrar que lo he hecho tampoco. Te juro que no te he sido infiel. Te amo, Elizabeth -sus manos se relajaron en sus brazos, y él la abrazó.
– Tengo tanto miedo… -ella derramó unas lágrimas.
– Yo te mantendré a salvo.
– Tengo miedo de ti, miedo de nosotros, miedo de que no podamos lograrlo. Quiero creerte, Reed. Deseo tanto poder creerte…
El se echó atrás y le agarró la cara con una mano.
– ¿Qué sucede? ¿Qué está pasando realmente?
– Es como si ya no te conociera… Y tú no me conocieras a mí. No es que haya mucho que conocer. Ya no soy nada…
– Tú lo eres todo para mí -dijo Reed.
– Pero yo necesito ser todo para mí. Necesito tener mi propia vida, mi propia identidad.
– ¿Para que te sea más fácil dejarme?
– ¿Tú quieres dejarme?
– Jamás.
– Dímelo sinceramente -dijo ella.
– Jamás. Vayámonos fuera, solos tú y yo. Haremos un viaje. Haremos el amor en cualquier momento, cuando queramos. Olvídate del estúpido termómetro.
Era una oferta tentadora.
Fuera de Nueva York lo tendría todo para sí, pensó ella.
– A París o Marsella… -dijo él.
Con aquella expresión relajada, Reed parecía el hombre del que ella se había enamorado.
Él la besó. Y ella sintió la tentación de dejarse envolver por él. Pero antes tenía que solucionar otros asuntos.
– ¿Hablas en serio? -preguntó ella.
– Totalmente. Reservaré el avión particular.
Reed encontró un chalet en el pequeño pueblo de Biarritz en el sur de Francia, con vistas al Atlántico, castillos y caminos de piedras. Tenían un chef a su disposición, y sobre todo, no había Organismo regulador del mercado de valores, ni chantajes. Era un lugar paradisíaco.
Pero debajo de la alegría de Elizabeth había un fondo de tristeza.
Reed pensó que tenía que mejorar su relación con Elizabeth. Lo de la rubia de Alexander's había sido la guinda de la tarta. Muchos malentendidos.
Y no estaba seguro de por qué ella había desconfiado de él, en primer lugar.
Le parecía que todo había empezado con su descabellada idea de buscar trabajo. ¿Estaría aburrida? ¿Sola?
A él le habría encantado pasar más tiempo con ella y también le habría encantado darle un hijo. Y estaba haciendo todo lo que podía de su parte. Pero no lo lograba. Y últimamente el mundo parecía estar en contra de él para colmo…
Elizabeth no era feliz, y él, como esposo, tenía que solucionar el problema.
– ¿Estás cansada? -le preguntó-. ¿Quieres echarte una siesta?
– ¿Podríamos dar un paseo por la orilla del mar mejor?
– Por supuesto.
Después de que Elizabeth fuera a cambiarse salieron tomados de la mano.
– Es maravilloso -dijo ella mirando el mar.
– Creo que el pueblo está por allí -Reed señaló hacia el sur, hacia los viñedos, los edificios de piedra y los hoteles internacionales.
– Vamos a comprobarlo -propuso ella.
Empezaron a caminar
Se encontraron con varias tiendas en el camino y echaron un vistazo a su mercadería. En una de ellas, Elizabeth se había interesado por unas bufandas de colores, y Reed se las había comprado.
Finalmente ella le contó que había tenido una conversación con Heather
– Fue una conversación extraña… Ellos saben que estamos intentando tener un niño -dijo Elizabeth.
– ¿Se lo has contado tú? -preguntó Reed.
Ella agitó la cabeza.
– Brandon me ha dicho que lo veía en mis ojos cuando miraba a Lucas, y en mi voz cuando hablaba de él.
Reed asintió.
– Heather… -Elizabeth dudó-. Se ofreció a ser una madre de alquiler.
Reed se quedó petrificado.
¿Sabía algo Elizabeth que no sabía él? ¿Le había dado alguna mala noticia el doctor Wendell? ¿Tenía algo que ver aquello con esa tontería de su infidelidad?
– ¿Por qué? -preguntó él-. ¿Te has hecho más pruebas?
– No. Pero llevamos tres años intentándolo sin éxito.
Era verdad, pero el primer año y medio no habían intentado tener un niño, simplemente no habían intentado evitarlo.
Habían pensado que sucedería naturalmente. Miles de mujeres se quedaban embarazadas todos los días.
– No me gusta esto -dijo Reed-. No es asunto de Brandon. Ni de Heather. Hay demasiada gente entrometiéndose en nuestra vida.
– Ella intentaba…
– No me importa. Quiero que termine. Yo te quiero a ti y solo a ti. Quiero que lo nuestro sea como era antes, contigo transpirando y gimiendo…
– ¿Reed? -lo miró como censurándolo.
– Te echo de menos -dijo él.
– Yo también te echo de menos -susurró ella, apoyándose en su brazo.
– No quiero que seamos conscientes de que estamos haciendo el amor.
– Lo sé.
– Mis padres… -él se calló.
No quería que Elizabeth sintiera más presión por la ansiedad de sus padres.
– Es posible que estén locos acerca de mi pedigree -dijo ella continuando con lo que él iba a decir-, pero definitivamente quieren que tengas descendencia.
– Mis padres son esnobs.
– ¿De verdad? -ella sonrió.
Él le apartó un mechón de cabello de la cara con suavidad.
– ¿Podemos hablar un poco más de gemidos y sudor? -sugirió ella.
Él se excitó instantáneamente.
– No, aquí no podemos -dijo él.
– ¿Y en el chalet? ¿En una de las diez habitaciones que tiene?
– He visto que la cama grande tiene columnas -comentó él, ansioso de repente por llegar a la casa.
Ella sonrió.
– Hacer el amor debe ser un juego y una diversión -dijo él.
– Parece como si quisieras atarme a la cama, ¿no?
– Absolutamente -dijo Reed.
Ella se rió.
Reed le agarró la mano y fueron en dirección al chalet.