Capítulo Uno

Elizabeth Wellington tiró al aire la moneda dorada de diez dólares con la cabeza de la libertad, por encima de su gran cama de matrimonio.

– Cara, lo hago -susurró en voz alta en la habitación vacía, siguiendo la trayectoria hacia el techo.

Si era cruz, esperaría a la siguiente semana. Al momento adecuado. Cuando ella estuviera ovulando, y sus posibilidades de quedar embarazada fueran las máximas.

– ¡Venga! ¡Que salga cara…! -murmuró, imaginándose a su marido, Reed, en el despacho de su casa, pegado a su habitación. Reed, atractivo y sexy, estaría leyendo correos electrónicos e informes financieros, con su mente puesta en el negocio del día.

La moneda dio en el borde de la cama y cayó en la mullida alfombra.

– ¡Maldita sea! -rodeó la cama con columnas y pestañeó tratando de ver la moneda.

Un momento más tarde se quitó los zapatos, se agachó, se levantó la falda para que no le impidiera el movimiento y, apoyada sobre sus manos, miró debajo de la cama. ¿Era cara o cruz?

– ¿Elizabeth? -se oyó a Reed por el pasillo.

Con sentimiento de culpa, Elizabeth se puso de pie de un salto y se alisó el pelo.

– ¿Sí? -contestó, mirando de reojo la caja de monedas de colección.

Corrió a la cómoda y cerró la tapa de la caja.

Se abrió la puerta del dormitorio, y ella fingió una pose natural.

– ¿Has visto mi PDA? -preguntó él.

– Umm, no -ella se apartó de la cómoda y divisó la moneda.

Estaba de canto contra la mesilla, brillando con la luz de la lámpara de Tiffany.

Reed miró alrededor de la habitación.

– Juraría que me la metí al bolsillo antes de irme de la oficina.

– ¿Llamaste? -preguntó ella, moviéndose hacia la moneda con la intención de ocultarla con su pie desnudo antes de que la mirada de Reed se posara en ella.

No quería darle explicaciones.

– ¿Puedes marcar tú?

– Claro -ella agarró el teléfono que tenía al lado de la cama y marcó el número de su teléfono móvil, poniéndose entre Reed y la moneda, con cuidado de no estropear el resultado de su caída.

Un teléfono sonó desde algún lugar del ático.

– Gracias -le dijo él, dándose vuelta en dirección a la puerta.

Unos segundos más tarde él gritó desde el salón:

– ¡La he encontrado!

Elizabeth suspiró, aliviada.

Quitó el pie y miró la posición de la moneda. Dirigió la luz del flexo hacia ésta y bajó la cabeza. Si la mesilla no se hubiera interpuesto en el camino, y la moneda hubiera seguido su curso, habría sido… ¡Sí, cara!

Levantó la moneda. La decisión estaba tomada. Iba a seguir el consejo de su mejor amiga en lugar de seguir el del profesional de la medicina.

En apariencia, su decisión chocaba con el sentido común. Pero su amiga Hanna sabía más sobre su vida que el doctor Wendell.

El doctor sabía todo sobre su salud física. Conocía sus niveles de hormonas y su ciclo menstrual. Incluso había visto una ecografía de sus ovarios. Pero no sabía nada sobre su matrimonio. No sabía que ella había estado luchando desde su primer aniversario por recuperar la sinceridad e intimidad que Reed y ella habían compartido en el comienzo de la relación.

En los cinco años que habían transcurrido desde que se había casado con Reed Wellington III, Elizabeth había aprendido que la empresa estaba primero, los negocios de Nueva York en segundo lugar, y su matrimonio bastante más abajo en la lista.

Ella sabía que un bebé podía mejorar la situación. Ambos habían querido un bebé durante años. Un bebé sería un proyecto importante para compartir, un modo de que ella encajara más claramente en el mundo de Reed, y una razón para que él pasara más tiempo en el mundo de su mujer. Ella hacía mucho tiempo que quería tener un bebé. Pero cada vez dudaba más de que un bebé fuera la solución.

Un bebé necesitaba un hogar cálido y lleno de cariño. Los niños necesitaban experimentar afecto, calidez y autenticidad. Cuanto más se distanciaban Reed y ella, más dudaba de que su sueño de formar una familia pudiera arreglar las cosas.

Guardó cuidadosamente la moneda en su caja de madera, cerró la tapa y acarició con la punta de los dedos su madera tallada. Reed le había regalado la moneda de la estatua de la Libertad y la caja de la colección de monedas en las primeras Navidades que habían pasado juntos. Y todos los años él había ido agregando monedas nuevas. Pero a medida que el valor de la colección había ido aumentando, su matrimonio se había ido debilitando.

