Capítulo Tres

– Tu matrimonio no está terminado en absoluto -dijo Hanna cuando pasaron por delante de un grupo de comensales hacia una mesa de un rincón en su restaurante favorito.

Elizabeth había pedido un entrecot por costumbre. Pero estaba segura de que no podría comérselo.

– Pero Reed ya no me habla de nada importante -le dijo Elizabeth a Hanna-. No quiere hacerme el amor. Y cuando le pido más información, se enfada. ¿Cómo puedo seguir casada con un hombre que no me deja entrar en su vida?

Hanna tomó un sorbo de coca-cola light y dijo:

– Deja de intentarlo.

La respuesta sorprendió a Elizabeth

– ¿Que deje de intentar estar casada con él?

Aquélla no era la respuesta que había esperado.

– Deja de intentar entrar en su vida -Hanna mordió su sándwich.

– Eso no tiene sentido.

Estaban casados. Se suponía que Elizabeth estaba en la vida de Reed.

Hanna agarró una servilleta de papel del dispensador metálico y se limpió la boca.

– Te digo esto como mejor amiga tuya que soy, y como alguien que te quiere mucho…

– Esto no puede ser bueno -murmuró Elizabeth.

– Te has puesto un poco… aburrida últimamente -dijo su amiga.

«¿Aburrida?», pensó. ¿Qué clase de mejor amiga era que le decía eso?

– Te ocupas demasiado de Reed y de su vida.

– Es mi marido.

Hanna agitó la cabeza.

– No importa. Sé que quieres tener un niño. Y eso es admirable. Y sé que amas a Reed. Y eso es admirable también. Pero Elizabeth, Lizzy, tienes que tener una vida propia.

– Tengo una vida.

Hanna la miró, dudosa.

Bueno, tal vez ir al spa, comprar ropa de diseño y planear fiestas no era una vida muy productiva, pero Reed organizaba muchos actos sociales. Era importante que ella tuviera un papel en ello.

– Si tú tuvieras tu propia vida, no te obsesionarías tanto con la de Reed.

– Daría igual que tuviera una vida excitante y ocupada. Seguiría preocupándome por mi marido y más si está bajo una investigación por un delito.

– Él te ha dicho que se ocupará de ello.

– Por supuesto que me lo ha dicho. No quiere que me preocupe. Está obsesionado con eso.

– Creo que es muy dulce de su parte.

– ¿Dulce? ¿Del lado de quién estás?

– Lizzy, has perdido totalmente la perspectiva. No se trata de estar de un lado u otro. Se trata de tu felicidad. El asunto es que la vida de Reed está centrada en el trabajo, sus negocios, sus socios, su familia y amigos y en su matrimonio.

– No tanto en su matrimonio -replicó Elizabeth.

– Quizás. Pero eso no es a lo que quiero llegar. Lo que quiero decirte es que tu vida también se centra en su trabajo, sus negocios, sus socios, su familia y sus amigos, y en tu matrimonio. ¿Ves dónde está el problema?

– Eso no es verdad.

No podía ser verdad. Ella no era una mujer de los años cincuenta sin un pensamiento propio.

– ¿Quiénes son tus amigos? ¿Tus viejos amigos? ¿Los que no tienen nada que ver con Reed?

Elizabeth hizo un repaso mental de los amigos con los que había crecido o los que había conocido en la universidad.

– Mis viejos amigos no viven en Manhattan -dijo finalmente.

Después de su matrimonio había sido difícil pasar tiempo con sus viejos amigos. Ellos parecían creer que su vida era una gran fiesta, que el dinero lo resolvía todo, que la gente rica no podía tener ni un problema. Y si lo tenían, debían olvidarse de él e irse de compras.

– Y todos los de él, sí -dijo Hanna con expresión de triunfo.

Elizabeth miró su entrecot y pensó que podía consolarse en la comida después de todo.

– ¿Qué es lo que intentas decirme?

– Todos tus amigos actuales son amigos de Reed en realidad.

– Excepto tú.

– Me conociste a través de Trent. ¿Te acuerdas de Trent? El amigo de Reed…

– Esto parece una intervención.

– Lo es -dijo Hanna.

– Bueno, no quiero que intervengas.

– Oh, querida mía…

Elizabeth cortó un trozo del suculento entrecot.

– No sé por qué tengo que hacerte caso, de todos modos. Tú fuiste la que insistió en que lo sedujera la semana pasada. Y eso no dio resultado…

– Eso fue porque lo hiciste mal.

– Lo hice perfectamente. Aparecí con aquella bata roja. El problema fue Reed. Él estaba a punto de ser arrestado. ¿Cómo puede concentrarse un hombre en la pasión cuando están a punto de arrestarlo? -dijo Elizabeth y volvió al entrecot.

– Necesitas un trabajo -dijo Hanna.

Elizabeth tragó.

– Créeme, si hay una cosa que no necesito es dinero -dijo Elizabeth.

– No es el dinero lo importante. Lo importante es salir de tu casa, intercambiar opiniones e ideas con otra gente, salir con gente que no tenga nada que ver con tu marido ni con tu deseo de quedarte embarazada.

– ¿Y no crees que eso puede alejarnos más?

– Tendrías algo interesante de que hablar cuando volvieras a casa.

Elizabeth iba a protestar diciendo que Reed y ella hablaban de cosas interesantes, pero se calló al darse cuenta de lo vacío que sonaría eso.

Reed era un adicto al trabajo y se negaba a hablar de Wellington International con ella. Pensaba que los problemas de negocios podrían afectarla. Pero si ella introducía sus propios asuntos de negocios, sobre todo si había problemas, ella estaba segura de que él se involucraría en la conversación.

Hmmm… Conseguir un trabajo. Desarrollar una identidad. La idea le resultó atractiva. De hecho, se preguntaba por qué no se le había ocurrido antes.

Pero había un problema.

– ¿Y quién va a contratarme? No trabajo desde que me gradué en la universidad, con una licenciatura en teatro musical.

Elizabeth no podía imaginarse de apuntadora o algo así. Sería estúpido ser la esposa de un millonario y aceptar un puesto bajo. Sin mencionar lo embarazoso que podría ser para Reed.

– El trabajo no tiene por qué gustarle a él -agregó Hanna, adivinando los pensamientos de Elizabeth.

– ¿Y eso no estropearía el objetivo?

Ella estaba intentando salvar su matrimonio, no disgustar a su marido.

– ¿Qué quieres tú?

Elizabeth se sintió cansada de repente.

– Tarta de frambuesa.

– ¿Y después de eso?

– Un bebé. Mi matrimonio. Ser feliz. No lo sé.

– ¡Bingo! -dijo Hanna. -¿Bingo qué?

– Hazte feliz, Elizabeth. Busca tu felicidad. Independientemente de Reed, de un bebé o de lo que sea. Constrúyete una vida propia que te dé satisfacción. Lo demás tendrá que solucionarse alrededor de eso -Hanna hizo una pausa-. ¿Qué tienes que perder?

Era una excelente pregunta.

Había poco que perder. Si no cambiaba algo drásticamente y pronto, perdería su matrimonio. Ciertamente, no tendría un bebé. Y no tendría ningún tipo de vida.

Hanna tenía razón.

Tenía que salir fuera y conseguir un trabajo.


– ¿Un trabajo? -repitió Reed.

Elizabeth se puso perfume mientras se preparaba para ir a la cama.

– ¿Quieres decir que quieres formar parte de alguna organización caritativa? -preguntó Reed.

Había una serie de organizaciones que se alegrarían de contar con su ayuda.

– No me refiero a eso. Me refiero a un verdadero trabajo.

Reed se quedó perplejo.

– ¿Por qué?

– Eso haría que salga de casa, al mundo, me ayudaría a conocer gente nueva.

– Puedes salir de la casa cuando quieras.

– El hacer compras no me da la misma satisfacción.