Irónico, realmente.

En los primeros tiempos, cuando ella sólo había tenido una moneda, su relación había sido más armoniosa. Por aquel entonces habían bromeado juntos, habían compartido secretos, habían cometido errores y se habían reído juntos. Y muy a menudo habían terminado en la cama o en el sofá o en la alfombra si no había muebles blandos a mano.

La primera vez que habían hecho el amor había sido en un banco del jardín trasero de la finca de Connecticut de la familia de Reed. El cielo estaba salpicado de estrellas. Ellos estaban solos, y los besos de Reed se habían hecho apasionados. Reed había acariciado su espalda a través del escote que tenía su vestido por detrás. Ella había sentido que su piel se estremecía, que sus pezones se ponían rígidos, y que el deseo se apoderaba de ella.

Hasta entonces habían esperado, pero ya había llegado el momento. Ambos lo habían sabido, y él la había tumbado en el banco. Después de largos minutos, tal vez horas, de besos y caricias, él le había quitado las braguitas. Y luego se había internado en ella. Dos semanas más tarde, él le había propuesto matrimonio, y ella se había convencido, entusiasmada, de que aquélla era una historia para toda la vida.

Sus amigas y su familia de New Hampshire le habían advertido que no se casara con un millonario. Le habían dicho que la familia de Reed, adinerada desde siempre, lo ponía en una clase social totalmente diferente a la de ella. Y que posiblemente las expectativas de ella y las de Reed sobre el matrimonio fuesen diferentes.

Pero Elizabeth había estado segura de que el profundo amor entre ellos superaría todos los obstáculos.

Ahora, cinco años más tarde, estaba mucho menos segura, pensó, mientras se acercaba a las puertas de cristal del balcón de su lujoso dormitorio. Debajo de su ático del piso doce del número setecientos veintiuno de Park Avenue, ronroneaba el tráfico, y las luces de la ciudad se extendían hacia el horizonte de aquella suave noche de octubre.

Elizabeth cerró las cortinas.

Aunque reconocía la sabiduría en el consejo de Hanna, ella había preferido poner la decisión en manos del destino. La suerte era «cara», así que la decisión estaba tomada. Ella estaba luchando por su matrimonio de una forma diferente, y la lucha empezaba en aquel mismo momento.

Caminó hacia la cómoda. Abrió el cajón de arriba y revolvió entre camisones y batas. Y allí la encontró.

Sintió un cosquilleo en el estómago cuando tocó la bata de seda roja que había usado en su noche de bodas.

Abrió la cremallera de su falda y se la quitó. Luego tiró su chaqueta, blusa y ropa interior en una silla. De pronto se sintió ansiosa por ver a Reed. Se puso la bata y se sintió decadentemente bella por primera vez en años. Luego fue al cuarto de baño adyacente al dormitorio y se arregló el pelo.

Tenía pestañas oscuras y gruesas y éstas destacaban sus ojos verdes. Tenía las pupilas levemente dilatadas. Se puso barra de labios, un poco de colorete en las mejillas y se alejó del espejo levemente para ver el efecto. Estaba descalza y tenía pintadas las uñas de los pies de un color cobre. La bata cubría sólo unos centímetros de sus muslos, y terminaba con una puntilla de encaje. Tenía un gran escote de encaje también, que dejaba entrever sus pechos.

Como toque final se puso perfume en el cuello y se bajó un tirante. Luego se estiró y se pasó la mano por el vientre. El diamante de su anillo se reflejó en el espejo de cuerpo entero.

Reed era su marido, se recordó. Ella tenía derecho a seducirlo. Además, Hanna estaría orgullosa.

Atravesó la habitación y apagó la luz. Salió y caminó por el pasillo.

– ¿Reed? -dijo con voz sensual en la puerta de su despacho.

Abrió y puso una pose sensual.

Dos hombres levantaron la vista del papel que estaban leyendo.


Al ver el atuendo sexy de su esposa, Reed se quedó con la boca abierta. Las palabras que iba a pronunciar se desvanecieron en sus labios. La carta del Organismo regulador del mercado de valores que tenía en la mano cayó al escritorio, mientras, a su lado, el vicepresidente, Collin Killian, dejaba escapar una exhalación de shock.

A Collin le llevó tres segundos apartar la vista. Reed pensó que no podía culparlo. Elizabeth había tardado cinco segundos en exclamar y salir corriendo por el corredor.