Él la miró, intentando adivinar qué le pasaba realmente.

– Hay más cosas que ir de compras.

– Exactamente -Elizabeth se puso de pie y agarró un bote de crema.

– La Fundación del hospital estaría encantada de tenerte en su junta directiva.

– Mi licenciatura es en teatro.

– Entonces, la junta directiva de las artes. Puedo llamar a Ralph Sitman. Estoy seguro de que uno de los comités…

– Reed, no quiero que hagas una llamada. Quiero preparar mi curriculum, salir y solicitar un trabajo.

– ¿Tu curriculum? -preguntó Reed sin poder creerlo.

Ella era una Wellington. No necesitaba un curriculum.

– Sí -ella se giró hacia el espejo y se aplicó la crema en la cara.

– ¿Piensas ir a los teatros con un curriculum debajo del brazo?

– Así es como se hace, generalmente.

– No en esta familia.

Si él tenía suerte, la gente pensaría que ella era una excéntrica. Pero algunos pensarían que necesitaba dinero. Que él era un miserable que no satisfacía sus necesidades.

Elizabeth cerró la puerta del cuarto de baño que había en el dormitorio.

– ¿Cómo dices?

– No es digno -le dijo él.

– ¿Ganarse la vida no es digno?

Él intentó mantener la calma.

– Tú ya te ganas la vida.

– No, tú te la ganas.

– Y gano lo suficiente.

– Te felicito.

– Elizabeth, ¿qué sucede?

Ella se cruzó de brazos.

– Necesito una vida, Reed.

¿Qué quería decir con eso?, pensó él.

– Tú tienes una vida.

– Tú tienes una vida -lo corrigió ella.

– Es nuestra vida.

– Y tú no estás nunca en ella -le reprochó Elizabeth.

– Hace meses que no salgo de Nueva York -dijo él.

Y no era fácil de arreglar. Pero él quería estar allí para concebir un bebé, y quería estar cerca de Elizabeth por si lo necesitaba para algo. Era un momento difícil para ambos, se daba cuenta, y estaba haciendo todo lo posible para que todo estuviera tranquilo.

– ¿Crees que esto tiene algo que ver con tu presencia física en la ciudad?

– ¿Y de qué se trata? Por favor, Elizabeth, ¡por el amor de Dios! Dime qué ocurre…

Ella dudó. Luego dijo:

– Se trata de que quiero un trabajo.

– ¿Haciendo qué?

– No lo sé. Lo que pueda conseguir. Apuntadora, ayudante de producción, recadera -suspiró y agregó-: Esto no es negociable, Reed.

– Genial. Todos nuestros amigos y socios vendrán a los estrenos. Todos irán con sus novias. Yo estaré solo, porque mi esposa será la recadera.

– No, Elizabeth Wellington será la recadera.

– ¿Y no crees que eso puede ser un poco humillante para mí?

– Entonces usaré mi apellido de soltera.

– Usarás tu apellido real -protestó él.

– De acuerdo -ella se acostó y se tapó hasta el cuello.

Reed se acostó a su lado, más irritado con su esposa que con el Organismo regulador del mercado de valores.

Serían el hazmerreír de todo Manhattan.

Sabía que estaba demasiado enfadado como para seguir discutiendo aquella noche.

Apagó la luz de su mesilla de noche, cerró los ojos y oyó el tic del termómetro digital de Elizabeth.

Luego se dio la vuelta y abrió los ojos.

– Estoy ovulando -dijo ella retorciéndose para mirarlo.

Reed se reprimió un juramento.

– Vale -dijo tratando de controlar su voz.

Se acercó a ella, le quitó el termómetro de la mano, lo puso en la mesilla, y apagó su luz.

Habían hecho el amor cientos de veces, tal vez miles de veces.

Podían hacerlo en aquel momento. Era fácil.

Reed la rodeó con un brazo y hundió la cara en su pelo. Aspiró su fragancia, dándoles la oportunidad de acostumbrarse a la idea de hacer el amor.

Su cabello era suave, y él se lo acarició.

Su fragancia había sido una de las primeras cosas que él había amado de ella. Recordaba haber bailado bajo las estrellas, en el crucero, sentir el viento de junio acariciándolos mientras ella se balanceaba en sus brazos con aquel vestido rojo…

A los pocos minutos de empezar a bailar él había sabido que la iba a amar, había sabido que iba a casarse con ella, había sabido que iba a pasar el resto de su vida cuidando a aquella mujer graciosa, atractiva y embriagadora.

Reed le besó el cuello en aquel momento, le acarició el cuerpo por encima del satén del camisón. Le besó el hombro, el lóbulo de la oreja…

Deseaba decirle que la amaba, pero había tanta tensión entre ellos… Él estaba creando un frágil espacio de paz, un refugio en medio de la dura conversación que tendría que tener lugar en los siguientes días.

Rodeó su cintura, y deslizó las manos hacia sus pechos.

El deseo se iba apoderando de él lentamente. Su respiración se volvía más agitada…

Le acarició el hombro. Luego le bajó un tirante del camisón.

Acarició su brazo y le buscó la mano para entrelazar sus dedos con los de ella.

Pero se encontró con que ella tenía la mano apretada en un puño.

Se giró para mirarla.

Estaba tensa.

– ¡Maldita sea! -juró Reed.

Y se levantó de la cama.

Ella abrió los ojos y Reed se horrorizó al ver la aversión en su mirada.

No iba a forzarla a hacer el amor, como si ella fuera una mártir, daba igual la causa.

– Esto es un matrimonio -afirmó él-. No una granja de sementales.

Agarró su bata y se dirigió a la habitación de invitados.


Sola en la cama, Elizabeth había llorado hasta dormirse.

Ella había querido hacer el amor. Había deseado desesperadamente concebir un bebé. Pero la discusión que habían tenido había vuelto una y otra vez a su mente, mientras Reed la acariciaba, hasta que se le había apagado el deseo por él y sus caricias le habían parecido vacías.

Ella sabía que se le pasaría. Estaba segura de que en un rato, tal vez horas, se le pasaría y se volvería a sentir segura en brazos de Reed. Pero había necesitado un poco de tiempo antes de hacer el amor.

Finalmente se había dormido de madrugada. Luego se había despertado con el ruido de la aspiradora, y había sabido que había llegado Rena, la asistenta, y que Reed se había ido a trabajar.

Parte de ella no había podido creer que él se hubiera ido sin despertarla para hacer el amor. Pero luego recordó su expresión cuando se había ido, enfadado, de la habitación. Ella lo había enfadado, y tal vez lo hubiera herido. Después de todo, Reed había intentado dejar atrás la pelea y hacer el amor.

Ella había sido la que había fallado.

Elizabeth se levantó, se duchó, se vistió y se marchó en su coche a las oficinas de la Quinta Avenida de Wellington International.

Tomó el ascensor hasta la planta de los ejecutivos y caminó, decidida, por los suelos de mármol, sin darse la oportunidad de dudar.

Le pediría disculpas a Reed. No por la discusión, sino por estar tan fría después. Ya se le había pasado. Y se lo diría.

Por si acaso, se había puesto ropa interior sexy. Frente al edificio había un hotel…

– Elizabeth -dijo la secretaria de Reed, Devon, poniéndose de pie-. ¿Te está esperando Reed? -miró un momento hacia la ventana que comunicaba con el despacho de Reed.

– Es una sorpresa -admitió ella.

Esperaba que fuera una sorpresa agradable.

Elizabeth miró por la ventana que comunicaba el despacho de Reed con la sala donde estaba su secretaria y vio el perfil de una mujer. Tenía el pelo negro y una chaqueta azul.

– Tu esposa está aquí -dijo Devon por el teléfono.

Hubo un momento de pausa y luego la mujer, con cara de culpabilidad, miró a Elizabeth por la ventana.

– ¿Quién es ésa? -le preguntó Elizabeth a Devon.