– Uh… -empezó a decir Collin, mirando por encima del hombro hacia la puerta, ahora vacía.

Reed juró mientras se ponía de pie y oía el portazo del dormitorio. Collin agarró su maletín.

– Te veré luego -dijo.

– Quédate -le pidió Reed atravesando la habitación.

– Pero…

– Acabo de descubrir que el Organismo Regulador del Mercado de Valores me ha abierto una investigación. Tú y yo tenemos que hablar.

– Pero tu esposa…

– Hablaré con ella primero.

¿En qué estaba pensando Elizabeth?, se preguntó.

Caminó hacia el pasillo.

Collin gritó por detrás de él:

– ¡Me parece que lo que ella tiene en mente no es hablar!

Reed no se molestó en contestar.

Pero, visto lo visto, Elizabeth tendría que hablar, pensó Reed. Él no llevaba el control de su temperatura corporal, pero estaba seguro de que no era la fecha apropiada. Él echaba de menos el hacer el amor espontáneamente tanto como ella, pero también quería ser padre. Y sabía perfectamente que ella quería ser madre.

El hacer el amor programadamente era frustrante. Pero era un sacrificio que valía la pena.

Puso la mano en el picaporte tratando de controlar sus hormonas, entusiasmadas por la imagen que lo estaría esperando dentro del dormitorio. Su esposa era una mujer sexy y sensual, pero él tenía que ser fuerte por los dos.

Abrió la puerta y dijo:

– ¿Elizabeth?

– ¡Vete! -dijo ella con la voz apagada mientras se envolvía en un albornoz. La luz del aseo la iluminó por detrás mientras cerraba la puerta y entraba en el dormitorio.

– ¿Qué sucede? -preguntó él suavemente.

Ella agitó la cabeza.

– Nada.

Él deseaba estrecharla en sus brazos, quizás meter las manos por debajo del albornoz y apretarla contra su cuerpo. Le llevaría tan poco esfuerzo abrirle el albornoz, ver la bata que tenía debajo y mirar su lujurioso cuerpo…

Collin se figuraría que debía marcharse.

– ¿Es el momento adecuado? -preguntó Reed.

Sabía que no era posible que ella estuviera ovulando, pero tenía esperanzas. Ella agitó la cabeza lentamente. Él se acercó.

– Entonces, ¿qué estás haciendo?

– He pensado… -hizo una pausa-. Quería… -lo miró con sus ojos verdes-. No sabía que Collin estaba aquí.

Reed sonrió.

– Debe de pensar… -empezó a decir Elizabeth.

– De momento, debe de pensar que soy el hombre más afortunado del mundo -respondió Reed. Ella le clavó la mirada.

– Pero no lo eres.

– Esta noche, no.

Ella desvió la mirada.

– ¿Elizabeth?

Ella lo volvió a mirar.

– Pensé… No estamos…

El imaginaba qué quería decir. Era tentador, muy tentador. En aquel momento no había nada que él deseara más que hacerle el amor apasionadamente en su enorme cama y fingir que no existía ninguno de sus problemas.

Deseaba postergar la charla sobre la investigación del Organismo regulador del mercado de valores. Pero no quería arriesgarse. Si hacían el amor en aquel momento, Elizabeth no se quedaría embarazada aquel mes, y sus lágrimas romperían el corazón de él.

– ¿Puedes esperar a la semana que viene? -preguntó Reed.

La pena y la decepción nublaron los ojos de Elizabeth. Ella abrió la boca para hablar, pero luego apretó los dientes y cerró los ojos unos segundos.

Cuando los abrió su expresión se suavizó y pareció recuperar el control.

– ¿Ocurre algo? ¿Por qué está Collin…?

– No ocurre nada -le aseguró Reed.

Nada excepto una investigación fraudulenta, que Collin invalidaría tan pronto como le fuera posible.

Reed no había hecho ningún negocio ilegal ni falto de ética, pero podía caerle la máxima sentencia por el actual clima que se respiraba en relación con los delitos de cuello blanco.

Por eso se tenían que ocupar de ello cuanto antes.

Tenía que encontrar una solución antes de que la prensa o cualquier otra persona metiera la nariz. Incluida Elizabeth. Sobre todo Elizabeth.

Su especialista decía que a menudo la infertilidad estaba relacionada con el estrés, y ella ya estaba suficientemente estresada por querer quedarse embarazada, por no mencionar la organización de la fiesta de su quinto aniversario de casados, como para agregarle más preocupaciones.

Lo que menos falta le hacía era preocuparse por un posible caso en los juzgados.

– Tengo que ir al apartamento de Collin un rato -le dijo Reed a Elizabeth.