– Es una aspirante a un puesto de trabajo -contestó Devon, ocupada con unos papeles de su escritorio.

Algo en la atmósfera hizo sentir incómoda a Elizabeth.

– Espero no estar interrumpiendo nada -dijo Elizabeth.

– Estoy segura de que no hay problema -respondió Devon.

Se abrió la puerta del despacho de Reed y la mujer salió primero. Era una mujer con aspecto seguro, alta, de pelo corto, ropa clásica.

La mujer asintió al ver a Elizabeth cuando pasó por su lado, dejando un perfume de coco en el aire.

– No te esperaba -dijo Reed.

– Sorpresa -dijo Elizabeth con una sonrisa dirigida a Devon.

Él la hizo pasar.

– Siento molestarte -dijo ella cuando él cerró la puerta.

– No hay problema -le indicó un par de sillas de piel al lado de una mesa.

– ¿Quién era esa mujer?

– ¿Quién?

– La mujer que acaba de salir. Devon ha dicho…

– Es una cliente -se dio prisa en decir Reed.

Elizabeth se quedó petrificada, con una sensación terrible en el estómago.

¿Por qué le estaba mintiendo?

– ¿Qué clase de cliente?

– Es la dueña de una cadena de almacenes de muebles en la Costa Oeste.

Elizabeth asintió.

– ¿Necesitas algo? -preguntó Reed en tono formal.

«Que me devuelvan a mi marido», habría dicho ella.

Se sintió confusa. ¿Seguía con el plan de seducción? ¿Podría hacer el amor con él sabiendo que le estaba mintiendo?

– ¿Cariño? -dijo él en un tono más íntimo.

– Me siento mal por lo que pasó anoche -dijo ella, tomando la decisión deprisa.

– ¿Por lo del trabajo?

Ella agitó la cabeza.

– Lo… otro.

– Oh.

– He pensado que tal vez… -miró alrededor y se humedeció los labios-. Podríamos recuperar el tiempo perdido.

Él pestañeó.

Ella le mantuvo la mirada.

– No estarás sugiriendo que hagamos el amor aquí, ¿verdad?

– En El Castillo -ella nombró el hotel que había enfrente.

Él miró su reloj.

– ¿Debería haber pedido una cita contigo? -preguntó, tensa.

– Gage y Trent van a venir dentro de diez minutos.

– Cancélalo.

– Elizabeth…

– Es el momento, Reed.

– Puede esperar hasta esta noche.

– ¡Pero deberíamos haberlo hecho anoche! -exclamó ella sin pensar.

– Sí. Deberíamos…

Ella se puso de pie. Se sintió muy estúpida por haberse puesto la lencería fina negra para un marido adicto al trabajo. No sabía por qué había pensado que aquel día podía ser diferente. Reed era un hombre muy ocupado. La encajaba en su agenda cuando podía, y sería mejor que ella no pidiera más que eso.

Él también se puso de pie.

– Adiós, entonces -dijo Elizabeth girándose hacia la puerta, tratando de manejar su rechazo.

Pero en el último momento una vocecita en su interior la urgió a mostrarle lo que se acababa de perder.

Se desabrochó los primeros cuatro botones del vestido y se dio la vuelta.

Reed abrió los ojos e involuntariamente tomó aliento.

– Disfruta de tu reunión -le dijo ella, abrochándose otra vez los botones.

Salió antes de que él pudiera recuperar la voz.

En un impulso se detuvo frente al escritorio de Devon y le preguntó:

– ¿Qué tipo de trabajo era?

Devon pareció confundida.

– El de la mujer a la que estaba entrevistando Reed -añadió Elizabeth-. ¿Qué tipo de trabajo era?

– Oh… -Devon hizo una pausa-. Contable.

– Gracias.

– De nada.

Elizabeth se dirigió al ascensor y se encontró con Trent y con Gage, que venían del lado opuesto. Al menos lo de la reunión era verdad, pensó.

La verdad era que no sabía qué iba a hacer con aquella situación.

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