– ¿Un rato? -ella pareció sorprendida.

– Sí, pero es una cuestión rutinaria -contestó Reed.

Esperaba no tardar mucho.

– Claro -dijo ella asintiendo.

– ¿Por qué no te ocupas del menú del catering mientras estoy fuera?

Habían invitado a trescientos invitados a la fiesta. Había muchos detalles que necesitaban la atención de Elizabeth.

– Claro… -contestó ella-. Me ocuparé de los postres…

El comentario sarcástico no era típico de Elizabeth, y Reed sabía que debía preguntarle qué pasaba.

Pero no quería meterse en ello, porque podría llevarlo a abrazarla, a besarla y a echar sus buenas intenciones por la borda. La tentación era demasiado fuerte.

– Te veré dentro de una hora -le dijo él sensualmente.

Le dio un casto beso en la frente.

Le acarició el pelo y se estremeció todo entero. Ella le agarró la muñeca un momento. Y aquello fue suficiente para que Reed dudara de su decisión de marcharse.

Pero tenía que irse. Le había prometido que haría todo lo posible por darle un hijo.

Y lo haría.

Sin mirarla, caminó hacia la puerta. Salió al pasillo y fue a su despacho. Collin estaba al lado del escritorio, con expresión incierta.

– Vamos -dijo Reed poniéndose la chaqueta de su traje y yendo hacia la entrada del ático.

Collin no hizo ninguna pregunta. La discreción era lo que más le gustaba a Reed de Collin.

– Tengo la carta del Organismo regulador del mercado de valores -le confirmó Collin cuando la puerta se cerró detrás de ellos.

Se dirigieron al ático de Gage Lattimer. El amigo y vecino de Collin y Reed, Gage, había sido nombrado también en la carta del Organismo regulador como parte de la investigación.

– ¿Tienes el sobre también? -preguntó Reed.

No quería que Elizabeth pudiera encontrarse con ningún resto de la prueba.

– Todo -dijo Collin deteniéndose frente a la gran puerta de roble del apartamento de Gage-. Y he cerrado tu buscador de páginas web.

– Gracias -asintió Reed.

Esperaron en silencio.

La puerta finalmente se abrió. Pero no fue Gage el que estaba frente a ellos, sino una alta y atractiva morena que parecía a la defensiva y que tenía aspecto de culpabilidad.

– ¿Está disponible Gage? -preguntó Reed, con la esperanza de no estar interrumpiendo algo. Aunque la mujer estaba totalmente vestida.

– El señor Lattimer no está en casa en este momento.

¿Era ése un acento británico?

– ¿Y usted es…? -preguntó Collin.

– Jane Elliot. La nueva ama de llaves del señor Lattimer.

Reed vio el desorden del piso por encima de su hombro.

La mujer cerró un poco la puerta, impidiendo que Reed mirase.

– ¿Me dice por favor quién lo busca?

– Reed Wellington.

Collin le dio una tarjeta de negocios a la mujer y le dijo:

– ¿Puede decirle que me llame cuanto antes?

– Por supuesto -contestó la mujer asintiendo.

Luego entró nuevamente en el piso y cerró la puerta.

– Espero que Gage no le esté pagando mucho, porque necesitará dinero -murmuró Reed cuando se dieron la vuelta para llamar al ascensor.

– Yo le pagaría lo que me pidiese -dijo Collin.

Reed no pudo evitar sonreír mientras apretaba el botón para llamar al ascensor. Luego volvió a pensar en el problema que los preocupaba.

– Entonces, ¿qué diablos crees que pasa con esto? -preguntó cuando se abrieron las puertas.

– Creo que tal vez deberías haber pagado el chantaje.

Reed dio un paso hacia atrás.

Como era un hombre rico, a menudo era el blanco de amenazas y pedidos financieros. Pero un chantaje particularmente extraño había llegado hacía dos semanas.

– ¿Diez millones de dólares? -le preguntó a Collin-. ¿Estás loco?

– Las dos cosas podrían estar relacionadas.

– La carta del chantaje ponía «El mundo conocerá el sucio secreto del modo en que los Wellington hacen su dinero». No decía nada sobre una investigación del Organismo regulador.

Reed no habría pagado en ningún caso. Pero se lo habría tomado más seriamente si la amenaza hubiera sido más específica.

– La transmisión fraudulenta de información confidencial en el comercio es un secreto sucio.

– También es una invención ridícula.

Cuando al principio Reed había leído la carta del chantaje, no le había dado importancia. Había muchos locos sueltos. Luego se había preguntado si alguno de sus proveedores en el extranjero podría estar involucrado en una práctica que no fuera ética. Pero los había controlado a todos. Y no había encontrado nada que pudiera justificar el «sucio secreto» de la riqueza de los Wellington.

Él no tenía ningún secreto sucio. Era absurdo sugerir que él estaba involucrado en el tráfico de información confidencial. E imposible de demostrar, puesto que él no lo había hecho. Ni siquiera era lógico. La mayoría de la riqueza suya, de su padre y de sus antecesores, se derivaba del buen hacer de sus empresas. Reed no hacía casi negocios en el mercado de valores. Y lo poco que hacía era como diversión, a ver qué tal se le daba.

¿Dónde estaba el desafío en el engaño? Él no necesitaba el dinero. Y el engaño no sería nada divertido. Entonces, ¿cómo iba a involucrarse en el tráfico de información confidencial?

– Tienen algo -dijo Collin cuando se paró el ascensor en el segundo piso-. El Organismo regulador no hace una investigación sobre especulaciones.

– Entonces, ¿a quién llamamos? -preguntó Reed.

Además de ser vicepresidente, Collin era un buen abogado.

Collin metió la llave y abrió la puerta de su apartamento.

– Al Organismo regulador del mercado de valores, para empezar.

Reed miró su reloj. Las nueve y cuarto.

– ¿Conoces a alguien a quien podamos recurrir?

– Sí -Collin tiró el maletín encima de la mesa del apartamento, propiedad de Wellington International-. Conozco a un hombre -agarró un teléfono inalámbrico-. ¿Te apetece servirte un whisky?

– De acuerdo.

La llamada fue breve.

Cuando terminó, Collin aceptó un vaso de whisky y se sentó en un sillón.

– Nos mandarán un informe completo por la mañana, pero es algo que tiene que ver con Tecnologías Ellias.

Reed reconoció el nombre de la empresa.

– Ese fue un negocio de Gage. Él pensó que iban a tener éxito, así que ambos invertimos.

Pero no podía creer que Gage Lattimer, su amigo y vecino, hubiera recomendado unas acciones basadas en el tráfico de información confidencial.

Luego Reed volvió a pensar en el tema, pensando en voz alta.

– Subieron rápido. Sobre todo cuando aquel sistema de navegación…

Una luz se le encendió a Reed en la cabeza de repente.

– ¿Qué? -preguntó Collin.

– Kendrick.

– ¿El senador?

Reed asintió.

– Maldita sea. ¿Cuánto quieres apostar a que él estaba en el comité de aprobación?

– No en el que adjudicó el contrato de navegaciones.

– Sí… -Reed tomó un sorbo de whisky-. Ese.

Collin juró entre dientes.

Reed sentía lo mismo. No había hecho nada malo, pero si Kendrick estaba en el comité de aprobación, daría esa impresión.

– Yo compro acciones en Ellias -pensó Reed en voz alta-. Kendrick, quien, como todo el mundo sabe, es un defensor de mi compañía Envirocore.com, aprueba un lucrativo contrato a favor de Ellias. Las acciones de Ellias suben. Yo hago unos cuantos cientos de miles de dólares. Y, de pronto, el Organismo regulador está involucrado.

– Te has olvidado de un paso -dijo Collin.

– De la persona que hizo el chantaje -replicó Reed.

Si la persona que había hecho el chantaje era el que había alertado al Organismo regulador, entonces Reed no se lo había tomado lo suficientemente en serio.

La persona que había hecho el chantaje obviamente tenía información sobre la cartera de acciones de Reed. También sabía que Reed era el dueño de Envirocore.com. Y sabía que Kendrick estaba en el comité de aprobación del contrato del sistema de navegación del Senado. Además, el extorsionador sabía cómo juntarlo todo para hacer daño a Reed.

Aquello no era ninguna tontería.

Collin miró el cuadro que tenía en frente.

– Nadie en su sano juicio va a pensar que tú has infringido la ley por unos pocos miles de dólares -dijo Collin.

– ¿Estás bromeando? Mucha gente disfrutaría viendo caer a un rico de toda la vida de su pedestal.

– ¿Puedes demostrar que eres inocente?

– ¿Probar que una llamada telefónica, una reunión o un correo electrónico no tuvo lugar? No sé cómo puedo hacer eso.

– ¿Llamaste a la policía cuando te enviaron la carta con el chantaje?

– No. Archivé la carta con todo lo demás.

Había sido un error, evidentemente.

– ¿Quieres llamarlos esta noche?

Reed asintió.

– Será mejor salir al ruedo.

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